Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
Harry recordaba a Dudley
—¿Tú tienes escoba propia? —continuó el muchacho.
—No —dijo Harry.
—¿Juegas al menos al
quidditch
?
—No —dijo de nuevo Harry, preguntándose qué diablos sería el
quidditch
.
—Yo sí. Papá dice que sería un crimen que no me eligieran para jugar por mi casa, y la verdad es que estoy de acuerdo. ¿Ya sabes en qué casa vas a estar?
—No —dijo Harry, sintiéndose cada vez más tonto.
—Bueno, nadie lo sabrá realmente hasta que lleguemos allí, pero yo sé que seré de Slytherin, porque toda mi familia fue de allí. ¿Te imaginas estar en Hufflepuff? Yo creo que me iría, ¿no te parece?
—Mmm —contestó Harry, deseando poder decir algo más interesante.
—¡Oye, mira a ese hombre! —dijo súbitamente el chico, señalando hacia la vidriera de delante. Hagrid estaba allí, sonriendo a Harry y señalando dos grandes helados, para que viera por qué no entraba.
—Ése es Hagrid —dijo Harry, contento de saber algo que el otro no sabía—. Trabaja en Hogwarts.
—Oh —dijo el muchacho—, he oído hablar de él. Es una especie de sirviente, ¿no?
—Es el guardabosques —dijo Harry. Cada vez le gustaba menos aquel chico.
—Sí, claro. He oído decir que es una especie de salvaje, que vive en una cabaña en los terrenos del colegio y que de vez en cuando se emborracha. Trata de hacer magia y termina prendiendo fuego a su cama.
—Yo creo que es estupendo —dijo Harry con frialdad.
—¿Eso crees? —preguntó el chico en tono burlón—. ¿Por qué está aquí contigo? ¿Dónde están tus padres?
—Están muertos —respondió en pocas palabras. No tenía ganas de hablar de ese tema con él.
—Oh, lo siento —dijo el otro, aunque no pareció que le importara—. Pero eran de nuestra clase, ¿no?
—Eran un mago y una bruja, si es eso a lo que te refieres
—Realmente creo que no deberían dejar entrar a los otros ¿no te parece? No son como nosotros, no los educaron para conocer nuestras costumbres. Algunos nunca habían oído hablar de Hogwarts hasta que recibieron la carta, ya te imaginarás. Yo creo que debería quedar todo en las familias de antiguos magos. Y a propósito, ¿cuál es tu apellido?
Pero antes de que Harry pudiera contestar, Madame Malkin dijo:
—Ya está listo lo tuyo, guapo.
Y Harry, sin lamentar tener que dejar de hablar con el chico, bajó del escabel.
—Bien, te veré en Hogwarts, supongo —dijo el muchacho.
Harry estaba muy silencioso, mientras comía el helado que Hagrid le había comprado (chocolate y frambuesa con trozos de nueces).
—¿Qué sucede? —preguntó Hagrid.
—Nada —mintió Harry. Se detuvieron a comprar pergamino y plumas. Harry se animó un poco cuando encontró un frasco de tinta que cambiaba de color al escribir. Cuando salieron de la tienda, preguntó:
—Hagrid, ¿qué es el
quidditch
?
—Vaya, Harry; sigo olvidando lo poco que sabes... ¡No saber qué es el
quidditch
!
—No me hagas sentir peor —dijo Harry. Le contó a Hagrid lo del chico pálido de la tienda de Madame Malkin.
—... y dijo que la gente de familia de
muggles
no deberían poder ir...
—Tú no eres de una familia
muggle
. Si hubiera sabido quién eres... Él ha crecido conociendo tu nombre, si sus padres son magos. Ya lo has visto en el Caldero Chorreante. De todos modos, qué sabe él, algunos de los mejores que he conocido eran los únicos con magia en una larga línea de
muggles
. ¡Mira tu madre! ¡Y mira la hermana que tuvo!
—Entonces ¿qué es el
quidditch
?
—Es nuestro deporte. Deporte de magos. Es... como el fútbol en el mundo
muggle
, todos lo siguen. Se juega en el aire, con escobas, y hay cuatro pelotas... Es difícil explicarte las reglas.
—¿Y qué son Slytherin y Hufflepuff?
—Casas del colegio. Hay cuatro. Todos dicen que en Hufflepuff son todos inútiles, pero...
—Seguro que yo estaré en Hufflepuff —dijo Harry desanimado.
—Es mejor Hufflepuff que Slytherin —dijo Hagrid con tono lúgubre—. Las brujas y los magos que se volvieron malos habían estado todos en Slytherin. Quien-tú-sabes fue uno.
—¿Vol... perdón... Quien-tú-sabes estuvo en Hogwarts?
—Hace muchos años —respondió Hagrid.
Compraron los libros de Harry en una tienda llamada Flourish y Blotts, en donde los estantes estaban llenos de libros hasta el techo. Había unos grandiosos forrados en piel, otros del tamaño de un sello, con tapas de seda, otros llenos de símbolos raros y unos pocos sin nada impreso en sus páginas. Hasta Dudley, que nunca leía nada, habría deseado tener alguno de aquellos libros. Hagrid casi tuvo que arrastrar a Harry para que dejara
Hechizos y contrahechizos (encante a sus amigos y confunda a sus enemigos con las más recientes venganzas: Pérdida de Cabello, Piernas de Mantequilla, Lengua Atada y más, mucho más)
, del profesor Vindictus Viridian.
—Estaba tratando de averiguar cómo hechizar a Dudley.
—No estoy diciendo que no sea una buena idea, pero no puedes utilizar la magia en el mundo
muggle
, excepto en circunstancias muy especiales —dijo Hagrid—. Y de todos modos, no podrías hacer ningún hechizo todavía, necesitarás mucho más estudio antes de llegar a ese nivel.
Hagrid tampoco dejó que Harry comprara un sólido caldero de oro (en la lista decía de peltre) pero consiguieron una bonita balanza para pesar los ingredientes de las pociones y un telescopio plegable de cobre. Luego visitaron la droguería, tan fascinante como para hacer olvidar el horrible hedor, una mezcla de huevos pasados y repollo podrido. En el suelo había barriles llenos de una sustancia viscosa y botes con hierbas. Raíces secas y polvos brillantes llenaban las paredes, y manojos de plumas e hileras de colmillos y garras colgaban del techo. Mientras Hagrid preguntaba al hombre que estaba detrás del mostrador por un surtido de ingredientes básicos para pociones, Harry examinaba cuernos de unicornio plateados, a veintiún galeones cada uno, y minúsculos ojos negros y brillantes de escarabajos (cinco
knuts
la cucharada).
Fuera de la droguería, Hagrid miró otra vez la lista de Harry.
—Sólo falta la varita... Ah, sí, y todavía no te he buscado un regalo de cumpleaños.
Harry sintió que se ruborizaba.
—No tienes que...
—Sé que no tengo que hacerlo. Te diré qué será, te compraré un animal. No un sapo, los sapos pasaron de moda hace años, se burlarán... y no me gustan los gatos, me hacen estornudar. Te voy a regalar una lechuza. Todos los chicos quieren tener una lechuza. Son muy útiles, llevan tu correspondencia y todo lo demás.
Veinte minutos más tarde, salieron del Emporio de la Lechuza, que era oscuro y lleno de ojos brillantes, susurros y aleteos. Harry llevaba una gran jaula con una hermosa lechuza blanca, medio dormida, con la cabeza debajo de un ala. Y no dejó de agradecer el regalo, tartamudeando como el profesor Quirrell.
—Ni lo menciones —dijo Hagrid con aspereza—. No creo que los Dursley te hagan muchos regalos. Ahora nos queda solamente Ollivander, el único lugar donde venden varitas, y tendrás la mejor.
Una varita mágica... Eso era lo que Harry realmente había estado esperando.
La última tienda era estrecha y de mal aspecto. Sobre la puerta, en letras doradas, se leía: «Ollivander: fabricantes de excelentes varitas desde el 382 a.C.». En el polvoriento escaparate, sobre un cojín de desteñido color púrpura, se veía una única varita.
Cuando entraron, una campanilla resonó en el fondo de la tienda. Era un lugar pequeño y vacío, salvo por una silla larguirucha donde Hagrid se sentó a esperar. Harry se sentía algo extraño, como si hubieran entrado en una biblioteca muy estricta. Se tragó una cantidad de preguntas que se le acababan de ocurrir, y en lugar de eso, miró las miles de estrechas cajas, amontonadas cuidadosamente hasta el techo. Por alguna razón, sintió una comezón en la nuca. El polvo y el silencio parecían hacer que le picara por alguna magia secreta.
—Buenas tardes —dijo una voz amable.
Harry dio un salto. Hagrid también debió de sobresaltarse porque se oyó un crujido y se levantó rápidamente de la silla.
Un anciano estaba ante ellos; sus ojos, grandes y pálidos, brillaban como lunas en la penumbra del local.
—Hola —dijo Harry con torpeza.
—Ah, sí —dijo el hombre—. Sí, sí, pensaba que iba a verte pronto. Harry Potter. —No era una pregunta—. Tienes los ojos de tu madre. Parece que fue ayer el día en que ella vino aquí, a comprar su primera varita. Veintiséis centímetros de largo, elástica, de sauce. Una preciosa varita para encantamientos.
El señor Ollivander se acercó a Harry. El muchacho deseó que el hombre parpadeara. Aquellos ojos plateados eran un poco lúgubres.
—Tu padre, por otra parte, prefirió una varita de caoba. Veintiocho centímetros y medio. Flexible. Un poquito más poderosa y excelente para transformaciones. Bueno, he dicho que tu padre la prefirió, pero en realidad es la varita la que elige al mago.
El señor Ollivander estaba tan cerca que él y Harry casi estaban nariz contra nariz. Harry podía ver su reflejo en aquellos ojos velados.
—Y aquí es donde...
El señor Ollivander tocó la luminosa cicatriz de la frente de Harry, con un largo dedo blanco.
—Lamento decir que yo vendí la varita que hizo eso —dijo amablemente—. Treinta y cuatro centímetros y cuarto. Una varita poderosa, muy poderosa, y en las manos equivocadas... Bueno, si hubiera sabido lo que esa varita iba a hacer en el mundo...
Negó con la cabeza y entonces, para alivio de Harry, fijó su atención en Hagrid.
—¡Rubeus! ¡Rubeus Hagrid! Me alegro de verlo otra vez... Roble, cuarenta centímetros y medio, flexible... ¿Era así?
—Así era, sí, señor —dijo Hagrid.
—Buena varita. Pero supongo que la partieron en dos cuando lo expulsaron —dijo el señor Ollivander, súbitamente severo.
—Eh..., sí, eso hicieron, sí —respondió Hagrid, arrastrando los pies—. Sin embargo, todavía tengo los pedazos —añadió con vivacidad.
—Pero no los utiliza, ¿verdad? —preguntó en tono severo.
—Oh, no, señor —dijo Hagrid rápidamente. Harry se dio cuenta de que sujetaba con fuerza su paraguas rosado.
—Mmm —dijo el señor Ollivander, lanzando una mirada inquisidora a Hagrid—. Bueno, ahora, Harry... Déjame ver. —Sacó de su bolsillo una cinta métrica, con marcas plateadas—. ¿Con qué brazo coges la varita?
—Eh... bien, soy diestro —respondió Harry.
—Extiende tu brazo. Eso es. —Midió a Harry del hombro al dedo, luego de la muñeca al codo, del hombro al suelo, de la rodilla a la axila y alrededor de su cabeza. Mientras medía, dijo—: Cada varita Ollivander tiene un núcleo central de una poderosa sustancia mágica, Harry. Utilizamos pelos de unicornio, plumas de cola de fénix y nervios de corazón de dragón. No hay dos varitas Ollivander iguales, como no hay dos unicornios, dragones o aves fénix iguales. Y, por supuesto, nunca obtendrás tan buenos resultados con la varita de otro mago.
De pronto, Harry se dio cuenta de que la cinta métrica, que en aquel momento le medía entre las fosas nasales, lo hacía sola. El señor Ollivander estaba revoloteando entre los estantes, sacando cajas.
—Esto ya está —dijo, y la cinta métrica se enrolló en el suelo—. Bien, Harry. Prueba ésta. Madera de haya y nervios de corazón de dragón. Veintitrés centímetros. Bonita y flexible. Cógela y agítala.
Harry cogió la varita y (sintiéndose tonto) la agitó a su alrededor, pero el señor Ollivander se la quitó casi de inmediato.
—Arce y pluma de fénix. Diecisiete centímetros y cuarto. Muy elástica. Prueba...
Harry probó, pero tan pronto como levantó el brazo el señor Ollivander se la quitó.
—No, no... Ésta. Ébano y pelo de unicornio, veintiún centímetros y medio. Elástica. Vamos, vamos, inténtalo.
Harry lo intentó. No tenía ni idea de lo que estaba buscando el señor Ollivander. Las varitas ya probadas, que estaban sobre la silla, aumentaban por momentos, pero cuantas más varitas sacaba el señor Ollivander, más contento parecía estar.
—Qué cliente tan difícil, ¿no? No te preocupes, encontraremos a tu pareja perfecta por aquí, en algún lado. Me pregunto... sí, por qué no, una combinación poco usual, acebo y pluma de fénix, veintiocho centímetros, bonita y flexible.
Harry tocó la varita. Sintió un súbito calor en los dedos. Levantó la varita sobre su cabeza, la hizo bajar por el aire polvoriento, y una corriente de chispas rojas y doradas estallaron en la punta como fuegos artificiales, arrojando manchas de luz que bailaban en las paredes. Hagrid lo vitoreó y aplaudió y el señor Ollivander dijo:
—¡Oh, bravo! Oh, sí, oh, muy bien. Bien, bien, bien... Qué curioso... Realmente qué curioso...
Puso la varita de Harry en su caja y la envolvió en papel de embalar, todavía murmurando: «Curioso... muy curioso».
—Perdón —dijo Harry—. Pero ¿qué es tan curioso?
El señor Ollivander fijó en Harry su mirada pálida.
—Recuerdo cada varita que he vendido, Harry Potter. Cada una de las varitas. Y resulta que la cola de fénix de donde salió la pluma que está en tu varita dio otra pluma, sólo una más. Y realmente es muy curioso que estuvieras destinado a esa varita, cuando fue su hermana la que te hizo esa cicatriz.
Harry tragó, sin poder hablar.
—Sí, veintiocho centímetros. Ajá. Realmente curioso cómo suceden estas cosas. La varita escoge al mago, recuérdalo... Creo que debemos esperar grandes cosas de ti, Harry Potter... Después de todo, El-que-no-debe-ser-nombrado hizo grandes cosas... Terribles, sí, pero grandiosas.
Harry se estremeció. No estaba seguro de que el señor Ollivander le gustara mucho. Pagó siete galeones de oro por su varita y el señor Ollivander los acompañó hasta la puerta de su tienda.
Al atardecer, con el sol muy bajo en el cielo, Harry y Hagrid emprendieron su camino otra vez por el callejón Diagon, a través de la pared, y de nuevo por el Caldero Chorreante, ya vacío. Harry no habló mientras salían a la calle y ni siquiera notó la cantidad de gente que se quedaba con la boca abierta al verlos en el metro, cargados con una serie de paquetes de formas raras y con la lechuza dormida en el regazo de Harry. Subieron por la escalera mecánica y entraron en la estación de Paddington. Harry acababa de darse cuenta de dónde estaban cuando Hagrid le golpeó el hombro.