Read Harry Potter y las Reliquias de la Muerte Online

Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (30 page)

Harry recibió un repentino golpe en la parte posterior de las piernas: otro mago acababa de caer por la chimenea detrás de él.

—¡Aparta, hombre! ¿No ves que…? ¡Oh, lo siento, Runcorn!

El mago, un tipo calvo con cara de asustado, se escabulló rápidamente. Al parecer, el hombre al que Harry suplantaba, el tal Runcorn, era un personaje que imponía.

—¡Pst! —siseó una voz.

Harry volvió la cabeza y vio a una bruja bajita y menuda y al mago con cara de hurón de Mantenimiento Mágico haciéndole señas desde el otro lado de la estatua. Enseguida fue a reunirse con ellos.

—¿Has llegado bien? —le preguntó Hermione.

—No, todavía está atrapado en el cagadero —se mofó Ron.

—¡Muy gracioso! Es horrible, ¿verdad? —le dijo a Harry, que estaba contemplando la estatua—. ¿Has visto dónde están sentados?

Harry miró con más atención y vio que lo que había tomado por tronos labrados con motivos decorativos eran en realidad montañas de seres humanos esculpidos: cientos y cientos de cuerpos desnudos —hombres, mujeres y niños—, de rostros patéticos, retorcidos y apretujados para soportar el peso de aquella pareja de magos ataviados con elegantes túnicas.


Muggles
… —susurró Hermione— en el sitio que les corresponde. ¡Vamos, no perdamos más tiempo!

Mirando alrededor con disimulo, se unieron al torrente de magos y brujas que avanzaban hacia las puertas doradas que había al fondo del vestíbulo, pero no vieron ni rastro de la característica silueta de Dolores Umbridge. Cruzaron las puertas y entraron en un vestíbulo más pequeño, donde se estaban formando colas enfrente de veinte rejas doradas correspondientes a veinte ascensores. Nada más ponerse en la cola más cercana, una voz exclamó:

—¡Cattermole!

Los chicos se volvieron y a Harry le dio un vuelco el corazón. Uno de los
mortífagos
que había presenciado la muerte de Dumbledore se dirigía hacia ellos. Los empleados que estaban a su lado guardaron silencio y bajaron la vista. Harry sintió cómo el miedo los atenazaba. El tosco y ceñudo rostro de aquel individuo no acababa de encajar con su amplia y magnífica túnica, bordada con abundante hilo de oro. Entre la multitud que esperaba ante los ascensores, algunos gritaron con tono adulador: «¡Buenos días, Yaxley!», pero Yaxley los pasó por alto.

—Pedí que alguien de Mantenimiento Mágico fuera a ver qué ocurre en mi despacho, Cattermole. Pero sigue lloviendo.

Ron miró alrededor como si esperara que alguien interviniese, pero nadie dijo nada.

—¿Lloviendo? ¿En su despacho? Vaya, qué contrariedad, ¿no?

Ron soltó una risita nerviosa y Yaxley enarcó las cejas.

—¿Lo encuentras gracioso, Cattermole?

Un par de brujas se apartaron de la cola y se marcharon a toda prisa.

—No —contestó Ron—. No, por supuesto que no…

—Por cierto, ¿sabes adónde voy? Abajo, a interrogar a tu esposa, Cattermole. De hecho, me sorprende que no estés allí acompañándola y confortándola mientras espera. Supongo que te has desentendido de ella, ¿verdad? Bueno, es lo más sensato. La próxima vez asegúrate de casarte con una sangre limpia.

Hermione soltó un gritito de horror y Yaxley la miró. La chica tosió un poco y se dio la vuelta.

—Yo… yo… —tartamudeó Ron.

—Si a mi esposa la acusaran de ser una sangre sucia (aunque yo jamás me casaría con una mujer que pudiera ser tomada por semejante escoria) y el jefe del Departamento de Seguridad Mágica necesitara que le arreglaran algo, daría prioridad a ese trabajo, Cattermole. ¿Lo captas?

—Sí, claro, claro —murmuró Ron.

—Pues entonces ocúpate de mi despacho, Cattermole, y si dentro de una hora no está completamente seco, el Estatus de Sangre de tu esposa estará aún más en entredicho de lo que ya está.

La reja dorada que tenían delante se abrió con un traqueteo. Yaxley saludó con una inclinación de la cabeza y una sonrisa a Harry, convencido de que éste aprobaría cómo había tratado a Cattermole, y se dirigió a otro ascensor. Los tres amigos entraron en el suyo, pero no los siguió nadie: era como si tuvieran una enfermedad contagiosa. La reja se cerró con estrépito y el ascensor comenzó su ascensión.

—¿Qué hago? —preguntó Ron a sus amigos; parecía muy acongojado—. Si no voy, mi esposa… es decir, la esposa de Cattermole…

—Te acompañaremos, tenemos que seguir juntos… —musitó Harry, pero Ron movió la cabeza enérgicamente.

—Eso es una locura, no tenemos mucho tiempo. Id vosotros en busca de Umbridge y yo iré a arreglar el despacho de Yaxley… Pero ¿qué hago para que deje de llover?

—Prueba con un
Finite Incantatem
—sugirió Hermione—. Si es un maleficio o una maldición, eso detendrá la lluvia; si no, es que ha pasado algo con un encantamiento atmosférico, y eso es más difícil de arreglar. Como medida provisional, haz un encantamiento impermeabilizante para proteger sus cosas…

—Repítelo todo más despacio —pidió Ron mientras buscaba ansiosamente una pluma en sus bolsillos, pero en ese momento el ascensor se detuvo con una sacudida.

Una incorpórea voz de mujer anunció: «Cuarta planta, Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas, que incluye las Divisiones de Bestias, Seres y Espíritus, la Oficina de Coordinación de los Duendes y la Agencia Consultiva de Plagas.» La reja volvió a abrirse para dejar entrar a un par de magos y algunos aviones de papel violeta que revolotearon alrededor del foco del techo.

—Buenos días, Albert —dijo un hombre de poblado bigote sonriendo a Harry.

Cuando el ascensor dio un chirrido y siguió ascendiendo, el mago echó un vistazo a Ron y Hermione; la chica, angustiada, estaba susurrándole instrucciones a Ron. El mago se inclinó hacia Harry esbozando una sonrisa socarrona y musitó:

—Dirk Cresswell, ¿eh? ¿De Coordinación de los Duendes? Bien hecho, Albert. ¡Estoy seguro de que ahora conseguiré su puesto! —Le guiñó un ojo.

Harry le devolvió la sonrisa, con la esperanza de que bastara con eso. El ascensor se detuvo y las puertas volvieron a abrirse.

«Segunda planta, Departamento de Seguridad Mágica, que incluye la Oficina Contra el Uso Indebido de la Magia, el Cuartel General de Aurores y los Servicios Administrativos del Wizengamot», dijo la voz de mujer.

Harry vio que Hermione le daba un empujoncito a Ron y que éste salía del ascensor dando traspiés, seguido de los otros magos, dejando solos a sus amigos. En cuanto la reja dorada se hubo cerrado, Hermione dijo con agitación:

—Mira, Harry, será mejor que vaya con él, porque me parece que no sabe lo que hace, y si lo descubren todo nuestro plan…

«Primera planta, Ministro de Magia y Personal Adjunto.»

La reja dorada volvió a abrirse y Hermione sofocó un grito. Ante ellos había cuatro personas, dos de ellas enfrascadas en una conversación: un mago de pelo largo con una elegante túnica negra y dorada, y una bruja rechoncha, de cara de sapo, que lucía un lazo de terciopelo en la corta melena y apoyaba contra el pecho un montón de hojas de pergamino prendidas con un sujetapapeles.

13
La Comisión de Registro de Hijos de
Muggles

—¡Ah, hola, Mafalda! —saludó Umbridge—. Te ha enviado Travers, ¿verdad?

—¡S… sí! —chilló Hermione.

—Bien, creo que servirás. —Y se dirigió al mago de la túnica negra y dorada—: Ya tenemos un problema solucionado, señor ministro. Si Mafalda se encarga de llevar el registro, podemos empezar. —Consultó sus anotaciones y añadió—: Para hoy están previstas diez personas, y una de ellas es la esposa de un empleado de la casa. ¡Vaya, vaya! ¡También aquí, en el mismísimo ministerio! —Subió al ascensor y se situó cerca de Hermione; asimismo, subieron los dos magos que habían estado escuchando la conversación de la bruja con el ministro—. Vamos directamente abajo, Mafalda; en la sala del tribunal encontrarás todo lo que necesitas. Buenos días, Albert. ¿No bajas?

—Sí, claro —dijo Harry con la grave voz de Runcorn.

El chico salió del ascensor y las rejas doradas se cerraron detrás de él con un traqueteo. Al volver la cabeza, percibió la cara de congoja de Hermione que, flanqueada por los dos magos de elevada estatura y con el lazo de terciopelo de Umbridge a la altura del hombro, descendía hasta perderse de vista.

—¿Qué lo trae por aquí arriba, Runcorn? —preguntó el nuevo ministro de Magia.

El individuo, de negra melena y barba —ambas salpicadas de mechones plateados— y una protuberante frente que daba sombra a unos ojos que chispeaban, le recordó a Harry la imagen de un cangrejo asomándose por debajo de una roca.

—Tengo que hablar con… —vaciló una milésima de segundo— Arthur Weasley. Me han dicho que está en la primera planta.

—Hum —repuso Pius Thicknesse—. ¿Acaso lo han sorprendido relacionándose con algún indeseable?

—No, qué va —respondió Harry con la boca seca—. No… no se trata de eso.

—¡Ya! Pero sólo es cuestión de tiempo. En mi opinión, los traidores a la sangre son tan despreciables como los sangre sucia. Buenos días, Runcorn.

—Buenos días, señor ministro.

Harry se quedó observando cómo Thicknesse se alejaba por el pasillo cubierto con una tupida alfombra. En cuanto el ministro se hubo perdido de vista, el muchacho sacó la capa invisible de la gruesa capa negra que llevaba puesta, se la echó por encima y recorrió el pasillo en dirección opuesta. Runcorn era tan alto que Harry tuvo que encorvarse para que no se le vieran los pies.

Notando una incómoda presión en el estómago, consecuencia del miedo, pasó por delante de sucesivas puertas de reluciente madera (en todas constaba el nombre de su ocupante y la tarea que desempeñaba), y poco a poco se le fueron revelando el poder, la complejidad y la impenetrabilidad del ministerio, a tal punto que el plan, que con tanto esmero había tramado con Ron y Hermione a lo largo de cuatro semanas, le pareció ridículo e infantil. Habían concentrado sus esfuerzos en organizar la entrada en el edificio sin que los detectaran, pero no consideraron qué harían si se veían obligados a separarse. Y de golpe y porrazo se encontraban con que Hermione estaba atrapada en un juicio que sin duda se prolongaría varias horas, Ron intentaba hacer una magia que Harry sabía que no dominaba (y por si fuera poco, seguramente la libertad de una mujer dependía del resultado), y él mismo andaba merodeando por la planta superior del ministerio, aunque sabía que su presa acababa de bajar en el ascensor.

Se detuvo, se apoyó contra una pared e intentó recapitular. El silencio lo agobiaba, pues no se percibía el menor bullicio: no se oían voces ni pasos, y los pasillos, cubiertos con alfombras moradas, estaban tan silenciosos como si a aquella zona le hubieran hecho el encantamiento
muffliato
.

«El despacho de Umbridge debe de estar aquí arriba», pensó Harry.

No parecía probable que la bruja guardara sus joyas en el despacho, pero, por otra parte, sería una estupidez no registrarlo para asegurarse de ello. Por tanto, Harry echó a andar de nuevo por el pasillo; sólo se cruzó con un mago ceñudo que le murmuraba instrucciones a una pluma que, flotando delante de él, garabateaba en un rollo de pergamino.

El muchacho dobló una esquina y se fijó en los nombres inscritos en las puertas. Hacia la mitad del pasillo que acababa de enfilar, desembocó en una amplia zona donde una docena de brujas y magos, sentados en hileras, ocupaban pequeños pupitres similares a los utilizados en las escuelas, aunque más lustrosos y sin grafitis. Se detuvo a observarlos, cautivado por lo que veía: los doce personajes agitaban y sacudían las varitas mágicas a la vez, y unas cuartillas de papel rosa volaban en todas direcciones como pequeñas cometas. Pasados unos segundos, comprendió que los movimientos mantenían un ritmo, puesto que los papeles describían la misma trayectoria; y poco después se dio cuenta de que aquellos empleados estaban componiendo panfletos: las cuartillas eran páginas que, una vez unidas, dobladas y colocadas en su sitio mediante magia, formaban pulcros montoncitos al lado de cada mago y cada bruja.

Se acercó con sigilo, aunque todos estaban tan concentrados en su trabajo que dudó que repararan en el sonido de sus pasos sobre la alfombra, y cogió un panfleto ya acabado del montón que tenía a su lado una joven bruja. Oculto por la capa invisible, lo examinó. La portada, de color rosa, tenía un título en letras doradas:

LOS SANGRE SUCIA
y los peligros que representan para la pacífica comunidad de los sangre limpia.

Bajo ese título habían dibujado una rosa roja, con una cara sonriente en medio de los pétalos, y un hierbajo verde provisto de colmillos y mirada agresiva que la estrangulaba. En el panfleto no figuraba el nombre del autor, pero, mientras lo examinaba, Harry volvió a notar un cosquilleo en las cicatrices del dorso de la mano derecha. Entonces la joven bruja, sin dejar de agitar y hacer girar su varita mágica, confirmó sus sospechas al comentar:

—¿Alguien sabe si esa arpía piensa pasarse todo el día interrogando a esos sangre sucia?

—Ten cuidado —le advirtió el mago sentado junto a ella, mirando alrededor con nerviosismo; una de las hojas que manejaba se le escapó de las manos y cayó al suelo.

—¿Por qué? ¿Ahora también tiene oídos mágicos, además del ojo?

Y diciendo esto, la bruja miró hacia la reluciente puerta de caoba que había frente a la zona ocupada por los encargados de los panfletos. Harry dirigió la vista también hacia ahí, y la rabia se irguió en su interior como una serpiente. En el sitio donde, de haberse tratado de una puerta de
muggles
, habría habido una mirilla, destacaba un gran ojo redondo —de iris azul intenso— incrustado en la madera; un ojo que le habría resultado asombrosamente familiar a cualquiera que hubiera conocido a Alastor Moody.

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