Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (50 page)

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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

Hermione despegó los labios para contestar, pero volvió a cerrarlos; parecía más desconcertada que antes. Los tres amigos intercambiaron miradas, y Harry advirtió que todos estaban pensando lo mismo. Resultaba que, en aquel preciso momento, en la habitación donde se hallaban había una capa como la que Xenophilius acababa de describir.

—Exacto —dijo Xenophilius, como si se hubiera impuesto con argumentos razonados—. Ninguno de vosotros ha visto nunca semejante cosa. El propietario de una capa así sería inconmensurablemente rico, ¿no creéis? —Y volvió a atisbar por la ventana; el cielo ya se había teñido de una débil tonalidad rosa.

—Está bien —dijo Hermione, desconcertada—. Supongamos que esa capa existió. ¿Qué me dice de la piedra, señor Lovegood? Eso que usted llama Piedra de la Resurrección.

—¿Qué inconveniente le ves?

—No sé, ¿cómo va a ser real?

—Pues demuéstrame que no lo es —replicó Xenophilius.

—¡Pero…! ¡Perdone, pero esto es completamente ridículo! —explotó Hermione, indignada—. ¿Cómo voy a demostrar que no existe? ¿Pretende que examine todos los guijarros del planeta y lo compruebe? Con ese enfoque, usted podría afirmar que cualquier cosa es real basándose únicamente en que nadie ha demostrado lo contrario.

—¡Claro que podría! —exclamó Xenophilius—. Me alegra comprobar que empieza a abrir un poco su mente, señorita.

—Entonces —terció Harry antes de que Hermione contestara—, ¿usted cree que la Varita de Saúco existe también?

—Hay innumerables pruebas de ello —replicó Xenophilius—. La Varita de Saúco es la reliquia que se puede localizar con mayor facilidad, por la manera en que cambia de manos.

—¿Y qué manera es ésa? —se interesó Harry.

—Pues, verás, consiste en que el poseedor de la varita, para ser su verdadero amo, debe arrebatársela a su anterior propietario. Supongo que habréis oído hablar de cómo la varita llegó a manos de Egbert
el Atroz
, después de que asesinara a Emeric
el Malo
, ¿no?, o de cómo Godelot murió en el sótano de su propia casa después de que su hijo Hereward lo despojara de la varita, o del espantoso Loxias, que se la quitó a Barnabas Deverill tras matarlo. El rastro de sangre de la Varita de Saúco recorre las páginas de la historia de la magia.

Harry echó una ojeada a Hermione, que observaba con ceño a Xenophilius, pero no lo contradijo.

—¿Y dónde cree usted que está la Varita de Saúco ahora? —inquirió Ron.

—¡Ay, si yo lo supiera! —respondió Xenophilius dejando vagar la mirada hacia el exterior—. ¿Alguien sabe dónde se halla oculta? El rastro se pierde con Arcus y Livius. Pero ¿quién se atreve a afirmar cuál de los dos derrotó realmente a Loxias y quién se quedó la varita? Es más, ¿cómo sabremos quién los derrotó a ellos? Es una lástima, pero la historia no revela esa información.

Guardaron silencio, hasta que Hermione preguntó con frialdad:

—Dígame, señor Lovegood, ¿tiene la familia Peverell algo que ver con las Reliquias de la Muerte?

Xenophilius se mostró sorprendido y algo que Harry no logró identificar le rebulló en la memoria. Peverell… Había oído ese nombre antes.

—¡Vaya, vaya! ¡Me habías engañado, jovencita! —exclamó Xenophilius; se sentó mucho más erguido en la butaca y miró a Hermione con ojos desorbitados—. ¡Creía que no conocías la Búsqueda de las Reliquias! Muchos de nosotros, los Buscadores, creemos que los Peverell tienen mucho, muchísimo que ver con ellas.

—¿Quiénes son los Peverell? —quiso saber Ron.

—Era el apellido grabado en la tumba donde aparecía ese símbolo, en Godric's Hollow —explicó Hermione sin dejar de observar a Xenophilius—. Constaba el nombre de Ignotus Peverell.

—¡Exacto! —dijo Xenophilius levantando un dedo con pedantería—. ¡El símbolo de las Reliquias de la Muerte en la tumba de Ignotus es una prueba concluyente!

—¿De qué? —preguntó Ron.

—Pues de que los tres hermanos de la fábula eran en realidad los tres hermanos Peverell: Antioch, Cadmus e Ignotus, y que ellos fueron los primeros poseedores de las reliquias.

Tras echar un enésimo vistazo por la ventana, se puso en pie; recogió la bandeja y se encaminó hacia la escalera de caracol.

—Os quedaréis a cenar, ¿verdad? —preguntó mientras bajaba al piso inferior—. Todo el mundo nos pide nuestra receta de sopa de
plimpys
de agua dulce.

—Seguramente para enseñársela al Departamento de Toxicología de San Mungo —murmuró Ron.

Harry esperó hasta que oyeron al mago trajinando en la cocina, y entonces le preguntó a Hermione:

—¿Qué opinas?

—Ay, Harry —repuso ella cansinamente—, no son más que estupideces. Ese no puede ser el verdadero significado del símbolo; debe de ser la estrambótica interpretación del señor Lovegood. ¡Qué pérdida de tiempo!

—Ya, y no olvidemos que el padre de Luna fue el primero en hablar de la existencia de los
snorkacks
de cuernos arrugados —apuntó Ron.

—¿Tú tampoco te lo crees? —le preguntó Harry.

—Qué va —repuso Ron—; esa fábula no es más que un cuento aleccionador para los niños, como si se les aconsejara: «No os metáis en líos, no empecéis peleas y no husmeéis donde no os llaman; manteneos al margen y ocupaos de vuestros asuntos y todo os saldrá bien.» Y ahora que lo pienso —añadió—, quizá esa historia es la responsable de que la gente crea que las varitas de saúco traen mala suerte.

—¿A qué te refieres?

—Será una superstición como otra cualquiera, ¿no? Mi madre conoce un montón de refranes al respecto: «Brujas de mayo, novias de
muggles
»; «Embrujado al atardecer, desembrujado a medianoche»; «Varita de saúco, mala sombra y poco truco». Seguro que los habéis oído alguna vez.

—Harry y yo nos hemos criado con
muggles
—le recordó Hermione—; a nosotros nos explicaron otras supersticiones. —De la cocina ascendía un olor acre, y la chica dio un hondo suspiro. Lo único bueno de la exasperación que le producía Xenophilius era que, por lo visto, se había olvidado de que estaba enfadada con Ron—. Me parece que tienes razón —le dijo—, y esa historia no es más que un cuento con moraleja. Es evidente cuál es el mejor regalo y, por lo tanto, cuál elegiríamos todos…

Los tres hablaron al mismo tiempo. Hermione dijo «la capa»; Ron, «la varita»; y Harry, «la piedra».

Se miraron entre sorprendidos y divertidos.

—Sí, claro. Tal vez parezca que la capa sea el mejor regalo —le dijo Ron—, pero si tuvieras la varita no necesitarías volverte invisible. ¡Una varita invencible, Hermione! ¿No te das cuenta?

—Nosotros ya tenemos una capa invisible —observó Harry.

—¡Y nos ha ayudado mucho, por si no te habías fijado! —dijo Hermione—. Mientras que la varita siempre te causaría problemas…

—Sólo te metería en algún lío si alardearas de ella —argumentó Ron—, o si fueras lo bastante imbécil para ir por ahí bailando, exhibiéndola y cantando: «Tengo una varita invencible, ven a comprobarlo si te atreves.» Pero si eres discreto…

—Muy bien, pero ¿tú podrías serlo? —replicó Hermione con escepticismo—. Mira, lo único cierto que nos ha dicho Lovegood es que desde tiempos inmemoriales siempre han circulado historias sobre varitas muy poderosas.

—¿Ah, sí? —preguntó Harry.

Hermione estaba exasperada, y su expresión resultaba tan familiar que Harry y Ron, aliviados, se sonrieron mutuamente.

—Veréis, aparecen bajo diferentes nombres a través de los siglos, como, por ejemplo, la Vara Letal, la Varita del Destino… generalmente en manos de algún mago tenebroso que alardea de ellas. El profesor Binns mencionó algunas, pero… ¡Bah, son tonterías! Las varitas mágicas sólo son poderosas si lo son los magos que las utilizan, pero a algunos les gusta jactarse de que la suya es la más grande y la mejor.

—Vamos a ver, ¿quién te asegura que esas varitas, la Letal y la del Destino, no son la misma, que surge a lo largo de los años con nombres diferentes? —preguntó Harry.

—¿Acaso insinúas que todas podrían ser la Varita de Saúco, es decir, la que confeccionó la Muerte? —inquirió Ron.

Harry rió porque, al fin y al cabo, esa extraña idea que se le había ocurrido era absurda. Entonces recordó que su varita, aunque actuara como la noche en que Voldemort lo persiguió por el cielo, no estaba hecha de saúco, sino de acebo, y la había confeccionado Ollivander. Además, si fuera invencible, ¿cómo es que se había roto?

—Y tú, Harry, ¿por qué escogerías la piedra? —le preguntó Ron.

—Porque si fuera cierto que con ella se revive a los muertos, podríamos recuperar a Sirius,
Ojoloco
, Dumbledore, e incluso a mis padres… —Ron y Hermione no sonrieron—. Pero según Beedle el Bardo, ellos no querrían volver, ¿verdad? —añadió rememorando la fábula que acababan de escuchar—. No creo que haya muchas historias más sobre una piedra que puede devolver la vida a los muertos, ¿no? —le preguntó a Hermione.

—No —contestó ella con tristeza—. Imagino que sólo alguien como el señor Lovegood podría engañarse para creer algo así. Seguramente, Beedle sacó la idea de la Piedra Filosofal; ya sabes, en lugar de una piedra que te hace inmortal, se trataría de una piedra capaz de resucitar.

El olor proveniente de la cocina era cada vez más intenso; olía como a calzoncillos chamuscados. Harry se preguntó si sería capaz de comer lo suficiente de lo que estaba cocinando Xenophilius para no herir sus sentimientos.

—Pero ¿qué me decís de la capa? —comentó Ron, pensativo—. ¿No os dais cuenta de que Lovegood tiene razón? Yo estoy tan acostumbrado a la capa de Harry y a lo buena que es, que nunca me he parado a considerarlo. Jamás he oído hablar de una capa como la suya; es infalible. Nunca nos han descubierto cuando la llevamos puesta.

—¡Claro que no, porque cuando nos tapamos con ella somos invisibles! —repuso Hermione.

—Pero todo lo que ha dicho Lovegood sobre las otras capas (y no es precisamente que te vendan diez por un
knut
) ¡es cierto! No se me había ocurrido, pero he oído hablar de capas que pierden sus encantamientos al envejecer, o se desgarran cuando les hacen un embrujo y por eso tienen agujeros. En cambio, la de Harry ya la tenía su padre, de modo que no es exactamente nueva, ¿no?, pero en cambio es… ¡perfecta!

—Sí, Ron, de acuerdo, pero la piedra…

Mientras discutían en susurros, Harry se paseaba por la habitación sin hacerles mucho caso. Al llegar a la escalera de caracol, miró distraídamente hacia el piso de arriba y algo le llamó la atención: su propia cara lo miraba desde el techo.

Tras un momento de confusión, comprendió que lo que había en la habitación de arriba no era un espejo, sino una pintura. Sintió curiosidad y se dispuso a subir.

—¿Qué haces, Harry? ¡No deberías curiosear aprovechando que el señor Lovegood no está!

Pero él ya había llegado al piso de arriba.

Luna había decorado el techo de su dormitorio con cinco caras hermosamente pintadas: las de Harry, Ron, Hermione, Ginny y Neville. Los rostros no se movían como en los retratos de Hogwarts, pero aun así había cierta magia en ellos, y a Harry le pareció que respiraban. Una especie de finas cadenas doradas zigzagueaban entre las imágenes, uniéndolas. Las examinó con más detenimiento y se dio cuenta de que las cadenas eran en realidad una palabra, repetida miles de veces con tinta dorada: «amigos… amigos… amigos…».

Harry sintió un arrebato de afecto hacia Luna y escudriñó la estancia. Junto a la cama había un gran retrato de Luna cuando era pequeña, abrazada a una mujer que se le parecía mucho; Harry nunca la había visto tan arreglada como en esa imagen. No obstante, la fotografía estaba cubierta de polvo, y eso lo sorprendió. Continuó revisándolo todo.

Notaba algo raro: también la alfombra azul claro tenía una capa de polvo; no había ropa en el armario, cuyas puertas se hallaban entreabiertas; la cama estaba demasiado hecha, como si nadie hubiera dormido en ella desde hacía semanas; y en la ventana más cercana, una telaraña se destacaba contra un cielo color sangre.

—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Hermione cuando el chico bajó a la sala, pero en ese momento Xenophilius llegó de la cocina con una bandeja llena de cuencos.

—Señor Lovegood —dijo Harry—, ¿dónde está Luna?

—¿Cómo dices?

—¿Dónde está Luna?

Xenophilius se detuvo en el último escalón.

—Ya… ya os lo he dicho. Está en el Puente del Fondo, pescando
plimpys
.

—Entonces, ¿por qué sólo ha traído comida para nosotros cuatro?

Xenophilius intentó decir algo, pero no lo logró. Lo único que se oía era el incesante resoplido de la prensa y el débil repiqueteo de la bandeja que el mago sujetaba con manos temblorosas.

—Creo que hace semanas que Luna no está aquí —le espetó Harry—. No tiene la ropa en el armario ni ha dormido en su cama. ¿Dónde está? ¿Y por qué usted no cesa de mirar por la ventana?

El mago soltó la bandeja, y los cuencos se hicieron añicos contra el suelo. Los tres jóvenes empuñaron sus varitas antes de que Xenophilius lograra meterse la mano en el bolsillo. En ese instante la prensa soltó un fuerte resoplido y, debajo del mantel que la cubría, empezó a escupir un ejemplar tras otro de
El Quisquilloso
; al cabo de un rato dejó de hacer ruido.

Hermione se agachó y, sin dejar de apuntar a Lovegood con la varita, cogió un ejemplar.

—¡Mira esto, Harry!

El muchacho se aproximó a ella tan rápido como se lo permitió el revoltijo que había en la habitación. En la portada de
El Quisquilloso
había una fotografía suya, bajo el titular «Indeseable n.° 1», y la cifra de la recompensa.

—Veo que
El Quisquilloso
ha cambiado de enfoque —rezongó Harry con frialdad mientras trataba de atar cabos—. ¿Por eso salió al jardín, señor Lovegood? ¿Para enviar una lechuza al ministerio?

Xenophilius se pasó la lengua por los labios y susurró:

—Se llevaron a mi Luna a causa de las cosas que yo escribía. Se llevaron a mi Luna y no sé dónde está ni qué le han hecho. Pero quizá me la devuelvan si yo… si yo…

—Si les entrega a Harry, ¿verdad? —dijo Hermione.

—Ni hablar —le espetó Ron—. Apártese. Nos largamos.

Xenophilius parecía haber envejecido de golpe y esbozaba una sonrisa horripilante.

—Llegarán en cualquier momento. Tengo que salvar a Luna; no puedo perderla. ¡No os marchéis!

Se plantó delante de la escalera con ambos brazos extendidos, y de repente Harry visualizó a su madre haciendo lo mismo delante de la cuna cuando él era un bebé.

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