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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (68 page)

—El profesor Dumbledore quería mucho a Harry —aseguró Hermione con un hilo de voz.

—¿Ah, sí? —repuso Aberforth—. Pues mira, es curioso, pero muchas personas a quienes mi hermano quería acabaron peor que si él las hubiera dejado en paz.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Hermione con aprensión.

—¡Bah, no importa!

—Pues es una acusación muy grave —insistió Hermione—. ¿Se refiere… a su hermana?

Aberforth le lanzó una mirada fulminante y movió los labios como si masticara las palabras que se esforzaba en no pronunciar. Pero de repente arrancó a hablar:

—Cuando mi hermana tenía seis años, la atacaron tres chicos
muggles
. Se dedicaban a espiarla a través del seto del jardín trasero y la vieron hacer magia. Ella era muy pequeña y no sabía controlarse; ningún mago ni ninguna bruja es capaz de dominarse a esa edad. Supongo que esos chicos se asustaron de lo que vieron, de modo que se colaron por el seto, y como mi hermana no logró enseñarles a hacer el truco, se pusieron furiosos y se les fue un poco la mano intentando detener a aquel bicho raro.

Hermione tenía los ojos como platos y Ron parecía un poco mareado. Aberforth se levantó —era tan alto como Albus—, y de pronto su cólera y la intensidad de su dolor le confirieron un aspecto terrible.

—Lo que le hicieron esos chicos la dejó destrozada y nunca volvió a ser la misma. Ariana no quería emplear la magia, pero tampoco podía librarse de ella, y la magia se le quedó dentro y la enloqueció; explotaba cuando ella no conseguía controlarla, y a veces hacía cosas extrañas y peligrosas. Pero en general era una niña cariñosa e inofensiva, y estaba muy asustada.

»Mi padre salió en busca de esos canallas —continuó Aberforth— y los atacó. En consecuencia, lo encerraron en Azkaban. Él nunca dijo por qué lo había hecho, pues si el ministerio hubiera sabido en qué se había convertido Ariana, la habrían encerrado para siempre en San Mungo. La habrían considerado una grave amenaza para el Estatuto Internacional del Secreto, porque era una desequilibrada y la magia se le escapaba cuando ella ya no lograba contenerla.

»Así pues, teníamos que ponerla a salvo y lograr que pasara inadvertida. Nos mudamos de casa, dijimos a todo el mundo que Ariana estaba enferma, y mi madre la cuidaba e intentaba que estuviera tranquila y feliz.

»Yo era su favorito —afirmó entonces, y al decirlo se adivinó a un desaliñado colegial tras las arrugas y la enmarañada barba que lucía—. Nunca prefirió a Albus, porque éste, cuando estaba en casa, no salía de su dormitorio, donde leía sus libros, contaba sus premios y escribía cartas a "los magos más destacados de la época"—dijo con tono burlón—; él no quería que lo molestáramos con los asuntos de Ariana. Mi hermana me quería más a mí, y yo conseguía que comiera cuando mi madre desistía; sabía tranquilizarla cuando le daba uno de sus ataques, y si estaba tranquila me ayudaba a dar de comer a las cabras.

»Cuando ella cumplió catorce años… Bueno, yo no estaba allí, pero de haberlo estado la habría calmado. Le dio uno de sus ataques y como mi madre ya no era tan joven… Fue un accidente. Ariana no logró controlarse y mi madre murió.

Harry sintió una horrorosa mezcla de lástima y repulsión; no quería oír ni una palabra más, pero Aberforth continuó, y el chico se preguntó cuánto tiempo haría que no contaba esa historia, si es que alguna vez lo había hecho.

—Eso fue lo que impidió a Albus emprender la vuelta al mundo con el pequeño Doge. Ambos fueron a casa para el funeral de mi madre, pero luego Elphias se marchó solo y Albus asumió el papel de cabeza de familia. ¡Ja! —Aberforth escupió en el fuego—. Yo la habría cuidado. Se lo dije a mi hermano; como no me importaba el colegio, me habría quedado en casa y ocupado de Ariana. Pero Albus me dijo que yo debía terminar mis estudios y que él reemplazaría a mi madre. Fue una pequeña humillación para Don Brillante. Porque no te dan premios por cuidar de una hermana medio loca, ni por tratar de impedir que vuele la casa cada dos por tres. Lo hizo más o menos bien unas semanas… hasta que llegó él.

El rostro de Aberforth adoptó una expresión francamente peligrosa.

—Sí, hasta que llegó Grindelwald. Por fin mi hermano tenía a alguien de su talla con quien hablar, alguien tan inteligente y con tanto talento como él. Y la obligación de atender a Ariana pasó a segundo plano, mientras ellos dos tramaban sus planes para instaurar un nuevo orden mágico, y buscaban las «reliquias» y todo eso que tanto les interesaba. Grandes planes que beneficiarían a todos los magos, y si eso conllevaba descuidar a una pobre muchacha, ¿qué más daba? Al fin y al cabo, Albus estaba trabajando «por el bien de todos», ¿no?

»Pero al cabo de unas semanas me cansé. No podía más. Se acercaba el día en que yo tendría que volver a Hogwarts, así que se lo dije, a los dos, cara a cara, como estamos tú y yo ahora. —Aberforth miró a Harry a los ojos, y al muchacho no le costó mucho imaginárselo de adolescente, enjuto y enojado, encarándose con su hermano mayor—. Le dije: "Déjalo ya. No puedes llevártela porque no está en condiciones; es imposible que te acompañe allá donde pienses ir a pronunciar discursos inteligentes para despertar el entusiasmo de vuestros seguidores." Eso no le gustó —añadió, y el fuego de la chimenea volvió a reflejarse en sus gafas, impidiendo verle los ojos—. A Grindelwald tampoco le gustó nada, se puso furioso. Me dijo que yo era un crío estúpido, que intentaba ponerles trabas a él y a mi brillante hermano. ¿Acaso yo no lo entendía? Mi pobre hermana ya no tendría que esconderse cuando ellos hubieran cambiado el mundo, ayudado a los magos a salir de su escondite y mostrado a los
muggles
cuál era su sitio.

»Empezamos a discutir… Al fin yo saqué mi varita y él sacó la suya, y el mejor amigo de mi hermano me hizo la maldición
cruciatus
… Albus intentó impedírselo y los tres nos batimos en duelo; los destellos de luz y las explosiones pusieron muy nerviosa a mi hermana, que no podía soportarlo…

Aberforth palidecía por momentos, como si hubiera sufrido una herida mortal.

—Creo que ella sólo quería ayudar, pero en realidad no sabía qué estaba haciendo… Ignoro quién de nosotros fue; pudo ser cualquiera de los tres. Pero el caso es que… Ariana estaba muerta.

La voz se le quebró al pronunciar la última palabra y se derrumbó en una silla. Hermione lloraba y Ron se había quedado casi tan pálido como Aberforth. Harry no sentía otra cosa que repugnancia; le habría gustado no escuchar aquella confesión o borrarla de su mente.

—Lo… lo siento… mu… mucho —susurró Hermione.

—Se fue —dijo Aberforth con voz ronca—. Se fue para siempre. —Se pasó la manga por la cara para secarse la nariz y carraspeó—. Grindelwald se largó, claro. Ya tenía antecedentes en su país, y no quería que lo acusaran también de la muerte de Ariana. Y Albus era libre, ¿no? Libre de la carga de su hermana, libre para convertirse en el mayor mago de…

—Él nunca fue libre —lo interrumpió Harry.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Aberforth.

—Nunca lo fue —insistió el muchacho—. La noche en que murió, su hermano se bebió una poción que lo hizo delirar. Se puso a gritar, suplicándole a alguien que no estaba allí: «No les hagas daño, por favor… Castígame a mí.»

Ron y Hermione no le quitaban el ojo a Harry; nunca les había dado detalles de lo ocurrido en la isla del lago subterráneo: los sucesos ocurridos después de que Dumbledore y él regresaran a Hogwarts lo habían eclipsado por completo.

—Creyó que volvía a estar con ustedes dos y Grindelwald, estoy seguro —dijo Harry, recordando los gemidos y las súplicas del anciano profesor—. Creyó ver a Grindelwald haciéndoles daño a usted y Ariana… Era una tortura para él; si usted lo hubiera visto entonces, no diría que ya era libre.

Aberforth estaba absorto contemplando sus nudosas manos surcadas de venas. Tras una larga pausa dijo:

—¿Cómo puedes estar seguro, Potter, de que a mi hermano no le importaba más el bien de todos que tú? ¿Cómo puedes estar seguro de que no eres prescindible, igual que mi hermana?

Harry sintió como si un trozo de hielo le atravesara el corazón.

—Yo no lo creo. Dumbledore quería a Harry —afirmó Hermione.

—Entonces, ¿por qué no le aconsejó que se escondiera? ¿Por qué no le dijo: protégete, eso es lo que tienes que hacer para sobrevivir?

—¡Porque a veces —respondió Harry antes de que Hermione replicara—, a veces no tienes más remedio que pensar en otra cosa aparte de tu propia seguridad! ¡A veces no tienes más remedio que pensar en el bien de todos! ¡Estamos en guerra!

—¡Tienes diecisiete años, chico!

—¡Soy mayor de edad y voy a seguir luchando, aunque usted haya abandonado la lucha!

—¿Quién dice que he abandonado?

—«La Orden del Fénix ha pasado a la historia —le recordó Harry—. Quien-tú-sabes ha vencido, todo ha terminado, y quien piense lo contrario se engaña a sí mismo.»

—¡Yo no digo que me guste, pero es la verdad!

—No, no es la verdad —lo contradijo Harry—. Su hermano sabía cómo acabar con Quien-usted-sabe, y me transmitió su saber. Voy a seguir luchando hasta que lo consiga… o muera. No crea que ignoro cómo podría terminar todo esto; lo sé desde hace años.

Harry supuso que Aberforth se burlaría de él o rebatiría sus afirmaciones, pero no lo hizo, sino que se limitó a mirarlo con ceño.

—Necesitamos entrar en Hogwarts —dijo Harry otra vez—. Si usted no puede ayudarnos, esperaremos a que amanezca, lo dejaremos en paz y buscaremos la forma de hacerlo nosotros solos. Pero si cabe la posibilidad de que nos ayude… Bueno, ahora sería un buen momento para decirlo.

Aberforth permaneció sentado en la silla, mirándolo con aquellos ojos que tanto se parecían a los de su hermano. Al final carraspeó, se levantó, rodeó la mesita y se acercó al retrato de Ariana.

—Ya sabes qué tienes que hacer —dijo.

La niña sonrió, se dio la vuelta y echó a andar, pero no como solían hacer los personajes de los retratos, que salían de los lienzos por uno de los lados, sino por una especie de largo túnel pintado detrás de ella. Atónitos, vieron cómo su menuda figura se alejaba hasta que la engulló la oscuridad.

—Oiga, ¿qué…? —balbuceó Ron.

—Ahora sólo existe una forma de entrar —afirmó Aberforth—. Todos los pasadizos secretos están tapados por los dos extremos, hay
dementores
alrededor de la muralla y patrullas regulares dentro del colegio, según me han informado mis fuentes. El edificio nunca ha estado tan vigilado. Lo que no sé es cómo esperáis conseguir algo una vez que entréis, con Snape al mando y los Carrow de subdirectores… Pero eso es asunto vuestro. Al fin y al cabo, decís que estáis preparados para morir.

—Pero ¿qué…? —dijo Hermione contemplando el cuadro de Ariana, sorprendidísima.

Al final del túnel del cuadro había aparecido un puntito blanco; la figura de Ariana regresaba hacia ellos, haciéndose más y más grande. Pero la acompañaba una figura más alta que ella: un muchacho que caminaba cojeando y parecía muy emocionado. Harry nunca lo había visto con el pelo tan largo; tenía varios tajos en la cara y llevaba la ropa raída y llena de desgarrones. Las dos figuras siguieron aumentando de tamaño hasta que las cabezas y los hombros ocuparon todo el lienzo. Entonces el cuadro entero osciló como lo habría hecho una pequeña puerta, y se reveló la entrada de un túnel de verdad. Y de él salió el verdadero Neville Longbottom —con el cabello muy largo, el rostro lleno de heridas, la ropa desgastada y rota—, que dio un grito de júbilo, saltó de la repisa de la chimenea y exclamó:

—¡Sabía que vendrías! ¡Lo sabía, Harry!

29
La diadema perdida

—¡Neville! ¿Qué quiere decir esto…? ¿Cómo…?

Pero Neville acababa de ver a Ron y Hermione, y, loco de alegría, fue a abrazarlos. Cuanto más miraba Harry al recién llegado, peor lo veía: tenía un ojo hinchado y amoratado y varios cortes en la cara, y su aspecto desaliñado delataba que llevaba tiempo viviendo en pésimas condiciones. Con todo, su maltrecho semblante resplandecía de felicidad cuando soltó a Hermione y volvió a exclamar:

—¡Sabía que vendrías! ¡Ya le decía yo a Seamus que sólo era cuestión de tiempo!

—¿Qué te ha ocurrido, Neville?

—¿Por qué? ¿Lo dices por esto? —Se señaló las heridas quitándoles importancia con un gesto—. ¡Bah, no es nada! Seamus está mucho peor que yo, ya lo verás. Bueno, ¿nos vamos? ¡Ah! —dijo volviéndose hacia Aberforth—. Quizá lleguen un par de personas más, Ab.

—¿Un par de personas más? —repitió Aberforth, alarmado—. ¿Qué significa eso, Longbottom? ¡Hay toque de queda y un encantamiento maullido en todo el pueblo!

—Ya lo sé, precisamente por ese motivo se aparecerán en el bar. Envíalos por el pasadizo cuando lleguen, ¿quieres? Muchas gracias.

Tendiéndole una mano a Hermione, Neville la ayudó a subir a la repisa de la chimenea y a entrar en el túnel; Ron la siguió, y luego el mismo Neville se metió también por el hueco. Harry se dirigió a Aberforth:

—No sé cómo darle las gracias. Nos ha salvado la vida dos veces.

—Pues cuida de ellos —repuso Aberforth con brusquedad—. Quizá no pueda salvaros una tercera vez.

Harry trepó a la repisa y se introdujo por el hueco que había detrás del retrato de Ariana. Al otro lado se encontró unos desgastados escalones de piedra; daba la impresión de que el pasadizo era muy antiguo. De las paredes colgaban lámparas de latón, y el suelo de tierra estaba liso y erosionado. Los chicos se pusieron en marcha y sus sombras se reflejaron ondulantes en las paredes.

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