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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (37 page)

A Shokerandit le maravilló su frialdad.

Uuundaamp sonrió y silbó a través de los clientes:

—¿Compras pipa adicional para bebé también? Yo fuma tres pipas misma vez.

—Ahahá, si sacas de aquí estos brutos peludos mientras hago parto. —Su rostro estaba blanco pero ya no le temblaba la voz.

No obstante, Uuundaamp todavía no se daba por resarcido.

—Tú das dinero ahora. Moub va compra tres pipas occhara ahora. Mejor dejar Noonat antes es oscuro.

—Moub roto aguas, ya sale niño.

—Bebé no sale quizá falta veinte minutos. Ella va compra rápido. Humo ayuda parto. —Golpeó las palmas de sus manos de ocho dedos y rió una vez más.

—El bebé casi colgando fuera.

—Esa mujer saca perezosa —dijo, agarrando a Moub del brazo. Ella se enderezó sin chistar. Toress Lahl y Shokerandit se consultaron con la mirada. El asintió y ella extrajo entonces algunos sibs que ofreció a la parturienta. Moub se enfundó por completo en la manta roja y amarilla y, sin una sola queja, abandonó el granero con andar de pato.

—No te muevas —dijo entonces Shokerandit. Toress Lahl se sentó en el tablero manchado por las aguas de Moub. El perro líder, mostrando la inquieta lengua roja, se sentó sobre sus patas traseras. A una señal de Uuundaamp, los phagors se encaminaron hacia el fondo del granero, del que salieron por una puerta desvencijada. Fuera, junto a la jaula de los perros,, estaba, intacto, el trineo de Uuundaamp. —¿Dónde tu amigo con rabo crece en cara? —preguntó Uuundaamp con aire inocente.

—Lo perdí. Tu plan no funcionó.

—Ja, ja. Mi plan funciona perfecto. ¿Todavía quieres ir Kharber?

—¿No vas hacia allí? Te he pagado, Uuundaamp.

Uuundaamp abrió sus manos en señal de franqueza, enseñando dieciséis relucientes uñas negras.

—Si tu amigo avisa policía, no gumtaa. Difícil para mí. Ese hombre malo no entiende ondod como tú. El busca smrtaa. Mejor partimos rápido, ishto, no bien la saca escupe babé por su parte abajo.

—De acuerdo. —Discutir no tenía sentido. Luterin guardó el arma en el bolsillo. La aparente amistad de los días anteriores podía darse por reanudada.

Se miraron fijamente el uno al otro mientras el asokin esperaba, atado a su correa. Entonces, con pasos breves, entró Moub, todavía envuelta en la manta. Entregó dos de las pipas a Uuundaamp y volvió a ocupar su sitio en el tablero, junto a Toress Lahl. La tercera pipa humeaba en su boca.

—Babé ahora viene. Gumtaa —dijo. Y un pequeño varón ondod nació al mundo sin requerir especial ayuda. Cuando Toress Lahl lo levantó, Uuundaamp asintió con la cabeza y acto seguido dio media vuelta. Escupió hacia un rincón del granero.

—Niño. Es bueno. No como niña. Niño hace mucho trabajo, pronto puede folicar, quizás antes un año.

Moub se sentó, riendo:

—Tú no sabes bien folicar, tú, condenado imbécil, Este niño pertenece a Fashnalgid.

Ambos estallaron en carcajadas. Él se le acercó para abrazarla. Se besaron una y otra y otra vez.

Hasta tal punto acaparó esta escena la atención de todos que no percibieron los silbidos de alarma que llegaban de afuera. Tres policías con sus rifles montados entraron al granero directamente desde la calle.

Su jefe dijo fríamente: —Tenemos órdenes de captura contra todos vosotros. Uuundaamp, tú y esa mujer tenéis varios asesinatos de qué responder. Luterin Shokerandit, te hemos seguido desde Rivenjk. Se te acusa de complicidad en un atentado explosivo contra un teniente del ejército y de la muerte de un soldado en acto de servicio. También de una falta de deserción. En consecuencia de lo cual, tú, Toress Lahl, esclava, eres asimismo culpable de huir. Estamos autorizados a ejecutaros de inmediato, aquí mismo, en Noonat.

—¿Quiénes, estos humanos? —dijo Uuundaamp, señalando indignado a Shokerandit y Toress Lahl—. Yo no los veo antes. Vienen aquí hace un minuto, trayendo mucho kakool.

Sin hacer caso de esta interrupción, el jefe se dirigió a Shokerandit:

—Tengo órdenes de disparar si intentáis escapar. Arroja las armas que lleves. ¿Dónde está el que te acompañaba? También lo buscamos a él.

—¿De quién hablas?

—Lo sabes muy bien. De Harbin Fashnalgid, otro desertor.

—Estoy aquí —dijo una voz inesperada—. Tirad los rifles. Puedo dispararos y vosotros a mí no, de modo que ahorraos los trucos, Contaré hasta tres y empezaré a disparar al estómago. Uno. Dos.

Los rifles cayeron al suelo. Para entonces, ya habían visto asomar el revólver a través de uno de los ventanucos.

—Recoge los rifles, pues, Luterin. Despierta, vamos.

Shokerandit tuvo que deshelarse para reaccionar. Fashnalgid entró por la puerta trasera en medio del alboroto canino.

—¿Cómo has hecho para aparecer de manera tan providencial? —preguntó Toress Lahl.

Fashnalgid frunció el entrecejo:

—Del mismo modo que estos monigotes, supongo. Siguiendo esa inconfundible manta amarilla y roja. No tenía idea de dónde podíais estar. Habréis notado que me he iniciado en el disfraz.

Lo habían notado. Fashnalgid se había afeitado el enorme mostacho y llevaba el pelo corto. Hablaba sin dejar de apuntar profesionalmente al policía.

—Rifles traen mucho dinero —sugirió Uuundaamp—. Cortamos estos hombres garganta primero, ¿ishto?

—Deja eso, pequeño comerroña. Si el peludo tuyo estuviera aquí, lo tumbaría. Por suerte no es así, porque esto está infestado de policías y soldados.

—Será mejor desaparecer, y pronto —dijo Shokerandit—. Excelente sincronización, Harbin. Quizás hasta llegues a ser un buen oficial. Uuundaamp, si nos ocupamos de estos policías, ¿podéis tú y Moub enganchar los perros a toda prisa?

El ondod se puso en marcha de inmediato. Hizo que las dos mujeres entraran el trineo al granero y engrasasen los patines, insistiendo en que era imprescindible. Entretanto, los tres policías fueron obligados a permanecer con los brazos en alto y los pantalones enrollados a la altura de los tobillos. Todo el mundo se apartó cuando el perro líder fue desestacado y enganchado a los arreos junto con los otros siete asokines, cada uno en su sitio correspondiente. Uuundaamp, concentrado en su trabajo, iba insultando cariñosamente a cada uno con un tono diferente.

—Date prisa, por favor —dijo en una ocasión Toress Lahl, incapaz de reprimir su nerviosismo.

El ondod se sentó en el tablero donde su mujer acababa de dar a luz.

—Sólo 'queño descanso, ¿íshto?

Esperaron, inmóviles, a que su honor se hallara satisfecho. Cuando inspeccionaba metódicamente los arreos, algo de nieve entró por la puerta trasera.

Oyeron gritos y silbatos que venían de la calle. Alguien había echado en falta a los tres policías.

Uuundaamp recogió su látigo.

—Gumtaa. Vamos ahora. Aseguraron velozmente los rifles bajo las correas del trineo al tiempo que montaban en él. Uuundaamp arreó a Uuundaamp y el trineo empezó a deslizarse. En ese momento, los tres pulirías se pusieron a gritar a voz en cuello y otras voces, no muy lejanas, les respondieron. El trineo derribó la puerta trasera.

Afuera, furibundos asokines embestían contra las mallas de alambre de sus jaulas. Uuundaamp se incorporó, preparó el látigo y lo descargó hacia la puerta de la jaula. Una gruesa cuña de madera la trababa, manteniéndola cerrada. La punta del látigo se enroscó en la cuña al paso del trineo y destrabó la tranca.

Bajo el peso de las embestidas, la puerta de la jaula cedió y las bestias se abalanzaron hacía la libertad como un torrente de pelos y colmillos. Entraron al granero y lo arrasaron, arrancando espeluznantes alaridos a los policías.

El trineo cobró velocidad; los patines atravesaban a los saltos el terreno irregular, virando una y otra vez. Uuundaamp gritaba sus órdenes y empleaba con increíble destreza el látigo, azuzando a un perro distinto con cada chasquido. Su brazo, incansable, se movía sin cesar. Los pasajeros se agarraban como podían. A medida que ganaron la ladera y se deslizaron al encuentro de la senda del norte, los ladridos y los alaridos de dolor fueron perdiendo intensidad.

Shokerandit miró hacia atrás. Nadie los seguía. Continuaban llegando, a través de la nieve, débiles ecos de la barahúnda perruna. Luego, la ruta trazó una curva. Toress Lahl lo llamó. Bajo un brazo, arropado en un revoltijo de harapos sucios, acunaba al recién nacido, que la miró, enseñándole sus afilados dientecillos de bebé.

Una milla después, Uuundaamp redujo la marcha y dobló.

Apuntó a Fashnalgid con el mango del látigo.

—Tú, hombre kakool. Tú salta. No apreciamos.

Fashnalgid no articuló palabra. Miró a Shokerandit con una mueca en la cara. Luego, bajó. Unas pocas yardas más allá, su figura desaparecía bajo una cortina de nieve. Sus últimas palabras les llegaron muy apagadas:

—¡Abro Hakmo Astab! —La terrible maldición.

Uuundaamp se volvió para escudriñar la senda.

—¡Kharber! —gritó.

Tras evitar pasar por Noonat mediante un rodeo, Fashnalgid se cruzó con un grupo de peregrinos bribahrenses que regresaban de Kharnabhar camino de casa por los serpenteantes senderos que bajaban hacia los valles occidentales. Se había afeitado el bigote para pasar inadvertido y estaba decidido a perder todo contacto con el mundo.

No había acompañado a los peregrinos más de veinticinco horas cuando se encontró con otro grupo que ascendía desde Bribahr. Éstos contaban tantos horrores que Fashnalgid se convenció de que iba en la dirección equivocada. Aunque quizá ya no existieran las direcciones acertadas.

Según los refugiados, la Décima Guardia del Oligarca había descendido sobre el Gran Valle Hendido de Bribahr con órdenes de tomar o destruir las dos grandes ciudades de Braijth y Rattagon.

La mayor parte del valle hendido estaba bañado por las aguas azul cobalto del lago Braijth. En medio del lago había una isla sobre la que se alzaba una antigua e inmensa fortaleza. Era la ciudad de Rattagon. No había otra manera de atacarla que no fuera por agua. Cada vez que un ejército pretendía cruzar el lago, lo abatían las baterías emplazadas en las torvas murallas de la ciudad.

Bribahr era el granero de Sibornal. Sus fértiles llanuras llegaban hasta las zonas tropicales. Al norte, limitando con las capas de hielo, se extendía la franja de tundra, orlada por millas y millas de bosques caspiarneos, capaces de soportar incluso las inclemencias del Invierno Weyr.

Bribahr tenía una población eminentemente campesina. No obstante, en las ciudades de Braijth y Rattagon se había hecho fuerte una élite guerrera que había amenazado temerariamente la Ciudad Santa de Kharnabhar. Braijth reclamaba una mayor porción de la prosperidad de Sibornal, alegando que los granjeros de Bribahr recibían de Uskutoshk muy poco a cambio de su grano. En un intento de presionar a la Oligarquía, habían avanzado tentativamente hacia la Sagrada Kharnabhar, a la que podían acceder desde sus praderas.

Como respuesta, Askitosh había enviado un ejército, que ya había tomado Braijth.

Ahora, la Décima se había desplegado a orillas del lago Braijth y, con los ojos puestos en Rattagon, esperaba. Y sufría hambre. Y frío.

Las primeras heladas del breve otoño habían llegado. También el lago empezó a helarse.

Llegaría un momento, y los rattagoneses lo sabían, en que el hielo sería lo bastante firme como para soportar el peso de un ejército. Todavía no. Por ahora, cualquier cosa más pesada que un lobo lo resquebrajaba. Quizá dentro de un décimo el hielo aguantaría el peso de una patrulla. Para entonces, sin embargo, el enemigo estacionado en la orilla habría emprendido la retirada, acuciado por el hambre. Los rattagoneses conocían bien a su lago.

Para ellos, en cambio, el hambre no constituía un problema irresoluble. El antiguo valle hendido presentaba numerosas fallas. Por una de ellas corría un túnel bajo el lago hasta la costa noroccidental. Era un paso de difícil acceso, con el agua siempre a la altura de la rodilla, pero les permitía abastecerse de alimentos. Los defensores de Rattagon se podían dar el lujo de esperar; ya lo habían hecho anteriormente en tiempos de crisis.

Cierta noche, mientras Freyr se perdía tras los densos vendavales de nieve que soplaban desde el norte, la Décima puso en marcha un plan desesperado.

Si el hielo del lago podía ser transitado por lobos, también podrían transitarlo hombres que remontasen cometas de tal modo que éstas soportasen parte de su peso, volviéndolos tan ligeros como lobos y no menos feroces.

Los oficiales levantaron el ánimo de sus hombres con historias de las voluptuosas mujeres rattagonesas, que mantenían calientes las camas de sus maridos mientras éstos montaban guardia en las murallas.

El viento sopló, recio e infatigable. Las cometas, henchidas, alzaron de los hombros a los soldados, que, valerosos, corrieron por la helada y frágil superficie. Con no menos valor, llegaron, ligeros, hasta los grises muros de la ciudad.

Al otro lado, hasta los centinelas dormían, acurrucados en cualquier recoveco para guarecerse de la tormenta. Murieron sin un grito.

Los voluntarios de la Décima cortaron las cuerdas de sus cometas y corrieron hasta el torreón central. Allí asesinaron al comandante de la guarnición en pleno sueño.

Al día siguiente, el pabellón de la Oligarquía flameaba sobre Rattagon.

Esta tremebunda historia, narrada con gran dramatismo en torno a los fogones nocturnos, persuadió a Harbin Fashnalgid de la conveniencia de regresar a Noonat y buscar el modo de ir hacia el sur.

Siempre resulta doloroso dejarse atrapar por la historia, se dijo a sí mismo, y aceptó la botella que pasaba de un peregrino a otro.

XIII - «UNA ANTIGUA ENEMISTAD»

La noche estaba viva. Tan espesamente caía la nieve que era como si una enorme bestia frotara su piel contra los rostros humanos. Una piel quizá menos fría que sofocante: parecía incluso quitarles espacio al aire y al sonido. Pero cuando el trineo se detuvo, se oyó en lontananza el tieso badajo de bronce de una campana.

Luterin Shokerandit ayudó a Toress Lahl a bajar del trineo. El remolino de copos de nieve la había aturdido. Encorvada, se protegía los ojos.

—¿Dónde estamos?

—En casa.

Pero nada podía ver excepto aquella oscuridad animal que giraba y giraba en torno de ella. A duras penas logró distinguir a Shokerandit, un oso ambulante que se tambaleaba en dirección a la parte delantera del trineo donde abrazó a Uuundaamp y a la madre ondod, que acunaba a su niño entre los pliegues de la colorida manta.

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