Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
Como cuando Link y yo fuimos al instituto en su coche y en la radio sonó una de las canciones de Link como si alguna emisora la estuviera poniendo. El pobre chico se llevó tal impresión que el coche se empotró en el seto de la señora Asher.
—Ha sido un accidente. —Se disculpó Lena con una sonrisa maliciosa—. Se me metió en la cabeza una canción de Link.
Ninguna canción de Link se le había metido nunca a nadie en la cabeza, pero mi amigo se lo creyó. Su ego, por supuesto, se infló hasta lo insoportable.
—¿Qué puedo hacer si provoco ese efecto en las chicas? Mi voz es suave como la mantequilla.
Una semana después estábamos Link y yo en el pasillo y Lena se acercó y me dio un efusivo abrazo en el preciso momento en que sonaba el timbre. Supuse que por fin había decidido volver a clase, pero en realidad no estaba allí. Sólo era una especie de imagen proyectada, o como lo que digan las Casters cuando quieren que su novio quede como un idiota. Link creyó que el abrazo era para él y me estuvo llamando «Lover Boy» unos cuantos días.
—Te echo de menos. ¿Tan raro te parece? —me dijo Lena. A ella le parecía muy divertido, pero a mí me daban ganas de que la encerraran en el cuarto oscuro o lo que hicieran con un Natural cuando no se portaba bien.
No seas niño. Ya te he dicho que lo siento, ¿no?
Eres más peligrosa que Link, que en quinto curso chupó todo el jugo de los tomates de mi madre con una pajita
.
No volverá a ocurrir. Te lo juro
.
Eso precisamente dijo Link.
¿Y a que cumplió su palabra?
Sí, cuando mi madre dejó de plantar tomates.
—Baja de ahí.
—Me gusta estar aquí arriba.
Cogí su mano y una corriente eléctrica recorrió mi brazo, pero no la solté. Tiré de Lena hacia la cama y me tendí a su lado.
—¡Ay!
Me daba la espalda, pero como sacudía los hombros supuse que se estaba riendo.O tal vez, aunque últimamente no la había visto hacerlo, estaba llorando. Las lágrimas habían sido sustituidas por algo peor: el vacío.
El vacío era engañoso, mucho más difícil de describir, de solucionar y de interrumpir.
L, ¿quieres que hablemos?
¿Y de qué vamos a hablar?
Me arrimé hacia ella y apoyé mi cabeza en la suya. Las sacudidas se calmaron. La abracé estrechamente, como si todavía estuviera pegada al techo y yo colgando.
El vacío
.
No debí quejarme del techo, uno puede colgarse de sitios peores.
—Esto no me gusta —dije en el lugar del que en esos momentos pendíamos. Tenía la cara bañada en sudor, pero no podía limpiarme. Si soltaba una mano, me caía.
—Qué raro —dijo Lena, mirándome desde arriba con una sonrisa—, porque a mí me encanta. —La brisa agitaba sus cabellos—. Además, ya casi hemos llegado.
—¿No te das cuenta de que es una locura? Como pase la policía, nos detienen. O
nos mandan a Blue Horinzons con mi padre.
—No es ninguna locura, es muy romántico. Muchas parejas vienen al depósito del agua.
—Pero se quedan abajo, a nadie se le ocurre trepar hasta aquí.
Llegaríamos arriba en menos de un minuto. Estábamos los dos solos, sobre una endeble escalerilla de metal a treinta metros del suelo y, por encima, el radiante cielo azul de Carolina del Sur.
Intentaba no mirar abajo.
Lena me había dicho que quería subir al depósito. Estaba tan excitada que pensé que con una estupidez como aquella podría sentirse como la primera vez que, sonriente, feliz y con su precioso suéter rojo, estuvimos en aquel lugar. Me acordé porque el collar de los amuletos se había prendido un hilo rojo y seguro que también ella se acordaba.
De modo que allí estábamos, en la escalerilla, mirando al cielo por no mirar al suelo.
En cuanto llegamos arriba y contemplamos las vistas, comprendí. Lena tenía razón. Allí arriba uno se sentía mejor. Todo parecía lejano y sin importancia. Me senté con las piernas colgando.
—Mi madre tenía una colección de fotos de depósitos de agua.
—¿Ah, sí?
—Las Hermanas coleccionan cucharillas de café y mi madre coleccionaba fotos de depósitos de agua y postales de la Feria Universal.
—Yo creía que todos los depósitos de agua eran como éste: grandes arañas blancas.
—En Illinois hay uno que parece un bote de Ketchup —dije, y Lena se rió—. Y otro como una casita, sólo que a treinta metros del suelo.
—Ahí deberíamos vivir nosotros. Yo subiría una vez y no volvería a bajar —comentó Lena apoyando la espalda en el caliente metal pintado de blanco—. El de Gatlin debería tener forma de melocotón, de melocotón grande y maduro.
Yo también apoyé la espalda en el depósito.
—Hay uno, pero no está en Gatlin, sino en Gaffney. Supongo que allí se les ocurrió primero.
—Y tendría que haber otro en forma de tarta. Podríamos pintar éste para que pareciera una de las tartas de Amma. Seguro que le encantaría.
—Yo no lo he visto, pero mi madre tenía una foto de otro en forma de mazorca.
—Me sigo quedando con el que tiene forma de casita —dijo Lena mirando el cielo completamente despejado.
—Pues yo viviría en el Ketchup o la mazorca con tal de que tú estuvieras por allí.
Me cogió la mano y así nos quedamos, sentados al borde del depósito de agua blanco de Summerville contemplando el condado de Gatlin, que parecía una maqueta poblada por personitas de juguete, pequeña como el pueblo de cartón que mi madre solía poner al pie del árbol de Navidad.
¿Qué problemas podían tener unas personas tan diminutas?
—Te he traído una cosa —dije.
Lena se levantó y me miró con ojos de niña.
—¿El qué?
Yo me asomé, mirando el pie del depósito.
—Te la daré cuando no estemos en peligro de muerte. Si nos cayésemos desde esta altura…
—No seas gallina. No nos vamos a caer y no vamos a morir.
Metí la mano en el bolsillo trasero de mi pantalón. Mi regalo no era nada especial, pero hacía tiempo que lo llevaba encima y esperaba que ayudase a Lena a encontrar el camino de vuelta a sí misma. Se trataba de un llavero en forma de mini rotulador.
—Lo puedes llevar en el collar. Verás, déjame.
Procurando no caerme, cogí el collar que Lena nunca se quitaba, el collar de amuletos con distintos significados: el bolígrafo plano de la máquina expendedora del Cineplex donde quedamos la primera vez, la luna de plata que Macon le regaló en el Baile de Invierno y un botón del chaleco que llevaba la noche de la lluvia. Lena sentía tanto aprecio por aquellos amuletos que daba la impresión de que perderlos sería perder también los momentos de felicidad perfecta de que eran prueba.
Coloqué entre ellos el mini rotulador.
—Ahora ya lo puedes escribir en cualquier parte.
—¿En el techo también? —dijo, mirándome con una sonrisa mitad traviesa mitad triste.
—Y los depósitos de agua.
—Me encanta —afirmó con tranquilidad y le quitó la tapa al rotulador.
Dibujó un corazón. Tinta negra sobre pintura blanca: un corazón secreto en el depósito de agua de Summerville.
Fui feliz por un instante. Luego me sentí como si hubiera caído al vacío. Porque Lena no estaba pensando en nosotros, sino en su próximo cumpleaños, en la Decimoséptima Luna. Había empezado la cuenta atrás.
En el centro del corazón no escribió nuestros nombres, sino un número.
A
UNQUE NO HICE PREGUNTAS, no olvidé aquel gesto. ¿Cómo olvidarlo tras un año entero de cuenta atrás hacia lo inevitable? Cuando, aunque lo supiera, me atreví por fin a preguntarle por qué había escrito aquella cifra y qué significaba, no me respondió. Y tuve la sensación de que en realidad no lo sabía.
Lo cual era mucho peor.
Trascurrieron dos semanas y, según mis noticias, Lena seguía sin abrir su cuaderno. Llevaba un pequeño rotulador colgado del cuello, pero estaba tan nuevo como el día que lo compré en Stop & Steal. Se me hacia raro no verla escribiendo, garabateando algo en sus manos o en sus viejos Converse, que, por otro lado, aquellos días apenas se ponía. Los había cambiado por sus magulladas botas negras. También había cambiado de peinado. Ahora llevaba el pelo casi siempre recogido, como si guardara en él toda su magia.
Estábamos sentados en las escaleras del porche de mi casa, en el escalón más alto, el mismo lugar en el que Lena me confesó que era una Caster, un secreto que nunca había compartido con ningún Mortal. Yo fingía leer El doctor Jekyll y mister Hyde y Lena miraba fijamente una hoja en blanco de su cuaderno de espiral como si en las delgadas líneas azules de sus hojas se hallara la solución a todos sus problemas.
Por mi parte, cuando no miraba de reojo a Lena, me fijaba en la calle. Aquel día regresaba mi padre. Amma y yo habíamos ido a verlo todos los días de visita semanal desde que mi tía lo había ingresado en Blue Horizons. Aunque todavía no era el de antes, he de admitir que volvía a parecérsele. A pesar de ello, yo estaba muy nervioso.
—Ya están aquí.
La puerta mosquitera se cerró detrás de mí. Era Amma. Se había puesto un delantal de carpintero, lo prefería al tradicional de cocina, especialmente en días como aquél. Llevaba al cuello el amuleto de oro y no dejaba de frotarlo.
Me fijé en la calle, pero sólo divisé a Billy Watson, que pasaba en su bicicleta. Lena se inclinó hacia delante para ver mejor.
No veo nada
.
Yo tampoco veía nada, pero sabía que antes de cinco segundos lo vería. Amma era una mujer orgullosa sobre todo de sus poderes de vidente. De no haber estado completamente segura, no habría salido a decirnos que venían.
Ahora lo verás
.
Y, en efecto, el Cadillac blanco de tía Caroline apareció por Cotton Bend. Llevaba la ventanilla bajada —a mi tía le gustaba llamarlo aire acondicionado 360 grados. Tras doblar la esquina, nos saludó. Me levanté y Amma me dio un codazo.
—Y tú, compórtate. Tu padre merece una buena bienvenida. —Era un mensaje encriptado. En realidad, quería decir:
Ándate con cuidado, Ethan Wate, y cuidado con lo que sale por esa bocaza
.
Respiré hondo.
¿Estás bien?
Lena me miró con ojos color avellana .
Sí
. Era mentira y ella debía saberlo, pero no insistió. Cogí su mano. Como de costumbre últimamente, estaba helada. La sacudida eléctrica fue como el pinchazo de la congelación.
—Mitchell Wate —dijo Amma—, no me digas que en todo el tiempo que has estado afuera no has probado más tartas que las mías. Porque tienes el mismo aspecto que si te hubieras caído en el tarro de las galletas y aún no hubieras encontrado la salida.
Mi padre le dirigió una mirada cómplice. Sabía que en el humor de Amma, que lo había criado, había más afecto que en cualquier abrazo.
Me quedé observando mientras ella lo mimaba como si tuviera diez años. Entretanto, Amma y mi tía parloteaban igual que si acabaran de llegar del supermercado. Mi padre me dedicó una sonrisa débil que tenía en Blue Horizons. Quería decir:
Ya no estoy loco, sólo avergonzado
. Llevaba vaqueros y su vieja camiseta de la Universidad de Duke y parecía más joven de lo que yo recordaba salvo por las patas de gallo, que se marcaron todavía más cuando, incómodo, me dio un abrazo.
—¿Cómo estás?
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Bien —dije después de toser.
Miró a Lena.
—Me alegro de verte, Lena. Lamento mucho la muerte de tu tío.
Mi padre no había olvidado sus arraigados modales sureños. Aun en un momento tan peculiar, estaba obligado a mencionar el fallecimiento de Macon.
Lena esbozó una sonrisa, pero estaba tan incómoda como yo.
—Gracias, señor Wate.
—Ethan, ven aquí y dale un abrazo a tu tía favorita. —Me pidió tía Caroline extendiendo los brazos. Yo tenía ganas de que me abrazara y estrujara para ver si así desaparecía el nudo que tenía en el estómago.
—Vamos adentro. —Intervino Amma desde el porche—. He hecho pastel de Coca-Cola y pollo asado. Si tardamos en entrar, el pollo va a echarse a nadar.
Tía Caroline rodeó a mi padre por la cintura y subieron las escaleras. Tenía el mismo cabello castaño y complexión de mi madre. Por un momento fue como si mis padres estuvieran otra vez en casa, cruzando el vano de la mosquitera de la mansión Wate.
—Tengo que marcharme —dijo Lena, que apretaba su cuaderno contra el pecho a modo de escudo.
—No tienes por qué. Quédate.
Por favor
.
Yo no pretendía ser cortés, sólo que no quería entrar solo. Meses atrás, Lena se habría dado cuenta, pero supongo que aquel día tenía la cabeza en otra parte.
—Deberías pasar algún tiempo con tu familia —dijo y se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla. Cuando quise protestar, ya iba camino a su coche.
Me quedé mirando cómo se alejaba en el Fastback de Larkin. Ya no llevaba el coche fúnebre y, por lo que sabía, no lo había vuelto a coger desde la muerte de Macon. Tío Barclay lo había aparcado detrás del granero y tapado con una lona. Ahora llevaba el coche negro y cromado de Larkin. «¿Tienes idea de a cuantas chicas me podría ligar con una maquina como esa?» dijo Link limpiándose la baba la primera vez que lo vio.
Larkin había traicionado a su familia y yo no podía comprender que Lena cogiera su coche. Cuando se lo pregunté, se encogió de hombros:
—A mi primo ya no le hace falta.
Quizás pensara que al cogerlo lo castigaba a él. Larkin había contribuido a la muerte de Macon, algo que ella nunca le podría perdonar. Cuando el coche dobló la esquina, me dieron ganas de alejarme con él.
Cuando llegué a la cocina, el café de achicoria estaba casi a punto… y los problemas también. Amma se paseaba delante de la pila hablando por teléfono y cada dos minutos tapaba el aparato con la mano e informaba a tía Caroline de la conversación.
—No la han visto desde ayer —dijo, y volvió a colocarse el teléfono en la oreja—.Deberías hacerle un ponche a tía Mercy y que se acueste hasta que aparezca.
—¿Hasta que aparezca quién? —le pregunté a mi padre, que se encogió de hombros.
Tía Caroline me arrastró hasta la pila y me habló a susurros, como hacen las damas del Sur cuando el asunto es demasiado horrible para mencionarlo en voz alta.
—
Lucille Ball
se ha perdido. —
Lucille Ball
era la gata siamesa de tía Mercy y se pasaba la mayor parte del tiempo correteando por el jardín a mis tías con una correa atada al poste de tender ropa, actividad que las Hermanas denominaban ejercicio.