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Authors: Charles Dickens

Historia de dos ciudades (14 page)

Tenía para ello muy buenas razones, Nuevamente era un día de verano cuando llegó a Londres y se dirigió al tranquilo rincón de Soho, en busca de una oportunidad para abrir su corazón al doctor Manette. Era por la tarde y sabía ya que Lucía había salido con la señorita Pross.

Halló al doctor leyendo en su sillón junto a la ventana. Había recobrado ya la energía que le permitió resistir sus antiguos dolores. Era ahora un hombre muy enérgico, de gran firmeza de carácter, de fuerte resolución y de acción vigorosa. Estudiaba mucho, dormía poco, soportaba fácilmente la fatiga y era de carácter alegre. Se presentó a él Carlos Darnay y, al verlo, el doctor dejó el libro a un lado y le tendió la mano.

—Me alegro de veros, señor Darnay —exclamó.— Desde hace algunos días esperaba vuestro regreso. Ayer estuvieron aquí el señor Stryver y el señor Carton y ambos dijeron que estabais ausente más de lo debido.

—Les agradezco mucho su interés —contestó con cierta frialdad para con los dos personajes nombrados, aunque con amabilidad para el doctor.— ¿Cómo está la señorita Manette?

—Bien —contestó el doctor,— y estoy seguro de que se alegrará de vuestro regreso. Ha ido de compras, pero pronto estará de vuelta.

—Ya sabía que no está en casa, doctor, y he aprovechado la oportunidad para hablar reservadamente con vos.

—Tomad una silla y sentaos –dijo el doctor con cierta ansiedad.

Carlos se sentó, pero no encontró tan fácil empezar a decir lo que se proponía.

—He tenido la suerte, doctor, de llegar a ser amigo de la casa, desde ya hace un año y medio, y espero que el asunto de que voy a tratar, no... Se detuvo al ver que el doctor adelantaba la mano para interrumpirle. Luego el doctor dijo:

—¿Se trata de Lucía?

—En efecto.

—Me afecta hablar de ella en cualquier ocasión, pero más cuando oigo hablar de mi hija en el tono que lo hacéis.

—Es el de mi ferviente admiración, de mi homenaje sincero y de profundo amor, doctor Manette —contestó el joven.

Hubo un silencio, tras el cual el padre dijo:

—Lo creo. Os hago justicia y lo creo.

Era tan evidente su contrariedad, que Carlos Darnay vaciló en proseguir:

—¿Puedo continuar, señor?

—Sí, proseguid.

—Seguramente habéis adivinado lo que quiero decir, aunque no podéis imaginaros cuán profundo es mi sentimiento. Querido doctor Manette, amo profundamente a vuestra hija, la amo con toda mi alma, desinteresadamente. La amo como muy pocos han amado en el mundo. Y como vos también habéis amado, dejad que por mí hable el amor que sentisteis.

El doctor escuchaba con el rostro vuelto y los ojos fijos en el suelo. Y al oír las últimas palabras, extendió apresuradamente la mano y exclamó:

—¡No! ¡No me habléis de eso! ¡No me lo recordéis!

Su exclamación expresaba tanto dolor, que Darnay se calló.

—Os ruego que me perdonéis —añadió el doctor.— No dudo de que amáis a Lucía.

Volvió el sillón hacia el joven y sin mirarlo le preguntó:

—¿Habéis hablado a mi hija de vuestro amor?

—No, señor.

—¿No le habéis escrito?

—Jamás.

—Sería injusto no reconocer que vuestra delicadeza es motivada por la consideración que, me habéis tenido. Y por ello os doy las gracias.

Le ofreció la mano, aunque sus ojos no la acompañaron.

—Sé —dijo Darnay respetuosamente —y no puedo ignorarlo, pues os he visto un día tras otro, que entre vos, doctor Manette, y vuestra hija hay un afecto tan poco corriente, tan tierno y tan en armonía con las circunstancias en que se ha desarrollado, que difícilmente se hallaría otro caso igual. Sé, doctor, qué, confundido con el afecto y el deber de una hija que ha llegado a la edad de la mujer, existe en su corazón todo el amor y la confianza hacía vos, propios tan sólo de la infancia. Sé que en su niñez no tuvo padres, y por eso está unida a vos con toda la constancia y fervor de sus años presentes y la confianza y amor de los días en que estuvisteis perdido para ella. Sé que si hubieseis sido devuelto a ella después de vuestra muerte, difícilmente tendríais a sus ojos un carácter más sagrado que el que ahora tenéis para ella. Sé que cuando os abraza os rodean los brazos de la niña, de la joven y de la mujer a un tiempo. Sé que al amaros, ve y ama a su madre cuando tenía su propia edad, y os ve y os ama a mi edad; que ama a su madre cuyo corazón fue destrozado por el dolor, y que os ama en vuestro espantoso destino y en vuestra bendita liberación. Todo esto lo sé, pues lo he estado viendo noche y día en vuestro hogar.

El padre estaba silencioso, con la frente inclinada. Su respiración era agitada, pero contuvo toda otra señal de la emoción que lo embargaba.

—Y como sé todo esto, querido doctor Manette —añadió el joven, por eso me he contenido cuanto me ha sido posible. Comprendo que tratar de introducir mi amor entré el del padre y de la hija es, tal vez, querer participar de algo superior a mí. Pero amo a vuestra hija, y el cielo me es testigo de que la adoro.

—Lo creo —contestó el padre tristemente.— Ya me lo figuraba. Lo creo.

—Pero no creáis —se apresuró a decir Darnay— que si la suerte me fuese tan favorable como para poder hacer de vuestra hija mi esposa, tratara, ni por un momento, de establecer la más pequeña separación entre ella y vos, pues eso, además de ser una acción baja, no podría, tal vez, lograrlo. Si tuviera, hubiera tenido o pudiera tener tal intento oculto en mi ánimo, no sería digno de tocar esta mano.

Y diciendo estas palabras puso su mano sobre la del doctor.

—No, querido doctor Manette. Como vos soy un desterrado voluntario de Francia; como vos, he salido de mi patria a causa de sus desaciertos, de sus opresiones y de sus miserias; como vos vivo de mi trabajo, esperando tiempos mejores. Solamente aspiro a la felicidad de compartir vuestra suerte, vuestra vida y vuestro hogar, y a seros fiel hasta la muerte. No para participar del privilegio de Lucía de ser vuestra hija, vuestra compañera y vuestra amiga; sino para ayudarla y para unirla más a vos si ello fuese posible.

El padre miró al joven por vez primera desde que éste hablaba. Evidentemente en su ánimo había una lucha de ideas y de sentimientos.

—Habláis, mi querido Darnay con tanta ternura y con tanta entereza, que os doy las gracias con todo mi corazón y en recompensa voy a abriros el mío. ¿Tenéis alguna razón para creer que Lucía os ama?

—Ninguna todavía.

—¿El objeto de la confidencia que me habéis hecho es cercioraros de ello con mi consentimiento?

—No. Creo que el averiguarlo me costará algunas semanas.

—¿Deseáis que os aconseje y guíe?

—Nada pido, señor. Pero creo que podéis hacerlo y no dudo de que lo haréis.

—¿Deseáis que yo os haga alguna promesa?

—Sí, señor.

—¿Cuál?

—Estoy persuadido de que sin vuestro auxilio no puedo esperar nada, pues aun cuando tuviese la inmensa dicha de que la señorita Manette guardase mi imagen en su puro corazón, no podría continuar en él contra el amor de su padre.

—Siendo así, ya advertiréis lo que puede ocurrir en caso contrario.

—Me doy cuenta de que una palabra de su padre, en favor de un pretendiente, puede hacer que se incline la balanza hacia él. Por eso precisamente, doctor Manette —dijo Darnay con la mayor firmeza,— no os pido que digáis esta palabra ni lo pediría aunque de ello dependiese mi vida.

—Estoy seguro de ello. Ya sabéis, Darnay, que de los amores profundos, así como de las disensiones intensas surgen los misterios. Por eso mi hija Lucía es para mí un misterio en ciertas cosas y no sé cuál pueda ser el estado de su corazón.

—¿Podéis decirme, señor, si…?

—¿Si la pretende alguien más? —dijo el padre terminando la frase.

—Eso es lo que quería decir.

El padre hizo una pausa antes de contestar:

—Vos mismo habéis visto aquí al señor Carton. A veces también viene el señor Stryver. En todo caso los posibles pretendientes a la mano de mi hija son ellos dos.

—O los dos —contestó Darnay.

—No había pensado en ambos, y no me parece probable. Pero deseabais una promesa de mí. Decidme cuál.

—La de que si la señorita Manette, en alguna ocasión os hiciera, por su parte, alguna confidencia semejante a la mía, le deis testimonio de lo que os he dicho, expresando que creéis en la sinceridad de mis palabras. Espero merecer de vos tan buen concepto como para no hacer uso de vuestra influencia contra mí.

—Os lo prometo —contestó el doctor.— Creo que vuestro objeto es el que leal y honradamente habéis expuesto. Creo que vuestra intención es perpetuar y no debilitar los lazos que me unen con mi hija, que me es más querida que mi propia vida. Si me dijera algún día que sois necesario a su felicidad, os la daría en seguida. Y sí hubiera... Darnay, si hubiera...

El joven le estrechaba la mano agradecido, y el doctor continuó:

—Si hubiera caprichos, razones, temores u otra cosa cualquiera, antigua o reciente, contra el hombre que mi hija amase, siempre que no fuese él personalmente responsable, todo lo daría al olvido por amor a mi hija. Ella lo es todo para mí; más que el sufrimiento, más que el tormento, más que... Pero dejemos eso.

El doctor hizo una pausa y luego añadió:

—Me he desviado de la cuestión sin darme cuenta. Me pareció que queríais decirme algo más.

—Quería deciros que vuestra confianza en mí debe ser correspondida con la mía. Mi nombre actual, aunque ligeramente distinto que el que me corresponde por mi madre, no es, como recordaréis, el mío verdadero. Voy a deciros cuál es y por qué estoy en Inglaterra.

—Callad —dijo el doctor.

—Deseo decíroslo, para merecer mejor vuestra confianza, pues me disgusta tener secretos para vos.

—Callad —repitió el doctor

—Me lo diréis cuando os lo pregunte, pero no antes. Si Lucía acepta vuestro amor, si corresponde a él, me lo diréis en la mañana de vuestra boda. Ahora idos y que Dios os bendiga.

Era ya de noche cuando Darnay salió de la casa y transcurrió aún una hora antes del regreso de Lucía. Esta fue directamente a ver a su padre, pues la señorita Pross se encaminó al piso superior, pero experimentó la mayor sorpresa al ver desocupado el sillón de su padre.

—¡Padre! —llamó.— ¡Padre mío!

No recibió respuesta, pero llegaron a sus oídos algunos martillazos procedentes del dormitorio. La joven atravesó la habitación central y llegando ante la puerta del dormitorio miró y retrocedió asustada.

—¿Qué haré, Dios mío? ¿Qué haré?

Duró poco su incertidumbre, porque se acercó a la puerta, golpeó en la madera y llamó suavemente a su padre. Cesó el ruido en cuanto resonó su voz y salió su padre, que empezó a pasear por la estancia. Lucía paseaba con él. Aquella noche Lucía saltó de la cama para ir a visitar a su padre. Vio que dormía profundamente y que la banqueta de zapatero y las herramientas, así como el trabajo a medio terminar estaban como siempre.

Capitulo XI.— Una conversación de amigos

—Sydney —dijo Stryver aquella misma noche, o, mejor dicho, a la madrugada a su chacal—prepara otro ponche. Tengo que decirte algo.

Sydney había estado trabajando con ardor durante aquella noche y las anteriores para dejar limpia de papeles, antes de las vacaciones, la mesa de Stryver. Dejó resueltos, por fin, todos los asuntos y ya estaba todo listo hasta que llegara noviembre con sus nieblas atmosféricas y sus nieblas legales, y la ocasión de poner nuevamente el molino en marcha.

Sydney no había dado muestras de sobriedad durante aquellas noches, y en la que nos ocupa tuvo necesidad de utilizar mayor número de toallas mojadas para seguir trabajando, porque las precedió una cantidad extraordinaria de vino, y se hallaba en condición bastante deplorable cuando se quitó definitivamente su turbante y lo echó a la jofaina en que lo humedeciera de vez en cuando durante las seis últimas horas.

—¿Estás preparando el ponche? —preguntó el majestuoso Stryver con las manos apoyadas en la cintura y mirando desde el sofá en donde estaba echado.

—Sí.

—Pues fíjate, Voy a decirte una cosa que te sorprenderá y que tal vez te incline a conceptuarme menos listo de lo que parezco. Me quiero casar.

—¿Tú?

Y lo más; grande es que no por dinero. ¿Qué me dices ahora?

—No tengo ganas de decir nada. ¿Quién es ella?

—Adivínalo.

—¿La conozco?

—Adivínalo.

—No estoy de humor para adivinar nada a las cinco de la madrugada, cuando tengo la cabeza que parece una olla de grillos. Si quieres que me esfuerce en adivinar, convídame antes a cenar.

—Ya que no quieres esforzarte, te lo diré —contestó Stryver acomodándose

—Aunque no tengo esperanzas de que me comprendas, Sydney, porque eres un perro insensible.

—Tú, en cambio —exclamó Sydney ocupado en hacer el ponche, eres un espíritu sensible y poético.

—¡Hombre! —exclamó Stryver riéndose.— No pretendo ser la esencia de la sensibilidad, pero soy bastante más delicado que tú.

—Eres más afortunado solamente.

—No es eso. Quiero decir, más... más...

—Digamos galante —sugirió Carton.

—Bien. Digamos galante. Lo que quiero decir es que soy un hombre —contestó Stryver contoneándose mientras su amigo hacía el ponche —que procura ser agradable, que se toma algunas molestias para ser agradable, que sabe ser más agradable que tú en compañía de una mujer.

—¡Sigue! —le dijo Carton.

—Antes de pasar adelante —dijo Stryver,— he de decirte una cosa. Has estado en casa del doctor Manette tantas veces como yo, o más tal vez. Y siempre me ha avergonzado tu aspereza de carácter. Tus maneras han sido siempre las de un perro huraño y de mal genio, y, francamente, me he avergonzado de ti, Sydney.

—Pues para un hombre como tú, ha de resultar altamente beneficioso avergonzarse de vez en cuando, y por lo tanto deberías estarme agradecido.

—No lo tomes a broma —replicó Stryver.— No, Sydney. Es mi deber decirte, y te lo digo, a la cara por tu bien, que eres un hombre que no tiene condiciones para estar en sociedad. Eres un hombre desagradable.

Sydney se tomó un vaso del ponche que acababa de hacer y se echó a reír.

—¡Mírame! —exclamó Stryver pavoneándose.

—Tengo menos necesidad de hacerme agradable que tú, pues me hallo en una posición mucho más independiente. ¿Por qué, pues, me hago agradable?

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