Historia de España contada para escépticos (10 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Volviendo a Leovigildo. Sus otras decisiones fueron igualmente juiciosas. Se dejó de mezquindades tribales e hizo lo posible por eliminar las diferencias entre godos e hispanorromanos. Para ello, derogó la ley que prohibía los matrimonios mixtos, y en lo sucesivo no hubo más diferencias que las tradicionales de pobres y ricos. También conquistó las provincias suevas y bizantinas.

Es una pena que un estadista tan afortunado fracasara como padre. Cometió la torpeza de nombrar a su hijo Hermenegildo gobernador de la Bética, y el muchacho cayó en las apostólicas redes de san Leandro, obispo de Sevilla, que lo convirtió al catolicismo. Quizá tuviera algo que ver también su esposa Ingunda, o Indegunda, que era devota católica.

Fanático como todo converso, el príncipe se rebeló contra su padre y no tuvo inconveniente en dejarse manipular por los potentados béticos, todos católicos hispanorromanos, que añoraban los gloriosos tiempos del Imperio y soñaban con sacudirse de encima a los godos. Pero Leovigildo sofocó la rebelión, y el príncipe rebelde murió en la cárcel. Naturalmente, la Iglesia lo hizo santo, como también al obispo que lo convirtió, san Leandro, y al hermano del obispo, san Isidoro. Por cierto, este obispo de Sevilla fue la primera autoridad científica de su tiempo. Su magna obra,
Las etimologías,
es la última luz de Roma en la Bética, una enciclopedia que resume el saber antiguo, ya lastimosamente olvidado: gramática, dialéctica, aritmética, geometría, música, arte, medicina y jurisprudencia.

Leovigildo implantó un Estado multirracial, en el que convivían hispanorromanos, godos y vándalos. Hubiera unido la Península bajo una sola autoridad de no ser porque nunca llegó a ocupar Vasconia. Ya estamos notando que los vascos han defendido fieramente su independencia desde que existe memoria histórica, contra todo y contra todos. No deja de ser aleccionador y quizá motivo de reflexión. El caso es que ellos y sus vecinos de la cornisa cantábrica tampoco se quedaron en sus montañas, sino que aprovecharon el río revuelto para lanzar expediciones de saqueo contra las tierras del interior. Se reprodujo la misma situación que medio milenio antes había estimulado la conquista romana: el poder central se veía obligado a contrarrestar aquellos ataques con expediciones punitivas. Para contenerlos, fundó una plaza fuerte en sus mismos límites, Victoriaco, hoy Vitoria.

En un país donde la mayoría de la población era católica, resultaba absurdo que la clase dominante goda siguiera siendo arriana y que una minucia teológica causara problemas de orden público. Leovigildo lo comprendió así, y al parecer, en su lecho de muerte, aconsejó a Recaredo, su hijo y sucesor, que se convirtiera al catolicismo.

Recaredo se convirtió y también convirtió, por decreto, a los obispos arrianos y al pueblo godo (Tercer Concilio de Toledo, en 589). El último escollo que dificultaba la fusión de la minoría goda con la mayoría hispanorromana había desaparecido.

Con esta decisión se inicia el contubernio entre trono y altar, es decir Iglesia y Estado, que será una constante de la historia española hasta nuestros pecadores días.

Gardingos y obispos

La monarquía visigoda era electiva. El rey tenía que ser de estirpe goda y buenas costumbres, pero, como lo elegían los magnates y los obispos, se cuidaban de que la elección recayera sobre algún pariente. El rey gozaba de poder absoluto y se rodeaba de un séquito de magnates, los gardingos o
convites fidelis,
cuya fidelidad se recompensaba con donaciones de tierras. De ellos y de los obispos, escogía al gobierno u
officium Palatinum,
cuyos ministros o
comes
se encargaban del tesoro (Hacienda), de la cancillería, etcétera. Este
comes
es el origen del título conde. En la Edad Media, ya pasados los godos, todavía el jefe del ejército se llamará
condestable,
es decir,
comes stabuli,
el conde de los establos; de los establos reales, por supuesto.

A partir del siglo VI, existió también una
Aula Regia
o consejo asesor del rey, integrado por magnates ajenos al gobierno. De este modo, todo el mundo alcanzaba su tajada. Otra institución política de creciente importancia fueron los concilios eclesiásticos, de los que hubo muchos, casi siempre en Toledo, la capital. Los concilios de los obispos se convirtieron en una especie de Cámara Alta que regía la vida nacional. Desde esta posición de fuerza, la Iglesia acabó por erradicar los últimos vestigios de la cultura pagana; por ejemplo, los juegos circenses, que san Isidoro consideraba culto al diablo, o el teatro, al que relacionaba etimológicamente con la prostitución. Prohibidos los espectáculos institucionales, sólo le quedaban al ciudadano las alegrías particulares, pero tampoco éstas agradaban al celante episcopado. Por ejemplo, la festividad pagana de Año Nuevo, tal como se celebraba entonces, le parecía a san Isidoro un vergonzoso espectáculo, en el que «se entonan impúdicas canciones, se danza frenéticamente, y coros de los dos sexos, ahítos de vino, se juntan en repugnante promiscuidad».

Esta creciente injerencia de la Iglesia en la sociedad civil era su premio por apoyar a la monarquía. El rey, a menudo un golpista que acababa de alcanzar el poder destronando a su antecesor, convocaba concilio, y los obispos lo legitimaban. En justa correspondencia, él les firmaba decretos para perseguir a los judíos y a los paganos. Iglesia y trono eran como uña y carne, o una mano lava a la otra. La tolerancia religiosa de los reyes arrianos, la que había favorecido la pacífica convivencia de judíos, católicos, arrianos y paganos, dio paso a las persecuciones de la Iglesia católica contra paganos y judíos. Esta represión se iría recrudeciendo hacia el final de la monarquía goda.

El dominio de la Iglesia tuvo también sus aspectos positivos. Ya comenzaban a florecer los monasterios, que durante el largo eclipse del medievo serían guardianes y transmisores de la cultura clásica (convenientemente censurada y expurgada por los clérigos, claro está).

CAPÍTULO 19
Pobres y ricos

En los buenos tiempos de Roma, el Estado creador del derecho civil amparaba al ciudadano donde quiera que estuviese, pero cuando el poder central flaqueó, la ley perdió el apoyo coactivo del Estado, y el ciudadano común quedó a merced de los abusos del fuerte. Como en los tiempos anteriores a Roma, los humildes buscaron la protección de los poderosos, la influencia de los nobles terratenientes aumentó y se marcaron más claramente, si cabe, las dos grandes clases sociales,
potentiores
y
humiliores.
En el fondo, las de siempre: los que tienen y los que no tienen; los que necesitan protección y los que pueden ofrecerla. A cambio de algo, naturalmente.

Además, con la decadencia del comercio, las ciudades vinieron a menos, mientras que la vida rural fue a más. Eso explica que los mejores monumentos godos estén en medio del campo, esas coquetuelas iglesias de Quintanilla de las Viñas (Burgos), San Juan de Baños (Palencia), San Pedro de la Nave (Zamora). También explica que la otra gran manifestación artística de los godos, la orfebrería, resplandezca en tesorillos y piezas que se encuentran en el campo, nunca en grandes ciudades: las coronas votivas de Guarrazar (Toledo) o las bellísimas cruces de Torredonjimeno (Jaén).

El carácter electivo de la monarquía goda favoreció el final abrupto de muchos de sus titulares. De los treinta y cinco reyes de la lista, más de la mitad fueron asesinados, o derrocados por medios más sutiles; por ejemplo, decalvándolos, es decir, pelándolos al cero. Hay que tener en cuenta la importancia que los godos otorgaban a la cabellera. Jordanes (
Getica
XI, 72) nos dice que, según Diucineo, la clase civil de la nación goda se daba el nombre de
cabelludos
(
capillatos;
variante,
capillutos
). Por eso, el principal atributo de la realeza germánica era la cabellera. Lo más grave que le podía ocurrir a un godo era ser rasurado, pena que se aplicaba a los condenados por diversos delitos antes del paseo infamante. Al destronado se le tonsuraba y se le enviaba a un monasterio. Y ya podía darse con un canto en los dientes por haber escapado al veneno o al puñal, porque los tiempos venían recios y la vida se estimaba en poco.

CAPÍTULO 20
La pérdida de España

Cuando los bárbaros del norte conquistaron el Imperio romano de Occidente, otros bárbaros surgidos del desierto arábigo invadieron el de Oriente, es decir, Bizancio, y el imperio sasánida que ocupaba el solar de la antigua Persia. Los bárbaros orientales eran una confederación de tribus nómadas recientemente convertidas a una nueva religión, el islam.

En el breve espacio de un siglo, los musulmanes se extendieron por los territorios actualmente ocupados por Jordania, Siria, Israel, Iraq e Irán. Después, el impulso conquistador los llevó hacia el este, por Asia central, hasta cruzar el río Indo y alcanzar Pakistán, y hacia el oeste, por la ribera mediterránea de África. La plaza fuerte bizantina de Cartago y las ciudades costeras cayeron una tras otra. Sólo Ceuta se mantuvo en manos cristianas porque los invasores llegaron a un acuerdo con su gobernador.

Cuando los musulmanes alcanzaron las playas del Atlántico, aún les quedaba cuerda. Entonces, se replantearon la situación: al frente, tenían el ancho mar impenetrable; a la izquierda, el inhóspito desierto; a la derecha, cruzando el Estrecho, la invitadora costa europea, un verdor que atraía a los hombres del desierto.

¡Europa! La tierra que mana leche y miel, el paraíso que recorren cuatro ríos, se ofrecía al invasor como abierta de patas, ustedes disculpen la cruda metáfora. La monarquía visigoda padecía a la sazón una grave crisis económica y social. A la peste reciente, que había causado una gran mortandad, se unía una pertinaz sequía, con su cortejo de hambrunas y desórdenes.

En el año 711, los moros cruzaron el Estrecho e invadieron España. La conquistaron en sólo unos meses y se establecieron en ella durante ocho siglos.

El escéptico lector no ignora que, según la versión oficial, el reino godo se perdió por la cobarde venganza de un gobernador de Ceuta, despechado porque el rey le había desgraciado a una hija. En algunos lugares se dice que la sedujo; en otros, que la violó, que resulta más melodramático.

El conde se llamaba don Julián; su hija, Florinda (de apodo
la Cava
), y el rey, don Rodrigo. Un romance sugiere que el encalabrinamiento del monarca se produjo una tarde soleada, en un alto mirador de Toledo, cuando la inocente muchacha estaba sacándole aradores con un alfiler de oro. El arador es el ácaro que produce la sarna, padecimiento muy común en aquellos tiempos escasamente higiénicos. Esta versión es muy romántica.

El conde don Julián, cuando supo que le habían desgraciado a la niña, disimuló y preparó su venganza en secreto, aprovechando que Rodrigo estaba enemistado con medio reino. En 709, cuando murió Witiza, el penúltimo rey godo, antes de cumplir los treinta años, el clan que ostentaba el poder, al que llamaremos
partido witiziano,
intentó perpetuar su privilegio haciendo recaer la corona en Ágila, hijo de Witiza, que todavía era un niño. Entonces, una facción nobiliaria impuso a su propio candidato, el duque y general Rodrigo. El conde don Julián, conjurado con los witizianos, entró en tratos con sus vecinos moros. El plan era que los moros ayudarían a los witizianos a derrotar a Rodrigo y luego regresarían a Marruecos con el botín que hubieran ganado en la batalla. Nada de eso; los moros se alzaron con el santo y la limosna, y los cristianos tardaron nada menos que ocho siglos en expulsarlos.

Naturalmente casi todo esto es falso. Lo de la violación es pura literatura: un calco casi exacto de un relato escandinavo de las
Eddas.
Seguramente el partido witiziano se acogió a la leyenda después del desastre, para disculpar su cómplice participación en la ruina de España.

La conquista obedeció a un motivo prosaico, que constituye, sin embargo, el gran motor de la historia: la codicia de la ganancia. Los árabes esperaban encontrar a este lado del Estrecho un rico botín. Circulaba la leyenda de que en España se ocultaban grandes tesoros; entre ellos, la fabulosa Mesa de Salomón, que los visigodos habían arrebatado a los romanos. Además, los viajeros alababan las fértiles tierras, las huertas regadas por caudalosos ríos, los frescos jardines y los espesos bosques; un paraíso para el que procedía del árido desierto. Y aquel país de Jauja se hallaba casi indefenso: el Estado godo, sumido en una profunda crisis económica, debilitado por recientes hambrunas y epidemias, y por las luchas intestinas de clanes político-familiares, la nobleza y el clero divididos, el pueblo descontento, abrumado por la presión fiscal... La fruta estaba en su punto para que alguien la recogiera.

En 710, Musa ben Nusayr, emir de África del norte, solicitó permiso al califa de Damasco para conquistar el reino godo. En su carta le elogiaba la belleza de al-Andalus, sus méritos, sus riquezas, la variedad de sus regiones, la abundancia de sus cosechas y la dulzura de sus aguas. Quizá contaba de antemano con el apoyo de los witizianos, capaces de cavarse su propia tumba con tal de destronar a Rodrigo.

En abril de 711, Rodrigo estaba guerreando contra los irreductibles vascos en el otro extremo de España. Fue el momento que aprovecharon los moros para invadir el reino. Tariq, gobernador de Tánger, desembarcó en Gibraltar con un ejército de nueve mil bereberes (y dio su nombre al lugar: Gibraltar es
Gebel Tariq,
«la roca de Tariq»). El caso es que el historiador Vallvé sostiene que los árabes no desembarcaron en el Estrecho, sino cerca de Cartagena. Todo podría ser.

Tampoco está claro dónde se riñó la famosa batalla llamada del Guadalete o de la Janda, en la que naufragó el reino godo. ¿Qué más da? El caso es que la batalla fue larga y peleada, como escribe un cronista, se podía pensar que era el fin del mundo: «Los huesos de los muertos permanecieron allí largo tiempo.» El ejército de Rodrigo resultó aniquilado, y con Rodrigo pereció la flor y nata de la aristocracia goda, los que llevaban anillos de oro en los dedos, que los distinguían de las categorías inferiores, que sólo los llevaban de plata o cobre.

Otra leyenda asegura que Abdelazis, el virrey del califa en España, se casó con Egilona, la viuda todavía suculenta del rey Rodrigo. «A rey muerto, rey puesto», pensaría la práctica viuda, o quizá la obligaron, vaya usted a saber.

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