Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (20 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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La Revolución Bolchevique fue, por tanto, un caso único, a pesar de los intentos de Lenin de extenderla a todo el mundo. Con este propósito se creó a principios de marzo de 1919 una nueva internacional proletaria: la III Internacional o Komintern. Definida como «el partido mundial de la revolución socialista», su objetivo consistía en promover por todo el mundo la formación de partidos comunistas a partir de los socialistas existentes. En pocos años fueron surgiendo partidos comunistas por doquier, sin excluir Estados Unidos, a pesar de la dificultad de penetración del marxismo entre los trabajadores norteamericanos. Pero en lugar de unificar el movimiento obrero, la táctica adoptada por el Komintern contribuyó a su división y se convirtió, de hecho, en uno de los elementos que lo debilitaron. Lenin pretendió transformar el socialismo internacional en un movimiento organizado de acuerdo con el modelo bolchevique ruso, es decir, como vanguardia obrera dispuesta a tomar el poder e imponer la dictadura del proletariado. Tal vez en 1919-1920 esta idea no resultaba, en teoría, completamente descabellada, pero vista desde la perspectiva actual constituyó —a juicio de Eric Hobsbawm (1995, 76-77)— un error fundamental: «…lo que buscaban Lenin y los bolcheviques no era un movimiento internacional de socialistas simpatizantes con la revolución de octubre, sino un cuerpo de activistas totalmente comprometido y disciplinado: una especie de fuerza de asalto para la conquista revolucionaria». Los partidos socialistas que no asumieron fielmente el modelo fueron expulsados del Komintern o se les impidió su ingreso y desde Rusia se criticó con dureza a todo aquel que aceptara participar en el juego parlamentario o que no planteara como objetivo inmediato la conquista revolucionaria del poder. Esto contribuyó a establecer una tajante distinción entre aquellos que preconizaban la revolución socialista inmediata (es decir, los seguidores del modelo leninista) y los que, sin renunciar a este objetivo, eran partidarios de afrontar primero la democratización política y la reconstrucción económica de cada país para mejorar las condiciones vitales de los obreros. Existieron posiciones intermedias, como la defendida en Alemania por Rosa Luxemburg, y matizaciones de todo tipo, pero en general se empleó mucho tiempo en el debate ideológico. La situación descrita acentuó las escisiones en el seno del socialismo. La más relevante fue la producida en Alemania, donde existía el partido socialdemócrata más poderoso (el SPD). Antes de la guerra se vivió en este Partido una dura controversia a propósito de las tesis «revisionistas» de Berstein y a comienzos de 1917, sin relación alguna por tanto con la Revolución Bolchevique de octubre, el ala izquierda formó un nuevo partido, el Partido Socialdemócrata Independiente (USPD), del que formaron parte personalidades relevantes del socialismo alemán como Rosa Luxenburg, Clara Zetkin, Kautsky y Karl Liebknecht. Dentro del USPD, un sector de extrema izquierda, integrado fundamentalmente por jóvenes, formó en los años de la guerra un grupo muy activo autodenominado «Los Espartaquistas» y a finales de 1919 nació el Partido Comunista (Kommunistische Partei Deutschlands: KPD). En otros países la escisión del movimiento obrero adoptó otras formas. En marzo de 1919, nada más constituirse el Komintern, el Partido Socialista de Estados Unidos expulsó a sus militantes simpatizantes del bolchevismo, quienes formaron dos partidos comunistas: el Partido Comunista Obrero de América y el Partido Comunista de América. Más tarde nacieron otros partidos comunistas, hasta el punto de que —como ha escrito G. D. H. Cole (1962, 258)— en 1921 existían, o habían existido, no menos de doce partidos comunistas, unidos sólo por su profunda hostilidad contra el Partido Socialista y, por supuesto, contra el «modo de vida norteamericano». Como consecuencia, asimismo, de la influencia del Komintern, en Francia se disputaron la dirección del movimiento obrero tres corrientes: el sindicalismo revolucionario, antiparlamentario y partidario de la revolución inmediata, aunque desconfiado de los métodos leninistas; el socialismo seguidor de la línea histórica de Jean Jaurès, partidario de los métodos parlamentarios; y la corriente bolchevique. Divisiones parejas se reproducen en los otros países de Europa occidental, mientras en la oriental la confusión es mayor debido a la importancia del campesinado, acerca de cuya capacidad revolucionaria existieron muchas reservas en el seno de los partidos socialistas y comunistas. Las masas de campesinos, encuadradas en algunos países como Austria en partidos de corte social cristiano, constituirán un importante apoyo a comienzos de los años veinte del autoritarismo de derechas y del fascismo.

El fracaso de los movimientos revolucionarios de la inmediata posguerra no hay que achacarlo únicamente a la escisión del socialismo y al permanente debate sobre la táctica a seguir. También se explica por la oposición entre el internacionalismo obrero y el fuerte sentimiento nacionalista de la pequeña y mediana burguesía y de amplios sectores del campesinado. En su deseo por desarrollar una intensa política de reformas y de apertura social, los revolucionarios relegaron el nacionalismo a un segundo término, cuando no lo despreciaron. En algunos países, como Italia, este hecho resultó determinante y cada vez se acentuó más la distancia entre los socialistas y comunistas y las opciones liberales democráticas burguesas, interesadas ante todo por la reconstrucción económica de Italia y por la adquisición de las «tierras irredentas» (N. Tranfaglia, 1995, 175). Mussolini, sin embargo, como los primeros nazis en Alemania, situó en el primer plano de sus mensajes la defensa de la nación y la de todos los elementos, por simbólicos que fueren, aptos para mantener vivas las reivindicaciones patrióticas frente a las restantes naciones, En Italia se explotó al máximo el ultraje ocasionado por la «victoria mutilada» y en Alemania la teoría de la «puñalada por la espalda», es decir, la que achacaba la derrota en la guerra a los políticos y, sobre todo, a los socialistas. Aunque, como se ha demostrado fehacientemente (W Diest, 1996), la desmoralización del pueblo alemán y el colapso del país en los últimos meses de la guerra se debió a la obsesión de Ludendorff por obtener una gran victoria en el frente occidental y en modo alguno a los «sabotajes» de los políticos, el mito de la «puñalada por la espalda» desempeñó un papel fundamental en el desarrollo del nacionalismo de derechas en Alemania y del nazismo y pesó como una losa en las filas del SPD. En Baviera, donde comenzó el ascenso político de Hitler, la experiencia de la República de Consejos sirvió, según Ian Kershaw (1999, 134), para alimentar el mito de la «puñalada por la espalda» y para impulsar la propaganda nazi.

Por diversas razones, en la inmediata posguerra el nacionalismo adquirió un auge extraordinario. Con el objetivo de contrarrestar el peligro del internacionalismo bolchevique, el presidente norteamericano Wilson lo había convertido en una de las ideas fundamentales de sus Catorce Puntos. En función de la idea nacionalista de Wilson (basada en la coincidencia de las fronteras del Estado con las de la nacionalidad y la lengua) se procedió a reconstruir el mapa de Europa. Por otra parte, la coyuntura económica fortaleció en todos los Estados el nacionalismo económico. La profunda alteración del comercio internacional y la necesidad de reconstruir las estructuras económicas afectadas por la guerra impulsó a los gobiernos europeos a acentuar la política proteccionista elevando aranceles y adoptando otras medidas más drásticas, como el establecimiento de cuotas de importación o la prohibición de comprar determinados productos al exterior. Incluso el Reino Unido abandonó su tradición librecambista y mantuvo, llegada la paz, los altos aranceles establecidos durante la guerra para financiaría. En todas partes se impuso el «nacionalismo económico», lo cual fortaleció todo tipo de nacionalismo y sustentó a los grupos y tendencias ideológicas de este sigilo, incluso los más extremistas. Es significativo que varios generales e industriales italianos apoyaran la ocupación de Fiume por los ultranacionalistas dirigidos por Gabriele D”Annunzio en septiembre de 1919 y que durante un largo año el gobierno no se atreviera a emplear la fuerza para acabar con ella por temor a la reacción general de la sociedad italiana. En Alemania alcanzaron gran división varios aspectos de la ideología ultranacionalista (völkisch) y de modo más o menos explícito o militante se defendía la idea de la superioridad de la cultura alemana, el peligro contaminador del «espíritu judío», la necesidad de la expansión de Alemania hacia el Este de Europa para así defender sus intereses económicos y su supervivencia como nación e incluso la lucha por la pureza de la raza. Estas ideas no las impuso Hitler ni su Partido, sino que estaban en el ambiente en toda Alemania y también en Austria (I. Kershaw, 1999, 150-152).

3 El complejo retorno a la normalidad. De la recuperación a la gran depresión.(1919-1932)
3.1. El nuevo orden internacional

El 12 de enero de 1919 comenzó en París la Conferencia de Paz con el ideal de crear un orden internacional estable, aunque en la práctica predominaron dos objetivos concretos: impedir un nuevo acto de fuerza por parte de Alemania y contener la expansión del bolchevismo, asunto éste especialmente preocupante a causa de la radicalización de la protesta política y social del momento. Asistieron representantes de 27 países, pero no fueron invitados ni los vencidos en la guerra ni la república de los soviets rusos. En realidad, las decisiones fundamentales las adoptó el Consejo de los Cuatro, integrado por el presidente de Estados Unidos, W. Wilson, y los jefes del gobierno del Reino Unido, Lloyd George, de Francia, G. Clemenceau, y de Italia, Vittorio Orlando. La presencia de Wilson constituyó una llamativa novedad, pues rompía la tradición de los presidentes norteamericanos de no participar directamente en gestiones diplomáticas en territorio europeo y de ausentarse de su país sólo por breves períodos, y, por otra parte, fue un símbolo de la nueva faz que tras la Guerra Mundial habrían de tomar los asuntos internacionales, cada vez menos controlados por los europeos. El hecho, sólo aparentemente anecdótico, de que en las primeras sesiones de la Conferencia se debatiera intensamente acerca del idioma oficial, corrobora la apreciación anterior. Aunque no se llegó a una decisión unánime, se rompió la tradición de adoptar el francés como lengua de referencia en acuerdos internacionales de la envergadura de los presentes, otorgando ahora idéntico rango al inglés. El viejo orden del siglo XIX, condicionado en todos sus extremos por Europa, quedaba alterado por el peso de Norteamérica y por la manifiesta debilidad de los Estados europeos, cuya representación en esta Conferencia era, evidentemente, muy parcial.

La Conferencia estuvo dominada, desde el inicio, por los planteamientos expuestos por Wilson un año antes en su mensaje del 8 de enero de 1918, momento crítico en casi todos los órdenes: en el Militar, por el incierto desarrollo de la guerra y la defección de Rusia; en el político, por la Revolución Bolchevique; y en el social, por el incremento del pacifismo y las crecientes protestas de las organizaciones obreras. Wilson pretendió contrarrestar los efectos negativos de la coyuntura y al mismo tiempo actuó en parte como observador exterior dispuesto a llamar al orden a los «viejos» europeos responsables del conflicto y, en parte, como el único estadista capaz de sentar los principios que justificaran la lucha y sirvieran, al mismo tiempo, para construir un nuevo sistema internacional estable. «Entramos en guerra —manifestó en su mensaje— debido a una violación de derechos que nos llegaba a lo más profundo y hacía imposible la vida de nuestro pueblo. Había que poner un remedio a cualquier precio y evitar definitivamente la vuelta al pasado.» El núcleo del mensaje consistía en la contraposición entre el pasado, representado por la actuación de las naciones europeas (sistema de equilibrio entre las grandes potencias, diplomacia secreta, recurso a la conquista, carencia de ideales…), y el futuro, entendido por el presidente norteamericano como la situación que haga posible «un universo habitable para toda nación como la nuestra que desea vivir su propia vida, decidir sus propias instituciones, estar segura de que existirá una justicia sana y relaciones justas entre las naciones, así como una seguridad absoluta contra el abuso de la fuerza y las agresiones egoístas». En sus célebres Catorce Puntos sentaba las bases sobre las que construir este futuro. El nuevo sistema internacional debía fundarse en la firma de convenios de paz concertados «a la vista del público», en la libertad absoluta de navegación marítima y de comercio, en la reducción de armamentos, el reajuste colonial y en la constitución de «una asociación de naciones de acuerdo a convenios específicos y que proporcione garantías mutuas de independencia política e integridad territorial, para las grandes y pequeñas naciones». Proponía, asimismo, medidas concretas para solventar los problemas territoriales y de soberanía en Europa provocados por la guerra: evacuación del territorio ruso e integración de Rusia en el concierto internacional, recuperación por Bélgica de su plena soberanía, liberación completa del territorio francés y reparaciones por los daños sufridos desde 1871 en Alsacia y Lorena, reajuste de las fronteras italianas, desarrollo como naciones autónomas de los pueblos integrantes de Austria-Hungría, independencia de los Estados balcánicos reconociendo a Serbia un acceso libre al mar, plena soberanía para los territorios turcos del Imperio otomano y autonomía para las provincias sometidas y constitución de un Estado polaco independiente.

El planteamiento de Wilson, calificado habitualmente por la historiografía como «idealista», frente al «realismo» de las potencias europeas, preconizaba un sistema destinado a garantizar los intereses de Estados Unidos, pero no tenía en cuenta la complejidad de la realidad europea. Durante la Conferencia de Paz, los representantes de algunos países europeos intentarán, con relativo éxito, llamar la atención sobre esa realidad. Francia estaba preocupada, ante todo, por la seguridad de su territorio y puso el acento en la ocupación permanente de la orilla izquierda del Rhin y en la creación en la derecha de uno o varios Estados independientes de Alemania puestos bajo el control de la Sociedad de Naciones. Italia, aludiendo a las promesas de la Entente contenidas en el Tratado de Londres (1915), por el que se comprometió en la guerra, pretendía la anexión de los «territorios irredentos» (Trieste y el Trentino), Istria, Dalmacia y otras tierras pertenecientes al Imperio otomano, como Esmirna. También Rumania aspiraba a incorporarse territorios vecinos y Japón solicitó los derechos de Alemania en China. El Reino Unido presentó asimismo reivindicaciones territoriales, pero no en Europa, sino en el ámbito colonial. Por esta razón, Lloyd George apoyó a Wilson cuando éste se mostró reacio a transigir con las reivindicaciones territoriales en Europa y al final salió victoriosa la posición norteamericana.

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