Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (37 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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La estabilización de la lira provocó un serio desequilibrio entre los precios italianos y los del mercado mundial que dificultó las exportaciones. Este hecho se vio agravado por la depresión de los años treinta. La producción italiana bajó en un 30%, aumentó el paro y descendieron los salarios. Para hacer frente a la situación, Mussolini optó por la autarquía, prosiguiendo, sin importarle a qué precio, la vía del prestigio monetario. Italia quedó aislada del mundo y su economía sometida al control del Estado, con la aquiescencia de los medios económicos más poderosos. Entre las principales medidas de esta última etapa de la política económica fascista destacan la concentración empresarial forzosa entre industrias del mismo ramo, lo cual reforzó a los grupos y sectores más fuertes e impidió la diversidad productiva, y la creación del IRI (Istituto per la Ricostruzione Industriale, 1933). Este organismo fue un holding financiero estatal destinado a proporcionar a las empresas la liquidez necesaria para el reinicio de sus actividades, lo cual obligó al Estado a comprar gran cantidad de acciones de las empresas en dificultades, en especial las consideradas de valor estratégico, como la siderurgia. A través del IRI y el estrecho control de la banca (se crearon bancos mixtos y se atribuyó al Banco de Italia un papel relevante como instrumento financiero del gobierno) el Estado reforzó las estructuras de concentración del capitalismo y potenció la industria militar, a la cual se supeditó la producción privada.

La guerra de Etiopía y las sanciones internacionales a Italia por este motivo reforzaron la vía autárquico. El gobierno pretendió lograr el autoabastecimiento en carburantes y en general en todos los productos minerales, desarrolló la industria de la celulosa, la de fibras textiles artificiales y, sobre todo, la industria bélica. Estas medidas, junto a la necesidad de mano de obra en las empresas coloniales, rebajaron notablemente el índice de parados. Sin embargo, en 1939 la italiana era una economía desequilibrada: se había incrementado la producción industrial global, pero existían muchos puntos débiles (en especial, era patente la debilidad del mercado interior, pues bajó considerablemente el consumo de trigo, carne, azúcar, etc.) y la gran industria pesada dependía casi en exclusiva del Estado, convertido en su cliente único. El desarrollo resultaba artificial y la política del régimen era, en realidad, una auténtica «economía de guerra» que poco a poco dejó de satisfacer a las clases sociales que habían actuado como sostén del fascismo.

4.4. El nazismo

El deseo del empresariado, los terratenientes, el ejército y los políticos conservadores y nacionalistas de acabar con la república de Weimar facilitó la llegada al poder de Hitler. No fueron tanto los méritos del partido nazi y de su jefe lo que decidió al presidente Hindenburg a nombrar a Hitler jefe del gobierno (canciller) el 30 de enero de 1933, cuanto la decisión de los sectores mencionados de poner fin al sistema de partidos de la política democrática, acabar con los sindicatos y con el «marxismo» (es decir, con comunistas y con socialistas) y establecer un sistema autoritario capaz de afrontar una crisis generalizada que la depresión económica mundial había acentuado de forma extraordinaria hasta originar a finales de 1932 más de seis millones de parados, cifra que puede elevarse a casi nueve millones si se añaden los empleos eventuales y el paro encubierto. La crisis creó un sentimiento de profunda decepción en la población alemana y, al mismo tiempo, facilitó el desarrollo de las ideas y actitudes proclamadas por los nazis. La aversión y el miedo profundo al comunismo, el deseo de venganza hacia los responsables de las dificultades cotidianas, la búsqueda de un chivo expiatorio (los judíos), la esperanza en un gobierno fuerte capaz de imprimir vigor a la nación y la aceptación de la violencia como algo inevitable, casi normal, fueron rasgos de la sociedad alemana en esta coyuntura que facilitaron considerablemente el triunfo de Hitler, quien mejor que cualquier otro político supo hacerse portavoz de los temores, resentimientos y prejuicios de los alemanes (Kershaw, 1999, 423).

Hitler comenzó su andadura en el gobierno utilizando los mismos procedimientos que Mussolini: tranquilizó a las fuerzas conservadoras del país prometiendo moderación, atacó con ferocidad a la oposición y solicitó plenos poderes dictatoriales. En su primer gobierno sólo colocó a dos nazis (Göring y Wilhelm Frick) y recurrió a miembros de los partidos conservadores y a conocidas personalidades para ganarse la confianza de los sectores económicos más potentes, del ejército y de las iglesias. Nombró a funcionarios conservadores para los altos cargos de la administración y en sus primeros discursos hizo constantes referencias a los valores del pasado alemán, a Dios, a la moral cristiana y a la familia, y también arremetió contra la república de Weimar y los marxistas, todo lo cual tranquilizó a buena parte de la población, incluso a muchos de los que no habían votado a los nazis porque temían el radicalismo de que habían hecho gala en las campañas electorales y en sus actos de violencia callejera. Prometió al ejército independencia total de los partidos políticos, el rearme, la ofensiva contra los comunistas y los pacifistas y próximas conquistas territoriales, y a los empresarios les anunció el desmantelamiento de los sindicatos marxistas. Al mismo tiempo, dejó manos libres a los dirigentes del NSDAP para que prosiguieran sus acciones violentas contra la oposición marxista, en particular los comunistas, y convocó elecciones para el 5 de marzo con la intención de obtener mayoría parlamentaria absoluta.

Durante la campaña electoral proliferaron los actos violentos protagonizados por la SA y la SS, al tiempo que los políticos de la derecha y los nazis crearon un ambiente de histeria anticomunista. En tal coyuntura, un hecho fortuito resultó determinante: el 27 de febrero ardió la sede del parlamento (Reichstag) en Berlín. El incendiario fue el holandés Marius Van der Lubbe, antiguo comunista, quien actuó por su cuenta, pero Hitler y Göring aprovecharon la oportunidad para presentar el suceso como el comienzo de la rebelión comunista y responsabilizaron del incidente al Partido Comunista (KPD) y al Socialdemócrata (SPD). Fue la excusa perfecta para lanzar una represión sistemática. Al día siguiente, el gobierno decretó la supresión de los derechos constitucionales individuales (inviolabilidad del domicilio, libertad de opinión y de prensa, libertad de reunión, secreto postal…) y comenzó a practicar arrestos arbitrarios y a perseguir a toda persona sospechosa de oponerse al gobierno. Los partidos de la oposición no pudieron proseguir la campaña electoral, muchos de sus líderes fueron encarcelados, entre ellos el comunista Thälmann, y Goebbels desarrolló en la radio una intensa campaña propagandística a favor del nazismo. En las elecciones del 5 de marzo el NSDAP fue el partido más votado (obtuvo el 43,9% de los votos totales, más de 17 millones de sufragios), pero los resultados de los socialistas (el SPD consiguió algo más de siete millones de votos, quedando como segunda fuerza política, con el 18,3% de los votos) y los comunistas (el KPD logró el 12,3%, con cinco millones de votantes) demostraron que la resistencia a la dictadura todavía era potente en Alemania. Por otra parte, Hitler no había logrado la mayoría parlamentaria programada y precisaba para ello de la alianza con el Partido Nacionalista (DNVP).

Las elecciones, por tanto, no satisficieron a los nazis, impacientes por imponer la dictadura, y decidieron forzar los acontecimientos mediante una violenta ofensiva para ocupar el poder en todas las instancias. Las SA, por una parte, arreciaron sus acciones violentas, invadieron por doquier los locales gubernamentales (con especial atención a la dirección de la policía) e izaron en ellos la bandera nazi. Goebbels, nombrado ministro de Educación y Propaganda, organizó actos solemnes para poner de relieve la fuerza de su Partido (las concentraciones y desfiles en Núremberg alcanzaron celebridad) y el 23 de marzo Hitler consiguió que el Reichstag concediera al gobierno poderes dictatoriales durante cuatro años (hasta abril de 1937). Sólo los diputados del SPD se opusieron a esta decisión (los comunistas no ocupaban ya sus escaños) por la que el gobierno obtenía el poder legislativo y la capacidad de modificar la constitución y el canciller, la facultad de promulgar las leyes sin el visto bueno del presidente de la República, puesto ocupado aún por un anciano Hindenburg tolerante en exceso con las exigencias de Hitler. Amparado en las facultades concedidas, inmediatamente Hitler tomó una serie de medidas destinada a reforzar la centralización (se trataba de privar de toda capacidad política a los gobiernos de los Länder y a los municipios), a eliminar los derechos constitucionales aún teóricamente subsistentes y a suprimir toda oposición. De marzo de 1933 a agosto del año siguiente tuvo lugar esta ofensiva legal, complementada con acciones de terror y el inicio de los campos de concentración (entre ellos, el de Dachau), que provocó una auténtica «revolución nazi» (la Gleichschaltung) e instauró la dictadura.

Todos los partidos políticos que no se disolvieron voluntariamente fueron suprimidos y sus líderes detenidos o exiliados, el 14 de julio de 1933 se proclamó el NSDAP partido único y en diciembre siguiente se promulgó la ley sobre «la unidad del Partido y el Estado». Idéntica suerte corrieron los sindicatos, reemplazados por el Frente del Trabajo. Se lanzó una ofensiva general contra los judíos, eliminándolos de la función pública, declarándoles el boicot comercial y obligando a un buen número de ellos a abandonar Alemania. Se depuró la administración. Los poderes de los gobiernos de los Estados (Länders) fueron transferidos al gobierno central (Reich) y al frente de cada Land Hitler nombró a un Staathalter, dependiente directamente de él. Los nazis se apoderaron de las cámaras de comercio y de industria y de las organizaciones de agricultores. La universidad fue depurada y muchos intelectuales obligados a exiliarse, al tiempo que Goebbels organizó el 10 de mayo de 1933 el célebre ritual en Berlín donde se quemaron más de 20 000 libros y revistas.

A comienzos de 1934 la «revolución nazi» había logrado su objetivo de desembarazarse de toda oposición, pero se halló ante dos serios problemas. Por una parte, el recrudecimiento de la crisis económica (disminución de las exportaciones y de las reservas del Reichsbank, baja de salarios, persistencia del paro) hizo renacer el descontento social y en los medios económicos más potentes se criticó el giro violento de los nazis. Por otra parte, las SA clamaban por una auténtica «revolución nacional-socialista», una «segunda revolución» que condujera a un cambio social total (la mayoría de los integrantes de las SA procedían de sectores populares) y convirtiera a las SA en una milicia popular de «combatientes de camisa parda» destinada a controlar el ejército. Los mandos militares y los sectores económicos influyentes instaron a Hitler a terminar con tales aspiraciones de modo que en la noche del 29 al 30 de junio de 1934 (la «noche de los cuchillos largos»), éste ordenó el asesinato de los jefes de las SA y durante los días siguientes corrió idéntica suerte un buen número de nazis partidarios de la «segunda revolución». El aplauso del ejército y los medios conservadores a la decisión de Hitler y el alivio experimentado por la población alemana, que se sintió liberada del peligro del extremismo, fortalecieron la posición de Hitler, hecho corroborado a continuación por el acuerdo del ejército de prestar juramento ante su persona y por la ley del 1 de agosto de 1934 (un día antes de la muerte del presidente Hindenburg), por la que Hitler pasaba a ser Führer y jefe del Estado. Este auténtico golpe de Estado constitucional fue ratificado en plebiscito el 19 de agosto por el 84,6% de los votantes. Hitler quedaba con las manos libres para fundar su régimen totalitario aunque, a tenor del resultado plebiscitario, no contó con la aprobación de unos cinco millones de alemanes (A. Wahl, 1999, 109).

Hitler prefirió denominarse Führer antes que jefe de Estado, con lo cual dio a entender que la función estatal fijada constitucionalmente debía supeditarse a una nueva fuente de legitimidad, enseguida teorizada por juristas como Carl Schmitt. Se trata del Führerprínzip (el principio caudillista), según el cual Hitler incorporaba la voluntad objetiva del pueblo y era el único con capacidad para decidir su destino. Su autoridad era libre, independiente, exclusiva e ilimitada, sin freno institucional alguno (Burrin, 2000, 9899). Desde este presupuesto se construyó el Estado nazi, que en contra de lo que con frecuencia se mantiene y se esforzó en difundir la propaganda de Goebbels, no consistió en un sistema racional, centralizado y jerarquizado, en el que las diferentes instancias inferiores aplicaron disciplinadamente las órdenes de arriba, sino en un Estado nuevo y original, en el que no existía el derecho, reinaba una enorme confusión y las instituciones perdían toda autonomía y garantía.

El aparato del Estado se fue disolviendo en una multiplicidad de organismos concurrentes que se articularon sobre un número creciente de instituciones paralelas que funcionaron como instancias a la vez del Estado y del Partido. Lo sucedido en el ámbito de la justicia proporciona una idea de este hecho: junto a los órganos judiciales del Estado (policía y tribunales) se desarrollaron los del Partido (la Gestapo, las SS y los tribunales especiales que condenaban a los campos de concentración). Por otra parte, al lado de los órganos administrativos existentes se crearon nuevas instancias dirigidas por plenipotenciarios nazis dotados de gran poder, cuya única legitimidad era la voluntad del Führer, Es el caso del Frente del Trabajo (dirigido por Robert Ley), el plan de autopistas (Fritz Todt), producción de armamento (Albert Speer), la juventud (Baldur ven Schirach), los campos de concentración (Theodor Eicke) o el plan cuatrienal dirigido por Göring. La lealtad sin fisuras al Führer y la capacidad integradora de éste permitieron que el sistema funcionara con cierta eficacia, pero —como han subrayado—, entre otros, E. Fraenkel y H. Mommsen-ni el gobierno ni el partido nazi actuaron como organismos colectivos capaces de articular decisiones políticas y demostraron una absoluta incapacidad para resolver los intereses antagónicos. La paulatina descomposición interna del régimen quedó paralizada en parte por el esfuerzo de guerra, pero Alemania pagó los numerosos y graves errores de los nazis cuando estalló el conflicto bélico mundial (Mommsen, 1997, 76-77).

Hitler gobernó de forma atípica y su actividad cotidiana no se ajustaba a la usual de un jefe de Estado. Su jornada seguía un horario demencial (se levantaba a medio día y se acostaba hacia las dos de la madrugada), lo cual no facilitaba ni el despacho de los asuntos ni las sesiones de trabajo con sus colaboradores, de modo que poco a poco se fueron enrareciendo sus contactos con los ministros, y a partir de 1938 no reunió al gobierno. Continuamente cambiaba de residencia o estaba de viaje por el país. No estudiaba los asuntos de Estado, ni se interesaba por las cuestiones corrientes de gobierno, sino que se limitaba a escuchar de sus colaboradores próximos breves informes orales, tras los cuales, y también verbalmente, daba las instrucciones precisas, disimulando su desconocimiento de los temas con su extraordinaria capacidad para retener detalles y su rapidez en la comprensión. Este sistema autorizaba y al mismo tiempo obligaba a sus colaboradores a interpretar sus órdenes, muchas veces dándoles un sesgo personal. Por otra parte, siempre rehusó intervenir en los conflictos internos y evitó toda decisión personal que le pudiera comprometer, de modo que exigía que los responsables se pusieran de acuerdo entre ellos antes de someter cualquier cosa a decisión ante el Führer. De esta forma, muchas cuestiones conflictivas no eran abordadas e iban pudriéndose entre ministerios y en el seno de la burocracia del Partido. Como consecuencia, los responsables alcanzaron amplia autonomía en sus respectivos dominios (algunos autores hablan de un sistema casi feudal al referirse a los comisarios territoriales), pero al mismo tiempo continuamente quedaba puesta en duda la delimitación de sus propias competencias y carecían de seguridad sobre el grado exacto de poder adquirido por cada uno, lo cual suscitó una disputa permanente entre ellos por ganarse el favor del Führer, hecho que contribuyó notablemente a la radicalización del régimen. En suma, se dispersó la actividad de cada uno de los organismos del Estado y de los paralelos del Partido y se llegó a la situación de que órdenes y proyectos de ley elaborados en una instancia eran anulados por los preparados en otras más influyentes.

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