Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (67 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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En su condición de ex actor podemos ver el origen de su principal cualidad como gobernante: el don de la comunicación, algo de lo que manifiestamente habían carecido los últimos presidentes de Estados Unidos. La participación en el macartismo como delator y testigo de cargo sería su primera contribución a la causa del anticomunismo y el comienzo de su dilatado cursus honorum dentro del sector más conservador del establishment americano. Algo parecido se puede decir de su paso por el cargo de gobernador de California, en unos años en los que encarnó una temprana reacción conservadora frente a la revolución moral y cultural propia de aquella época, y de la que el Estado de California era uno de los principales focos. Aunque, como veremos en seguida, la administración Reagan puso un especial énfasis en la política exterior y de seguridad, la vida de la sociedad americana se vio también profundamente alterada por la revolución conservadora impulsada desde la Casa Blanca y atemperada a duras penas por un Congreso en el que los demócratas, pese a todo, seguían teniendo mayoría. Si la agresividad que marcó la política exterior reaganiana pretendió ser el antídoto definitivo del síndrome Vietnam, su defensa de la moral puritana y del individualismo económico puede verse también como una doble reacción contra el pasado, tanto contra el legado de permisividad y tolerancia que los años sesenta introdujeron en las costumbres y en el estilo de vida americano, como contra el reformismo social y el Estado-providencia heredado del New Deal rooseveltiano, que tanto había admirado el propio Reagan en su juventud. También en Estados Unidos, la nueva política económica —recortes fiscales, reducción del gasto social, liberalización del mercado de trabajo— desactivaba aquellos mecanismos de previsión social y redistribución creados tras el crash del 29. Dicho de otra forma, a la crisis económica iniciada en 1973 —e intensificada a partir de 1979, aunque por poco tiempo— se respondió dándole la vuelta a la política intervencionista con la que se había combatido la recesión de los años treinta y poniendo fin al consenso social de la Edad dorada.

Ahora bien, sólo el espectacular despliegue de la política exterior norteamericana en los ochenta y la popularidad personal del presidente, acrecentada tras el atentado sufrido en 1981, consiguieron disimular las profundas contradicciones en que estuvo sumida la economía de Estados Unidos en esta época. En realidad, el alto coste financiero de los objetivos exteriores de la política reaganiana condicionaba hasta tal punto la economía nacional que, lejos de cumplirse el reto del equilibrio presupuestario, el déficit público aumentó de manera incontrolado. La severa reducción de los gastos sociales a costa de los más desfavorecidos fue insuficiente para compensar el coste de la reforma fiscal y, sobre todo, el aumento del gasto militar. Impregnada de la filosofía ultraliberal de Friedman y de los principios de la revolución fiscal de A. Laffer, la política económica de la administración de Reagan fue, sin embargo, un extraño híbrido, que algunos han calificado como keynesianismo de derechas, compuesto de fundamentalismo liberal, por un lado, y galopante déficit público, por otro (6,1% del PNB en 1983).

Pero las contradicciones de la política reaganiana y el colosal esfuerzo presupuestario realizado en aras del rearme no impidieron una significativa recuperación económica al final del primer mandato de Reagan, recuperación que, por lo demás, alcanzó a todas las economías occidentales. La aceleración del crecimiento a partir de 1985 se vio perturbada, sin embargo, por la brutal caída de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1987, en una semana —entre el 15 y el 19— en que las acciones perdieron un 23% de su valor, con una inmediata repercusión en el resto de los mercados financieros (33% de caída en Hong-Kong, por ejemplo). El descenso de los índices superó incluso al del jueves negro de octubre de 1929, aunque el ciclo bajista fue mucho menos duradero que entonces y apenas tuvo incidencia en la llamada economía real. La rápida recuperación de los mercados llevaría a considerar la crisis financiera de 1987 más como un accidente en el funcionamiento del sistema, provocado por el aumento del déficit comercial americano, que como el principio de un cambio de ciclo. En realidad, las turbulencias vividas por los mercados aquellos días, repetidas con cierta frecuencia en los años siguientes, fueron más bien un síntoma de las tensiones generadas por el capitalismo informacional, todavía en fase de acoplamiento, desarrollado a partir de la revolución tecnológica de los años setenta. Los efectos perversos de la globalización económica, la informatización e interconexión de unos mercados hipersensibles a los cambios de tendencia y capaces de actuar en tiempo real —es decir, de forma inmediata y sin desfases horarios—, así como el peso abrumador del capitalismo financiero, más propenso a la especulación, sobre la economía productiva, más estable y previsible, serán las principales razones aducidas para explicar la serie de crisis bursátiles que jalona la tendencia alcista de los mercados en los años ochenta y noventa.

La era Reagan se puede contemplar también como una simple secuencia en un escenario histórico mucho más amplio y complejo que su doble mandato presidencial. Tuvo, en todas sus vertientes, un fuerte componente de irracionalidad y violencia, como si Reagan hubiera querido llevar a la vida real el espíritu pendenciero de los personajes que encarnó como actor y sublimar en su política ese «vivir peligrosamente», tan propio también del viejo Oeste, que ha marcado a menudo el devenir del mundo contemporáneo. Puede decirse que, en la era Reagan, el peligro acechaba en cualquier esquina. Al tiempo que el Imperio del Mal, tal como a él le gustaba designar a la URSS, parecía amenazar de nuevo la existencia del mundo libre, los automatismos incontrolados de los ordenadores podían provocar en cualquier momento el colapso de los mercados financieros. De repente, la conducta de algunos respetables miembros de la comunidad se había vuelto también imprevisible. Un columnista del New York Times se preguntaba en 1991 si era simple casualidad que ocho de los diez asesinatos en masa más importantes de la historia de Estados Unidos se hubieran producido en la década de los ochenta. El perfil de los asesinos solía coincidir en algunos rasgos significativos: varones blancos, de mediana edad y víctimas de un drama familiar o laboral reciente, como el divorcio o el despido del trabajo. De un lado, la reivindicación de la agresividad como factor de prestigio de la política exterior norteamericana —con un evidente correlato en los modelos culturales y mediáticos al uso— y, del otro, la crisis de las redes tradicionales de vertebración social, desde la familia patriarcal hasta el Estado-providencia, explican seguramente la carga de irracionalidad que subyace en las explosiones de violencia de las que fueron víctimas las sociedades occidentales en esta época, como reacción neurótico de los elementos más vulnerables de la comunidad.

El contraste entre la avasalladora autoconfianza nacional sobre la que construyó su discurso el reaganismo y la inseguridad creciente de amplios sectores de la población es, sin duda, uno de los hechos más sobresalientes y paradójicos de la era Reagan, inaugurada por el propio presidente con unas declaraciones llenas de malos augurios: «Acabamos de entrar en una de las décadas más peligrosas de la civilización occidental» (cit. Kaspi, 1998, 604). Tiene cierta lógica por ello que, como elemento compensatorio a un Estado en crisis y como factor de cohesión nacional en la lucha contra el Imperio del Mal, su mandato se caracterizara también por la recuperación de los valores y símbolos religiosos. Así había sucedido ya en la fase crítica de la primera Guerra Fría, cuando el presidente Eisenhower había reafirmado la “trascendencia de la fe religiosa en el legado y en el futuro de América' y la divisa “In God We Trust' se había incorporado a los billetes de dólar (Saunders, 1999, 280-28l). Con todo, el cuadro de miedo, irracionalidad y puritanismo propio del fin del milenio estaría incompleto sin una referencia a la epidemia de sida originada en 1975, aunque no identificada hasta 1981. La rápida difusión del sida a lo largo de los ochenta tendría un valor no desdeñable como coartada de la ofensiva conservadora contra la permisividad moral y cultural heredada de los años sesenta.

10.2. El fin de la distensión

La distensión había entrado en crisis, como se recordará, en la fase terminal del mandato de Carter. El triunfo de Reagan en las elecciones de 1980 fue la mejor prueba del fracaso de la administración demócrata en su forzado intento de liderar el cambio en la política exterior que parecía reclamar el electorado norteamericano. La llegada de Reagan a la presidencia de Estados Unidos resultó, sin duda, un factor determinante en el recalentamiento de las relaciones Este/Oeste, pero el ex actor de Hollywood no fue el único valedor de la nueva política de confrontación. Con Margaret Thatcher como premier británica y Helmut Kohl en la cancillería de la RFA desde 1982, la línea dura de la Alianza Atlántica tenía garantizado el apoyo de los dos países europeos más importantes en el sistema defensivo occidental. Sin olvidar el cambio que supuso el nombramiento como Papa, en 1978, del cardenal polaco Carol Wojtyla con el nombre de Juan Pablo II. La Iglesia Católica ponía fin de esta forma a su propia distensión y recuperaba, también ella, un discurso radicalmente anticomunista que no se recordaba desde los años cincuenta.

El nuevo estilo de la administración Reagan se pudo comprobar muy pronto y en muy distintos escenarios. En Centroamérica, la aplicación de la vieja teoría del dominó —la creencia de que la instauración de un régimen pro comunista empujaría a los países vecinos en la misma dirección— llevó a Estados Unidos a volcarse en apoyo de los gobiernos afines, como los de El Salvador, Honduras y Guatemala, y a lanzar una guerra no declarada contra el gobierno sandinista de Nicaragua, de cuyo derrocamiento hizo uno de sus máximos objetivos. La invasión de la isla de Granada en 1983 para evitar un supuesto golpe izquierdista demostraba que el gobierno norteamericano no se arredraba ante el uso de la fuerza en caso de considerarlo necesario. De ahí, y de la adopción de algunas medidas de dudosa legalidad —la financiación de la contra nicaragüense, por ejemplo— vendrían los problemas de Reagan ante un Congreso en el que los republicanos carecían de mayoría, y los demócratas exigían un mínimo respeto a las formas legales, aunque la mayoría demócrata —concepto siempre relativo y fluctuante en la tradición parlamentaria de Estados Unidos— no impidió que se llevaran a término las líneas generales de la política exterior de Reagan.

Pero el principal escenario de confrontación entre los dos bloques seguía estando en Europa y en el Mediterráneo. En el antiguo Mare nostrum confluían varios conflictos interrelacionados: la prolongación meridional del frente europeo de la Guerra Fría; el problema, siempre latente, de Oriente Medio, que registró a principios de los ochenta un nuevo episodio bélico —la invasión del Líbano por Israel en 1982—; y, muy especialmente, el problema que para el bloque occidental supuso la difusión en la zona de los principios de la Revolución islámica, encarnada desde 1979 por el Irán de Jomeini, líder espiritual y político de amplios sectores de población en los países árabes. La larga guerra sostenida entre Irak e Irán (1980-1988) sería consecuencia de viejos litigios entre ambos países, pero también del afán de liderar el mundo árabe desde postulados contrapuestos: el panarabismo iraquí, representante de un socialismo árabe de corte estatalista y laico, y el panislamismo iraní, caracterizado por una concepción teocrática y visionaria del destino de los pueblos islámicos. El apoyo occidental al gobierno iraquí de Sadam Husein demuestra el temor de Estados Unidos y de algunos países europeos a la propagación de los principios radicalmente antioccidentales del ayatollah Jomeini, no muy distintos, por otra parte, de los que venía exhibiendo el régimen libio del coronel Gadaffi, otra de las bestias negras de la administración de Reagan.

La inquietante evolución que, para los intereses occidentales, estaba siguiendo el mundo árabe no impedía, sin embargo, que en el cambio de década Europa reclamara urgentemente la atención de las dos superpotencias. Heredero de una situación ya degradada, el presidente Reagan sostuvo desde el principio de su mandato una dura pugna con la URSS sobre el equilibrio de fuerzas en Europa, alterado por la aparición de nuevos ingenios nucleares no previstos en los acuerdos de desarme. Tras la decisión soviética de instalar misiles SS-20 en Europa orienta], Reagan amenazó con el despliegue de misiles Pershing II, de 1800 km de alcance, y misiles de crucero, de 2500 km de alcance y gran precisión. En noviembre de 1983, el rechazo soviético a la opción cero propuesta por Estados Unidos como forma de restablecer la paridad nuclear —retirada de los SS-20 y no instalación de los nuevos misiles occidentales— llevó al presidente Reagan a ordenar el despliegue en Europa occidental de los llamados euromisiles, pese al rechazo y la movilización de amplios sectores de la izquierda europea. De todas formas, por esas fechas la escalada armamentista se encontraba ya en una fase superior. En marzo de 1983, Reagan anunciaba el proyecto militar y tecnológico más audaz de su mandato: la Iniciativa de Defensa Estratégica, también conocida por su acrónimo (IDE o DSI, en inglés) y muy pronto popularizada con el nombre de Guerra de las Galaxias.

La Iniciativa de Defensa Estratégica refundía viejos proyectos militares para el desarrollo de sistemas antimisiles y para el aprovechamiento militar del espacio, aspecto clave, por otra parte, de la carrera espacial entre la URSS y Estados Unidos desde el lanzamiento de los primeros satélites artificiales. El plan propuesto por Reagan pretendía crear en el espacio una gran coraza antimisiles, dotada de cañones láser y detectores de energía cinética, capaz de proteger el territorio norteamericano de un ataque nuclear soviético. El proyecto de IDE, retomado años después por el presidente Bush hijo, ya fuera del contexto de la Guerra Fría, supuso un gran golpe de efecto de la política de defensa norteamericana y un indudable éxito propagandístico para Reagan, que apostó resueltamente por tina puesta en escena espectacular —pronto reflejada en la identificación de la IDE con el film más popular de los setenta— de la buena nueva que pretendía transmitir al pueblo americano, que no era otra que la recuperada supremacía mundial de Estados Unidos y su condición de fortaleza inexpugnable. Pero la Guerra de las Galaxias planteó desde el principio serias dudas sobre su viabilidad tecnológica y alto coste económico (26 000 millones de dólares de dotación entre 1985 y 1989), además de provocar el rechazo de una buena parte de la comunidad internacional. Mientras los aliados occidentales se veían fuera del paraguas protector de la IDE y, por tanto, condenados a sufrir en exclusiva un posible ataque soviético, la URSS, que calificó el plan como contrario a los acuerdos SALT, temía quedar a merced del potencial atómico norteamericano, pues la IDE dejaba virtualmente obsoleto su propio arsenal nuclear. En hipótesis, la invulnerabilidad de una de las dos superpotencias hubiera significado la ruptura del principio de destrucción mutua asegurada en el que, de forma tan temeraria como eficaz, se había basado la disuasión entre los dos bloques. A partir de ahí, o la Unión Soviética realizaba un ingente esfuerzo tecnológico y económico para recuperar su capacidad de destrucción o podía dar la Guerra Fría por perdida.

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