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Authors: David Simon

Homicidio (116 page)

Struck, Wooten, Alvarez, Zorzi, Littwin, Thompson, Lippman, Hyman… Marginaron a algunos de los mejores periodistas del
Baltimore,
luego los compraron y los reemplazaron por acólitos veinteañeros que al menos jamás cometerían el error de sostener una discusión honesta con los jefes de la redacción. En un momento en que había que crecer, cuando existía la posibilidad de desarrollar la institución que había sido el
Baltimore
y convertirla en mucho más, el nuevo régimen contrató a tantos profesionales como había echado. Y al final, cuando los gestores se fueron, con su mitología de la heroica renovación intacta, lograron conseguir tres premios Pulitzer en una docena de años. Exactamente la misma cantidad que las dos ediciones del periódico habían obtenido durante los doce años anteriores.

Al escuchar a Garvey mientras nos tomábamos unas cervezas, comprendí que sucedía algo sintomático: que en esta América posmoderna, cualquier institución en la que sirvas o te sirvan —un departamento de policía o un periódico, un partido político o una iglesia, Enron o Worldcom— terminará por traicionar y traicionarse.

Me parecía que tenía una textura de tragedia griega, cuanto más pensaba en ello. Eran Esquilo y Sófocles, excepto que los dioses no eran olímpicos, sino corporativos e institucionales. En todos los sentidos, nuestro mundo parece que se está convirtiendo en un lugar en donde los seres humanos, en tanto que individuos —ya sean inspectores de policía o prostitutas de Europa del Este víctimas de la trata de blancas— cada vez importan menos.

Después de ser testigo de lo que había sucedido con mi periódico, y con la unidad de homicidios de Baltimore, empecé a escribir el piloto para una nueva serie de la HBO.
The Wire,
para bien y para mal, ocupó casi todo mi tiempo desde ese momento.

Poco después de leer el manuscrito de
Homicidio,
Terry McLarney me envió una carta, una simple hoja blanca con una línea tecleada al principio de la solitaria página:

«El libro. Volumen II»

Y luego, la frase: «Por Dios. Los han trasladado a todos. Creo que ya entiendo qué intentan decirme».

Ese fue el único tiro que me alcanzó antes de que se publicara el libro, la única advertencia —aunque teñida de diversión— de que podría causarle problemas a los que aparecían en él.

Y a la sombra de la política de rotaciones de Frazier, junto con las demás huidas de los inspectores que optaron por irse, el lamento seco y cómico de McLarney ciertamente parecía profético.

Existe una verdad equivalente, que también merece la pena consignar: en 1998, cuando miré hacia atrás y recordé que había pasado una década desde que seguí a ese grupo de hombres con un boli y una libreta de notas, más de tres cuartas partes de los policías ya no estaban en la unidad de homicidios. Pero cuando en 1988 estudié los perfiles de los inspectores que habían llevado las riendas de la unidad en 1978, descubrí que tres cuartas partes tampoco estaban ahí. Y se habían ido sin que nadie escribiera ningún libro sobre ellos.

El tiempo es una forma de desgaste.

Y con el tiempo, Baltimore se acostumbró a la imagen que de ella daban
Homicidio
, tanto el libro como la serie de televisión. El alcalde apareció en el programa, y también el gobernador de Maryland. Los actores fueron considerados baltimorenses de adopción, o
baltimbéciles
[11]
, como algunos de nosotros los llamamos. En los últimos quince años, he firmado ejemplares del libro para políticos, líderes sociales, abogados, policías y criminales de esta ciudad.

Sin embargo, en ciertos sectores me reciben con menos calidez, quizá porque tanto
La esquina
como
The Wire
ofrecen estampas mucho más oscuras de los problemas a los que se enfrenta Baltimore. Hay una cierta consternación ante el efecto publicitario de esta encarnación de Baltimore como un lugar de crimen sin castigo y cómo afectará al turismo, claro. Y al revés, también percibo un cierto orgullo entre los habitantes de una ciudad capaz de soportar tanto dolor y violencia.

Sé que sonará ridículo —una antediluviana referencia a que si quieres limonada, tendrás que exprimir limones— pero hay algo de cierto en eso. Desde el principio,
Homicidio
fue una respuesta honesta y directa al abandono nacional de ciertos problemas urbanos que empezaban a ser gravísimos; ya que no fuimos capaces de resolverlos, al menos demostramos nuestra capacidad cívica para enfrentarnos a la verdad.

El anuncio de cerveza Natty Boh declara que Maryland es «La tierra de la buena vida», igual que el credo del orgullo local afirma que si no puedes vivir en Baltimore, no puedes vivir en ninguna parte.

Alguien podría pensar que
Homicidio o The Wire
se burlan de estos sentimientos grandilocuentes, a causa de su tono fuertemente político y hasta enfadado, pero nada más lejos de la realidad. Entre los habitantes de la ciudad no percibo que nadie se haya ofendido. Si vives aquí, sabes lo que hay, y también que un cierto ideal cívico ha logrado sobrevivir a tanta pobreza, violencia y desperdicio, a tantos malos gestores e indiferencia institucional.

Recientemente, la ciudad pagó medio millón de dólares a un asesor para encontrar un nuevo eslógan. «Baltimore. Atrévete».

Me gustó. Sugería que había algo secreto. Que para descubrir la realidad de lo que se está jugando esta ciudad, hace falta caminar por sus calles, entender por qué le importa a tanta gente.

Pero debo confesar que mi eslógan favorito lo encontré en un concurso que lanzó la página web del periódico, donde los lectores sugerían frases libremente a los bien pagados asesores de imagen. Uno de los habitantes de Baltimore, medio en broma, escribió:

—Es Baltimore, así que… ¡agáchate y esquiva!

Los inspectores de la unidad de homicidios sabrían reconocer ese sentido del humor. Joder, si pudieran comprar pegatinas con él, seguro que lo ponían en cada uno de los Cavaliers de la unidad.

Eran hombres que vivían y trabajaban sin ilusión y cada noche, a última hora, cuando reescribía párrafos enteros del libro por tercera o cuarta vez, comprendí que intentaba expresar una historia, una voz, quizá incluso una idea que ellos pudieran reconocer como verdadera.

No me importaba la demografía de los compradores de libros ni las sensibilidades de otros periodistas, ni, Dios no lo quiera, lo que pensara quien pudiera darle premios al libro cuando se publicase. Hace quince años, cuando me sentía atrapado frente a mi ordenador, las únicas opiniones que me importaban eran las de los inspectores. Si ellos leían el libro y lo declaraban sincero, no sentiría la vergüenza que procede de arrancar trozos de vidas humanas y ponerlas en el escaparate para que todo el mundo las vea.

Con esto no quiero decir que todo lo que escribí fuera halagüeño o ennoblecedor. Hay páginas del libro en las que estos hombres parecen racistas o racialmente insensibles, machistas u homófonos, en las que su humor se construye sobre la pobreza y la desgracia de otros. Y, sin embargo, con un cadáver en el suelo —negro, marrón o, en raras ocasiones, blanco— siempre hacían su trabajo igual. En esta edad nuestra en la que se ha perdido la elegancia, el mero sentido del deber es lo bastante notable como para que se perdone cualquier pecado menor. Y así los lectores aprenden a perdonar, igual que el escritor aprendió a perdonar, y setecientas páginas después la misma naturalidad de los inspectores se convierte en una cualidad positiva en lugar de una vergüenza.

En el prefacio de
Elogiemos ahora a hombres famosos
, James Agee pide la absolución para su allanamiento de morada periodístico, declarando que «estos sobre los que escribiré son seres humanos, que viven en este mundo, inocentes de las maniobras que tienen lugar por encima suyo; y vivieron, investigaron, espiaron y fueron reverenciados y amados por otros seres humanos bastante monstruosos, empleados de otros todavía más ajenos; y que ahora están siendo contemplados por otros diferentes, que han escogido a sus vivos con tanta indiferencia como si estuvieran en un libro.»

Hay muchos periodistas que creen que su arte debe realizarse con un tono aquiescente y analítico, que deben informar y escribir con una falsa objetividad muy ensayada y mantener la presunción de que saben de todo. Muchos están consumidos por la búsqueda del escándalo y de los defectos humanos y creen que no basta con contemplar a los seres humanos con una mirada escéptica pero cariñosa. Su trabajo es, por supuesto, preciso y justificable… y está tan lejos de la verdad profunda de las cosas como cualquier otro tipo de ficción.

Hace años leí una entrevista con Richard Ben Cramer en la que un colega periodista lo acusaba de tener un amor que no se atrevía a revelar, al menos no en las redacciones de los periódicos. Respecto a los candidatos a los que siguió por
What it Takes,
su magistral descripción de una campaña presidencial, a Cramer le preguntaron si le gustaban los hombres a los que había cubierto.

—¿Que si me gustan? —contestó—. Los adoro.

¿Cómo iba a escribir un tomo de novecientas páginas con sus voces si no amase hasta las verrugas del último de ellos? ¿Y qué clase de periodista sigue a seres humanos durante años y años, registrado sus mejores momentos y los peores, sin adquirir algún tipo de básico respeto por su individualidad, por su dignidad, por su valor?

Lo admito. Yo adoro a estos tíos.

Cuando escribo esto, Richard Fahlteich, que era uno de los inspectores de la brigada de Landsman en 1988, tiene el rango de mayor y es comandante de la unidad de homicidios, aunque tiene previsto jubilarse a final de mes después de más de treinta años de servicio.

El teniente Terrence Patrick McLarney, que comandó una brigada en el turno de D'Addario hace quince años, es ahora teniente y comandante de turno, después de haber luchado para volver a la unidad después de años de exilio en los distritos Oeste y Central, donde fue desterrado después de que su comandante de turno rechazara una invitación de McLarney a pelear con él a puñetazos en el garaje.

La razón que impulsó a McLarney a realizar una invitación así fue simplemente que el comandante de su turno ya no era Gary D'Addario, que había sido ascendido primero a capitán, y luego a mayor y comandante del Distrito Noreste. El hombre que reemplazó a D'Addario no comprendía, en opinión de muchos, la unidad de homicidios. Desde luego, a quien no entendía era a McLarney, quien, a pesar de sus protestas, su calculada apariencia y su actitud en general, resulta ser una de las almas más inteligentes, graciosas y honestas que he tenido el privilegio de conocer en mi vida.

Por su parte, D'Addario prosperó no sólo como comandante de distrito sino como asesor técnico de la serie
Homicidio
y de las producciones que siguieron. Su interpretación del teniente Jasper, el comandante táctico de la serie, le trajo, si no la aclamación general, sí la oportunidad de que muchos comandantes a sus órdenes le aconsejaran que no dejara su trabajo de policía.

Le obligó a dimitir repentinamente hace tres años un comisionado de policía que no le dio ningún motivo para ello, sino que se limitó a convocarlo a su despacho y exigirle la dimisión.

Puede que sea relevante que eso sucediera un par de días después de que D'Addario apareciera en una breve escena en
The Wire
interpretando el papel de un fiscal ante un gran jurado. Se sabe que a la actual administración de la ciudad no le gusta la serie de HBO y aunque D'Addario no era el único veterano del departamento que había aparecido en algún episodio, era el único oficial de alto rango que lo había hecho hasta entonces. Yo escribí una carta al alcalde, haciéndole notar que el papel que había interpretado era neutral y que el diálogo de D'Addario no atacaba ni dañaba en nada al departamento. Sugerí que si el reciente disgusto con el mayor procedía de su aparición en la serie se reconsiderara la decisión que se había tomado y que la administración municipal debería informar de una u otra forma que no aprobaba que oficiales del departamento de policía aparecieran en la serie.

No hubo respuesta.

En 1995 Donald Worden se retiró como le dio la gana después de más de tres décadas de servicio. Kevin Davis —el Worden del turno de Stanton— se retiró el mismo día. Yo quise acompañar a los dos veteranos en su último turno, en el que agarraron a un sospechoso de la cárcel municipal e intentaron sin éxito que confesara un viejo asesinato. La historia de su último día de trabajo fue el material para mi última columna en el
Sun,
una especie de metáfora personal de la que, por supuesto, no se dio cuenta nadie.

Al cabo de un año, conforme el número de asesinatos se disparó y el porcentaje de resolución de casos se hundió, el departamento volvió a contratar a Worden como asesor civil para que ayudase a solucionar los homicidios más antiguos. Sigue en ello, junto con el supervisor de sus antiguos casos, el inspector jefe Roger Nolan, poniendo nombres en negro en la pizarra a pesar de que no lleva ni placa ni pistola.

Cuando de vez en cuando veo a Worden, habitualmente para tomarnos una o dos cervezas en el bar irlandés que hay en la calle O'Donnell, siempre le ofrezco una moneda de veinticinco centavos. Él la rechaza educadamente, pero no puede evitar señalar que ahora deberían ser cuarenta y cinco centavos.

Junto con Fahlteich y McLarney, Worden y Nolan son los únicos miembros del turno de D'Addario que siguen en activo. Mucho de lo que queda de aquel turno está disperso en diversos departamentos de policía de la costa Este y la mayoría ha entregado los papeles de la jubilación para buscar puestos de investigador mejor pagados en otras agencias.

El compañero de Worden, Rick James, se fue a trabajar para la Agencia de Inteligencia del Departamento de Defensa de Estados Unidos. Rich Garvey y Bob McAllister aceptaron puestos de investigadores en la oficina federal de abogados de oficio, con Garvey trabajando en la oficina de Harrisburg, Pennsylvania, y McAllister en la de Baltimore.

Gary Childs se convirtió en investigador para la oficina del fiscal del Estado del condado de Carroll y luego en inspector de homicidios del condado de Baltimore. En el condado de Baltimore se reunió con Jay Landsman, que trabajaba allí con su hijo. Y con dos generaciones de Landsman trabajando en la misma oficina, inevitablemente había buen humor.

Hace poco, mientras hacía una vigilancia, Jay llamó por la radio para preguntar si su hijo, que es su superior, tenía contacto visual con el coche que seguían.

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