Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (24 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Una oleada de calor sofocante lanzó por los aires a Pai. Cuando consiguió ponerse en pie, la caravana se había convertido en una bola de fuego. A medida que atravesaba el calor abrasador camino de semejante pira, escuchó otro sollozo y se dio cuenta de que era él mismo quien lo emitía; no recordaba siquiera que su garganta fuera capaz de emitir un sonido semejante, pero aquello no cambiaba nada: era como echar sal sobre la herida.

Cortés acababa de avistar la iglesia que Estabrook había señalado como última referencia, cuando un repentino amanecer se alzó frente a él: una llamarada tan intensa que le hizo pensar que el sol había aparecido para quemar a la noche. El coche que iba delante dio un giro brusco; Cortés consiguió evitar la colisión subiéndose a la acera y frenando a escasos centímetros de uno de los muros de la iglesia.

Salió del vehículo y corrió en la dirección del fuego. En cuanto giró una esquina, se adentró en una cortina de humo que se arremolinaba más y más a medida que avanzaba, de modo que apenas podía vislumbrar lo que tenía delante. Vio una valla de hierro ondulado y, tras ella, un grupo de caravanas, la mayoría presa de las llamas. Aun sin la descripción de Estabrook, que confirmaba sin duda alguna que ese era el hogar de Pai'oh'pah, el simple hecho de su destrucción habría bastado para señalarlo como tal. La muerte lo precedía, al igual que hacía su sombra en esos momentos, que se proyectaba delante de él a causa de una llama que se alzaba a sus espaldas y que era aún más brillante que el incendio al que se encaminaba. El conocimiento que tenía de ese otro cataclismo, el que sucedía a sus espaldas, había formado parte del asunto que los uniera a él y al asesino desde el principio. Se había dejado entrever cuando intercambiaron las primeras palabras en la Quinta Avenida; había avivado la furia que lo impulsó a batirse con el lienzo; y había sido mucho más luminoso en sus sueños, en aquella habitación que él había imaginado (o quizá recordado), donde suplicó a Pai el olvido. ¿Qué era lo que habían experimentado juntos? ¿Qué podía ser tan terrible como para hacerle desear sumir su propia vida en el olvido antes que vivir con la realidad de lo que había sucedido? Fuera lo que fuese, era algo que reverberaba en esta nueva calamidad, y rogaba a Dios poder recordar de nuevo con el fin de saber qué crimen había cometido que traía un castigo semejante a tantos inocentes.

El campamento era un infierno. El viento avivaba las llamas que, a su vez, provocaban nuevas rachas de aire, y la carne de los humanos era el juguete de ambos. Lo único que podía hacer para detener el incendio era mear y escupir (¡menuda gilipollez!), pero siguió corriendo de todos modos, con los ojos llenos de lágrimas a causa del humo y sin saber las posibilidades que tenía de sobrevivir. Lo único que sabía con certeza era que Pai estaba en algún lugar de ese incendio, y que perderlo en aquel momento sería el equivalente a perderse a sí mismo.

Había unos cuantos supervivientes; muy pocos, por desgracia. Los dejó atrás para dirigirse hacia la brecha de la valla por la que acababan de escapar. Su ruta se veía despejada o intransitable por momentos, según el viento arrastrara el humo en otra dirección o lo trajera de nuevo consigo. Se quitó la chaqueta de cuero y se la colocó sobre la cabeza a modo de protección rudimentaria contra el calor y, acto seguido, traspasó la valla. Delante de él se extendía un muro de fuego que hacía que le resultase imposible ir más allá. Lo intentó por el flanco izquierdo y encontró un pasadizo entre dos vehículos en llamas. Pasó entre ambos y hasta él llegó el fuerte olor del cuero quemado. De repente se encontró en mitad del campamento, un lugar relativamente libre de material inflamable y, por tanto, del fuego. En cambio, el resto del lugar estaba ardiendo. Solo tres caravanas habían resistido al ataque de las llamas, pero el viento no tardaría en llevar el fuego hasta allí. No sabía cuántas personas habrían logrado escapar antes de que las llamas se extendieran, pero estaba seguro de que todos los que no hubieran logrado salir hasta ese momento ya no podrían hacerlo. El calor era insoportable. Lo golpeaba por todos lados, horneando sus pensamientos hasta convertirlos en meras incoherencias. Sin embargo, logró concentrarse en la imagen de la criatura que había venido a buscar, decidido a no abandonar la pira hasta no tener ese rostro en sus manos o hasta saber con absoluta certeza que había quedado reducido a cenizas.

De entre el humo, apareció un perro que no cesaba de ladrar.

Cuando pasó a su lado, una nueva llamarada obligó al animal a regresar por donde había venido, más asustado que antes. Puesto que no tenía una ruta mejor, Cortés decidió seguir al perro a través del caos sin dejar de llamar a gritos a Pai mientras corría; como cada bocanada de aire que respiraba era más caliente que la anterior, su voz quedó reducida a un ronco susurro tras gritar unas cuantas veces. Había perdido el rastro del animal entre el humo, junto con todo sentido de la orientación. Aunque el camino estuviera despejado, no habría sabido dónde se encontraba. El mundo se alzaba en llamas a su alrededor.

Escuchó que el perro volvía a ladrar en algún lugar por delante de él y, al pensar que tal vez la única vida que podría salvar de semejante horror era la del animal, corrió en su busca. Las lágrimas le caían por las mejillas; apenas podía ver dónde ponía los pies. Los ladridos se detuvieron de nuevo, dejándolo sin faro alguno que lo guiara. No había vuelta atrás, solo podía seguir hacia delante y rezar porque el silencio no significara que el perro había caído. No, no estaba muerto. Lo localizó justo delante de él, encogido por el miedo.

Cuando se disponía a tomar una bocanada de aire para llamarlo, se dio cuenta de que una figura surgía del humo un poco más allá del lugar donde estaba el perro. El fuego había hecho mella en Pai'oh'pah, pero al menos estaba vivo. Sus ojos, al igual que los de Cortés, no dejaban de llorar. Tenía sangre en la boca y en el cuello, y llevaba un bulto en los brazos. Un bebé.

—¿Queda alguno más? —gritó Cortés.

Por toda respuesta, Pai miró por encima del hombro hacia el montón de escombros que poco antes había sido una caravana. En lugar de aspirar otra bocanada de aire asfixiante, Cortés hizo ademán de acercarse a la hoguera, pero fue interceptado por Pai, quien le colocó a la pequeña en los brazos.

—Sostenla —le dijo.

Cortés arrojó a un lado la chaqueta y cogió a la niña.

»¡Y ahora, lárgate! —gritó Pai—. Yo te seguiré.

Y en lugar de esperar para comprobar que seguía sus instrucciones, se dirigió de nuevo hacia los escombros.

Cortés miró a la niña que sostenía. Estaba cubierta de sangre y ennegrecida, probablemente muerta. Aunque quizá podría insuflarle de nuevo vida si actuaba con celeridad. ¿Cuál era la ruta más rápida hacia un lugar seguro? El camino por el que había llegado era una vía cortada, y delante de él no había más que restos chamuscados. Puestos a elegir entre girar a la derecha o a la izquierda, se decidió por la izquierda porque escuchó que alguien silbaba más allá del humo: una prueba de que al menos allí se podía respirar.

El perro lo acompañó, si bien solo un pequeño trecho. Se dio la vuelta poco después, a pesar de que el aire era mucho más respirable a cada paso que daban y de que un poco más adelante se distinguía un hueco entre las llamas. Un hueco que, no obstante, no estaba vacío. A medida que Cortés se acercaba, una figura apareció por detrás de una de las hogueras. Se trataba del silbador, que aún entonaba su melodía a pesar de que tenía el cabello en llamas y de que sus manos, alzadas delante de él, no eran más que huesos humeantes. Mientras caminaba, ladeó la cabeza y miró a Cortés. La canción que silbaba era desagradable pero resultaba encantadora si se la comparaba con su mirada. Sus ojos eran dos espejos que reflejaban el fuego: también ardían y humeaban. Había sido él quien había iniciado el fuego, comprendió Cortés, o uno de los que lo hicieron. Por eso silbaba mientras ardía, porque aquel era el paraíso que había creado. No intentó posar sus manos carbonizadas sobre la niña ni sobre Cortés, sino que se encaminó hacia el humo, dirigiendo su mirada de nuevo hacia las llamas y dejando así libre el camino de Cortés hacia la valla. El aire fresco resultó más sofocante, si eso era posible; tanto que le provocó un mareó y lo hizo tropezar. Sujetó con fuerza a la niña y se concentró únicamente en llegar a la calle, algo a lo que le ayudaron dos bomberos que lo habían visto acercarse y que salieron a su encuentro con los brazos extendidos. Uno de ellos cogió a la niña; el otro cargó con él en el mismo momento en que las piernas le flaqueaban.

—¡Hay gente con vida ahí dentro! —exclamó, girando la cabeza para mirar el incendio—. ¡Tienen que entrar ahí y sacarlos!

El bombero que lo había rescatado no se apartó de su lado hasta que lo dejó al otro lado de la valla, en la calle. Una vez allí, otras manos se hicieron cargo de él. Los sanitarios de una ambulancia se acercaron con camillas y mantas, y le dijeron que ya se encontraba a salvo y que todo iba a salir bien. Pero él sabía que no era cierto, no lo sería mientras Pai siguiera allí dentro. Se quitó la manta con un movimiento de hombros y rechazó la mascarilla de oxígeno que se disponían a colocarle en la cara, sin dejar de insistir en que no necesitaba ayuda. Con el número de personas que necesitaban atención, no perdieron el tiempo en un vano intento por convencerlo y se alejaron para ayudar a aquellos que sollozaban y gritaban por todos lados. Esos eran los afortunados, los que aún tenían una voz que alzar. Vio cómo llevaban a otras personas en brazos, demasiado graves como para quejarse siquiera, y aún había más tumbadas sobre el asfalto, envueltas con unos sudarios improvisados que en ocasiones dejaban ver los miembros carbonizados.

Le dio la espalda a semejante horror y comenzó a rodear el perímetro del campamento. Estaban doblando la valla para permitir que las mangueras, que atestaban la calle como serpientes en pleno ritual de apareamiento, se abrieran camino hasta el fuego. Los motores bombeaban y rugían, pero los destellos azules de sus luces no eran rival para el intenso brillo del fuego. A la luz del incendio vio que una considerable multitud se había congregado para observar lo que ocurría. Se escucharon unos vítores cuando los bomberos volcaron la valla que, al caer, levantó una nube de chispas semejantes a luciérnagas. Continuó avanzando mientras los bomberos dirigían las mangueras hacia el foco principal del incendio en un intento de sofocarlo. Una vez que hubo recorrido la mitad del perímetro y llegó al lado opuesto a la brecha que los bomberos habían conseguido abrir, las llamas ya habían retrocedido en algunas zonas, si bien el humo y el vapor habían tomado el relevo de su fiereza. Desde la privilegiada posición en la que se encontraba, observó cómo los hombres ganaban terreno en busca de cualquier asomo de vida, hasta que la aparición de otras dos máquinas de bombeo y de otro retén de bomberos lo obligó a apartarse y tuvo que retroceder al lugar donde iniciara el recorrido.

No había rastro alguno de Pai'oh'pah. Los bomberos no lo habían rescatado del incendio y tampoco se encontraba entre los pocos supervivientes que, como Cortés, se habían negado a que los alejaran de allí para ser atendidos. El humo que se alzaba del ya derrotado incendio se hacía cada vez más espeso y, para cuando llegó al lugar donde los cadáveres habían sido dispuestos en una fila (a esas alturas el número se había multiplicado por dos), era imposible ver lo que sucedía en el interior. Echó un vistazo a los cuerpos envueltos en los sudarios. ¿Sería Pai'oh'pah uno de ellos? Cuando se aproximaba al bulto más próximo, alguien le puso una mano en el hombro; al darse la vuelta, se encontró con un policía cuyo semblante le recordó al de un niño soprano, terso y angustiado.

—¿No es usted el que sacó a la niña? —le preguntó.

—Sí, ¿está bien?

—Lo siento, amigo. Me temo que ha muerto. ¿Era su hija?

Cortés negó con la cabeza.

—Había otra persona. Un hombre negro con el pelo largo y rizado. Tenía la cara llena de sangre. ¿Sabe si ha salido?

En aquella ocasión, el policía empleó un lenguaje más formal.

—No he visto a nadie que se ajuste a esa descripción.

Cortés giró la cabeza y echó un vistazo a los cuerpos tumbados sobre el asfalto.

—No tiene sentido buscarlo por el color de piel —dijo el policía—. Ahora son todos negros, fuera cual fuese su color inicial.

—Tengo que mirar —contestó Cortés.

—Le estoy diciendo que no merece la pena. No lo reconocería. ¿Por qué no me deja que lo acompañe a una de las ambulancias? Necesita que lo atiendan.

—No. Tengo que seguir buscando —replicó Cortés.

Estaba a punto de alejarse cuando el policía lo agarró del brazo.

—Creo que será mejor que se aleje de la valla, señor —le dijo—. Hay riesgo de explosiones.

—Pero puede que todavía esté ahí dentro.

—Si está ahí, supongo que estará muerto, señor. No hay muchas posibilidades de encontrar a alguien más con vida. Déjeme acompañarlo al perímetro de seguridad. Desde allí, podrá observar cuanto quiera.

Cortés se zafó de la mano del hombre.

—Iré yo solo —le dijo—. No necesito escolta.

Fue necesaria toda una hora para controlar el incendio y, cuando por fin lo lograron, el fuego había dejado poca cosa sin consumir. Durante esa hora, lo único que pudo hacer Cortés fue esperar tras el cordón policial y observar las idas y venidas de las ambulancias que trasladaban a los últimos heridos antes de comenzar a llevarse los cadáveres. Tal y como había predicho el niño soprano, no aparecieron más víctimas, ni vivas ni muertas, si bien Cortés esperó hasta que casi toda la gente se hubo marchado, salvo aquellos que habían llegado más tarde, y el fuego estuvo prácticamente extinguido. Solo cuando el último de los bomberos salió del crematorio y se enrollaron las mangueras, perdió la esperanza. Eran casi las dos de la mañana. Sus miembros cargaban con el peso de la fatiga; sin embargo, en comparación con lo que sentía en el pecho, podía decirse que la carga era ligera. Ser víctima de un corazón afligido no era la invención de un poeta: uno tenía la sensación de que el corazón se hubiera convertido en plomo y de que su peso magullaba la carne blanda de sus entrañas.

De camino hacia su coche, escuchó otra vez el silbido, la misma melodía discordante que flotaba de nuevo en el aire maloliente. Dejó de andar y se giró en todas las direcciones en busca del origen del sonido, pero el hombre ya estaba fuera de su vista y él se encontraba demasiado cansado como para perseguirlo. Aun cuando lo hubiera hecho, pensó, ¿de qué le habría servido agarrarlo por las solapas y amenazarlo con romperle sus carbonizados huesos? Asumiendo que su amenaza hubiera surtido efecto (y no había duda de que el dolor sería el alimento para una criatura que silbaba mientras ardía), no habría sido capaz de interpretar su respuesta, al igual que le había sucedido con la carta de Chant, y por las mismas razones. Ambos eran refugiados de la misma tierra desconocida; una tierra cuyos límites Cortés había acariciado durante su estancia en Nueva York; el mismo mundo en el que existía el Dios Hapexamendios y donde había nacido Pai'oh'pah. Tarde o temprano conseguiría encontrar el modo de entrar en ese lugar y, cuando lo hiciera, todos los misterios serían resueltos: el hombre que silbaba, la carta, el amante. Incluso podría resolver el misterio con el que se encontraba casi todas las mañanas frente al espejo: ese rostro que hasta hace poco había creído conocer a la perfección y cuyo código, según se daba cuenta en aquel momento, había olvidado y no podría volver a recuperar sin la ayuda de esos dioses que estaban aún por descubrir.

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