—Entonces… ¿la has visto alguna vez? —quiso saber Jude.
—No, en persona no. Se mantiene apartada, incluso cuando asiste a las ejecuciones. Sin embargo, he oído que hoy se ha mostrado en público. Alguien me ha dicho que le han visto la cara de verdad. Es muy fea, según dicen. Tosca. No me sorprende. Todas esas ejecuciones fueron idea suya; al parecer, le divierten. Bueno, pues a la gente no le gustan. Impuestos, vale. Una purificación ocasional, algunos juicios políticos…, bueno, sí, eso también podemos aceptarlo. Pero no puedes convertir la ley en un espectáculo público. Eso es una burla, y en Yzordderrex jamás nos hemos burlado de la ley.
Siguió hablando sobre el mismo tema, pero Jude dejó de prestar atención. Estaba tratando de ocultar la multitud de sensaciones que la atravesaban. Quaisoir, la mujer que tenía su rostro, no era un peón cualquiera en la vida de Yzordderrex, sino uno de sus dirigentes y, por tanto, uno de los grandes soberanos de Imajica. ¿Cómo podría dudar ahora de que había un propósito en su viaje a aquella ciudad? Tenía un rostro que ostentaba poder. Un rostro que había sido mantenido oculto al resto del mundo, pero que había conseguido manejar al Autarca de Yzordderrex a pesar de los velos que lo cubrían. La cuestión era saber qué significado encerraba todo aquello. Después de una vida tan poco notoria en la Tierra, ¿había sido convocada a ese Dominio para saborear un poco del poder que su otro yo daba por sentado? ¿O acaso allí era una distracción, convocada para sufrir en lugar de Quaisoir por los crímenes que supuestamente había cometido? Y, en caso de que fuera así, ¿quién la había convocado? Era obvio que debía de haber sido un maestro con acceso al Quinto Dominio y con secuaces allí con los que conspirar. ¿Formaba Godolphin parte de aquel complot? ¿O Dowd, quizá? Eso parecía más probable. ¿Y qué pasaba con Quaisoir? ¿Ignoraba los planes que se habían trazado para ella o formaba parte de la conspiración?
Esa noche lo descubriría, se prometió Jude. Esa noche encontraría una manera de interceptar a Quaisoir mientras se dirigía al encuentro de ese amante que le enviaba ángeles y, antes de que amaneciera otro día, Jude sabría si había sido traída del Quinto con el fin de ser una hermana o un chivo expiatorio.
C
ortés mantuvo la promesa que había hecho a Pai y esperó junto a Hurra en la cafetería donde habían desayunado, hasta que la órbita del cometa hizo que este se ocultara tras la montaña y la luz del día dio paso a la penumbra del crepúsculo. La espera hizo estragos no solo en su paciencia sino también en sus nervios, dado que, según avanzaba la tarde, se había hecho evidente que el malestar acaecido en los kesparates del perímetro de la ciudad se había extendido por las calles y que el establecimiento se encontraría en mitad de un campo de batalla a la caída de la noche. Grupo tras grupo, los clientes abandonaron sus mesas a medida que los sonidos del motín y de los disparos se acercaban. Comenzó a caer una lluvia de hollín que bajaba en espiral desde el cielo, oscurecido de tanto en tanto por el humo que se alzaba desde los kesparates incendiados.
Cuando comenzaron a transportar los primeros heridos calle arriba, señal inequívoca de que la lucha se acercaba, los dueños de varios establecimientos cercanos se reunieron en la cafetería para celebrar un breve concilio y debatir, presumiblemente, el modo más acertado de defender sus propiedades. La reunión acabó con el lanzamiento de acusaciones y de insultos desconocidos tanto para Hurra como para Cortés. Dos de los hombres regresaron armados minutos más tarde, ante lo cual el dueño del café, que se había presentado como Silbido Bunyan, le preguntó a Cortés si él y su hija no tenían un hogar al que regresar. Cortés le contestó que habían prometido esa misma tarde esperar a alguien allí, y que estarían más que agradecidos si pudieran quedarse en el establecimiento hasta que esa persona regresara.
—Lo recuerdo —contestó Silbido—. Usted vino esta mañana, ¿verdad? Acompañado de una mujer.
—Sí, es a ella a quien esperamos.
—Me recordó a alguien a quien conocía —prosiguió el hombre—. Espero que no le haya sucedido nada ahí afuera.
—Eso mismo esperamos nosotros —contestó Cortés.
—En ese caso, será mejor que aguarden aquí. Pero tendrán que echar una mano en la construcción de la barricada.
Bunyan confesó que, como sabía que la revuelta iba a tener lugar tarde o temprano, se había preparado para cuando llegara el momento. Había almacenado tablones con los que cubrir las ventanas y un contingente de armas cortas, para estar prevenido en caso de que el populacho tratara de saquear sus provisiones.
No obstante, sus precauciones demostraron ser innecesarias. La calle se convirtió en un corredor seguro por el que evacuar a los heridos desde la zona de combate, que en esos momentos se había trasladado a una calle al este del emplazamiento de la cafetería y que seguía avanzando colina arriba. Sin embargo, transcurrieron dos horas angustiosas durante las que el fragor de la lucha, los gritos y los disparos llegaron de todos lados; las botellas que se alineaban en las estanterías de Silbido tintineaban cada vez que la tierra se agitaba, cosa que sucedía con bastante frecuencia. El dueño de uno de los restantes establecimientos de la calle, que había abandonado el café en un ataque de furia tras la reunión, llegó durante dicho asedio y comenzó a golpear la puerta. Cuando traspuso el umbral con la cabeza cubierta de sangre, trajo consigo un buen número de relatos de destrucción. El ejército había echado mano de la artillería pesada durante la última hora, según informó el hombre, y había arrasado el puerto de punta a punta tras dejar impracticable la carretera que salía de la ciudad, consiguiendo así que fuese imposible entrar o salir de Yzordderrex. El tipo decía que todo formaba parte del plan del Autarca. ¿Por qué si no se permitía que barrios enteros ardieran libremente? El Autarca estaba dejando que la ciudad acabara con sus propios habitantes porque sabía que la conflagración no derribaría los muros del palacio.
—Va a dejar que la muchedumbre destruya la ciudad —prosiguió el hombre—, y le trae sin cuidado lo que nos suceda a los demás en el proceso. ¡Cabrón egoísta! Vamos a acabar incinerados y no piensa levantar un dedo para ayudarnos.
El escenario, sin lugar a dudas, se ajustaba a los hechos. Cuando, siguiendo la sugerencia de Cortés, subieron al tejado con el fin de obtener una vista más aproximada de la situación, todo resultó ser tal y como el hombre lo había descrito. Una espesa cortina de humo, que se alzaba desde las cenizas de lo que fuera el muelle, ocultaba el océano; aquí y allí podían verse las llamaradas que arrasaban decenas de barrios; y, a través de las oleadas de calor cargadas de hollín procedentes de la pira de Oke T'Noon, se atisbaban los escombros de la carretera que se habían quedado estancados en el delta. Oculto por el humo, el cometa iluminaba tenuemente la ciudad y la oscuridad se incrementaba a medida que el prolongado crepúsculo llegaba a su fin.
—Es hora de marcharnos —dijo Cortés a Hurra.
—¿Adónde vamos a ir?
—En busca de Pai'oh'pah —contestó él—. Ahora que todavía podemos.
En el tejado le había quedado claro que no había una sola ruta segura que pudiera llevarlos de vuelta al kesparate del místico. Las diferentes facciones que se enfrentaban en las calles se movían de forma impredecible. Una calle vacía en un instante determinado podía acabar abarrotada y no ser más que un montón de escombros al siguiente. Tendrían que guiarse por el instinto, y rezar para tomar la ruta más corta posible de vuelta al lugar donde habían dejado a Pai'oh'pah. El atardecer en ese Dominio se prolongaba tanto como la duración de un día de invierno en Inglaterra, cinco o seis horas, ya que la cola del cometa seguía dejando un rastro de luz en el cielo mucho después de que su ardiente cabeza se hubiera ocultado bajo el horizonte. Sin embargo, a medida que Cortés y Hurra avanzaban, el humo se espesaba y eclipsaba la tenue luz al tiempo que sumía la ciudad en unas inmundas tinieblas. El reflejo de las llamas compensaba la carencia de luz, por supuesto, pero en aquellas calles donde las farolas estaban apagadas y los ciudadanos habían cerrado sus puertas y ventanas a cal y canto, de modo que no hubiese señal alguna de que estuvieran ocupadas, la oscuridad era casi impenetrable. En esos lugares, Cortés alzaba a Hurra hasta sus hombros y, desde allí, la niña podía ver lo suficiente como para guiarlo.
De todos modos no avanzaban muy deprisa, dado que tenían que detenerse en cada cruce para estimar cuál era la ruta menos peligrosa a seguir, o buscar refugio al paso tanto de las tropas gubernamentales como de las insurrectas. No obstante, por cada soldado que participaba en esa guerra podía contarse al menos una docena de curiosos, gente que se atrevía a seguir la marea de la batalla como si de buscadores de conchas se tratara: gente que se alejaba ante la llegada de una nueva oleada para volver a avanzar hacia sus posiciones en cuanto esta se replegaba. En ocasiones, el juego resultaba letal. Cortés y Hurra tuvieron que poner en práctica una danza similar. Obligados una y otra vez a cambiar de rumbo, no les quedó más remedio que confiar en su instinto para encontrar la dirección y, como no podía ser de otro modo, el instinto acabó por abandonarlos.
En un insólito silencio entre gritos y bombardeos, Cortés dijo:
—¿Ángel? No tengo ni idea de dónde estamos.
Una andanada exhaustiva había echado abajo la mayor parte del kesparate en el que se encontraban y quedaban pocos escondites entre los escombros, si bien Hurra insistió en buscar uno: la llamada de la naturaleza no podía hacerse esperar. Cortés la dejó en el suelo y la niña se encaminó hacia la protección relativa de una casa medio derrumbada, unos metros calle arriba. Él montó guardia en la puerta, al tiempo que alzaba la voz para decirle que no se aventurara demasiado lejos. Tan pronto hubo gritado su advertencia, apareció un reducido grupo de hombres armados que lo obligó a internarse en las sombras del portal. Excepto por sus armas, que habían robado con toda seguridad a los muertos, no tenían aspecto de revolucionarios. El mayor del grupo, un hombre inmenso y bien entrado en años, aún llevaba la corbata y el sombrero con los que, probablemente, habría ido a trabajar esa misma mañana, mientras que dos de sus acompañantes eran apenas mayores que Hurra. De los dos restantes miembros del grupo, uno era una mujer oethac y el otro un miembro de la tribu a la que perteneciera el verdugo de Vanaeph: un nullianac de cabeza semejante a dos manos unidas en oración.
Cortés echó un vistazo a la oscuridad que se extendía tras él con la esperanza de poder advertir a Hurra para que guardara silencio antes de salir a la calle, pero no había ni rastro de la niña. Dejó el portal y se adentró en el edificio en ruinas. El suelo estaba resbaladizo bajo sus pies, si bien no podía ver cuál era la causa. No obstante, atisbó a Hurra, o al menos su figura, en cuanto esta se levantó tras aliviarse. Ella también lo vio, y emitió un ruidillo de protesta que él sofocó sin atreverse a alzar demasiado la voz. Otro bombardeo, procedente de no muy lejos, trajo consigo una nueva andanada de temblores y de fogonazos, gracias a los cuales pudieron echar un vistazo a su refugio: una escena hogareña en la que la cena se había dispuesto en la mesa, bajo la cual yacía muerta la cocinera. Su sangre era la sustancia resbaladiza que había pisado Cortés.
Hizo señas a Hurra con el fin de que se acercara a él y, en cuanto la tuvo al lado, la abrazó con fuerza antes de aventurarse de nuevo hacia la puerta, justo en el momento en que comenzaba otro nuevo bombardeo. Los saqueadores se vieron obligados a buscar refugio en el portal y la oethac vio a Cortés antes de que este pudiera refugiarse en las sombras. La mujer dejó escapar un grito y uno de los más jóvenes disparó hacia la oscuridad donde Cortés y Hurra se habían refugiado segundos antes. Las balas hicieron saltar el yeso y la madera en todas direcciones. Mientras se alejaba de la puerta por la que entrarían sus atacantes, Cortés empujó a la niña hacia el rincón más oscuro y respiró hondo. Apenas había acabado de hacerlo cuando el muchacho que había apretado el gatillo llegó a la entrada y volvió a abrir fuego de forma indiscriminada. Cortés exhaló un pneuma desde la oscuridad y este flotó hasta la puerta. Sin embargo, había subestimado su fuerza. El pistolero resultó aniquilado al instante, pero, al mismo tiempo, el pneuma se llevó por delante tanto el marco de la puerta como la mayor parte de la pared a un lado y a otro de esta.
Antes de que el polvo se asentara y los supervivientes vinieran a por ellos, Cortés se apresuró a ir en busca de Hurra; no obstante, la pared contra la que la había dejado agachada estaba agrietada e inclinada, como si de la cresta de una ola se tratara. La llamó a gritos al mismo tiempo que el muro se venía abajo. El chillido de la niña fue su respuesta. Le llegó desde su izquierda. El nullianac la había atrapado y, por un horrible instante, Cortés pensó que iba a matarla; sin embargo, la apretó contra él como si fuera una muñeca y desapareció entre la polvareda.
Cortés comenzó a perseguirlo sin mirar atrás, un error que acabó postrándolo de rodillas antes de haber avanzado un par de metros, cuando la oethac le asestó una puñalada en la parte baja de la espalda. La herida no era profunda, pero el impacto lo dejó sin aliento y cayó al suelo; el segundo ataque bien podría haberlo dejado sin coronilla de no haber rodado hacia un lado. La pequeña pica que blandía la mujer, que estaba cubierta por la sangre de Cortés, se hundió en el suelo, y antes de que pudiera liberarla él ya se había puesto en pie y corría en pos de Hurra y su secuestrador. El segundo muchacho corría detrás del nullianac, expresando a gritos su alegría (ya fuese etílica o provocada por alguna droga), y fue ese sonido el que sirvió de guía a Cortés cuando los perdió de vista. La persecución lo sacó de la zona derruida y lo adentró en un kesparate al que el conflicto había dejado relativamente intacto.
Había una buena razón: en esa zona se comerciaba con favores sexuales y el negocio estaba en auge. Aunque las calles eran mucho más estrechas que en cualquier otro distrito por el que Cortés hubiera pasado, había mucha luz procedente de las ventanas y puertas, ya que las lámparas y las velas se habían dispuesto de tal modo que iluminaran bien la mercancía repantigada en los umbrales y alféizares. Con un simple vistazo, se podía confirmar que allí se ofrecían anatomías y placeres que excedían los límites de lo habitual en las regiones más disolutas de Bangkok o Tánger. Y no podía decirse que hubiera escasez de clientela. La inminencia de la muerte parecía haber estimulado la libido consensual. Aun cuando los chulos y prostitutas que ofrecían sus servicios al paso de Cortés no llegaran a ver la luz de un nuevo día, morirían siendo ricos. Ni que decir tiene que el paso de un nullianac que llevaba a una niña pataleando su disconformidad no suscitó ni una sola mirada en una calle consagrada a la depravación; y, por tanto, los gritos de Cortés, que exigía que detuvieran al secuestrador, fueron ignorados.