Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (39 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Jude siguió el sendero verde que él iba abriendo; la euforia cobraba más fuerza en su interior a medida que se acercaban a las verjas, si bien achacó la sensación al espectáculo que ofrecía Estabrook tan metido de lleno en la aventura. No se parecía en nada al cascarón que había visto desplomado en una silla dos semanas atrás. Mientras trepaba sobre los montones de ramas caídas, él le ofreció la mano y, como dos amantes que fueran en busca de un lugar íntimo, sortearon la valla destrozada y se adentraron en la propiedad.

Jude esperaba encontrarse con una perspectiva despejada: un camino que atrajera la atención hacia la propia casa. De hecho, en otra época tal vez hubiera sido así. Sin embargo, tras doscientos años de locura ancestral, de negligencia y de una administración desastrosa, el caos se había adueñado de la simetría y el parque se había convertido en un terreno agreste. Lo que una vez fuesen bosquecillos estratégicamente distribuidos para disfrutar de unos románticos encuentros a la sombra se habían extendido para transformarse en densos bosques. Lo que otrora fueran parterres de césped recortados a la perfección se habían convertido en un amasijo de malezas. Algunas familias pertenecientes a la nobleza terrateniente, ante la incapacidad de mantener económicamente las casas señoriales, habían transformado sus propiedades en parques de safari y habían importado animales salvajes desde los lugares exóticos del desaparecido Imperio Británico, que ahora vagaban allí donde pastaran los ciervos en tiempos mejores. A ojos de Jude, el efecto de semejantes esfuerzos no dejaba de ser absurdo. Los parques estaban demasiado bien cuidados, y los robles y los sicomoros no eran el fondo más adecuado para los leones o los babuinos. Sin embargo, reflexionó, en aquel lugar sí era posible imaginarse a las bestias salvajes deambulando. Era una especie de paisaje extranjero colocado en mitad de Inglaterra.

Había un largo trecho hasta llegar a la casa, pero Estabrook ya se había puesto en marcha, con
Piel
a la vanguardia en papel de explorador. ¿Qué imágenes habría en la mente de Charlie que lo impulsaban con semejante entusiasmo?, se preguntó Jude. Tal vez fuese el pasado, ¿habría visitado el lugar cuando era niño? ¿O acaso se remontara a mucho tiempo atrás, a la época gloriosa de High Yoke, cuando el camino que pisaban en esos momentos estaba cubierto de grava rastrillada y la casa que los esperaba era un lugar de reunión para los ricos y los poderosos?

—¿Venías mucho cuando eras pequeño? —le preguntó, mientras se abrían camino entre la hierba.

Él se dio la vuelta con una especie de desconcierto momentáneo, como si hubiera olvidado que había alguien detrás.

—No mucho —le dijo—. Aunque me gustaba. Era como un patio de recreo. Después pensé en venderlo, pero Oscar nunca me lo permitió. Pero, por supuesto, tenía sus razones…

—¿Y cuáles eran? —le preguntó a la ligera.

—Si te digo la verdad, me alegro de haberlo dejado desatendido. Así es mucho más hermoso.

Y continuó la marcha, blandiendo la rama como si de un machete se tratara. A medida que se acercaban a la casa, Jude comprobó el lamentable estado en el que se encontraba el edificio: no había ventanas, el tejado había quedado reducido al armazón de las vigas de madera y las puertas se balanceaban en sus goznes con la misma inestabilidad que un borracho. Aquel cúmulo de circunstancias resultaría triste en cualquier casa, pero, en un lugar que antes fuese tan magnífico, el efecto rayaba en la tragedia. El sol ganaba fuerza según se retiraban las nubes y, para cuando atravesaron el porche, sus rayos ya atravesaban la celosía del tejado y las sombras geométricas que creaba en el piso inferior realzaban el estado lamentable del interior de la casa. La escalera, a pesar de no ser más que un montón de escombros, aún se alzaba hasta la altura del primer descansillo que antaño estuviera dominado por una vidriera digna de una catedral. Ahora estaba destrozada por las ramas de un árbol que cayó muchos inviernos atrás y cuyas blanquecinas extremidades seguían esparcidas en el lugar donde el señor y su dama se habrían detenido mientras bajaban las escaleras para recibir a sus invitados. El revestimiento de madera del vestíbulo y de los pasillos seguía intacto, y las tablas del parqué parecían sólidas bajo sus pies. A pesar del ruinoso estado del tejado, la estructura no parecía inestable. La mansión había sido construida para servir eternamente a los Godolphin, y la fertilidad, tanto de la tierra como de sus varones, debía ser la encargada de preservar el apellido hasta que el sol se extinguiera. Era la carne la que había fallado, no la tierra.

Estabrook y
Piel
se alejaron en dirección al comedor, que tenía el tamaño de un restaurante. Jude los siguió durante un trecho, pero descubrió que la escalera reclamaba su atención. Los datos que conocía acerca del periodo durante el cual la casa había gozado de su máximo esplendor eran los que había adquirido de las películas y de la televisión, pero su imaginación aceptó el desafío con un entusiasmo asombroso y comenzó a recrear escenas tan vividas que acabaron por desplazar a la deprimente realidad, Cuando subió las escaleras y cedió a sus sueños aristocráticos, no sin cierto sentimiento de culpa, vio el recibidor iluminado por el resplandor de las velas, escuchó las risas del piso superior y, mientras descendía, oyó el susurro de la seda provocado por el roce de su vestido sobre la alfombra. Alguien la llamó desde la puerta de entrada y se dio la vuelta esperando encontrarse con Estabrook, pero la voz debió de ser imaginaria, de igual forma que lo era el nombre. Nadie la había llamado nunca «Nectarina».

El incidente la asustó un poco, por lo que se marchó en busca de Estabrook, no solo porque deseaba regresar a la sólida realidad, sino también por el simple hecho de estar acompañada. Lo encontró en mitad de lo que tal vez fuese en otra época un salón de baile. Una hilera de ventanas, que se alzaba desde el suelo hasta el techo, ofrecía una panorámica de las diferentes terrazas y jardines, incluido un ruinoso mirador. Jude se acercó a Estabrook y entrelazó su brazo con el de él. Sus alientos se convirtieron en una única nube de vapor que el sol tiñó de dorado a través de los cristales hechos añicos.

—Debió de ser muy hermoso —dijo ella.

—Estoy seguro de ello. —Charlie aspiró el aire por la nariz con brusquedad—. Pero nunca volverá a serlo.

—Puede restaurarse.

—Costaría una fortuna.

—Pero tú tienes una fortuna.

—No tan grande como la que haría falta.

—¿Y Oscar?

—No. Esto es mío. Él puede ir y venir, pero la propiedad es mía. Esa condición fue parte del trato.

—¿Qué trato? —preguntó ella. Él no respondió, así que lo presionó, echando mano tanto de las palabras como de la proximidad—. Cuéntamelo —lo instó—. Comparte ese secreto conmigo.

Charlie respiró hondo antes de contestar.

—Oscar es más joven que yo y, según una tradición familiar que se remonta a la época en la que la casa estaba intacta, es el primogénito o la hija mayor, en caso de que no haya ningún varón, quien debe convertirse en miembro de una sociedad llamada «Tabula Rasa».

—Nunca había oído hablar de ella.

—Y estoy convencido de que hubiesen querido que siguiera siendo así. No debería contarte nada de esto, pero ¿qué coño importa? Ya me da igual. Todo es agua pasada. Bueno…, se suponía que era yo el que debía unirme a la Tabula Rasa, pero mi padre me pasó por alto en favor de Oscar.

—¿Por qué?

Charlie le dedicó una pequeña sonrisa.

—Lo creas o no, me tacharon de inestable. ¡A mí! ¿Te lo puedes creer? Temían que cometiera una indiscreción. —La sonrisa se convirtió en una carcajada—. Bueno, pues que les den por culo a todos. Ahora sí que voy a ser indiscreto.

—¿Y a qué se dedica la Sociedad?

—Se fundó para prevenir…, a ver si recuerdo las palabras exactas…, para prevenir «que el suelo de Inglaterra sea contaminado». Joshua amaba a Inglaterra.

—¿Joshua?

—El Godolphin que construyó esta casa.

—¿Y a qué contaminación se refería?

—¿Quién sabe? ¿A los católicos? ¿A los franceses? Estaba loco, como la mayoría de sus amigos. Las sociedades secretas estaban de moda en aquellos tiempos.

—¿Y todavía sigue funcionando?

—Supongo que sí. No suelo hablar mucho con Oscar, y cuando lo hago no hablamos de la Tabula Rasa. Es un hombre extraño. De hecho, está mucho más loco que yo. Lo que ocurre es que sabe disimularlo mejor.

—Tú lo disimulabas muy bien, Charlie —le recordó ella.

—He sido un imbécil. Debería haberte demostrado lo loco que estaba. Puede que así hubiera logrado mantenerte a mi lado. —Alzó las manos hacia el rostro de Jude—. Fui un estúpido, Judith. Me considero afortunado por haber obtenido tu perdón, aún no me lo puedo creer.

A Jude le provocó una punzada de culpabilidad ver a su ex marido tan conmovido a causa de sus maquinaciones. Aunque, al menos, su plan había dado fruto. Ahora tenía dos nuevas piezas del rompecabezas: la Tabula Rasa y su
raison d'être.

—¿Crees en la magia? —preguntó ella.

—¿Le preguntas al viejo Charlie o al nuevo?

—Al nuevo. Al loco.

—En ese caso, sí, me parece que creo en ella. Cuando Oscar me traía sus regalitos solía decirme: «para que disfrutes de un trocito del milagro». Y yo solía deshacerme de casi todos ellos, salvo de esos que tú encontraste. No quería saber de dónde los sacaba.

—¿Nunca le preguntaste? —siguió ella.

—Al final lo hice. Una noche que estaba borracho, después de que me abandonaras, vino a verme con ese libro que encontraste en la caja fuerte y le pregunté sin rodeos de dónde sacaba todas esas porquerías. No estaba preparado para creer lo que me contó. ¿Sabes qué me hizo enfrentarme a la verdad?

—No. ¿Qué fue?

—El cadáver de los brezales. Te lo he contado, ¿no es cierto? Los observé durante dos días cavando en el lodo bajo la lluvia mientras pensaba: «¡vaya mierda de vida! No hay modo de escapar de ella a no ser que la abandones con los pies por delante». Estaba preparado para cortarme las venas, probablemente lo habría hecho si tú no hubieses aparecido, y entonces recordé lo que sentí la primera vez que te vi. Recordé esa sensación que tuve de que estaba ocurriendo un milagro, de que realmente estaba reclamando algo que había perdido. Y pensé que si creía en ese milagro, bien podía creer en todos. Incluso en los de Oscar. Incluso en sus cuentos sobre Imajica, los Dominios de Imajica, sus habitantes y sus ciudades. Me limité a pensar: «¿por qué no… aceptarlo todo antes de que sea demasiado tarde? Antes de convertirme en un cadáver abandonado bajo la lluvia».

—No morirás bajo la lluvia.

—No me importa dónde muera, Jude; me importa dónde vivo y quiero vivir con un poco de esperanza. Quiero vivir contigo.

—Charlie —lo reprendió con suavidad—, no deberíamos hablar de eso ahora.

—¿Y por qué no? ¿Es que habrá un momento mejor que este? Sé que me trajiste aquí porque tienes muchos interrogantes para los que buscas respuestas, y no te culpo. Si hubiese visto que ese puto asesino venía a por mí, en estos momentos sería yo el que estaría haciendo las preguntas. Pero piénsalo, Jude, eso es todo lo que te pido. Piensa si el nuevo Charlie se merece un poco de tu tiempo. ¿Lo harás?

—Sí, lo haré.

—Gracias —le contestó y, acto seguido, alzó la mano de Jude que descansaba sobre su brazo y le besó los dedos—. Ya has oído casi todos los secretos de Oscar —continuó—. También puedes enterarte del resto. ¿Ves ese bosquecillo que hay allí, cerca del muro? Es su diminuta estación de ferrocarril, donde coge el tren adondequiera que vaya.

—Me gustaría verla.

—¿Le apetece dar un paseo hasta allí, señora? —le preguntó—. ¿Dónde se ha metido el perro? —Silbó y
Piel
llegó dando saltos y alzando nubes de polvo dorado—. Perfecto, vayamos a tomar el aire.

3

La tarde era tan brillante que no resultaba difícil imaginarse lo maravilloso que sería ese lugar, incluso a pesar de su estado de deterioro, cuando llegase la primavera o a mitad de verano, con las semillas de diente de león y el canto de los pájaros flotando en el aire, y esas noches largas y fragantes. Si bien estaba ansiosa por ver el lugar que Estabrook había descrito como «la estación de ferrocarril de Oscar», no apresuró el paso. Tal y como Charlie había sugerido, se limitaron a pasear, tomándose su tiempo para echar una mirada apreciativa a la casa. Parecía mucho más grandiosa desde esa perspectiva, gracias a las terrazas que ascendían en suave pendiente hacia las cristaleras del salón de baile. Aunque el bosque que aparecía ante ellos no era demasiado extenso, la maleza y la densidad de los árboles les impidieron ver su destino hasta que estuvieron bajo el dosel de las ramas, sobre los restos húmedos y podridos de las últimas hojas de septiembre. Solo entonces comprendió Jude a qué edificio se acercaba. Lo había visto innumerables veces, dibujado a escala y colgado delante de la caja fuerte.

—El Retiro —dijo.

—¿Lo has reconocido?

—Por supuesto.

Sobre sus cabezas, los pájaros cantaban en las ramas, desorientados por la agradable temperatura que los invitaba a entregarse al cortejo. Cuando Jude alzó la mirada, le pareció que las ramas formaban una bóveda decorativa sobre el Retiro, como si imitaran la cúpula del edificio. La bóveda, sumada a los trinos, confería al lugar un ambiente casi sagrado.

—Oscar lo llama la «Capilla Negra» —le explicó Charlie—. No me preguntes por qué.

No tenía ventanas y, desde ese lado, no se veía ninguna puerta. Tuvieron que caminar unos metros a su alrededor para dar con la entrada.
Piel
jadeaba en el escalón de la puerta, pero cuando Charlie la abrió, el animal se negó a pasar.

»Cobarde —le dijo Charlie, que traspasó el umbral por delante de Jude—. Es un lugar bastante seguro.

La sensación de espiritualidad que había percibido en el exterior era mucho más intensa allí dentro; sin embargo, a pesar de todo lo que había experimentado desde que Pai'oh'pah tratara de matarla, no estaba preparada para enfrentarse con el misterio. Su propia contemporaneidad era una carga. Deseaba poder recurrir a alguna parte de sí misma que hubiera quedado olvidada en la frustrante historia de su vida y que estuviese mucho mejor preparada para enfrentarse al presente. Charlie tenía a sus parientes, aunque hubiera renunciado a su apellido. Los zorzales que cantaban en las ramas eran idénticos a los que habían cantado en ese mismo lugar desde que las ramas fueron lo bastante fuertes como para sostenerlos. Sin embargo, ella iba a la deriva, no se parecía a nadie; ni siquiera a la mujer que había sido seis semanas antes.

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