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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (33 page)

Mientras tanto, la marea iba subiendo.

La figura desapareció en el bosque, sobre el escondite de Abbey y Jackie. La luz de la linterna parpadeaba entre los árboles.

Reapareció al borde del bosque, en lo alto del risco que dominaba las rocas. Bajó con precaución hasta quedarse de pie sobre una roca alta, enfocando por la playa su linterna, cuyo haz amarillo lamió inquisitivamente las rocas alrededor de las chicas. Al tocar el brazo de su amiga, Abbey percibió un temblor.

La figura empezó a caminar hacia ellas, haciendo un ruido como de carraca al desalojar las piedras sueltas con los pies. La luz volvió a brillar en lo alto de las rocas, y se detuvo un instante a ambos lados del escondite. Abbey, mientras tanto, sentía filtrarse la marea a sus pies, por entre las piedras recubiertas de algas. ¿A qué velocidad iba? Sobre los cinco centímetros de ascensión vertical cada cuatro minutos, y con luna llena todavía más.

Cuando la silueta se acercó, Abbey metió la cabeza entre las algas y la bajó. Ahora oía el susurro del agua, cuyo suave vaivén formaba remolinos alrededor de sus pies. Ya oía respirar al hombre, trabajosamente.

El haz amarillo pasó de nuevo encima de las rocas, esta vez con gran lentitud. Una vez. Dos veces. Después se oyó un gruñido, y el hombre empezó a alejarse. Tras parpadear en un montón de rocas, a la derecha de Abbey y Jackie, la luz se fue por la playa.

El agua ya bañaba los tobillos de Abbey, agitando las algas y silbando en el momento del reflujo. Tras dos minutos de espera, esta se atrevió a mirar. Vio que el hombre se movía cautelosamente por la playa a unos cien metros, sin dejar de buscar con la linterna mientras se dirigía al bote de ella y de Jackie.

—Tenemos que irnos de esta isla —susurró Abbey.

—¿Cómo narices quieres que nos vayamos, con el bote tan a la vista?

—Llevándonos el suyo.

Jackie temblaba. Abbey le puso una mano en el hombro para tranquilizarla.

—Tú quédate aquí, y ve subiendo poco a poco con la marea. Voy a robarle el bote y a buscar nuestro barco. Luego paso a buscarte. Me acercaré a la playa lo máximo que pueda. Cuando me oigas cerca, empieza a nadar. Tendrás la corriente a tu favor.

—Vale —musitó Jackie.

De pronto, Abbey vio un relámpago en el cielo, que se aclaró rápidamente. Al principio pensó que el asesino las había encontrado, enfocándolas de repente con la linterna.

—¡Mierda! —dijo Jackie, tirándose al suelo y tapándose la cabeza con un movimiento instintivo.

Inmediatamente, Abbey levantó la suya y se quedó mirando la luna.

—¡Dios mío! ¡Jackie!

De un lado de la luna brotaba una bola de fuego gigantesca; en el lado opuesto, un surtidor de polvo luminoso se extendía en sentido lateral, como a cámara lenta, adquiriendo tal intensidad que Abbey tuvo que protegerse los ojos. Era algo raro, insólito, un fenómeno de una belleza espectacular, como si se hubiese reventado la luna, derramando una ristra de joyas relucientes que brillaban con fuego interno.

La bola de fuego del otro lado, por su parte, no dejaba de aumentar de tamaño y cambiaba de color: el azul frío del centro se iba volviendo amarillo verdoso al alejarse hacia los bordes, que presentaban una gradación hacia el naranja y el rojo, como una cuña que se fuera expandiendo desde la superficie lunar.

—¿Qué coño es eso? —preguntó Jackie, mirando con los ojos como platos.

La luz, siempre en aumento, bañaba las islas, las píceas oscuras, las rocas y el mar con un amarillo verdoso, falso y estridente. El horizonte adquirió la nitidez de un filo de navaja, entre un cielo morado y un mar verde claro, con manchas negras y rojas.

Abbey volvió a mirar la luna, entornando los ojos por la fuerza de la luz: en esos momentos se estaba formando una especie de halo en torno al disco, como si a consecuencia de un impacto o sacudida la luna desprendiese polvo hacia el espacio. Fue como si cayera un gran silencio sobre todas las cosas, una quietud absoluta que acentuaba lo surrealista del espectáculo.

—¡Abbey! —dijo Jackie en voz baja, de pánico.

—¿Qué es? ¿Qué pasa?

—Creo —contestó lentamente Abbey— que el arma de Deimos acaba de disparar contra la luna, y que esta vez el disparo ha sido mucho más potente.

69

Harry Burr iba por la playa de guijarros con la pistola semiautomática en una mano, enfocando su linterna hacia el bosque y las rocas en busca de algún atisbo de figuras huidizas, de algún rostro agazapado entre los árboles, o lo que fuera. Sabía que estaban en la isla; aún tenían el bote en la playa, y hamburguesas quemándose en el horno. También estaba casi seguro de que Ford no llevaba ningún arma, ya que de lo contrario la habría usado en el bar, o en el aparcamiento. En conclusión: el único que iba armado era él.

Murmuró una palabrota. Por alguna razón se habían enterado de su llegada. Probablemente hubieran oído el motor de su barco, que de noche alcanzaba hasta muy lejos en el agua. Aun así, seguía teniendo todas las cartas en la mano; los tenía acorralados en una isla pequeña, de la que no podían escapar por ningún medio, excepto en bote. Al barco no podían ir nadando; la marea subía muy deprisa, y las corrientes rodeaban la isla a varios nudos de velocidad. Se habrían visto arrastrados irremediablemente.

En la isla había dos botes: el de ellos y el de él.

No costaba mucho adivinar qué harían: tratar de llegar hasta uno de los dos. Lo primero era ponerlos a buen recaudo. Por la playa, Burr fue hasta allí donde estaba amarrado el bote de ellos dos. Se le ocurrió echarlo a la corriente, pero decidió que era peligroso, ya que significaba quedarse sin refuerzo en caso de que algo saliera mal. Lo que hizo fue coger la amarra y arrastrarlo hacia el bosque hasta dejarlo más o menos oculto. Después quitó los remos y los escondió en puntos muy alejados entre sí, en medio de las zarzas. Tardarían horas en encontrarlos. Ahora, a poner el suyo a salvo.

Una luz brusca sobre su cabeza lo hizo agacharse y dar media vuelta con la pistola preparada, hasta que se dio cuenta de que venía del cielo. La luna llena. Mientras la contemplaba, tuvo la impresión de que brotaba de su superficie un chorro muy brillante, que se extendía por el cielo nocturno. En el lado contrario apareció otro punto de luz. ¿Qué demonios sería aquello?

Nada, alguna nube rara que al pasar por delante de la luna creaba una ilusión óptica muy llamativa.

Raudo y silencioso, cruzó los árboles hacia el extremo norte de la isla, y llegó hasta su bote. Ahí seguía, tan tranquilo, bajo una luna cada vez más luminosa. Justo cuando iba a arrastrarlo y esconderlo, como el otro, tuvo una idea: dejarlo a la vista como cebo, y esperar oculto a que vinieran a buscarlo. Cuando echasen en falta su bote, irían a por el de Burr. ¿Qué alternativa tenían? No podían esconderse eternamente.

Se apostó detrás de un amasijo de rocas, al borde de la playa, y allí, bien protegido, se dispuso a esperar.

El cielo se iba iluminando paulatinamente. Miró hacia arriba, preguntándose qué narices le estaría sucediendo a la luna. La nube rara no dejaba de crecer; a decir verdad, no parecía una nube.

Se volvió, concentrándose en su problema, y esperó a que llegasen. Casi no tuvo que esperar: pocos minutos más tarde divisó una sombra que se movía por el límite del bosque. Levantó la Desert Eagle y encendió las miras láser internas, pero después lo pensó mejor y las apagó. No hacía falta asustarlos con los movimientos del puntito rojo. Los tendría bastante cerca para matarlos sin él.

Sin embargo, la silueta estaba sola. Era la chica. Ford no iba con ella.

70

Yendo por la interestatal 295, cerca de Portland, Ford se fijó en la luz que había aparecido bruscamente en el cielo nocturno. Miró la luna a través del parabrisas y, con súbita aprensión, salió de la carretera para verla mejor. Una vez fuera del coche, rodeado por la noche de verano, contempló horrorizado el chorro luminoso que brotaba de la superficie lunar. Mientras tanto, el arcén se iba llenando de coches, cuyos ocupantes salían a mirar y a hacer fotos.

Parecía que la superficie de la luna disparase un largo rastro de materia brillante, intensamente amarilla, que se proyectaba hacia el cielo; y al otro lado había una ráfaga muy similar de escombros, más bulbosa, como de materia expulsada a causa de un impacto.

Era exactamente como si la luna hubiera sido atravesada por algo que había entrado por la derecha y salido por la izquierda.

¿Otro disparo de la cosa de Deimos?

No cabía duda; y esta vez debía de haber usado un proyectil mucho mayor de materia extraña, bastante grande para transmitir a la Tierra una imagen espectacular. Tal vez fuera esa la intención, transmitir una imagen. El último había pasado casi inadvertido. No sería el caso de este. Vio que la cola de escombros seguía alargándose, tanto que la gravedad de la luna le hizo dibujar una amplia curva.

Todo ello confirmaba sorprendentemente la teoría de Abbey: que el artefacto extraterrestre de Deimos era un arma, y había vuelto a disparar, esta vez a la luna. Pero ¿por qué? ¿Como demostración de poder?

Pensó que no tenía sentido quedarse embobado al lado de la carretera. Tenía que coger un avión. Subió otra vez al coche, encendió la radio y sintonizó la emisora local de la National Public Radio. Por los altavoces resonaron los estruendosos acordes del
Pasacalle y fuga en do menor
de Bach, pero los cortó casi inmediatamente un locutor que interrumpió el programa con un anuncio especial sobre «el extraordinario fenómeno que se está produciendo en la luna».

—Nos hemos puesto en contacto con Elaine Dahlquist —dijo el locutor—, astrónoma del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian. Doctora Dahlquist, ¿nos puede decir qué estamos viendo?

—Mi primera teoría, Joe, es que la luna ha sufrido el impacto de un asteroide de grandes dimensiones, tal vez de dos fragmentos que han chocado simultáneamente en cada lado de ella.

—¿Por qué esto no lo había previsto nadie?

—Buena pregunta. Es evidente que se trata de un asteroide que no había sido detectado ni por Spacewatch ni por ningún otro programa de detección de asteroides cerca de la Tierra. En el Harvard-Smithsonian hemos enfocado nuestros telescopios hacia la luna, y tengo entendido que también la están contemplando el observatorio Keck y el telescopio espacial
Hubble,
además de muchísimos otros telescopios, de aficionados y de profesionales.

—¿Existe algún peligro para nosotros, en la Tierra? —preguntó el locutor.

—Tenemos noticias de una pulsación electromagnética o una lluvia de partículas cargadas que ha provocado cortes de electricidad y problemas con las redes informáticas. Aparte de eso, yo diría que aquí en la Tierra no corremos peligro. La luna está a trescientos noventa mil kilómetros.

Ford apagó la radio. Mientras conducía por la interestatal, la luminosidad del cielo se intensificó de forma lenta pero inexorable, a medida que la nube de escombros se expandía hacia fuera.

Era de un color amarillento, que adquiría tonos rojizos en los bordes: los escombros del impacto, calientes y en proceso de condensación. El telón, sin embargo, tardaría muy poco en bajar: las nubes intermitentes que poco antes cubrían el cielo se habían convertido en un frente tormentoso que se aproximaba por el horizonte, iluminado por relámpagos internos.

Echó un vistazo a su reloj: estaba a media hora del aeropuerto de Portland. Cogería el vuelo de las doce a Washington, y llegaría entre las dos y las tres de la madrugada.

Antes, sin embargo, tenía que tender una pequeña emboscada.

71

«Nunca amanece en los casinos de Las Vegas, ni en la Sala de Crisis de la Casa Blanca», pensó Lockwood al seguir al agente de servicio hasta esta última, una especie de capullo sin ventanas que ya estaba repleto de gente. Reconoció la actitud un tanto agresiva del asesor de Seguridad Nacional que presidía la mesa de reuniones, Clifford Manfred, cuyo traje italiano y cuya corbata de Thomas Pink quizá desentonaban un poquito en Washington. Compartía mesa con el director de Inteligencia Central, un hombre gris con traje gris y ojos grises y despiertos, así como una serie de analistas de inteligencia y un especialista en comunicaciones. Al fondo había una enorme pantalla plana dividida en ventanas, en una de las cuales se veía una imagen en tiempo real de la luna —de la que ahora salían dos chorros—, mientras que las otras recogían noticias sin voz de los medios de comunicación nacionales e internacionales. A lo largo y ancho de las otras paredes había más pantallas, con las caras de los asistentes por videoconferencia, entre ellos el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, un hombre menudo y pulcro, con el pelo muy blanco y uniforme de almirante.

Lockwood tomó asiento en uno de los grandes sillones de cuero negro. Lo envolvía un discreto murmullo de voces, y un tintineo de cucharas en tazones mientras se servía el café. Todos esperaban a que llegase el presidente.

Pocos minutos después se hizo un silencio general, casi por intuición, y se abrió la puerta. Apareció un agente de servicio, seguido por el jefe de gabinete del presidente y el propio presidente, alto y delgado, con un traje azul impecable y el pelo ya no tan negro, sino con toques blancos. Sus ojos inquietos se fijaban en todo, y sus orejas de soplillo barrían la sala como un radar. Su impasibilidad tuvo el efecto de un ensalmo, como de aceite en el agua, disipando la tensión. Todos hicieron ademán de levantarse. Él agitó la mano.

—Por favor, por favor, quédense sentados.

Aun así, se levantaron y volvieron a sentarse, mientras el presidente no ocupaba la cabeza de la mesa, sino que se sentaba a medio camino, en un sillón vacío. Se volvió hacia Lockwood.

—Stan, tengo el país al borde del pánico. Todos los astrónomos mediáticos del país sueltan sus peroratas, y no se ponen de acuerdo. Empieza por el principio y explícanos qué pasa de verdad, teniendo en cuenta que algunos de los aquí reunidos somos unos zoquetes en cuestiones científicas. ¿Es un simple espectáculo de luces, o deberíamos preocuparnos?

Lockwood se levantó con una carpeta de archivo delgada en la mano.

—Señor presidente, lamento decir que es mucho más grave de lo que pueda imaginarse cualquiera de los presentes.

Silencio. Se había convertido en el centro de todas las miradas.

—Antecedentes: el 14 de abril pasó un meteoro por la costa de Maine. Exactamente a la misma hora, nuestro sistema sísmico mundial (que está diseñado para detectar pruebas atómicas subterráneas) registró una firma explosiva en lo más remoto de las montañas de la frontera entre Tailandia y Camboya. Localizamos algo que parecía un cráter de impacto, y enviamos a alguien a investigarlo. Resultó no ser un cráter, sino un orificio de salida. Más tarde, el mismo hombre descubrió el agujero de entrada, en una isla de las costas de Maine.

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