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Authors: Dominique Lapierre

India mon amour (6 page)

Según la tradición, se celebra una cena de gala que reúne, en torno al coronel, a todos los participantes de la caza del día siguiente. No creo lo que estoy viendo. Vestido con su uniforme de doradas hombreras, el coronel Prakash Singh, un gigante de dos metros de altura, con la barba enrollada, acoge a los trescientos invitados con las maneras de un gran visir. Dispuestas en círculos bajo la inmensa tienda-comedor, una veintena de mesas rodean el estrado de la mesa de honor, hacia la que los oficiales conducen a los invitados más distinguidos. Así que me encuentro sentado entre el embajador de México y el propietario del
Indian Express
. Detrás de cada invitado hay un criado con túnica y turbante blancos, inmóvil, en marmórea posición de firmes. Comunico a mis vecinos mi entusiasmo ante los ramos de rosas rojas que adornan cada mesa, ante la profusión de platos y cubiertos que decoran los manteles de lino blanco. ¿Cómo ha podido sobrevivir tanto lujo a la desaparición del imperio? Sobre unos paneles dispuestos alrededor de todo el comedor, señorean varios ornamentos, como el retrato del fundador del regimiento, el príncipe Alberto Víctor, hermano del rey Jorge V, así como magníficas cabezas de tigres y de leopardos disecados, como recordatorio de que en la jungla situada en torno a nuestro campamento viven animales más peligrosos que los jabalíes.

Un toque de trompeta anuncia el inicio de la cena. Mientras un ballet de sirvientes aporta sobre inmensas bandejas de plata los más que picantes refinamientos culinarios de los cocineros del 61.º de Caballería, el coronel nos brinda una vibrante bienvenida. Luego coge una lanza de acero que blande ante la concurrencia.

—He aquí el arma con la que mañana nos cobraremos el trofeo de nuestra caza del jabalí. Aquel que logre ser el primero en derramar la sangre de un animal habrá ganado. Ya sabéis lo azarosa que puede ser esta hazaña. Los jabalíes son animales astutos, extremadamente rápidos. Acercarse a ellos en la alta vegetación para empalarlos exige una habilidad ecuestre y un coraje particulares. Al finalizar la cena, cada uno de vosotros recibirá una lanza y se le atribuirá un caballo. El
breakfast
se servirá mañana a las cuatro, para poder partir a las cinco. Entretanto,
have a good dinner, dear friends, and plenty of good drinks
!

En cuanto a
drinks
, la bodega del coronel es generosa. Whisky, vodka, vino y cerveza colman hasta arriba las copas de los asistentes. Es una tradición de los regimientos de antaño, cuando, en sus cenas de gala anuales, se forzaba a los invitados a embriagarse al límite, siempre que se presentaran puntualmente a la revista al día siguiente, a las seis. Tras el postre llevan a la mesa una jarra de oporto que pasa de mano en mano, en el sentido contrario a las agujas del reloj, comenzando por el coronel. Me entero de que el hecho de no celebrar este rito sería de mal augurio. En la época del Imperio británico, el coronel proponía entonces tres brindis: al rey emperador, al virrey y al regimiento. Esta noche, los brindis de nuestro coronel con su barba enrollada se dirigen «al presidente de la República India, a Shrimati Indira Gandhi, primera ministra, y al regimiento». Pero el 61.º de Caballería también ha heredado otra tradición. Después de cada brindis, el coronel lanza su copa por encima del hombro. En seguida, el sargento que se halla detrás de él se apresura a pulverizarla con un taconazo antes de volver a ponerse en firmes.

Noche corta, despertar a base de fanfarrias y pantagruélico
breakfast
a la británica, con sus huevos revueltos y sus montañas de salchichas, de arenques marinados y de bacón asado. Más que suficiente para armarse contra los peores desafíos. Éstos no tardarán. Un sargento me indica mi caballo, un animal de orejas curvas que se agita de un lado a otro y al que la vista de las lanzas y de los demás caballos hace resoplar de impaciencia. Me monto a duras penas sobre la silla y cojo la lanza que me tiende el sargento. ¡Maldición! ¿Cómo voy a sujetar este trozo de acero durante todo un día de carreras tras una piara de cerdos salvajes? Dominique, ¿acaso la India de Kipling te está arrastrando a una aventura que te supera?

Me sitúo en la columna que el coronel dirige hacia el Ganges, que vamos a vadear a caballo. A orillas del río nos espera una especie de camión camuflado cuyos costados lucen un inquietante presagio. Se trata de una ambulancia militar decorada con una enorme cruz roja. Un poco más lejos, cuatro elefantes y sus conductores están esperando para permitir el paso al otro lado de una decena de esposas invitadas, que seguirán la caza desde lo alto de su mirador ambulante.

El espectáculo de trescientos caballos, con el agua hasta el pecho, vadeando en el frescor de la madrugada el río sagrado es de una belleza tan mágica que todos guardamos un silencio respetuoso. Los primeros rayos del sol en el aire inmóvil anuncian ya una jornada tórrida. Una vez llegados a la otra orilla, los oficiales nos separan en grupos de quince. Cada grupo se denomina una
heat
. Cuando un jinete vislumbre un jabalí, tendrá que gritar:
«Boar!»
(¡jabalí!), y toda su
heat
se lanzará con él tras los pasos del animal. Un centenar de batidores armados con porras se han situado a la entrada de las hierbas altas del terreno de caza, de varios kilómetros de anchura y de profundidad. Al tañido de una trompeta, se pondrán en marcha. La línea de jinetes que blanden sus lanzas se moverá entonces hacia el campo de batalla de los jabalíes. Pero un espectáculo imprevisto trastoca de repente esta impecable puesta en escena. A unos centenares de metros detrás de nosotros, los elefantes que transportan a las esposas de mis camaradas se están hundiendo en las arenas movedizas del Ganges. En lo alto de los paquidermos reina el pánico. Los gritos se mezclan con los bramidos de terror. Hay pasajeras aterrorizadas que se lanzan al agua. Otras se aferran a los desdichados domadores, que intentan sacar a sus animales de la terrible trampa del río. El coronel pronuncia órdenes que movilizan al regimiento para socorrer a los náufragos. Pero nosotros no vamos a asistir al salvamento.

La caza arranca y nada debe interrumpir su desarrollo. Excitados por los gritos de los batidores, los caballos se encabritan, relinchan. Intentar retener a un animal presto a brincar como si estuviera en la línea de salida de una carrera me lastima los dedos hasta que sangran. Muchos jinetes no pueden impedir que sus monturas se lancen a la carrera. El peligro es que las hierbas altas y la espesura ocultan el terreno. Un caballo equipado con toda su impedimenta situado delante de mí desaparece tras una loma. Cuando vuelve a aparecer, el desgraciado caballo luce una herida espantosa. En su caída, un tallo de bambú le ha atravesado el ojo derecho. Entonces una voz aúlla:
«Boar!»
, lo cual desencadena la avalancha frenética de nuestro equipo. El jabalí corre tan de prisa que nadie logra acercarse. Lo peor es su habilidad para despistar a sus perseguidores. Tan pronto está delante como detrás, o a la izquierda, o a la derecha. Esta estrategia de fuga pronto justifica la presencia de la ambulancia que está esperando a orillas del Ganges. Las caídas son incontables, así como los brazos y los hombros fracturados. Hay caballos con las patas fracturadas que tienen que ser sacrificados allí mismo. Por fortuna, un tañido de trompeta anuncia que un equipo ha logrado
to spill the blood
, hacer correr la sangre, fórmula consagrada que revela que se ha tocado a un jabalí. El coronel está tranquilo. Sus cazadores no volverán al campamento con las manos vacías. El cerdo salvaje será decorado con guirnaldas y expuesto con gran pompa sobre la tribuna del comedor del campamento. En compañía de las otras víctimas, si la caza ha sido provechosa. Pero es raro que las trescientas lanzas del 61.º de Caballería logren ensartar más de media docena de jabalíes. El guionista de
Tres lanceros bengalíes
realmente se inventó una caza de película… Tras varias horas de alocado galope, las orillas del Ganges parecen un campo de batalla napoleónico en noche de derrota: caballos sin jinetes, jinetes cojos, errando por todas partes, desamparados. Bendigo a los dioses de mi amada India porque me hayan mantenido sobre la silla, aunque no me hayan concedido el honor de manchar con el rojo de la sangre el espolón de la lanza que a duras penas sujeto con los brazos.

A esta jornada tan movida le faltaba el salvamento de los elefantes atrapados en las arenas movedizas del Ganges con sus pasajeras. Una serie de submarinistas del cuerpo militar de ingenieros, llamados al rescate, los encordaron para arrastrarlos hacia la orilla con la ayuda de potentes tractores. Un concierto alucinante de bramidos acompaña la operación. Cuando el río sagrado acepta finalmente liberar a sus prisioneros, se produce una loca manifestación de cantos y danzas que se prolonga hasta el campamento, sellando con un apoteósico y sonoro final este inolvidable
pigsticking
heredado del folclore del imperio de la reina Victoria.

Sabiendo que soy un gran partidario de la supervivencia de esta tradición, mis amigos de la guardia presidencial que maniobran cada mañana sobre sus magníficos caballos ante el palacio de piedra arenisca de color rosa construido por los ingleses, me invitan generosamente a su rica panoplia de juegos ecuestres. Como los partidos de
tent pegging
, un juego heredado de las guerras de antaño, cuando los caballeros de un campamento hacían saltar con un golpe de lanza certero las estacas de las tiendas enemigas. Es un juego muy excitante que requiere velocidad y precisión, y para el que muestro, de entrada, algunas disposiciones.

Decididamente, yo tendría que haber conocido la India en los siglos anteriores, cuando los colonizadores de la lejana Inglaterra llegaron para escribir la Historia a la cabeza de sus escuadrones de
sowars
. Los espacios infinitos del subcontinente indio ofrecieron a esos
gentlemen
lo que no podía darles su estrecho territorio insular, un escenario sin límites en el que saciar su sed de aventuras. Llegaron a los muelles de Bombay imberbes y tímidos a los diecinueve o veinte años. Treinta y cinco o cuarenta años más tarde regresaban con el rostro curtido por el excesivo sol y el whisky, el cuerpo marcado por heridas de bala, por enfermedades tropicales, las garras de una pantera o las caídas en el polo, pero orgullosos de haber vivido una parte de la leyenda del último imperio romántico del mundo.

A menudo, la aventura comenzaba en la confusión teatral de la estación Victoria de Bombay. Allí, bajo los arcos neogóticos, descubrían el país donde habían elegido pasar su vida. ¡Qué choque tuvo que ser para ellos el primer contacto con el torbellino frenético de la población indígena, con el olor penetrante de orina y especias, con el calor abrumador e inhumano! ¡Qué sorpresa debían de sentir al descubrir de repente la complejidad del mundo indio ya en las mismas fuentes de agua de la estación! Como en todas partes en la India, en cada grifo un letrerito identificaba el agua «reservada» a los europeos, a los hindúes, a los musulmanes y a los intocables. ¡Qué alivio debían de experimentar al ver los vagones de color verde oscuro del Frontier Mail o del Hyderabad Express, cuyas locomotoras llevaban el nombre de célebres generales británicos! Detrás de las cortinas de los vagones de primera clase les esperaba un mundo familiar, un mundo de asientos profundos con reposacabezas bordados, botellas de champán enfriándose en cubiteras de plata. Sobre todo, un mundo en el que los únicos indios que se iban a encontrar eran el revisor, con sus guantes blancos, y los camareros del vagón restaurante.

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