Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (46 page)

—¿Qué tal? —porque al día siguiente, cuando volvimos a Bosost y nos encontramos al Lobo, esperándonos en la puerta del cuartel general, sólo pensaba en eso.

—Muy bien —y ni siquiera me di cuenta de que no tenía buena cara—. Mucho mejor que ayer.

Era verdad, porque aquel día no habíamos tenido curas saltarines ni alcaldes escondidos debajo de la cama. En el valle de Arán se habían enterado por fin de que estábamos allí, de quiénes éramos y de qué pretendíamos. Ya sabían cómo hacíamos las cosas, y aunque el entusiasmo seguía siendo excepcional, el miedo se había ido transformando poco a poco en simple tensión, una actitud expectante de hostilidad encubierta por parte de algunos, y aparente simpatía por parte de otros. En la intersección de ambas distancias, los nuestros empezaban a dejarse ver como si la boca de un cuentagotas se hubiera dilatado hasta el humilde punto de dejar escapar su contenido de dos en dos unidades, y no ya en una sola dosis cada vez.

Fuera de mí, las cosas no habían mejorado mucho. Dentro, en cambio, eran tan distintas que cada dos por tres se me escapaba la risa sólo de pensarlo. Mientras encañonaba a los guardias civiles, mientras leía el manifiesto de la UNE, mientras atisbaba con el rabillo del ojo la reacción de los vecinos, de mis soldados, mientras organizaba a los hombres que iba a dejar allí y armaba a los civiles que iban a quedarse con ellos, era consciente en cada segundo del volumen de mi sexo, que crecía, y disminuía, y volvía a crecer a su aire, sin consultarme ni dejarme nunca tranquilo del todo.

Tenía que tomar muchas decisiones en muy poco tiempo y no pensaba conscientemente en Inés, pero cualquier idea, cualquier palabra que pudiera decir para expresarla, procedía a la fuerza de una caverna carnosa y sonrosada, de paredes elásticas, brillantes, que me había acolchado el cráneo para suplantar el lugar de mi cerebro. No tenía otra cosa dentro de la cabeza. Procuraba ignorarlo para evitar una reacción en cadena, el fulminante efecto que cualquier imagen nítida, deliberada, provocaba en el otro órgano rebelde de mi cuerpo, pero mis ojos veían a Inés donde no estaba, mis oídos oían su voz sin escucharla, las yemas de mis dedos la tocaban al tocar el aire, y Comprendes tenía que darme un codazo en las costillas para que acabara las frases que empezaba. Entre unas cosas y otras, estaba muy entretenido conmigo mismo. Por eso le dije al Lobo que me había ido mucho mejor que el día anterior, y no le mentí.

Luego me di cuenta de que el aire que escapaba del cuartel general estaba envuelto en un aroma antiguo y doméstico, un olor que me devolvió a Asturias, a la cocina de mi madre. Cerré los ojos para apreciarlo mejor e identifiqué sin vacilar la causa de aquel fenómeno, calabacines, tomates, cebollas. Pisto, aposté, y mi madre no solía hacerlo. Inés, imaginé, y no me hizo falta abrir los ojos para ver sus manos, cortando, pelando, picando, la expresión atenta de su rostro, los ojos concentrados en la sartén, una cuchara de madera en una mano, la boca entreabierta… Bien pensado, lo más seguro era que cocinara con la boca cerrada, pero en aquel momento estaba ya tan agotado de sujetarme a mí mismo, que decidí dejarme ir.

—¿Adónde vas, Galán? —y cuando la voz del Lobo me detuvo, tenía una erección de las que hacen daño.

—Adentro, a saludar —su dedo índice negó en el aire—. Si todo ha ido muy bien, en serio, Lobo, pregúntale a Comprendes, o ya te lo cuento yo, dentro de un rato.

—Que no, que no es eso. Hoy hemos hecho prisionero a un oficial del estado mayor de Moscardó. Yo ya lo he interrogado esta mañana y no le he sacado gran cosa, pero cuando Flores se ha enterado, se ha puesto como una fiera. Me ha obligado a repetir el interrogatorio y ha pedido que tú estés delante, así que… Lo demás tendrá que esperar.

Lo demás, Inés, atacarla por la espalda, levantarle la falda, meter las manos debajo de su ropa, aplastarme contra ella mientras no le quedara más remedio que seguir dándole vueltas al pisto con una cuchara de madera, y disfrutar de su desconcierto, el nerviosismo que le impediría atendernos a mí y a su guiso al mismo tiempo, había dejado de ser urgente antes de que el Lobo terminara la frase. El comisario había logrado en un instante lo que nada, ni las dos caminatas de aquel día, ni la Guardia Civil, ni el mitin de la escuela, ni la reacción de mis hombres, ni la de aquellos pocos a los que había logrado reclutar, había conseguido antes. No me gustaba Flores, no me fiaba de él, y aún me fiaba menos de la súbita predilección que demostraba por mí. Porque yo era amigo de Jesús, no suyo. Yo le debía a Jesús la lealtad que se merece un amigo, a él ninguna. Y no dudaba de que el Lobo sabía todo esto tan bien como yo, pero mientras mi sexo se autoexiliaba al limbo de los placeres aplazados, busqué una manera de asegurárselo.

—Yo no tengo ningún interés en estar en ese interrogatorio, Ramón —él asintió con la cabeza, para asegurarme a su vez que me creía—. Más bien, me da mucho por culo tener que irme ahora. Así que eso tienes que decidirlo tú. Si quieres que vaya, te acompaño. Si es por Flores, que se joda. Para mí, aquí no hay más jefe que tú, ya lo sabes.

—Lo sé, Fernando, lo sé… —vino hacia mí, me dio una palmada en la espalda, me empujó hacia delante con la misma mano—, pero yo también prefiero que estés delante. Primero, por tener la fiesta en paz. Después, porque este individuo, Gordillo se llama, estaba en la lista de Inés. Flores se me quejó anoche, y se ha vuelto a quejar esta mañana, de la hospitalidad con la que le hemos abierto los brazos a una aventurera, una señorita de Madrid, hermana de un falangista, y al escucharle, Juanito ha hecho un chiste, ya sabes cómo es. Sí, hombre, le ha dicho, «sólo faltaría que ahora nos quedáramos sin cocinera, a ver si los demás vamos a pagar las consecuencias de que tú tengas ese culo de panadero…». —sonreí, porque podía imaginarme perfectamente la expresión de Zafarraya, esa mala
folla
congénita a la que debía la asombrosa habilidad de poner siempre el dedo en la llaga, sin llamar a las cosas por su nombre ni levantar la voz—. Y ya te puedes imaginar que no le ha gustado nada que se metiera con su culo. Pero tampoco le ha gustado que defendiera a Inés.

—Claro. Porque, hasta sin pensar mal, él no puede entender esto —mi coronel me dio la razón con la cabeza—. Porque no es un militar, no sabe nada de la guerra. Él no ha venido aquí a luchar, sino a controlarnos. Y para sentirse seguro, necesitaría que todo estuviera planificado, cuadriculado, intervenir en cada asunto, en cada detalle, y que nadie tomara decisiones sobre la marcha. Pero esto no es así, esto no es una sede del Partido…

—Precisamente por eso quiero que vengas. Porque creo que es mejor que seas tú, tan amigo de Monzón, quien le explique a Flores que ya conocíamos a Gordillo, y lo que Inés te contó de él. Pero, además…

Hizo una pausa, aceleró el paso sin dejar de guiarme, volvió la cabeza para comprobar que no había nadie cerca.

—Hoy no he podido hablar con Toulouse.

—¿Qué dices? —entonces fui yo quien se paró, y le cogí de los hombros para obligarle a mirarme.

—Lo que oyes —estaba tranquilo, serio, y no me mentía—. Yo no he podido. Flores dice que él sí, que ha informado con normalidad, pero yo siempre he encontrado problemas en la línea. En Transmisiones están seguros de que la avería es francesa, pero el caso es que no ha habido manera de conectar. Y estamos a 21, lo sabes, ¿no?

—Pinocho —y eso era lo mismo que decir el túnel de Viella, nuestra retaguardia, la garantía con la que contábamos para avanzar sobre la ciudad.

—Tú lo has dicho. Y no sé nada. No tengo ni idea de cómo están las cosas a estas horas, si el túnel es nuestro o del enemigo. Pero me apostaría cualquier cosa a que Flores sí lo sabe. Y prefiero que vengas conmigo, porque él no desconfía de ti, y cuatro ojos ven más que dos.

Sin embargo, mis ojos y los del Lobo vieron lo mismo. El comisario nos recibió con una expresión ofendida, a medio camino entre el reproche y la indignación, que me pareció tan falsa como si la hubiera ensayado delante de un espejo. Se estaba defendiendo, y al verme la cara, no se animó a incluirme en su defensa. En eso acertó, porque la amargura que impregnaba sus preguntas, «¿es que yo no pinto nada aquí?, ¿es que no formo parte de la escala de mando?, ¿no merezco siquiera que se me informe de lo que está pasando?», me pareció tan retórica como su sintaxis, una artimaña, y no de las más hábiles, para eludir nuestras preguntas. Tampoco nos dio opción a hacer ninguna. Él mismo eligió el momento de hablar y el de callarse, y un instante después, giró sobre sus talones con aires de mariscal napoleónico, para entrar por delante de nosotros en la sala donde nos esperaba el oficial de Moscardó. «Pues sí que tiene el culo gordo», pensé, cuando me dio la oportunidad de contemplarlo. Pensé también que lo del túnel se había jodido, pero no me atreví a decírselo al Lobo.

El interrogatorio fue, de principio a fin, una gilipollez. El prisionero estaba cabreado, el coronel estaba cabreado, yo estaba cabreado. Flores, en cambio, siguió jugando al mariscal de campo. Mientras formulaba una pregunta detrás de otra, recorría la habitación a pasitos cortos, con las manos unidas a la espalda y un gesto de furia contenida arrugándole los labios en una mueca ambigua, que inspiraba más repugnancia que temor, aunque era más ridícula que otra cosa. Así fueron pasando los minutos, quince, treinta, cuarenta y cinco. Hasta que el Lobo se cansó.

—Comisario, ¿podemos hablar un momento, por favor? —y por si acaso, le cogió con suavidad de una manga antes de dirigirse a él con mucha más cortesía de la que yo habría empleado.

Salieron juntos de la habitación y no pude escuchar lo que hablaban, aunque me lo imaginé. El prisionero se negaba a declarar, iba a seguir negándose por mucho que Flores repitiera una y otra vez las mismas preguntas, y antes de cruzar la frontera, ya habíamos decidido renunciar a cualquier otro procedimiento.

El domingo previo a la invasión, el Lobo convocó una reunión en su casa, y ya no hubo paella, ni mujeres, pero a cambio vinieron Tijeras, el Afilador, Perdigón y el Botafumeiro, el estado mayor de Bosost al completo y todos de uniforme. «Hasta nueva orden, no quiero volver a veros vestidos de civil», nos había anunciado por teléfono. Aunque le obedecí, mi aspecto no le gustó.

—¡Hay que joderse con el romanticismo!

—Pero si no pasa nada, Lobo, la verdad es que no entiendo…

—¡Mi coronel! —me interrumpió cuando todavía no me había dado tiempo a completar mi defensa—. A partir de ahora, mi coronel, si no te importa.

—Muy bien, pues mi coronel —me cuadré, saludé, el Cabrero se rió, dejó de reírse cuando el Lobo lo fulminó con la mirada—. Los galones que llevo son muy importantes para mí, mi coronel. Son los únicos que siento míos de verdad. Seré un romántico, un sentimental y hasta un gilipollas, si quieres, pero me gustaría volver a España con ellos, porque con ellos salí.

—Pues no puede ser —pegó un puñetazo en la mesa, y estaba tan furioso que al Cabrero le volvió a dar la risa, aunque se tapó la boca a tiempo—. Porque esos galones tan preciosos para ti, interrumpen la escala de mando.

—Eso tampoco es así, Lobo… —el Pasiego, que sí llevaba puestas sus insignias francesas, de comandante, acudió en mi auxilio.

—¡Mi coronel!

—Bueno, pues mi coronel. Tampoco es así, mi coronel, porque ni lo que tú mandas es un regimiento, ni el Zurdo, Galán, Tijeras, Perdigón y yo mandamos exactamente cinco batallones, ni Zafarraya va a mandar una sección, por muy teniente coronel que hayas conseguido que le nombren…

—Eso me da igual. Lo que yo no puedo tener es este caos de estado mayor, con un montón de capitanes, otro montón de tenientes, un solo comandante y hasta un brigada —y entonces miró al Botafumeiro, que ya llevaba un rato con las barbas en remojo—. ¡Joder, Bota, parece mentira!

—Vale, vale… —y levantó las manos en el aire para pedir paz—. Esta misma noche me autoasciendo a capitán, no te preocupes.

—¡No te autoasciendes, hostia! —volvió a pegarle a la mesa y se hizo daño—. ¡Ya eres capitán!

—Que sí, Lobo… Digo, mi coronel.

—Vamos a hacer un trato, mi coronel —me animé a proponer en ese punto—. Lo del Bota, vale, porque un brigada no pinta nada en un estado mayor. Pero a mí me gustaría entrar en España siendo capitán. Y en el primer instante que tenga libre después de tomar Viella, me pongo las insignias de comandante. Me las coso yo mismo, si hace falta. Y dos días más tarde, cuando nos asciendan a todos, las de teniente coronel. Te lo juro por lo que más quieras.

—¡Hay que joderse con el romanticismo! —clavó los codos en la mesa, se sujetó la cabeza con las manos, la meneó varias veces, e hizo una de sus típicas asociaciones de ideas, tan abruptas como fulminantes—. Y por cierto… —antes de seguir, se volvió para mirar al Sacristán—. Supongo que no hace falta que os recuerde la cantidad de disgustos que nos dieron las mujeres en el 36, ¿verdad? Pues eso. Que no quiero verlas ni en pintura, ¿está claro? Ni a una sola, quiero ver.

—¿Y por qué me lo dices a mí? —el Sacristán protestó—. A ver, por qué…

—Porque sí, Pepe, porque hace mucho tiempo que nos conocemos.

Comprendes, que estaba sentado a mi derecha, me dio un codazo para señalarme al Zurdo, tan invisible para el Lobo como de costumbre, por más que fuera tan juerguista como el Sacristán y llevara galones de capitán siendo tan comandante como yo.

—Y ese cabrón… Yo no sé cómo lo hace —Antonio se dio cuenta y nos sonrió desde la otra punta de la mesa—, pero se libra siempre de todo, ¿comprendes?

Aquel murmullo alertó al Lobo, que se volvió con el dedo extendido, preparado para señalarme.

—Y a ti te digo lo mismo.

—¿Y al Zurdo? Porque a él nunca le dices nada, ¿comprendes?

—El Zurdo es más responsable —sentenció el Lobo, o sea, nuestro coronel, mientras el responsable sonreía con esa cara de niño rubio de ojos azules que le servía para engañar a cualquiera—. Y ahora, vamos a hablar de las cosas importantes.

Lo eran tanto que no volvimos a interrumpirle. Las normas fijadas para nuestra actuación dentro del territorio nacional eran tan indiscutibles como el plan militar. No volvíamos a España para vencer, sino para convencer, y eso implicaba un trato exquisito, fraternal y cortés al mismo tiempo, con la población civil. Éramos un ejército de ocupación, pero a la vez no lo éramos, porque no íbamos a invadir una nación extranjera, sino nuestro propio país, y eso implicaba una manera peculiar de hacer las cosas.

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