—Cállate ya, coño, que te reventarán la cabeza un día de estos, y seguirás hablando como una cotorra después de muerto.
No estaba contento, no podía estarlo. Había ganado una batalla minúscula, una victoria carísima, tres bajas sin contar al muchacho que agonizaba en el suelo, varios heridos, demasiados para haber tomado aquel pueblo tan pequeño, tan incrustado en la montaña que, al principio, cuando avanzaban frontalmente sobre Viella, ni siquiera habían considerado la posibilidad de desviarse para apoderarse de él. Cinco días después de pasar la frontera, las cosas habían cambiado mucho también en Vilamós, hasta en Vilamós, y Galán se daba cuenta. Ni siquiera se molestó en mirarme mientras cruzaba la plaza para reunirse con Comprendes, que estaba acuclillado junto al cuerpo de aquel chico, mientras el médico lo examinaba con una expresión que sólo servía para acrecentar el llanto de su madre, a la que dos vecinas sujetaban por los brazos, como si temieran que fuera a desplomarse.
—¿Cómo está? —preguntó al llegar.
—Muy mal —se llamaba Carlos Pardo y no era de por allí, sino de un pueblo de Cuenca al que le habían prohibido volver—. Habría que llevarle a la cama, aunque es peligroso moverle.
Al escucharle, él asintió, la madre sollozó, y Comprendes, que nunca se mordía la lengua, que nunca la doblaba ni blasfemaba a gritos, que jamás se acostaba sin cenar ni se pegaba con el aire, porque nada le sorprendía y se burlaba de casi todo, escogió aquel momento para perder el control.
—Vamos —y cogió a Galán del brazo para tirar de él hacia la iglesia.
—¿Adónde? —él, de quien habría esperado mucho antes aquella reacción, no se movió, y conservó la calma por los dos mientras Comprendes se alejaba unos pasos, se daba la vuelta, volvía a su lado, le miraba a la cara.
—¿Tú le has visto bien? —señaló con el dedo hacia los hombres que improvisaban una camilla junto al cuerpo del muchacho malherido.
—Sí, le he visto bien —y en su manera de decirlo, aprendí que no era la primera vez que mantenían una conversación como aquella.
—¿Y entonces? —Comprendes se sujetó la cabeza con las dos manos, cerró los ojos, volvió a abrirlos, levantó la voz—. ¡Es un crío, Galán, un niño! Todavía no le ha crecido la barba, y ya le han disparado por la espalda. Primero matarían a su padre, ¿comprendes? Primero a su padre, o a su hermano, y ahora, a él. ¿Es que no vas a tomar represalias?
—¿Represalias? —Galán también chillaba y, aunque todavía no entendía por qué, me di cuenta de que estaba tan furioso como Comprendes, aunque siguiera teniendo todos los nervios en su sitio—. ¿Contra qué? ¿Contra quién quieres que tome represalias? Estamos solos en el culo del mundo, ¿me oyes?, jugándonos la vida sin saber por qué, para qué, qué estamos haciendo aquí, dónde está todo eso que nos íbamos a encontrar, mujeres con ramos de flores, fábricas vacías, pancartas en la entrada de los pueblos, las masas asaltando los cuarteles para venir corriendo a unirse a nosotros y esa huelga general de la que nadie sabe una mierda… ¿Y tú quieres que tome represalias? ¿Y para qué van a servir? ¿Me lo quieres decir?
—No te entiendo —empezó a andar hacia atrás, para alejarse de él.
—¿No? Pues yo no te entiendo a ti —pero Galán avanzó los mismos pasos hasta que volvió a tenerlo delante—. ¿Qué quieres, hacer una escabechina para que los periódicos de medio mundo vuelvan a decir que no somos más que una partida de asesinos? ¿Eso es lo que quieres? ¿Te parece que no hemos tenido ya bastante?
Comprendes siguió retrocediendo y esta vez Galán le dejó ir, llegar hasta el centro de la plaza, abrir los brazos, levantar la cabeza, chillarle al campanario como si sus piedras tuvieran ojos para verle, oídos para oírle.
—¡Fascistas, hijos de puta! —su voz resonó como el trallazo de un látigo sobre el mudo pavimento de una plaza muda—. ¡Esta es la justicia de Franco, asesinar a niños por la espalda!
—¿Y qué? —Galán le interpeló con una pregunta amarga, cargada de ironía—. ¿Has arreglado España ya, te has quedado contento?
A aquellas alturas, estaba claro que España no tenía arreglo, y sin embargo, los insultos de Comprendes tuvieron el mérito de resucitar a un muerto, una consecuencia que ninguno de los dos logró apreciar. La aprecié yo por ellos, y fue pura casualidad, una simple e inocente asociación de ideas.
—Galán… —intenté avisarle.
Si él no hubiera mencionado los periódicos de medio mundo, jamás se me habría ocurrido tenerlos en cuenta. Y si no le hubiera preguntado a Comprendes si no había tenido ya bastante, tampoco me habría acordado de Virtudes, de Madrid, del 19 de julio de 1936, del Cuartel de la Montaña. Si no hubiera pensado en el Cuartel de la Montaña, no habría mirado hacia la bandera blanca que ondeaba en lo alto del campanario. Y si no la hubiera mirado, nunca habría visto que había dejado de ondear.
—Galán… —pero él no quiso volver la cabeza hacia mí.
Toda la tela estaba ahora dentro de la ventana, como si algo tirara de ella. Me fijé mejor y no vi nada más, e inmediatamente después, el esfuerzo de una mano ensangrentada, unos dedos aferrándose al trapo blanco. Sin perderlos de vista, me fijé en un fusil que alguien había dejado apoyado en una pared. Hacía más de siete años que no tenía uno entre las manos y nunca había disparado sobre blancos en movimiento, sólo latas, botellas, cascotes, lo que hubiera podido encontrar aquel capitán de artillería que me enseñó a manejar armas en el solar de un chalé bombardeado, cerca de mi casa. «¡Muy bien, Inés!, —recordé—, ¡muy bien!, —y nos reíamos—, cuando te vengas conmigo a Córdoba, voy a enseñarte a disparar cañones…».
Nunca me fui con él a Córdoba, ni disparé un cañón. Tampoco había vuelto a coger un fusil, pero cuando vi asomar un arma idéntica junto a la bandera blanca del campanario, me agaché para recoger el que había visto antes y se me ocurrió pensar que aquello debía ser como montar en bicicleta, una destreza que nunca se pierde.
—¡Galán, mira! —no me quedó más remedio que pensarlo—, ¡Galán, por favor! —porque ni siquiera chillando logré que me mirara.
Al apoyar el arma en mi hombro, extrañé la presión de la culata, pero no dudé, no vacilé un instante mientras le quitaba el seguro, buscaba un ángulo de tiro y apuntaba a un hombre malherido, la cabeza, las manos, el uniforme manchados de sangre, los movimientos bruscos, mal coordinados, de quien apenas puede tenerse en pie. En un esfuerzo agónico, sacó un brazo por el alféizar de la ventana, se incorporó sobre un codo y sujetó su fusil, para apuntar hacia Galán y Comprendes, que seguían discutiendo a grito pelado, sin más armas que su respectiva indignación, en el centro de la plaza. Yo nunca había tirado sobre un blanco en movimiento, pero cuando le vi inclinar la cabeza hacia su izquierda para acercar el ojo a la mirilla, apunté a su hombro derecho y apreté el gatillo.
Me acordé de todo, excepto de abrir las piernas y prepararme para aguantar el retroceso del cañón, pero mientras me tambaleaba, el estruendo metálico de una campana atronó en el aire de la plaza para revelarme que había hecho un blanco desastroso. El disparo se me había desviado hacia arriba más de un metro, pero antes de que tuviera tiempo de volver a apuntar, escuché otra detonación. Un tirador más certero que yo, acertó al moribundo de tal manera que se desplomó hacia atrás, y su fusil, al caer al suelo, se disparó solo, dejando un impacto redondo, visible a distancia, en el muro de piedra.
—¡Hostia!
El Bocas, que estaba apoyado en la torre, y el Tarugo, que le vendaba el brazo, me miraron con cara de alucinados, antes de descubrir que yo no era la única persona en la plaza que tenía un fusil entre las manos. Machuca todavía no había soltado el suyo cuando echó a andar hacia mí. Mientras me resignaba a aceptar que no era lo mismo darle a una lata a medio metro, que a un tirador agazapado en la ventana de un campanario, comprendí que su puntería había resuelto el desaguisado provocado por mi torpeza.
—Menos mal que le has dado a la campana —al llegar a mi lado, sonrió—, porque si no… Ni lo había visto, la verdad.
Galán y Comprendes necesitaron más tiempo para enterarse de lo que había pasado, pero cuando se reunieron con nosotros, los dos me miraban con los ojos igual de abiertos. Al afrontar su asombro, descubrí que estaba agotada, pero mi cansancio no era sólo físico. Ya no necesitaba hablar con ellos, explicarles lo que había pasado, ni qué estaba haciendo allí. Lo único que quería era marcharme, salir lo antes posible de Vilamós, de Arán, de España, y no volver a ver un uniforme militar en lo que me quedaba de vida.
—Esta mañana he ido a buscar al manco —por eso resumí todo lo que pude—. Quería traértelo, para que te contara la verdad, pero cuando estábamos en su casa, he visto llegar a un comandante del ejército en una furgoneta camuflada, llena de armas, y me he imaginado que te interesaría saberlo. Por eso he venido corriendo —me quité la correa del fusil del hombro y se lo di—. No para estorbar.
Él me miró, cerró los ojos, volvió a abrirlos, abrió también la boca.
—Inés…
—He dejado el caballo en la entrada del pueblo —añadí, al comprobar que no era capaz de decir nada más que mi nombre—, podéis usarlo para trasladar a los heridos. Yo me vuelvo andando. Supongo que, aunque tenga mala puntería, ya no seré sospechosa, ¿no?
Se tapó la cara con las manos y le di la espalda para avanzar entre dos confusas hileras de hombres pasmados, que me miraban a la vez sin decir nada. Su silencio me escoltó hasta que salí del pueblo, pero volví a escuchar la voz de su jefe antes que ninguna otra.
—Si andas tan deprisa, lo único que vas a conseguir es cansarte antes.
Llevaba casi una hora andando al mismo ritmo cuando me dio alcance. Había bajado montado en el estribo del coche donde el médico de Vilamós abandonaba el pueblo, transportando a tres soldados heridos en el asiento trasero. Junto a él, su mujer llevaba sentada en las rodillas a una niña pequeña que me sonrió moviendo la mano en el aire. Le devolví la sonrisa, el saludo, y sólo cuando su cabeza morena y sonriente desapareció, camino de Bosost, me volví a mirar a Galán.
Él me miraba con una expresión que no logré descifrar del todo, sus ojos anclados en una intersección casi perfecta de sentimientos dispares, incluso antagónicos, vergüenza, admiración, inquietud, orgullo, desazón, una sombra muy parecida al miedo, una luz muy parecida al amor. Parado al borde de la carretera, en el mismo lugar donde se había bajado del coche con dos fusiles al hombro, basculaba ligeramente sobre sus piernas. Esperaba que me acercara a él, pero no le complací.
—Toma —se resignó a tomar la iniciativa mientras me tendía uno de los dos fusiles que había traído consigo—. Y perdóname.
Eso fue todo lo que dijo, perdóname, con una naturalidad sorprendente, como si ya estuviera todo hecho, todo dicho, como si no tuviera nada que añadir a aquella palabra liviana, ingenua, pálida, perdóname, un niño que le da un codazo a otro, que falla un gol, que rompe un plato y no dice más que eso, perdóname, lo mismo que había pensado decirle yo cuando salí a su encuentro sin saber aún qué había hecho, qué había dicho, qué era lo que tenía que perdonarme. Perdóname, cuando aún no sabía lo que pensaba de mí, cuando aún no había escuchado que me había acostado con él sin conocerle de nada, ni que unas horas antes había estado dispuesto a detenerme para encerrarme donde decidieran los demás.
—Bueno, ¿qué? ¿Me perdonas?
Y hasta se atrevió a sonreír, a insinuar una sonrisa tímida, apenas ensayada, pero una sonrisa a la que no me dio la gana de responder. No quise coger el fusil y tampoco encontré nada que decir, así que me volví y seguí andando, recontando en voz baja las heridas que no estaba dispuesta a que viera sangrar. Él tuvo que correr para ponerse a mi altura, acopló su paso con el mío y me recomendó que no anduviera tan deprisa, pero no le hice caso. Entonces añadió algo más.
—Y si no comes, tampoco vas a llegar muy lejos… —giré la cabeza hacia la izquierda y vi de nuevo su mano tendida hacia mí, y en ella, un paquete de papel de estraza que no me decidí a aceptar—. Tú me has dado de comer muchas veces —insistió—. Déjame darte de comer esta vez.
«Qué cabrón eres», pensé, pero le miré y ya no pude pensar ni siquiera eso. Aparté mis ojos de los suyos como si me quemaran, cogí el paquete, lo abrí, y al oler su contenido, una tortilla francesa con jamón y unas cuantas rodajas de tomate metidas en media hogaza de pan, me di cuenta de que estaba muerta de hambre. Hasta aquel momento no me había preocupado por eso, pero eran más de las cinco de la tarde, llevaba doce horas de pie, había capturado a un hombre, había disparado sobre otro, había recorrido a caballo más de veinte kilómetros y ni siquiera había desayunado. Cogí el paquete, le di las gracias e, inmediatamente después, la espalda, para ir a sentarme en el borde de la carretera, mirando hacia las montañas, mis pies enterrados entre la hierba alta que bordeaba el asfalto, y comí muy deprisa, tanto que me atraganté, y tuve que hacer una pausa que él aprovechó para acercarse y ofrecerme agua. Después, como si ya hubiera hecho lo más difícil, se sentó en la hierba, frente a mí.
—Lo siento, Inés —me dijo, cuando le devolví la cantimplora—. Lo siento muchísimo, yo… Ni siquiera sé cómo explicarte lo mal que estoy. Lo siento en el alma, de verdad, y entiendo que estés enfadada conmigo, ¿cómo no voy a entenderlo, si me has salvado la vida?
—¿Yo? Si ni siquiera le he acertado…
—Eso es lo de menos. Perdóname, por favor, dime que me perdonas aunque no me hables nunca más —y se dio cuenta antes que yo de lo que pasaba en mi cara—. No llores, Inés, por favor, no llores…
Se acercó a mí, se abrazó a mis piernas, apoyó la cabeza en mis rodillas y siguió hablando mientras yo comía sin dejar de llorar, sin lograr tampoco aplacar un hambre que parecía crecer en cada bocado, mientras sus hombres se acercaban, nos rebasaban, se alejaban por la carretera, y entre ellos, pasaba
Lauro
, tirando de un carro.
—No deberíamos haber sospechado de ti, y yo menos que nadie, es culpa mía, no debería haber sospechado de ti, pero estamos tan solos, tan nerviosos, sin saber qué estamos haciendo aquí, sin saber qué está pasando ahí fuera… Lo que le he dicho antes a Comprendes es verdad. Todo está saliendo mal, al revés de como debería salir. No tenemos nada de lo que nos prometieron. No ha pasado nada de lo que nos juraron que iba a pasar, y cada día nos sentimos más débiles, más solos, rodeados por peligros que no conocemos, de los que ni siquiera sabemos cómo defendernos… Es para volverse loco, nos estamos volviendo locos, eso es lo que pasa… —Estuvimos así mucho tiempo, mientras la tristeza de la tarde caía sobre nosotros, yo sentada en el borde de la carretera, él abrazado a mis piernas hasta que todo se acabó, el llanto, el hambre, las palabras, sus argumentos y mi resistencia. Seguramente, ya le había perdonado cuando le acaricié la cabeza, cuando metí mis dedos en su pelo y le dije que deberíamos seguir antes de que la noche se cerrara del todo. Seguramente, ya le había perdonado, pero no sabía cómo decírselo, cómo explicarle que podía entenderlo todo, aceptar las razones de su soledad, de su miedo, esa desconfianza tan cercana a la estupidez, esa estupidez cerrada herméticamente al aire, a la razón, como las celdas sucias donde florecen los mohos y la locura, pero que no quería volver a tocarle, que volviera a tocarme, porque tenía la piel abierta, porque las heridas me escocían y sus dedos las agravarían, porque avivarían el dolor en lugar de aliviarlo. En Vilamós, ni siquiera me había dado cuenta de lo maltrecha que estaba. En Vilamós, mientras el aire me picaba en la nariz, mientras el enemigo disparaba desde la torre, mientras él se comportaba como lo que era, un minero asturiano en guerra, para abrir el hueco justo, con la dinamita justa, en la pared de la iglesia, yo no era importante, pero en el camino de vuelta, todo era distinto. Él no necesitó que se lo explicara, porque se levantó sin hablar, y sin hablar caminó a mi lado durante más de una hora, hasta que Comprendes vino a buscarnos.