Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (14 page)

Tras dejar pasar a Colin, cerró cuidadosamente la ventana y empezó a buscar aquel objeto en forma de pájaro.

Lo que descubrió sobre las ventanas fue lo siguiente: como las habían modificado para que pudieran abrirse después de diseñarlas para ser inamovibles, eran, en realidad, mucho menos seguras que si las hubieran concebido desde el principio para que pudieran abrirse.

Vaya, vaya, qué curiosa es la vida, estaba pensando, cuando de pronto se dio cuenta de que la habitación en la que tantos esfuerzos le había costado irrumpir no era muy interesante.

Se detuvo, sorprendido.

¿Dónde estaba la extraña forma aleteante?, ¿Dónde había algo que justificara toda aquella necedad, el extraordinario velo de misterio que parecía cubrir aquella habitación y la igualmente extraordinaria secuencia de acontecimientos que parecían haber conspirado para conducirlo hasta allí?

La habitación, como cualquier otra del edificio, estaba decorada con un color gris de un buen gusto asombroso. En la pared había mapas y dibujos. La mayoría no le decían nada, pero entonces descubrió algo que parecía un boceto de algún cartel.

Tenía un logotipo de una especie de pájaro, y un lema que decía: «Guía del autoestopista galáctico Mk 11: lo más asombroso que jamás se haya visto de cualquier cosa.» Ninguna otra información.

Ford volvió a mirar alrededor. Luego su atención fue centrándose poco a poco en Colin, el robot de seguridad absurdamente feliz que, extrañamente, farfullaba de miedo acurrucado en un rincón.

Qué raro, pensó Ford. Miró en torno para ver qué producía aquella reacción en Colin. Entonces vio algo en lo que no se había fijado antes, tranquilamente colocado sobre un banco de trabajo.

Era un objeto circular, negro, más o menos del tamaño de un disco pequeño. Tanto la parte de arriba como la de abajo eran suaves y convexas, de modo que parecía un disco de lanzamiento de peso ligero.

Sus caras ofrecían el aspecto de ser completamente lisas, continuas y sin rasgos característicos.

No hacía nada.

Entonces Ford observó que tenía algo escrito. Qué raro.

Hacía un momento no había nada escrito y ahora, de repente, tenía eso. Entre ambos estados no pareció haber transición alguna.

Lo único que decía, en letras pequeñas y alarmantes, era una sola palabra:

ASÚSTESE

Hacía un momento no había marca ni grieta alguna en su superficie. Ahora sí. Y aumentaban de tamaño.

Asústese, decía la Guía Mk 11. Ford empezó a seguir la recomendación. Acababa de recordar por qué le resultaban familiares las criaturas semejantes a babosas. Su color básico era una especie de gris empresarial, pero en todos los demás aspectos eran exactamente igual que los vogones.

13

La nave aterrizó suavemente en vertical al borde del ancho claro, a unos cien metros del pueblo.

Llegó súbita e inesperadamente, pero con un mínimo de alboroto. Poco antes era una tarde absolutamente normal de principios de otoño— las hojas empezaban a cobrar un tono rojizo y dorado, el río volvía a ensancharse con las lluvias de las montañas del Norte, el plumaje de los pájaros pikka se espesaba ante el presentimiento de las próximas heladas del invierno, los Animales Completamente Normales iniciarían en cualquier momento su atronadora migración por las llanuras y el Anciano Thrashbarg empezaba a murmurar mientras caminaba renqueante por el pueblo, murmullo que significaba ensayo y elaboración de las historias ocurridas el año pasado y que contaría cuando las tardes se acortaran y la gente no tuviera otro remedio que reunirse en torno al fuego para escucharle, refunfuñar y decir que no lo recordaban así-, y en un momento se había plantado allí una nave espacial, reluciente bajo el cálido sol otoñal.

Emitió unos zumbidos y luego se inmovilizó.

No era una nave grande. Si los habitantes del pueblo hubiesen sido expertos en naves espaciales, habrían visto en seguida que era bien maja, una pequeña y elegante Hrundi de cuatro camarotes con todas las opciones del folleto menos la Estabilisis Vectoidal Avanzada, que sólo gustaba a los horteras. Con la Estabilisis Vectoidal Avanzada se podía tomar limpiamente una curva bien cerrada en torno a un eje temporal trilateral. De acuerdo, es un sistema algo más seguro, pero la conducción se hace pesada.

Los aldeanos ignoraban todo eso, desde luego. Allí, en el remoto planeta de Lamuella, la mayoría de la gente no había visto nunca una nave espacial, desde luego ninguna en una sola pieza, y aquélla, con sus cálidos destellos a la luz del atardecer, era lo más extraordinario que les había ocurrido desde el día que Kirp pescó un pez con una cabeza en cada extremo.

Todos enmudecieron.

Mientras que momentos antes dos o tres docenas de personas andaban de un lado para otro, charlando, cortando leña, acarreando agua, molestando a los pájaros pikka o simplemente intentando apartarse con toda cortesía del camino del Anciano Thrashbarg, de pronto se interrumpió toda actividad y todos se volvieron a mirar pasmados aquel objeto extraño.

Bueno, no todos. Los pájaros pikka tendían a asombrarse de cosas completamente distintas. Una hoja de lo más corriente inesperadamente caída sobre una piedra les hacía dar saltitos en un paroxismo de confusión; todas las mañanas la salida del sol les pillaba enteramente por sorpresa, pero la llegada de una nave extraña procedente de otro mundo simplemente no lograba despertarles el mínimo interés. Prosiguieron con su kar, rit y huk mientras picoteaban la tierra en busca de semillas; el río continuó con su tranquilo y espacioso burbujeo.

Además, no cesó el fuerte rumor de una canción desentonada que salía de la última choza.

De pronto, con un clic y un leve zumbido, en la nave se abrió una rampa que se desplegó hacia abajo. Luego, aparte de la estrepitosa canción de la última choza a la izquierda, durante unos minutos no pareció pasar nada más. El objeto permaneció simplemente donde estaba.

Algunos aldeanos, sobre todo los niños, empezaron a acercarse un poco para verlo más de cerca. El Anciano Thrashbarg trató de alejarlos a gritos. Lo que estaba pasando precisamente era algo que al Anciano Thrashbarg no le gustaba que pasara. No lo había vaticinado, ni siquiera aproximadamente, y aunque podría incorporar como fuese todo aquel acontecimiento en su historia continua, realmente empezaba a resultar un poco difícil.

Se adelantó, hizo retroceder a los niños y alzó los brazos enarbolando su antiguo y nudoso bastón. La larga y cálida luz del atardecer realzaba su aspecto. Se preparó a recibir a aquellos dioses como si los estuviera esperando desde siempre.

Siguió sin ocurrir nada.

Poco a poco resultó evidente que dentro de la nave había una especie de discusión. Pasó cierto tiempo y al Anciano Thrashbarg empezaron a dolerle los brazos.

De pronto la rampa volvió a replegarse.

Eso se lo puso fácil a Thrashbarg. Eran demonios y él los había rechazado. El motivo por el cual no lo había vaticinado era que se lo impedían la prudencia y la modestia.

Casi inmediatamente, otra rampa se extendió por el lado opuesto de la nave y al fin aparecieron dos figuras, que siguieron discutiendo sin hacer caso de nadie, ni siquiera de Thrashbarg, a quien ni siquiera veían desde donde estaban.

El Anciano Thrashbarg se mascó airadamente la barba. ¿Seguir allí parado con los brazos en alto? ¿Arrodillarse con la cabeza inclinada hacia adelante y apuntándoles con el bastón? ¿Caerse hacia atrás como abrumado por alguna titánica lucha interior? ¿O quizá largarse al bosque a vivir en un árbol durante un año sin dirigir la palabra a nadie?.

Se decidió por dejar caer los brazos vigorosamente, como si hubiera hecho lo que pretendía hacer. Le dolían de verdad, así que no lo tuvo que pensar mucho. Hizo una pequeña señal secreta que acababa de inventarse hacia la rampa cerrada y luego dio tres pasos y medio hacia atrás, de forma que pudiera echar una buena ojeada a aquella gente, quienquiera que fuese, para decidir qué hacer a continuación.

La figura más alta era una mujer muy atractiva que llevaba ropa suave y arrugada. El Anciano Thrashbarg no lo sabía, pero aquella ropa era de Rymplon, un nuevo tejido sintético que era estupendo para los viajes espaciales porque ofrecía su mejor aspecto cuando estaba completamente arrugado y sudado.

La más baja era una niña. Parecía incómoda y enfadada, llevaba una ropa que ofrecía absolutamente su peor aspecto cuando estaba completamente arrugada y sudada, cosa que ella debía saber casi sin lugar a dudas.

Todo el mundo las observaba, salvo los pájaros pikka, que se fijaban en sus cosas.

La mujer se detuvo y miró a su alrededor. Tenía un aire resuelto. Era evidente que quería algo en concreto, pero no sabía dónde encontrarlo exactamente. Recorrió los rostros de los curiosos aldeanos congregados en torno a ella sin dar muestras de ver lo que estaba buscando.

Thrashbarg no tenía ni idea de qué actitud tomar, y decidió recurrir al cántico. Echó la cabeza atrás y empezó a gemir, pero en seguida le interrumpió un nuevo estallido de la canción procedente de la cabaña del Hacedor de Bocadillos: la última a la izquierda. La mujer volvió bruscamente la cabeza y una sonrisa le afloró poco a poco al rostro. Sin dirigir siquiera una mirada al Anciano Thrashbarg, echó a andar hacia la choza.

Hay un arte en la actividad de hacer bocadillos, y a pocos les está siquiera dado el tiempo necesario para explorarlo en detalle. Es una tarea sencilla, pero las ocasiones de hallar satisfacción son muchas y profundas: elegir el pan adecuado, por ejemplo. El Hacedor de Bocadillos se había pasado muchos meses consultando y experimentando diariamente con Grarp, el panadero, y acabaron creando entre los dos una hogaza de la consistencia y densidad precisas para cortarla en rebanadas delgadas e iguales que al mismo tiempo conservaran su ligereza y humedad junto con lo mejor de ese aroma delicado y estimulante que tan bien realza el sabor de la carne asada del Animal Completamente Normal.

También había que refinar la geometría de la rebanada: la relación exacta entre anchura y profundidad, como también el grosor que daría el adecuado sentido de peso y volumen al bocadillo acabado; en esto, la ligereza también era una virtud, pero también la firmeza, la generosidad y la promesa de jugosidad y deleite que constituye el sello distintivo de una experiencia bocadilleril verdaderamente intensa.

Disponer de los utensilios adecuados era fundamental, por supuesto, y el Hacedor de Bocadillos, cuando no estaba atareado con el Panadero en el horno, pasaba muchos días con Strinder, el Tallador de Herramientas, pesando y equilibrando cuchillos, llevándolos y trayéndolos a la forja. Flexibilidad, fuerza, agudeza dé filo, longitud y equilibrio se discutían con entusiasmo, se exponían teorías, se ensayaban, se perfeccionaban, y muchas tardes se vieron las siluetas del Hacedor de Bocadillos y del Tallador de Herramientas recortadas al contraluz de la forja y el sol poniente, haciendo lentos movimientos circulares en el aire, probando un cuchillo tras otro, comparando el peso de éste con el equilibrio de aquél, la flexibilidad de un tercero y la guarnición de la empuñadura de un cuarto.

En total hicieron falta tres cuchillos. El primero para cortar el pan: una hoja firme, autoritaria, que imponía una voluntad clara y definida ante la hogaza. Luego, el cuchillo para untar la mantequilla, que era un objeto liviano y maleable pero de firme espinazo a pesar de todo. Las versiones primitivas habían sido demasiado elásticas, pero ahora, la combinación de flexibilidad con un núcleo firme era exactamente lo justo para lograr el máximo de gracia y suavidad en la untura.

El instrumento principal era, desde luego, el cuchillo de trinchar. Esa hoja no se limitaba a imponer su voluntad sobre el medio en que se movía, como el cuchillo del pan; debía trabajar con él, guiarse por la fibra de la carne, producir ronchas de la más exquisita consistencia y finura que se separaban del trozo de carne en diáfanos pliegues. El Hacedor de Bocadillos, con un suave movimiento de muñeca, colocaba entonces la loncha en la rebanada inferior del pan, magníficamente equilibrada, la recortaba con cuatro hábiles toques y finalmente realizaba la magia que los niños del pueblo esperaban con tanta ansia para congregarse a su alrededor y contemplarla extasiados con arrobada atención. Con sólo otras cuatro diestras pasadas de cuchillo reunía los recortes en un rompecabezas cuyas piezas encajaban perfectamente y los colocaba sobre la rebanada de arriba. El tamaño y la forma de los recortes eran diferentes para cada bocadillo, pero el Hacedor de Bocadillos siempre los disponía sin esfuerzo ni vacilación en un perfecto dibujo geométrico. Una segunda capa de carne y otra capa de recortes, y el primer acto de creación quedaba consumado.

El Hacedor de Bocadillos pasaba entonces la obra a su ayudante, que añadía unas ronchas de frespinillo y flábano con un toque de salsa de pasifresa para luego colocar la rebanada de encima y cortar en dos el bocadillo con un cuarto cuchillo de lo más corriente. No es que tales operaciones no requiriesen también su destreza, pero eran habilidades menores ejecutadas por un aprendiz aplicado que algún día sucedería al Hacedor de Bocadillos cuando éste acabara colgando las herramientas. Era una posición privilegiada y aquel aprendiz, Drimple, atraía la envidia de sus semejantes. En el pueblo los había que se contentaban con cortar leña y otros que eran dichosos acarreando agua, pero ser el Hacedor de Bocadillos era la felicidad suma.

De manera que el Hacedor de Bocadillos cantaba al trabajar.

Estaba utilizando el resto de la carne salada de aquel año. Ya había perdido un poco, pero el exquisito sabor de la carne del Animal Completamente Normal seguía siendo algo insuperable con respecto a toda la experiencia anterior del Hacedor de Bocadillos. Se había previsto que a la semana siguiente los Animales Completamente Normales volverían a aparecer en su habitual migración, con lo que todo el pueblo se vería sumido una vez más en una frenética actividad: cazar Animales, matar seis, incluso siete docenas de los millares que pasaban como una exhalación. Luego había que limpiarlos, descuartizarlos y salar la mayor parte de la carne para conservarla durante los meses de invierno hasta la primavera, cuando se producía la migración de regreso que volvería a abastecerles de provisiones.

La mejor carne se asaba en seguida para la fiesta que señalaba la llegada del otoño. Los festejos duraban tres días de absoluta exuberancia, de bailes e historias que el Anciano Thrashbarg contaba sobre las incidencias de la caza, narraciones que él se dedicaba a inventar en su cabaña mientras el resto del pueblo salía a cazar.

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