Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (3 page)

—No.

—No hay más mensajes para usted.

Clic.

Tricia suspiró y volvió a marcar.

Esta vez le dio de entrada su nombre y el número de habitación. La telefonista no dio la menor señal de acordarse de que habían hablado menos de diez segundos antes.

—Estaré en el bar— explicó Tricia—. En el bar. Si tengo alguna llamada, ¿querría pasármela al bar, por favor?

—¿Nombre?

Lo repitieron un par de veces más hasta que Tricia tuvo la seguridad de que todo lo que podía estar claro lo estaba dentro de lo posible.

Se duchó, se cambió de ropa, se retocó el maquillaje con rapidez profesional y, mirando a la cama con un suspiro, volvió a salir de la habitación.

A punto estuvo de escabullirse y esconderse en algún sitio.

No. En realidad, no.

Mientras esperaba el ascensor, se miró en el espejo del pasillo. Tenía aspecto tranquilo y seguro, y si era capaz de engañarse a sí misma, podría engañar a cualquiera.

Para zanjar la cuestión, no tenía más remedio que ponerse desagradable con Gail Andrews. De acuerdo, se lo había hecho pasar mal. Lo siento, pero todos estamos en ese juego: esa clase de cosas. Ms. Andrews había aceptado la entrevista porque acababa de publicar un libro, y salir en televisión era publicidad gratis. Pero no había lanzamientos gratuitos. No, desechó esa argumentación.

Esto es lo que había pasado:

La semana anterior los astrónomos anunciaron que al fin habían descubierto un décimo planeta, más allá de la órbita de Plutón. Hacía años que lo buscaban, guiándose por determinadas anomalías orbitales de los planetas más lejanos, y ahora que lo habían encontrado estaban tremendamente satisfechos y todo el mundo se alegraba mucho, y así sucesivamente. El planeta recibió el nombre de Perséfone, pero en seguida le llamaron Ruperto, mote derivado del loro de un astrónomo— en torno a esto había una historia aburrida y sensiblera-, y todo era maravilloso y encantador.

Por diversas razones, Tricia había seguido la historia con sumo interés.

Entonces, cuando intentaba encontrar una buena justificación para viajar a Nueva York a expensas de su compañía de televisión, leyó por casualidad una reseña periodística sobre Gail Andrews y su nuevo libro, Tú y tus planetas.

Gail Andrews no era exactamente un nombre conocido, pero en cuanto se mencionaba el presidente Hudson, nata montada y la amputación de Damasco (el mundo había avanzado desde los ataques quirúrgicos; en realidad, el nombre oficial había sido «Damascectomía», que significaba «extirpación» de Damasco), todo el mundo recordaba quién era.

Tricia vio en ello una idea interesante y se apresuró a convencer a su productor.

Desde luego, la idea de que unos peñascos gigantescos que giraban en el espacio estuvieran al corriente de algún aspecto desconocido del destino personal debía quedar bastante en entredicho por el hecho de que repente apareciese por ahí un nuevo montón de piedras cuya existencia se ignoraba hasta entonces.

Debía invalidar algunos cálculos, ¿no?

¿Qué pasaba con todas aquellas cartas astrales, movimientos planetarios y demás? Todos sabíamos (claro está) qué ocurría cuando Neptuno estaba en Virgo y esas cosas, pero ¿qué ocurría cuando el ascendiente estaba en Ruperto? ¿Tendría que reconsiderarse toda la astrología? ¿No sería una buena ocasión para reconocer que no era sino un montón de bazofia para cerdos y dedicarse en cambio a la cría de esos animales, cuyos principios tenían cierta especie de fundamento racional? Si se hubiera conocido tres años antes la existencia de Ruperto, ¿habría degustado el presidente Hudson el sabor a moras los jueves en lugar de los viernes? ¿Seguiría Damasco en pie? Esa clase de cosas.

Gail Andrews se lo había tomado relativamente bien. Empezó a recuperarse del asalto inicial cuando cometió un error bastante grave: intentó librarse de Tricia hablando alegremente de arcos diurnos, de ascensiones completas y de los aspectos más abstrusos de la trigonometría tridimensional.

Descubrió pasmada que todo lo que le había largado a Tricia le venía de vuelta a mayor velocidad de la que ella era capaz de asimilar. Nadie había advertido a Gail que, para Tricia, ser una estrella de televisión constituía su segunda actividad en la vida. Tras el carmín Chanel, la coupe sauvage y las lentes de contacto azul claro había un cerebro que había logrado por sí solo, en una fase anterior y abandonada de su vida, una licenciatura cum laude en matemáticas y un doctorado en astrofísica.

Al entrar en el ascensor, Tricia, con cierta aprensión, se dio cuenta de que se había dejado el bolso en la habitación y dudó en volver por él. No. Probablemente estaba más seguro allí y no necesitaba nada en especial. Dejó qué la puerta se cerrase tras ella.

Además, pensó con un profundo suspiro, si algo había aprendido en la vida era esto: Nunca vuelvas por el bolso.

Al iniciar el descenso, contempló con atención el techo del ascensor. Quien no conociese bien a Tricia McMillan habría pensado que ésa era exactamente la manera como a veces se levantan los ojos cuando se intenta contener las lágrimas. Pero estaba observando la minúscula cámara de seguridad montada en una esquina.

Un momento después salió del ascensor y, a paso bastante vivo, se dirigió de nuevo al mostrador de recepción.

—Bueno, voy a escribirlo— anunció— porque no quiero que haya ninguna confusión.

Escribió su nombre con letras mayúsculas, su número de habitación y «EN EL BAR», y tendió el papel al recepcionista, que lo examinó.

—Por si acaso hay algún mensaje para mí. ¿De acuerdo? El recepcionista siguió mirando la nota.

—¿Quiere que vea si está en su habitación?— preguntó.

Dos minutos después cruzó la puerta giratoria del bar y se sentó junto a Gail Andrews, que estaba en la barra frente a una copa de vino blanco.

—Tenía la impresión de que era usted de las personas que prefieren sentarse en la barra en vez de discretamente a una mesa— le dijo.

Era cierto, y pilló a Tricia un poco de sorpresa.

—¿Vodka?— sugirió Gail.

—Sí— convino Tricia, recelosa. Apenas pudo reprimir la pregunta: «¿Cómo lo sabe?» Pero Gail se lo dijo de todos modos.

—He preguntado al barman— le explicó con una amable sonrisa.

El barman ya le tenía preparado el vodka y, con un elegante movimiento, lo deslizó por la reluciente caoba.

—Gracias— dijo Tricia, removiendo bruscamente la copa.

No sabía cómo interpretar aquella repentina amabilidad, y decidió no dejarse confundir por ella. En Nueva York, la gente no era amable sin razón.

—Ms. Andrews— dijo en tono firme—. Lamento que no esté satisfecha. Probablemente pensará que esta mañana he sido un poco dura con usted, pero al fin y al cabo la astrología no es más que un pasatiempo popular, lo que está muy bien. Forma parte de la industria del espectáculo, le ha reportado a usted buenos beneficios, y eso es todo. Es divertido. Pero no es una ciencia, y no debemos confundir las cosas. Creo que eso es lo que hemos demostrado perfectamente esta mañana, al tiempo que entreteníamos al público, cosa con la que ambas nos ganamos la vida. Siento que no le haya parecido bien.

—Yo estoy completamente satisfecha— aseguró Gail Andrews.

—Ah— repuso Tricia, no del todo segura de cómo interpretar aquello—. En su recado decía que no estaba satisfecha.

—No. En mi mensaje decía que, en mi opinión, usted no estaba satisfecha y me preguntaba por qué.

Tricia tuvo la impresión de que le daban una patada en la nuca. Parpadeó.

—¿Cómo?— inquirió con voz queda.

—Tenía algo que ver con los astros. En nuestra discusión parecía usted muy enfadada e insatisfecha por algo relacionado con los astros y los planetas, y me quedé preocupada. Por eso he venido a ver si se encontraba bien.

—Ms. Andrews— empezó a decir Tricia, sin apartar los ojos de ella, pero se dio cuenta de que, por el tono que acababa de emplear, parecía precisamente enfadada e insatisfecha y eso debilitaba bastante la protesta que trataba de manifestar.

—Llámeme Gail, por favor, si le parece bien.

Tricia se quedó perpleja.

—Ya sé que la astrología no es una ciencia— prosiguió Gail—. Claro que no. No es más que un conjunto arbitrario de normas como el ajedrez, el tenis o ¿cómo se llama ese extraño juego que practican ustedes en Gran Bretaña?

—Humm... ¿El críquet? ¿El desprecio de sí mismo?

—La democracia parlamentaria. Las normas por las que se rige, más o menos. No tienen sentido alguno salvo por sí mismas. Pero cuando esas normas se aplican, se desencadena toda clase de procesos y se empieza a descubrir toda clase de cosas sobre la gente. Resulta que en la astrología las normas se aplican a los astros y los planetas, pero las consecuencias serían las mismas si se refiriesen a los patos y los ánades. No es más que una forma de meditar que permite poner al descubierto la estructura de un problema. Cuanto más normas haya, cuanto más reducidas y arbitrarias sean, mejor. Es como arrojar un puñado de polvo de grafito sobre un papel para ver dónde están las marcas del lápiz. Permite ver las palabras escritas en el papel que estaba encima. El grafito no tiene importancia. Sólo es el medio de revelar las marcas. Así que ya ve, la astrología no tiene nada que ver con la astronomía. Sólo con personas que meditan sobre otras personas.

»De modo que, cuando esta mañana enfocó usted de forma tan emocional el tema de los astros y los planetas, empecé a pensar: en realidad no le molesta la astrología, está furiosa e insatisfecha precisamente con los astros y los planetas. Normalmente, las personas sólo se sienten tan furiosas e insatisfechas cuando han perdido algo. Eso es lo único que se me ocurrió, y no pude encontrar otra explicación. Así que vine a ver si se encontraba bien.

Tricia se quedó pasmada.

Una parte de su mente ya había empezado a elaborar toda clase de argumentos. Preparaba todas las refutaciones posibles sobre la ridiculez de los horóscopos publicados en la prensa y los trucos estadísticos que presentaban a los lectores. Pero esa actividad se fue apagando paulatinamente al comprender que el resto de su mente no le hacía caso. Estaba absolutamente perpleja.

Acababa de escuchar, por boca de una completa desconocida, algo que había mantenido en secreto durante diecisiete años.

Se volvió a mirar a Gail.

—Yo...

Se interrumpió.

Detrás de la barra, una diminuta cámara de seguridad se había desplazado para seguir sus movimientos. Eso la despistó completamente. La mayoría de la gente no habría reparado en ello. No estaba pensado para que lo notaran. No se pretendía dar a entender que, hoy día, ni siquiera un hotel caro y elegante de Nueva York podía estar seguro de que sus clientes no iban a sacar de pronto una pistola o no llevar corbata. Pero por cuidadosamente oculta que estuviera tras la botella de vodka, no podía engañar al finísimo instinto de una presentadora de televisión, acostumbrado a saber exactamente en qué momento se movía la cámara para enfocarla.

—¿Ocurre algo?— preguntó Gail.

—No, yo... tengo que confesar que me ha dejado bastante perpleja— contestó Tricia. Decidió no hacer caso de la cámara de seguridad. No eran más que imaginaciones suyas, debido a que aquel día ya tenía demasiada televisión en la cabeza. No era la primera vez que le pasaba. Estaba convencida de que una cámara de control de tráfico se volvió para seguirla cuando pasó frente a ella, y en los almacenes Bloomingdale una cámara de seguridad pareció tener especial interés en vigilarla mientras se probaba unos sombreros. Era evidente que se estaba volviendo chalada. Incluso llegó a imaginar que un pájaro la observaba con particular atención en Central Park.

Decidió quitárselo de la cabeza y dio un sorbo al vodka.

Alguien recorría el bar preguntando por míster MacManus.

—Muy bien— dijo Tricia, soltándolo de pronto—. No sé cómo lo ha descubierto, pero yo...

—No lo he descubierto, como usted dice. Me he limitado a escucharla.

—Me parece que me he perdido una vida completamente distinta.

—Eso le pasa a todo el mundo. A cada momento del día. Cada decisión, cada aliento que tomamos, abre unas puertas y cierra otras muchas. La mayoría de las veces no lo notamos. Pero otras sí. Parece que usted ha caído en la cuenta.

—Sí, claro que sí. Perfectamente. Se lo voy a contar. Es muy sencillo. Hace muchos años conocí a un chico en una fiesta. Dijo que era de otro planeta y me invitó a irme con él. Le contesté que muy bien, de acuerdo. Era esa clase de fiesta. Le dije que me esperase mientras iba por el bolso y que me gustaría marcharme con él a otro planeta. Me aseguró que no necesitaría el bolso. Repuse que estaba claro que venía de un planeta muy atrasado, pues de otro modo sabría que una mujer siempre necesita llevar consigo el bolso. Se impacientó un poco, pero yo no estaba dispuesta a ser presa fácil sólo porque dijese que era de otro planeta.

»Subí al primer piso. Tardé un rato en encontrar el bolso y luego estaba ocupado el cuarto de baño. Cuando bajé, él ya no estaba.

Hizo una pausa.

—¿Y...?— dijo Gail.

—La puerta del jardín estaba abierta. Salí a la calle. Había luces. Un objeto destellante. Llegué justo a tiempo de ver cómo se elevaba en el aire para luego desaparecer a toda velocidad entre las nubes. Eso fue todo. Fin de la historia. Fin de una vida y comienzo de otra. Pero apenas pasa un momento de esta vida sin que me pregunte por mi otro yo. Un yo que no hubiese vuelto por el bolso. Tengo la impresión de que ese otro yo anda por ahí, en alguna parte, y yo soy su sombra.

Un miembro del personal del hotel recorría ahora el bar preguntando por míster Miller. Nadie se llamaba así.

—¿Cree verdaderamente que esa... persona era de otro planeta?— preguntó Gail.

—Sí, desde luego. Estaba la nave espacial. Ah, y además tenía dos cabezas.

—¿Dos? Y nadie más se dio cuenta?

—Era uña fiesta de disfraces.

—Ya entiendo...

—Llevaba encima una jaula de pájaro, claro está. Cubierta con un paño. Decía que tenía un loro. Daba golpecitos en la jaula y salían graznidos y un montón de estúpidos «Lorito bonito» y esas cosas. Luego retiró el paño un momento y soltó una estruendoso carcajada. Había otra cabeza que reía al tiempo que él. Le aseguro que fue un momento preocupante.

—Creo que quizá hizo usted lo que debía, ¿no le parece, querida?

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