Invisible (29 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Intriga, #Otros, #Drama

Ahora estoy en la cama, dentro de la bóveda de una mosquitera blanca. Tengo el cuerpo untado con un odioso menjunje que se llama OFF, un repelente de mosquitos que huele a productos químicos tóxicos, posiblemente letales, y las verdes espirales de insecticida arden despacio a cada lado de la cama, emitiendo pequeñas y curiosas estelas de humo.

Me pregunto qué estoy haciendo aquí.

26/6. Nada durante dos días. Ha sido imposible escribir, encontrar un momento de paz, pero ahora que me he marchado de la Colina de la Luna y voy de vuelta a París, puedo reanudar la historia en donde la dejé y proseguirla hasta el amargo final. Amargo es justamente el término que quiero utilizar aquí. Me siento amargada por lo que pasó, y sé que ese amargo sabor de boca me acompañará durante mucho tiempo. Todo empezó a la mañana siguiente, el día después de mi llegada a la casa, el veinticuatro. Tomando el desayuno en el comedor, R. B. dejó despacio la taza de café, me miró a los ojos y me pidió que me casara con él. Era una proposición tan ridícula, tan completamente inesperada, que me eché a reír.

—No lo dirás en serio —respondí.

—¿Por qué no? Yo estoy solo aquí. Tú no tienes a nadie en París, y si te vinieras a Quillia a vivir conmigo, te haría la mujer más feliz del mundo. Somos perfectos el uno para el otro, Cécile.

—Eres demasiado viejo para mí, querido amigo.

—Ya has estado casada con un hombre mayor que yo.

—Precisamente. Stéphane ha muerto, ¿no? No tengo ganas de convertirme en viuda otra vez.

—Ah, pero yo no soy Stéphane, ¿verdad? Estoy fuerte, gozo de perfecta salud. Me quedan muchos años por delante.

—Por favor, Rudolf. Es imposible.

—Olvidas lo mucho que nos adorábamos.

—Me gustabas. Siempre me has gustado, pero nunca te he adorado.

—Hace años, quise casarme con tu madre. Pero no era más que una excusa. Deseaba vivir con ella para estar cerca de ti.

—Eso es absurdo. Yo entonces era una niña; una chica torpe, sin desarrollar. Tú no sentías interés alguno por mí.

—Todo marchaba muy bien. Algo estaba a punto de ocurrir, y habría sucedido, porque los tres lo deseábamos, pero entonces vino a París aquel chico norteamericano y lo echó todo a perder.

—No fue por él. Lo sabes. Mi madre no creyó su historia, y yo tampoco.

—Hiciste bien en no creerle. Era un embustero, un muchacho retorcido y traicionero que se volvió contra mí y trató de destrozarme la vida. Sí, he cometido tremendos errores a lo largo de los años, pero matar a aquel chico en Nueva York no fue uno de ellos. Tu novio se lo inventó todo.

—¿Mi novio? Esa sí que es buena. Adam Walker tenía cosas mejores que hacer que enamorarse de alguien como yo.

—Y pensar… que fui yo quien te lo presenté. Creía que te estaba haciendo un favor. Qué manera de salírseme el tiro por la culata.

—Verdaderamente me hiciste un favor. Y luego acabé insultándolo. Le dije que estaba loco. Que deberían arrancarle la lengua.

—Eso no me lo habías dicho. Bien hecho, Cécile. Me siento orgulloso de ti por mostrar tal firmeza de espíritu. El chico se llevó su merecido.

—¿Su merecido? ¿Qué significa eso?

—Me refiero a su apresurada marcha de Francia. Sabes por qué se fue, ¿no?

—Se fue por culpa mía. Porque le escupí en la cara.

—No, no, no fue por algo tan simple.

—¿De qué estás hablando?

—Lo deportaron. La policía lo pilló con tres kilos de estupefacientes: marihuana, hachís, cocaína, no me acuerdo ahora de la sustancia. Lo denunció el gerente de aquel hotel asqueroso en que vivía. Los polis registraron su habitación, y aquél fue el fin de Adam Walker. Tenía dos opciones: ir a juicio o marcharse del país.

—¿Adam con droga? No es posible. Estaba contra las drogas, las odiaba.

—Según la policía, no.

—¿Y cómo sabes tú eso?

—El juez instructor era amigo mío. Me contó el caso.

—Qué oportuno. ¿Y por qué iba a molestarse en hablar contigo de una cosa así?

—Porque sabía que yo conocía a Walker.

—Tuviste algo que ver en todo eso, ¿verdad?

—Pues claro que no. No seas tonta.

—Interviniste. Admítelo, Rudolf. Fuiste tú quien echó a Adam del país.

—Te equivocas, cariño. No digo que sintiera verlo marchar, pero yo no fui responsable de nada.

—Hace tantísimo tiempo. ¿Por qué mentir sobre eso ahora?

—Lo juro por la tumba de tu madre, Cécile. No tuve nada que ver con eso.

No sabía qué pensar. Quizá estaba diciendo la verdad, aunque a lo mejor no, pero en cuanto mencionó la tumba de mi madre, comprendí que ya no quería estar con él en el comedor. Me sentía muy disgustada, muy cerca de las lágrimas, muy confusa para seguir hablando. Primero su demencial proposición de matrimonio, y luego sus horribles noticias sobre Adam, y de pronto no podía seguir sentada más tiempo a aquella mesa. Me levanté de la silla, le dije que no me encontraba bien, y me retiré rápidamente a mi habitación.

Media hora después, R. B. llamó a la puerta y preguntó si podía pasar. Vacilé unos momentos, preguntándome si tendría fuerzas para estar de nuevo cara a cara con él. Antes de que pudiera decidirme, volvió a llamar, más fuerte y con mayor insistencia que antes, y seguidamente abrió la puerta él mismo.

—Lo siento —dijo mientras avanzaba pesadamente con su voluminoso cuerpo medio desnudo hacia una butaca en el rincón del cuarto—. No era mi intención ponerte nerviosa. Me parece que no lo he planteado bien. —¿Planteado? ¿Plantear qué?

Mientras R. B. se instalaba en la butaca, yo me senté en un pequeño banco de madera bajo la ventana. No estábamos a más de un metro de distancia. Después de mi brusca marcha del comedor hubiera preferido que no viniera a verme tan pronto, pero parecía lo bastante contrito como para pensar que sería posible proseguir la conversación.

—¿Plantear qué? —repetí.

—Cierto…, ¿cómo expresarlo…?, cierto futuro…, posibles planes domésticos para el futuro.

—Lamento decepcionarte, Rudolf, pero no me interesa el matrimonio. Ni contigo ni con nadie.

—Sí, lo sé. Esa es tu postura hoy, pero mañana quizá tengas una perspectiva diferente del asunto.

—Lo dudo.

—Ha sido un error no hacerte partícipe de mis pensamientos. Estoy acariciando esta idea desde que recibí tu carta el mes pasado, y después de darle vueltas en la cabeza durante tanto tiempo, me pareció real, como si todo lo que tenía que hacer para materializarla era expresarla en voz alta. Puede que haya estado demasiado solo estos últimos seis años. A veces confundo mis pensamientos sobre el mundo con la realidad misma. Si te he ofendido, lo siento.

—No me has ofendido. Sorprendido sería la palabra adecuada, supongo.

—Dada tu postura, o la posición que adoptas ahora, en cualquier caso, me gustaría sugerir un experimento. Una experiencia en forma de propuesta de trabajo. ¿Recuerdas el libro de que te hablé en una de mis cartas?

—Mencionaste que estabas tomando notas para unas memorias que querías escribir.

—Exacto. Estoy casi preparado para empezar, y quiero que me ayudes. Quiero que escribamos el libro conjuntamente.

—Te olvidas de que tengo trabajo en París. Una ocupación que significa mucho para mí.

—Cualquiera que sea el salario que tengas en el CNRS, yo te lo doblo.

—No es cuestión de dinero.

—No te pido que dejes tu trabajo. Lo único que tienes que hacer es solicitar un permiso por tiempo indefinido. Escribir el libro nos llevaría alrededor de un año, y si cuando terminemos no quieres seguir aquí conmigo, te vuelves a París. Mientras, ganarás el doble que ahora, con alojamiento y pensión gratis, a propósito, y entretanto quizá descubras que quieres casarte conmigo. Un experimento en forma de propuesta de trabajo. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

—Sí, lo entiendo. Pero ¿por qué habría de interesarme trabajar en un libro de otra persona? Yo ya tengo mi propio trabajo.

—Una vez que sepas de lo que trata el libro, te interesará.

—Trata de tu vida.

—Sí, pero ¿sabes tú algo de mi vida, Cécile?

—Eres un profesor universitario jubilado, que daba clases de política interior y asuntos internacionales.

—Entre otras cosas, sí. Pero no sólo enseñaba política, también trabajaba para el gobierno.

—¿Para el gobierno francés?

—Naturalmente. Soy francés, ¿no?

—¿Y qué clase de trabajo hacías?

—Misiones secretas.

—Misiones secretas… ¿Estás hablando de espionaje?

—Tejemanejes en sus múltiples formas, cariño. —Vaya, vaya. No tenía ni idea.

—Para mí todo arranca en Argelia. Empecé joven, y seguí trabajando para ellos justo hasta el final de la guerra fría.

—En otras palabras, tienes algunas historias apasionantes que contar.

—Más que apasionantes. Historias que te helarían la sangre en las venas.

—¿Y te permiten publicar esas cosas? Creía que había leyes que prohibían desvelar secretos de Estado a los funcionarios del gobierno.

—Si tenemos algún problema, volveremos a escribir el texto y lo publicaremos como una novela; con tu nombre.

—¿Con mi nombre?

—Sí, con tu nombre. Yo me quedaré al margen, y tú podrás llevarte todos los méritos.

Ya no creía ni una palabra de lo que estaba diciendo. Cuando salió de la habitación, tenía la seguridad de que R. B. se había vuelto loco, que había perdido la cabeza y estaba como una cabra. Había pasado demasiados años en Quillia, y el sol del trópico le había recalentado los sesos, empujándolo al borde de la demencia. Espionaje. Matrimonio. Memorias que se transformaban en novelas. Era como un niño, una criatura desesperada que se inventaba cosas sobre la marcha, diciendo lo primero que le venía a la cabeza y luego dándole vueltas hasta convertirlo en una ficción que se ajustara a su propósito en un momento determinado; en este caso, la estrafalaria idea, enteramente ridícula, de que quería contraer matrimonio conmigo. No podía querer que nos casáramos. Era imposible. Pero aunque así fuese, eso sólo demostraría que no estaba en sus cabales.

Le seguí la corriente, haciendo como si me tomara en serio su experimento en forma de propuesta de trabajo. ¿Me daba miedo llevarle la contraria, o trataba simplemente de evitar una escena desagradable? Un poco de las dos cosas, supongo. No quería decir nada que pudiera enfadarlo, pero al mismo tiempo la conversación me parecía insoportablemente aburrida, y quería librarme de su presencia lo antes posible. Así que lo pensarás, ¿verdad?, preguntó. Sí, le contesté, te prometo que lo pensaré. Pero antes de que tome una decisión, tienes que darme más detalles del libro. Pues claro, respondió, no faltaba más. Ahora tengo que hacer unas cosas con Samuel, pero podemos hablar de ello durante el almuerzo. Luego me dio una palmadita en la mejilla y sentenció: Me alegro de que hayas venido. El mundo nunca me ha parecido tan hermoso.

No fui a almorzar. Dije que no me encontraba bien, lo que era en parte cierto y en parte mentira. Podía haber ido de habérmelo propuesto, con un poco de fuerza de voluntad, pero no tenía ánimo para hacer esfuerzos, y no me apetecía. Necesitaba descansar de R. B., y también del viaje, que me había dejado para el arrastre. Estaba agotada, desorientada por el desfase horario, exhausta. Sin molestarme en quitarme la ropa, me tumbé en la cama y me eché una siesta de tres horas. Me desperté sudando, chorreando sudor por todos los poros, la boca seca, la cabeza retumbándome. Me desnudé, fui al baño, colgué una de las bolsas de plástico llenas de agua en el gancho de la ducha, abrí la espita, y dejé que el agua se precipitara sobre mi cabeza. Una ducha tibia en el calor de mediodía. El baño se encontraba al aire libre, un pequeño espacio semejante a una hornacina excavada en la roca y colgada en la cima del acantilado, sin nada frente a mis pies salvo el inmenso y destellante océano. El mundo nunca había sido tan hermoso. Sí, dije para mis adentros, éste es sin duda un lugar precioso, pero es una belleza áspera, inhóspita, y ya estoy deseando marcharme de aquí.

Pensé en escribir el diario, pero estaba muy nerviosa para quedarme sentada. Entonces se me ocurrió que no debía hacer anotaciones durante mi estancia. ¿Qué pasaría si R. B. entraba a hurtadillas en mi cuarto y descubría el diario, me pregunté, y veía las cosas que escribía sobre él? Se armaría un follón de pánico. Incluso podría correr peligro.

Intenté leer, pero en aquellos momentos tal actividad se encontraba fuera del alcance de mis facultades de concentración. Todos los libros inútiles que había metido en la maleta para las vacaciones al sol. Novelas de Bernhard y Vila-Matas, poemas de Dupin y Du Bouchet, ensayos de Sacks y Diderot: todos libros valiosos, pero ya inútiles, ahora que había llegado a mi destino.

Me senté en la butaca cerca de la ventana. Deambulé por el cuarto. Volví a sentarme en el sillón.

¿Y si R. B. no se había vuelto loco?, me pregunté. ¿Y si estaba jugando conmigo, proponiéndome matrimonio con objeto de tomarme el pelo y burlarse de mí, de divertirse un poco a mi costa? Eso también podía ser. Cualquier cosa era posible.

Aquella noche bebió mucho en la cena. Un par de buenos ponches de ron antes de sentarnos a la mesa, seguidos de generosas dosis de vino a lo largo de la cena. Al principio, el alcohol no parecía hacerle ningún efecto. Con aire solícito me preguntó si me encontraba mejor, y le dije que sí, que la siesta me había sentado de maravilla, y charlamos de cosas sin importancia, intrascendentes, sin mencionar el matrimonio, ni mentar a Adam Walker, ni aludir a libros sobre actividades de servicios secretos que podían convertirse en novelas. Aunque hablábamos en francés, me pregunté si no le gustaba sacar a relucir esas cuestiones delante del servicio. También me pregunté si no se estaba volviendo viejo, si no se encontraba en las primeras fases del Alzheimer o la demencia senil, y sencillamente se le habían olvidado las cosas que habíamos hablado por la mañana. A lo mejor las ideas le revoloteaban en la cabeza como mariposas o mosquitos: nociones efímeras que iban y venían con tal rapidez que ya no podía seguirles la pista.

A los diez minutos de empezar a comer, sin embargo, se puso a hablar de política. No en un plano personal, no de historias surgidas de sus propias experiencias, sino de forma abstracta, teórica, en un tono bastante profesoral que debía de haber empleado durante casi toda su vida adulta. Empezó con el Muro de Berlín. En Occidente todo el mundo se alegró mucho cuando cayó el Muro, afirmó, todos pensaban que una nueva era de paz y amor fraterno había amanecido sobre la tierra, pero en realidad constituyó uno de los acontecimientos más alarmantes de los últimos tiempos. Por desagradable que pudiera haber sido, la guerra fría había mantenido unido al mundo durante cuarenta y cuatro años, y ahora que se había esfumado el simple universo binario compuesto de blanco y negro, nuestro bando contra el suyo, habíamos entrado en un periodo de caos e inestabilidad semejante al de los años previos a la Primera Guerra Mundial. La destrucción mutua garantizada, la demencia. Era una concepción aterradora, sí, pero cuando media humanidad está en condiciones de desintegrar a la otra media, y cuando esa otra media se encuentra en posición de hacer desaparecer a la primera, ninguna de las dos apretará el gatillo. Punto muerto permanente. La respuesta más elegante a la agresión militar en la historia de la humanidad.

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