Invisible (8 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Intriga, #Otros, #Drama

Estoy casi seguro de que creyeron mi historia. Les di la nota de Born, para empezar, y aunque no llevaba firma, mencionaba la navaja, formulaba una amenaza explícita, y si había alguna duda sobre la identidad de su autor, un perito en caligrafía podría confirmar fácilmente que era obra de Born. Estaba además la mancha de sangre cerca de la esquina de Riverside Drive con la calle Ciento doce Oeste. Y también mi llamada de emergencia a la ambulancia, que coincidía con la que tenían grabada, así como el hecho adicional de que estaba en condiciones de asegurar que nadie había estado presente en la escena del crimen cuando llegó la ambulancia. Al principio, se mostraron reacios a creer que un profesor de la Facultad de Relaciones Internacionales de la Universidad de Columbia pudiera cometer tan repugnante asesinato callejero, y mucho tememos que tal persona fuese por ahí con una navaja automática en el bolsillo, pero al final me aseguraron que lo investigarían. Me marché de la comisaría convencido de que el asunto pronto quedaría cerrado. Era a finales de mayo, lo que significaba que quedaban dos o tres semanas para que terminara el semestre, y como había dejado pasar seis largos días después del hallazgo del cadáver de Williams antes de informar a la policía, me figuré que Born pensaría que su nota de amenaza había cumplido su objetivo. Pero me equivocaba, estaba lamentable y trágicamente equivocado. Tal como habían prometido, los agentes fueron a interrogarlo, pero en la secretaría de la facultad enseguida se enteraron de que el profesor Born había vuelto a París a principios de semana. Su madre había fallecido de repente, les informaron, y con lo poco que quedaba para finalizar el semestre, de sus últimas clases se iba a hacer cargo un sustituto. En resumen, el profesor Born no iba a volver.

Había tenido miedo de mí, después de todo. A pesar de la nota, había supuesto que no haría caso de su amenaza y que iría a la policía de todos modos. Sí, fui; pero no con la suficiente presteza, ni mucho menos, y como le había dado esa ventaja, aprovechó la oportunidad para escapar, abandonando el país y eludiendo la jurisdicción de los tribunales de Nueva York. Yo sabía a ciencia cierta que la historia sobre la muerte de su madre era una impostura. Durante nuestra primera conversación en la fiesta, en abril, me había dicho que sus padres habían fallecido, y a menos que su madre hubiera resucitado en el ínterin, me resultaba difícil entender cómo podría haber muerto dos veces. Cuando un inspector me llamó para contarme lo ocurrido, me quedé estupefacto. Abatido y humillado, sentí que Born me había derrotado. Me había enseñado algo sobre mí mismo que me llenaba de repulsión, y por primera vez en la vida comprendí lo que era odiar a alguien. Jamás podría perdonarlo; y nunca podría perdonarme a mí mismo.

Segunda parte

En los remotos tiempos de nuestra juventud, Walker y yo habíamos sido amigos. Ingresamos juntos en Columbia en 1965, dos estudiantes de primer curso procedentes de Nueva Jersey, y durante los cuatro años siguientes nos movimos en los mismos círculos, leímos los mismos libros, compartimos las mismas aspiraciones. Luego se licenció nuestra promoción, y perdí el contacto con él. A principios de los años setenta, me encontré con alguien y me dijo que Adam estaba viviendo en Londres (o quizá en Roma, no lo sabía con certeza), y aquélla fue la última vez que oí mencionar su nombre. Durante los treinta y tantos años siguientes, apenas me acordé de él, pero cuando lo hacía siempre me preguntaba cómo se las había arreglado para desaparecer sin dejar rastro. De todos los jóvenes inadaptados que formaban nuestra pequeña pandilla de la facultad, Walker me daba la impresión de ser el más prometedor, y consideraba inevitable que antes o después empezara a leer reseñas sobre los libros que había escrito o a encontrarme en una revista con alguna publicación suya —poemas o novelas, relatos breves o críticas, quizás una traducción de algunos de sus amados poetas franceses—, pero ese momento nunca llegó, y sólo podía concluir que el muchacho destinado a vivir en el mundo literario había pasado a interesarse por otras materias.

Hará poco menos de un año (primavera de 2007), la UPS me entregó un paquete en mi casa de Brooklyn. Contenía el manuscrito de la historia de Walker sobre Rudolf Born (Primera parte del presente libro), con una carta adjunta de Adam que decía lo siguiente:

Querido Jim:

Disculpa la intrusión después de tan largo silencio. Si la memoria no me falla, han pasado treinta y ocho años desde la última vez que hablamos, pero hace poco me encontré con el anuncio de que el mes próximo vas a participar en un acto en San Francisco (yo vivo en Oakland), y me pregunté si tendrías tiempo para pasar un rato conmigo —cenando en mi casa, por ejemplo— porque necesito ayuda urgentemente, y creo que tú eres la única persona que conozco (o conocía) que puede proporcionármela. No digo esto por alarmarte sino debido a la enorme admiración que siento hacia los libros que has escrito y que me han hecho estar tan orgulloso de ti, tan satisfecho de haberme contado una vez entre tus amigos.

Como anticipo, te envío un borrador inacabado del primer capítulo de un libro que intento escribir. Quiero seguir con él, pero por lo visto me he topado con un muro de incertidumbre —miedo podría ser la palabra que estoy buscando— y espero que una charla contigo me dé el valor de escalarlo o derribarlo. Cabe añadir (en caso de que tengas dudas) que no es una obra de ficción. A riesgo de parecer melodramático, también debo agregar que no ando bien de salud, en realidad me estoy muriendo lentamente de leucemia, y con suerte aguantaré otro año.

Sólo para que sepas en qué te estás metiendo, si es que decides hacerlo. Últimamente parezco un esperpento (¡sin pelo, delgado como un palillo!), pero la vanidad ya no tiene sitio en mi mundo, y he hecho lo que he podido para aceptar lo que me ha pasado, aunque lo combata con los tratamientos. Hace un par de siglos, a una persona de sesenta años se la consideraba anciana, y como ninguno de nosotros pensábamos vivir después de los treinta, llegar al doble no está nada mal, ¿no te parece?

Podría continuar, pero no quiero quitarte más tiempo. Enviarte el manuscrito no ha sido decisión fácil (debes de recibir una avalancha de cartas de chalados y aspirantes a novelistas), pero estaré encantado de informarte de mis idas y venidas durante las últimas cuatro décadas si decides aceptar mi invitación, cosa que espero fervientemente. En cuanto al manuscrito, resérvatelo para el vuelo a California si ahora estás muy ocupado. Es lo bastante corto para despacharlo en menos de una hora.

Quedo a la espera de tu respuesta.

Saludos solidarios,

Adam Walker

Nuestra amistad no había sido muy estrecha —sin confidencias, ni conversaciones largas ni intercambio de cartas—, aunque sin lugar a dudas yo admiraba a Walker y él me consideraba de igual a igual, pues nunca dejó de manifestarme otra cosa que respeto y buena voluntad. Era un tanto tímido, según recuerdo, rasgo que parecía extraño en una persona de tan despierta inteligencia que además era uno de los chicos mejor parecidos del campus: guapo como una estrella de cine, como una vez dijo una amiga mía. Pero mejor tímido que arrogante, supongo, mejor difuminarse con delicadeza que intimidar a todo el mundo con tu insufrible perfección humana. Por entonces era algo parecido a un solitario, pero simpático y con gracia cuando emergía de su cascarón, con un agudo y excéntrico sentido del humor, y lo que más me gustaba de él era el extenso ámbito de sus intereses, su capacidad de hablar sobre Cavalcanti, pongamos por caso, o John Donne, y seguidamente, con la misma perspicacia y conocimiento, cambiar de tema y hacerte una observación sobre béisbol que a ti nunca se te había ocurrido. En lo que se refiere a su vida interior, sin embargo, yo no sabía nada. Aparte del hecho de que tenía una hermana mayor (una belleza extraordinaria, dicho sea de paso, lo que llevaba a sospechar que los genes del clan Walker procedían de seres angélicos), no disponía de datos de su familia ni de su entorno, y desde luego desconocía lo de la muerte de su hermano pequeño. Ahora el propio Walker se estaba muriendo, un mes después de su sexagésimo cumpleaños ya empezaba a despedirse, y tras leer su vacilante y conmovedora misiva no tuve más remedio que pensar que aquello era el principio, que los radiantes jóvenes de antaño se estaban haciendo viejos, y que dentro de poco toda nuestra generación habría desaparecido. En lugar de seguir el consejo de Adam y dejar a un lado el manuscrito hasta que cogiera el avión a California, me senté a leerlo inmediatamente.

¿Cómo describir mi reacción? Fascinación, regocijo, una creciente sensación de temor, y luego horror. De no haber sabido que era una historia real, posiblemente me habría zambullido en ella y habría tomado aquellas sesenta y tantas páginas por el principio de una novela (los escritores, al fin y al cabo, a veces presentan personajes con su propio nombre en obras de ficción), para luego haber encontrado el final un tanto improbable —o quizá demasiado brusco, lo que lo habría hecho insatisfactorio—, pero, al enfocarlo como una pieza autobiográfica desde el principio, la confesión de Walker me dejó estremecido y lleno de pesar. Pobre Adam. Se mostraba tan duro consigo mismo, tan desdeñoso de su flaqueza en relación con Born, tan asqueado de sus insignificantes aspiraciones y empeños juveniles, tan disgustado por no haber comprendido que estaba tratando con un monstruo, pero ¿acaso no es normal que un muchacho de veinte años se desoriente entre la niebla de refinamiento y depravación que envuelve a una persona como Born? Me había enseñado algo sobre mí mismo que me llenaba de repulsión. Pero ¿qué había hecho Walker de malo? Había llamado a una ambulancia la noche del apuñalamiento, y luego, tras una momentánea falta de valor, fue a hablar con la policía. Dadas las circunstancias, nadie habría ido más allá. Fuera cual fuese la repulsión que Walker sintiera por sí mismo, la causa no podía ser la forma en que se comportó al final. Era el comienzo lo que le angustiaba, el simple hecho de haberse dejado seducir, y a partir de entonces no se había dejado de torturar por eso ni un momento: hasta tal punto que ahora, incluso cuando su vida estaba a punto de acabar, se había sentido impulsado a volver al pasado y contar la historia de su vergüenza. De acuerdo con su carta, aquél era sólo el primer capítulo. Me pregunté qué podría venir a continuación.

Contesté a Walker aquella misma noche, acusando recibo de su paquete, expresando mi preocupación y simpatía por su estado de salud, diciéndole que a pesar de todo me alegraba de tener noticias suyas después de tantos años, que me conmovían sus palabras sobre los libros que yo había publicado, y cosas por el estilo. Sí, le prometí, acomodaría mi programa para poder ir a cenar a su casa y me encantaría hablar con él de los problemas que tenía para concluir el segundo capítulo de su autobiografía. No conservo copia de mi carta, pero recuerdo que la escribí con intención de darle ánimo y apoyo, calificando el capítulo que me había enviado de excelente e inquietante, o algo así, y asegurándole que, en mi opinión, valía la pena llevar el proyecto hasta el final. No necesitaba decir nada más, pero la curiosidad pudo más que yo, y concluí con lo que podría haber sido una impertinencia. Disculpa que te lo pregunte, escribí, pero no creo que pueda esperar hasta el mes que viene para saber lo que ha sido de ti después de la última vez que nos vimos. Si te apetece, te agradecería que me escribieras otra vez antes de que me dirija a esos andurriales por donde vives. No un relato con todo lujo de detalles, por supuesto, sino los hechos esenciales, lo que te apetezca contarme.

No queriendo encomendar mi carta a los caprichos de la Dirección General de Correos de Estados Unidos, se la envié por mensajero a la mañana siguiente. Dos días después recibí en respuesta una carta urgente de Walker.

Satisfecho, agradecido, espero con impaciencia el mes que viene.

En respuesta a tu pregunta, me alegro mucho de complacerte, aunque me temo que encontrarás mi historia bastante aburrida. Junio de 1969. Nos estrechamos la mano, según recuerdo, prometiendo estar en contacto, y luego nos marchamos cada uno por su lado para no volvernos a ver más. Yo me dirigí a casa de mis padres en Nueva Jersey, con idea de hacerles una visita de un par de días, me emborraché con mi hermana aquella noche, tropecé, me caí por las escaleras, y me rompí la pierna. Mala suerte, parecería, pero al final fue lo mejor que podría haberme pasado. Diez días después, ¡Muy buenas!, el gobierno federal me invitaba a presentarme al reconocimiento médico del ejército. Fui con muletas a la oficina de reclutamiento, cojeando, me dieron por inútil temporal, y para cuando se me curó la rotura el servicio militar obligatorio había establecido el sistema de lotería. Resultó que saqué un buen número, indecentemente alto (346), y de buenas a primeras, literalmente en un abrir y cerrar de ojos, la confrontación que había estado temiendo desde tanto tiempo atrás se borró para siempre de mi futuro.

Aparte de aquel temprano regalo de los dioses, más que nada anduve dando tumbos por ahí, luchando por mantener el equilibrio, pasando caprichosamente de accesos de optimismo a ciegas rachas de desesperación. Incomprensible, desconcertante, perplejo. En el otoño de 1969 me fui a Londres; no porque me atrajera Inglaterra, sino porque ya no podía vivir en Estados Unidos. El veneno, las lágrimas, la sangre de Vietnam. Por entonces todos andábamos mal de la cabeza, ¿verdad? Empujados a la locura por una guerra que odiábamos y no podíamos parar. De modo que me marché de nuestro bello país, me metí en un apartamento de mierda en Hammersmith, y me pasé los cuatro años siguientes trabajando sin descanso en el submundo de los escritores de pacotilla: pergeñando incontables críticas de libros por cuenta propia y aceptando toda traducción que cayera en mis manos, libros franceses en su mayoría, un par de ellos en italiano, reproduciendo maquinalmente en inglés cualquier tema, desde una aburrida y erudita historia de Oriente Próximo, pasando por un estudio antropológico del vudú hasta novelas policíacas. Entretanto, seguía escribiendo mis malhumorados y gnósticos poemas. En 1972, una recóndita y pequeña editorial de Manchester publicó una obra con una tirada de trescientos o cuatrocientos ejemplares, una revista igualmente desconocida escribió una crítica, y se vendieron alrededor de cincuenta libros: como recordando aquellas cómicas frases de La última cinta (obra a la que, según recuerdo, tanto cariño tenías): «Diecisiete ejemplares vendidos, de los cuales once al por mayor a bibliotecas circulantes de ultramar. Dándose a conocer». Eso era precisamente.

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