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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas

 

El legendario lago de Como esconde incontables secretos y misterios. Con el paso de las generaciones, ha sido el silencioso testigo de historias de pasión, venganza, ambición y muerte; algunas muy conocidas, otras, en cambio, apenas murmuradas en las tardes de invierno o perdidas en las páginas polvorientas de un libro olvidado.

Precisamente en un libro de más de dos siglos, las jóvenes hermanas Ventura —Francesca y Claudia—, herederas de una de las familias más poderosas del norte de Italia, encuentran en la historia de la indómita lady Morgan y sus turbulentos amores la inspiración y el aliento que necesitan para deshacerse de una madrastra a la que odian.

Mamen Sánchez

Juego de damas

ePUB v1.1

Mezki
30.07.12

Título original:
Juego de damas

Mamen Sánchez, 01/01/2011.

Editor original: Mezki

ePub base v2.0

Para Monica, Willy y Javier,

«veinte años no es nada».

«We left Milan ten days back, and have since lived in a state

of enchantment, and I really believe in fairy land».

(«Hace diez días que partimos de Milán, y desde entonces

hemos vivido en un estado de encantamiento tal que realmente

estoy dispuesta a creer en un mundo de hadas y duendes»).

LADY MORGAN'S MEMOIRS, 1819

MAMEN SÁNCHEZ es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense y ha realizado cursos de doctorado en Historia y Literatura, además de cursos de Literatura y Civilización Francesa en la Sorbona y de Literatura Inglesa en las universidades de Londres y Oxford. Es subdirectora de la revista ¡Hola! y directora de ¡Hola! México. Está casada y tiene cinco hijos.

I

El día en que Francesca Ventura cumplió dieciocho años su padre le dijo al oído: «Ten cuidado, princesa, ya eres libre», y ella, recién estrenadas las alas, no comprendió que la libertad contra la que le prevenía aquel hombre de pasado turbio no era la de estar por fin legitimada para hacer aquello que le viniera en gana, sino la de acarrear para siempre las consecuencias de su santa voluntad sobre los hombros.

Así pues, equivocada en lo absoluto, Francesca se consagró en cuerpo y alma al oficio de cometer errores, lo cual no es ni más ni menos que lo propio de la edad, si bien los suyos, por tremendos, determinarían el desarrollo de los acontecimientos posteriores de su existencia hasta convertirla en la mujer solitaria que llegaría a ser.

Cuántas veces recordaría, muchos años después, aquella advertencia del padre con el silencio como único testigo de su lucha interna: lanzarse o no lanzarse al vacío desde la azotea de su lujoso ático de Madrid, el amor casi olvidado a fuerza de pasarse los días tratando de conservarlo en formol; la vida, una montaña rusa.

—No te confundas, Franchie —se repetía cruel, asomada a la terraza que daba al parque—, el amor no da la felicidad.

—Y la amargura tampoco, ni el abandono, ni el desamparo —respondía su hermana Claudia, aún más despiadada.

En aquel piso grande y vacío, la voz de Claudia había perdido la sonoridad de antes y sus facciones, tan bien dibujadas entonces, se estaban desvaneciendo poco a poco de su cabecita loca. Unos días la recordaba rubia y alegre, otros sombría como la luz amenazante de las tormentas y a veces el tono de su piel pasaba del dorado deslumbrante al azul plomizo del agua, o se confundía con el verde de los castaños que poblaban las orillas del lago, o se sumergía en él lentamente, lentamente, lentamente.

Fue en ese mismo lago, y precisamente ese día, el de su mayoría de edad, cuando tomó forma la idea que llevaba tiempo rondándole la cabeza.

Terminado el almuerzo —los nísperos maduros, sus favoritos, la sandía helada, el trago dulce del
limoncello
, el café bebido a sorbos indolentes bajo el emparrado en el pequeño jardín frente a la casa, con el escenario asombroso de las montañas y unas nubes muy negras acercándose amenazantes desde Suiza—, Francesca arrastró a Claudia hasta el embarcadero mientras los otros dormitaban a la sombra y la colocó en la proa de su barca, como si fuera un mascarón bellísimo, porque quería contarle un secreto. Remó hasta el centro del lago, donde nadie podía oír lo que tenía que decir y habló en susurros, asustada hasta del color de sus pensamientos.

—Claudia —dijo en el mismo tono de voz con el que de niñas la despertaba por las mañanas para no espantar sus sueños de hadas y príncipes—: Voy a matar a Margherita.

—Sí —asintió su hermana con la misma naturalidad con la que hubiera reaccionado de haber sido suya la idea. Serena como el agua, sin aparentar extrañeza ni emoción alguna, sin despeinarse siquiera, sin aumentar el ritmo de su respiración pausada. Era impasible Claudia y eso a veces sacaba de quicio a Francesca, por el contraste con su desazón permanente y sus nervios destrozados. Una tan dueña y otra tan esclava de sus propios actos—. ¿Has pensado cómo?

—Todavía no —confesó Francesca después de un largo silencio—. Pero el caso es que la voy a matar. Este verano. Con estas manos.

Se miró las manos largas, las uñas cortas, los nudillos prominentes y el cruce de las venas azules bajo la piel transparente de las muñecas, las líneas del futuro bien marcadas en las palmas blancas. Temblaba.

—Probablemente ahogada —dijo al rato—. No sería la primera muerta que aparece flotando en la orilla, ¿verdad?

Claudia se encogió de hombros.

—No. Desde luego que no —se respondió a sí misma—. Habrá habido muchas. Los lagos tienen corrientes muy fuertes. Es muy peligroso nadar en un lago. —Francesca se inclinó hacia el agua y metió la mano hasta el codo. Salpicó a su hermana—. Pero que voy a matarla, eso seguro.

Sonó un trueno al otro lado de las montañas. A las siete, como cada tarde, se desencadenaría una tormenta fabulosa. Con rayos y truenos y un viento rabioso que agitaría las ramas de los castaños de lado a lado, organizando un estrépito de hojas y troncos y corteza troceada arremolinándose en el agua turbia. Hasta olas habría, hasta delfines; criaturas marinas transportadas por las nubes, medusas y ostras que caerían al lago en una lluvia increíble de la que nadie se extrañaría ni recordaría luego siquiera. Sólo Francesca y Claudia, desde la ventana de su habitación, anotarían los prodigios del atardecer: una ballena, tres mil gaviotas, más de cien galápagos extraviados, un barco atunero navegando sin rumbo, como aturdido por el ruido de los truenos.

—Tal vez debería investigar cuántas mujeres han muerto ahogadas en este lago en los últimos… ¿doscientos años?

—¿Para qué?

—Para entender cómo funciona esto —señaló con la cabeza la inmensidad del lago—. Procuraré que parezca un accidente. No quiero que acabemos en la cárcel, Claudia.

Su hermana ladeó la cabeza. Tenía una expresión inocente, de muñeca de trapo: los ojos redondos muy abiertos y las pestañas tiesas como alambres.

—Ni siquiera debería habértelo contado. Te estoy poniendo en peligro.

—Yo también quiero que se muera —confesó Claudia con esa seguridad rotunda con la que hacía todas las cosas.

Francesca sonrió. De un tiempo a esta parte estaban de acuerdo en todo. Dos hermanas que hubieran podido ser una sola. Hasta parecían hablar con la misma voz y decir las mismas cosas. Antes no era así. Pero algunas de sus diferencias dejaron de tener importancia cuando se les terminó la infancia.

La familia Ventura vivía en uno de los barrios más elegantes de Milán, la ciudad gris. Cerca del Duomo, del sonido de sus campanas y del colegio de monjas, de los de uniforme y disciplina burlada, a cuyo patio los chicos sólo tenían acceso a través de un agujero en la pared. Las alumnas tomaban el sol, para espanto de las religiosas, con el primer botón de la camisa blanca desabrochado hasta la indecencia.

—Aquí no nos ve nadie, madre —protestaban cuando les llamaban la atención, plenamente conscientes del revuelo que se formaba al otro lado de la tapia: el enjambre de muchachos alborotados que hacían turnos para asomarse al jardín del edén y que las esperaban después de clase, a la puerta del colegio, todavía con la visión del trozo de piel prohibido en el negro de los ojos.

En el otoño de 1977, quince años espléndidos, Francesca estaba viviendo un amor inconveniente con un chaval que fumaba y montaba en moto; dos elementos fundamentales para triunfar en el peliagudo mundo de los cortejos de entonces. La llevaba a casa en volandas, esquivando coches y sorteando los peligros de aquella ciudad disparatada, y la dejaba al otro lado de la calle, no fueran a descubrirles sus padres besándose contra la pared.

A veces daban una vuelta rápida por los callejones sombríos que rodeaban el centro, donde aún flotaba el aroma de las salsas y los hornos de las
trattorie
, o por los parques recién florecidos. Aparcaban la moto y se tumbaban sobre la hierba, se abrazaban y rodaban, las piernas enredadas, el uniforme arrugado, el pelo sobre la cara. Francesca se hizo ilusiones. Pensó que en esta vida, al contrario de lo que siempre había creído, aún era posible ser feliz.

Hasta que una tarde, caminando de la mano por una acera vacía, vieron salir de un hotel a una pareja tan clandestina como su propia sombra. Infieles. Adúlteros. Con canas él en las sienes y un vestido demasiado juvenil ella para sus treinta y tantos años incómodos.

—Y tú, ¿desde cuándo quieres matarla? —preguntó Francesca a Claudia la tarde de su mayoría de edad, balanceándose ambas de acuerdo en todo en la barca de remos.

—Desde el día en que la conocí —respondió con sus ojos de muñeca de trapo abiertos de par en par.

—Entonces, hagámoslo —dijo Francesca, animada por la seguridad de su hermana—. Ahoguémosla en este lago, que para eso lo ha creado Dios. Para Margherita, para que muera y papá se libre de sus brujerías.

Dijo: «¿Papá?» y el hombre de las canas en las sienes dio un respingo. La mujer del vestido estrecho se colocó el pelo detrás de las orejas y tragó saliva.

¡Cuánto había llegado a odiar Francesca este gesto de Margherita, su pelo y sus orejas, y su saliva, y su respiración! La odiaba en absoluto, como se odia al diablo, a la oscuridad, a los bichos, a las pesadillas. Lo único que le agradecía, en lo más profundo, era haber recuperado gracias a ese sentimiento de odio compartido la antigua unión con su hermana, su asimilación a ella; uña y carne, cara y cruz, cuerpo y alma.

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