Juegos de ingenio (12 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

«¿Qué necesitas saber?», se preguntó.

Y acto seguido, con la misma rapidez, se respondió: «Sólo hay una pregunta.»

Se concentró en esa única pregunta e intentó expresarla matemáticamente, pero descartó esa idea a favor de un enfoque narrativo. «La cuestión —pensó— es cómo formular la pregunta con sencillez y a la vez con dificultad.»

Se sonrió, ilusionada por la tarea.

Fuera, la guerra urbana nocturna proseguía sin tregua, pero ella ahora se hallaba ajena a los sonidos y las imágenes propios de aquella rutina de violencia, recluida en la oficina a oscuras, oculta entre sus libros de consulta, enciclopedias, anuarios y diccionarios. Cayó en la cuenta de que se estaba divirtiendo al esforzarse en expresar la pregunta de formas diferentes y conseguirlo por medio de citas célebres, aunque sin quedar del todo satisfecha con el resultado.

Se puso a tararear fragmentos de melodías reconocibles que se difuminaban y se desintegraban en sonsonetes mientras ella tomaba rumbos distintos en su intento de construir un rompecabezas. «La base es siempre lo que se conoce —pensó—: la respuesta. El juego consiste en construir el laberinto a partir de ella.»

Se le ocurrió una idea, y casi tiró al suelo su lámpara de escritorio al extender el brazo hacia uno de los muchos libros que rodeaban su espacio de trabajo.

Pasó las páginas rápidamente hasta que encontró lo que buscaba. Entonces se apoyó en el respaldo, meciéndose con la satisfacción de quien se ha dado un buen banquete.

«Soy una bibliotecaria de lo trivial —se dijo—. Historiadora de lo críptico. Erudita de lo oscuro. Y soy la mejor.»

Susan anotó la información en su bloc amarillo y se preguntó cuál sería la mejor manera de ocultar lo que tenía delante. Estaba absorta en su tarea cuando oyó el ruido. Tardó varios segundos en cobrar conciencia de que un sonido había penetrado en el aire que la rodeaba. Era una especie de chirrido, como de una puerta al abrirse o un zapato al rozar el suelo.

Se enderezó de golpe en su asiento. Se inclinó despacio hacia delante, como un animal, intentando captar el sonido en aquel silencio.

«No es nada», se dijo.

Sin embargo, alargó lentamente el brazo hacia abajo y extrajo una pistola de su bolso. La empuñó con la mano derecha e hizo girar su silla para quedar de cara a la entrada del cubículo.

Contuvo la respiración, aguzando el oído, pero lo único que percibió fue el repentino palpitar de sus sienes con la sangre que su corazón bombeaba a toda prisa. Nada más.

Escrutando en todo momento la oscuridad de la oficina, alzó con cuidado el auricular del teléfono. Sin mirar el teclado, marcó el código de seguridad del edificio.

La señal de llamada sonó una vez y contestó un guardia.

—Seguridad del edificio. Al habla Johnson.

—Soy Susan Clayton —susurró ella—, de la planta trece, oficinas de la Miami Magazine. Se supone que estoy sola.

La voz del guardia de seguridad habló en tono enérgico al otro lado de la línea.

—Me han pasado una nota que decía que usted sigue aquí. ¿Cuál es el problema?

—He oído un ruido.

—¿Un ruido? En teoría ahí no hay nadie aparte de usted.

—¿Personal de limpieza, tal vez?

—Antes de medianoche, no.

—¿Alguien de otras oficinas?

—Ya se han ido todos a casa. Está usted sola, señora.

—¿Podría usted comprobarlo en sus pantallas y sus sensores de calor?

El guardia soltó un gruñido, como si lo que ella le pedía implicara mayor complicación que accionar unos pocos interruptores en un teclado de ordenador.

—Ah, estoy viendo la imagen de la planta trece, ahí está usted. ¿Eso que lleva es una automática?

—Siga buscando.

—Estoy girando la cámara. Joder, con toda la mierda que tienen ustedes ahí, podría haber un tipo escondido bajo una mesa y no habría forma de que yo lo viera.

—Compruebe los sensores de calor.

—Eso hago. Vamos a ver… Bueno, tal vez… nah, lo dudo.

—¿Qué?

—Bueno, la percibo a usted y a su lámpara. Y varios compañeros suyos se han dejado encendido el ordenador, lo que siempre da una lectura engañosa. Ahora detecto una fuente de calor que podría ser otra persona, señora, pero no hay nada que se mueva. Seguramente no es más que el calor residual de otro ordenador. Ojalá la gente se acordara de apagar esos trastos. Desbarajustan los sensores una barbaridad.

Susan se percató de que los nudillos se le estaban poniendo blancos por sujetar el arma con tanta fuerza.

—Siga comprobando.

—No hay nada más que comprobar. Está sola, señora. O bien quien quiera que se encuentre allí con usted está escondido tras un terminal de ordenador sin mover un dedo, casi sin respirar y esperando, porque sabe cómo funciona nuestro sistema de seguridad y además nos está oyendo hablar. Eso es lo que yo haría —aseguró el guardia—. Hay que ser muy sigiloso. Pasar de una fuente de calor a otra sin hacer nada de ruido y despachar el asunto enseguida. Quizá le convenga cargar esa pistola, señora.

—¿Puede usted subir?

—Eso no forma parte de mis obligaciones, es cosa de los escoltas. Puedo acompañarla al aparcamiento, pero para eso tiene usted que bajar por su cuenta. Yo no subiré hasta que lleguen los de limpieza. Esos chicos van bien armados.

—Mierda —musitó Susan.

—¿Cómo dice? —preguntó el guardia.

—¿Sigue sin ver nada?

—En la imagen de vídeo, nada, pero tampoco es que funcione muy bien. Y el detector de calor sólo me da las mismas lecturas dudosas. ¿Por qué no se va caminando despacito hacia el ascensor mientras yo la vigilo a través de la cámara?

—Antes tengo que terminar una cosa.

—Bueno, usted misma.

—¿Puede seguir vigilándome? Será sólo un par de minutos.

—¿Lleva usted cien pavos que le sobren?

—¿Qué?

—La vigilaré mientras termina. Le costará cien pavos.

Susan reflexionó por unos instantes.

—De acuerdo. Trato hecho.

El guardia se rio.

—Dinero fácil.

Ella oyó otro sonido.

—¿Qué ha sido eso?

—Yo, que he hecho girar otra cámara a distancia —explicó el guardia.

Susan depositó la pistola sobre el escritorio, junto al teclado de su ordenador, y, a su pesar, soltó la culata. Le costó más aún dar media vuelta en su asiento y volver la espalda a la entrada de su cubículo y a lo que fuera que había hecho el sonido que había oído.

Quizá fuera una rata, pensó. O incluso sólo un ratón. O nada. Inspiró lentamente, intentando controlar su pulso acelerado, y notando el sudor pegajoso en la parte posterior de su delgada blusa. «Estás sola —se dijo—. Sola.» Encendió la pantalla del ordenador e introdujo rápidamente la información necesaria para enviar un mensaje al departamento de composición electrónica. Puso como encabezamiento su identificación, «Mata Hari», y escribió rápidamente las instrucciones para los cajistas.

Acto seguido, tecleó:

Dedicado especialmente para mi nuevo corresponsal: Rock Tom setenta y uno segunda cancha cinco.

Hizo una pausa, mirando las palabras por un momento, satisfecha de su creación. Acto seguido, envió el mensaje. En cuanto el ordenador le indicó que el documento había sido expedido y recibido, giró en su silla y, en el mismo movimiento, cogió la pistola automática.

La oficina parecía en calma, y ella repitió para sus adentros que se encontraba sola. Sin embargo, no logró convencerse de ello, y pensó que el silencio, al igual que un espejo deformante, a veces podía ser engañoso. Levantó la vista hacia la cámara de videovigilancia que la enfocaba e hizo un leve gesto al guardia, que esperaba que estuviese atento. Con su mano libre empezó a recoger sus cosas y a meterlas en una mochila que se echó al hombro. Mientras se levantaba de su asiento, alzó la pistola, sujetándola con ambas manos, en posición de disparar. Respiró hondo, para relajarse, como un tirador un milisegundo antes de apretar el gatillo. Luego, con movimientos lentos y la espalda pegada a la pared siempre que le era posible, inició cautelosamente el trayecto de vuelta a casa.

5
Siempre

A poco más de un kilómetro de la casa donde vivía con su madre, Susan Clayton mantenía su lancha amarrada a un muelle destartalado. El embarcadero tenía un aspecto encorvado e inestable, como un caballo camino de la fábrica de cola, y daba la impresión de que la próxima vez que soplara el viento o se desatara una tormenta sus piezas saldrían volando. Sin embargo, ella sabía que había sobrevivido a cosas peores, lo que, a sus ojos, era todo un logro en aquel mundo efímero en que vivía. Para ella el muelle era como los mismos Cayos: tras una imagen de decrepitud escondían una resistencia, una fuerza muy superiores a las que parecía tener. Ella esperaba ser así también.

La lancha también estaba anticuada, pero inmaculada. Tenía cinco metros y medio de eslora, el fondo plano, y era de un blanco radiante. Susan se la había comprado a la viuda de un guía de pesca jubilado que había muerto lejos de las aguas donde había trabajado durante décadas, en un hospital de Miami para enfermos terminales, semejante a aquel en que ella se negaba a ingresar a su madre.

Bajo sus pies, la arena pedregosa y los trozos de conchas blanqueadas que recubrían el camino crujían con cada paso. Aquel sonido familiar le resultaba reconfortante. Faltaban pocos minutos para el amanecer. La luz despuntaba amarilla, como teñida de indecisión o remordimiento por desprenderse de la oscuridad; un momento en el que lo que queda de la noche parece extenderse por el agua, tornándola de un color negro grisáceo y brillante. Ella sabía que el sol tardaría aún una hora en elevarse lo suficiente para bañar de luz el mar y transformar los canales poco profundos de los Cayos en una paleta cambiante, líquida y opalescente de azules.

Susan dobló la espalda para protegerse del aire fresco y húmedo, un falso frío que ella atribuía a la hora de la madrugada y que no encerraba promesas de aliviar el calor sofocante que pronto se apoderaría del día. En los últimos tiempos siempre hacía calor en el sur de Florida, un bochorno constante que daba lugar a tormentas más fuertes y violentas e impulsaba a la gente a guarecerse en refugios con aire acondicionado. Ella recordaba que, cuando era más joven, incluso notaba los cambios de estación, no como en el nordeste, donde había nacido, o más al norte, en las montañas de las que su madre le hablaba con tanta nostalgia mientras se preparaba para la muerte, sino a la manera característica del sur, reparando en un leve decrecimiento de la intensidad del sol, una insinuación en la brisa, que le indicaba que el mundo estaba en un momento de cambio. Pero incluso esa modesta sensación de transformación había desaparecido en los últimos años, perdida en historias interminables sobre cambios climáticos a escala mundial.

La ensenada que tenía salida a los extensos bancos de arena estaba desierta. Había marea muerta, y el agua oscura estaba en calma, como una bola negra de billar. Su lancha flotaba a un costado del muelle, y las amarras de proa y de popa se hallaban laxamente enrolladas sobre la cubierta reluciente de rocío. El motor grande de doscientos caballos centelleaba, reflejando los primeros rayos de luz. Al mirarlo, le recordó la mano derecha de un buen púgil, en guardia, inmóvil, apretada en un puño, aguardando la orden de salir disparada hacia delante.

Susan se acercó a la lancha como si de una amiga se tratara.

—Necesito volar —le dijo en voz baja—. Hoy quiero velocidad.

Colocó a toda prisa un par de cañas de pescar en soportes bajo la regala de estribor. Una era corta, con carrete de bobina giratoria, que llevaba por su eficacia y simplicidad; la otra era una caña de pesca con mosca, más larga y estilizada, que satisfacía su necesidad de darse un capricho. Revisó a conciencia la pértiga de grafito, sujeta a unos soportes retráctiles de cubierta y que era casi tan larga como la misma lancha de cinco metros y medio. Luego repasó rápidamente la lista de seguridad, como un piloto minutos antes del despegue.

Razonablemente convencida de que todo estaba en orden, soltó las amarras, apartó la embarcación del muelle de un empujón y accionó el mecanismo eléctrico que bajó el motor al agua con un zumbido agudo. Susan se acomodó en su asiento y tocó automáticamente la palanca de transmisión para asegurarse de que estuviese en punto muerto y arrancó el motor. Traqueteó por un momento haciendo el mismo ruido que una lata llena de piedras agitada violentamente, y luego se puso en marcha con un gorgoteo agradable. Ella dejó que la lancha avanzara despacio por la ensenada, deslizándose por el agua con la suavidad con que unas tijeras cortan la seda. Alargó la mano hacia un compartimento pequeño para sacar un par de protectores auditivos que se colocó en la cabeza.

Cuando la embarcación llegó al final del canal y dejó atrás la última casa construida junto al brazo de mar, empujó el acelerador hacia el frente, y la proa se levantó por un instante mientras el motor, situado justo detrás de ella, rugía a placer. Después, casi tan rápidamente como se había elevado, la proa descendió y la lancha salió propulsada, planeando sobre las aguas que semejaban tinta negra, y de pronto Susan se vio completamente engullida por la velocidad. Se inclinó hacia delante contra el viento que le inflaba los carrillos mientras respiraba a grandes bocanadas el frescor de la mañana; los protectores de los oídos amortiguaban el ruido del motor, que quedaba reducido a un golpeteo de timbales sordo y seductor a su espalda.

Imaginó que algún día lograría correr más que el amanecer.

A su derecha, en los bajíos que rodeaban el islote de un manglar, divisó a un par de garzas totalmente blancas que acechaban a unos sargos, moviendo sus patas larguiruchas y desgarbadas con un sigilo exagerado, como un par de bailarines que no se sabían muy bien los pasos. Delante de ella, alcanzó a vislumbrar el dorso plateado de un pez que saltaba fuera del agua, asustado. Con un leve toque de timón, la lancha prosiguió su carrera, alejándose de la costa hacia la campiña del otro lado, surcando las aguas entre islotes cubiertos de una vegetación verde y exuberante.

Susan navegó a toda velocidad durante casi media hora, hasta asegurarse de estar lejos de cualquiera lo bastante osado para exponerse al calor del día. Se hallaba cerca del punto en que la bahía de Florida se curva tierra adentro y se encuentra con la ancha boca de los Everglades. Es un lugar de lo más incierto, que da la impresión de no saber si forma parte de la tierra o del mar, un laberinto de canales e islas; un lugar en el que los inexpertos se pierden fácilmente.

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