Juegos de ingenio (33 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Eso no era normal, y frunció el ceño.

«Susan siempre cierra con llave cuando se va temprano», pensó. Atravesó la cocina y se paró en seco.

El pestillo estaba echado, pero la puerta no estaba cerrada. Al examinarlo más de cerca descubrió que alguien había usado un destornillador o un martillo de orejas pequeño para arrancar la madera en torno al pestillo. Como solía ocurrirle a este material en los Cayos de Florida, la exposición constante al calor, la humedad, la lluvia y el viento había hecho estragos en el marco de la puerta, ablandándolo, desgastándolo, casi pudriéndolo. Haría las delicias de un ratero.

Diana reculó, como si la prueba de que habían forzado la puerta fuese infecciosa.

«¿Estoy sola?»

Se puso muy alerta. «La habitación de Susan», se dijo. Se dirigió hacia allí entre caminando y corriendo, temiendo que alguien se abalanzase hacia ella de pronto. Cruzó la habitación a toda prisa, abrió violentamente la puerta del armario y cogió una de las pistolas que su hija tenía sobre un estante. Dio media vuelta en la posición de disparar que Susan le había enseñado, amartillando el pequeño revólver y quitando el seguro con el mismo movimiento.

Estaba sola.

Diana escuchó atentamente pero no oyó nada, al menos nada que indicase que el intruso seguía por allí. Con una cautela exagerada en todo momento, fue de una habitación a otra, revisando cada armario y rincón, debajo de las camas, cualquier hueco donde pudiera esconderse un hombre. Nadie había tocado nada. Todo estaba en su sitio. No había el menor indicio de que alguien más hubiera estado en la casa, por lo que empezó a relajarse.

Regresó a la cocina y se acercó a la puerta a fin de inspeccionar el marco con más atención. Tendría que llamar a un carpintero ese mismo día, pensó, para que viniera y lo arreglara de inmediato. Sacudió la cabeza y, por unos instantes, sostuvo el frío metal de la pistola contra su frente. El susto de muerte que se había llevado un momento antes quedó rápidamente reducido a una irritación moderada mientras repasaba mentalmente la lista de carpinteros que ofrecían servicios de urgencia. Examinó de nuevo la madera arrancada.

—La madre que los parió —masculló en voz alta.

Seguramente había sido un vagabundo. O quizás unos adolescentes que habían dejado el instituto. Había oído que un par de chicos emprendedores de la zona habían amasado una cantidad considerable de dinero a los diecisiete años robando televisores, cadenas de música y ordenadores durante el día, mientras las familias estaban en el colegio o trabajando. Las marcas de rascaduras en el marco revelaban que el que había forzado el cerrojo era un aficionado. Había clavado una palanca de metal en la madera y había aplicado la fuerza bruta. Había obrado con prisas, sin el menor cuidado. Debía de pensar que no había ninguna persona en la casa y que un poco de ruido no alertaría a nadie.

Diana concluyó que los allanadores debieron de llegar un rato después de que se marchara Susan. Probablemente ya habían recorrido media casa cuando oyeron que ella se despertaba y habían salido huyendo.

Se sonrió y levantó la pistola.

Si lo hubieran sabido… Ella no se consideraba una guerrera, y desde luego no sería rival para un par de jóvenes. Contempló el arma. Tal vez habría equilibrado las cosas, pero sólo si hubiese podido cogerla a tiempo. Intentó imaginarse corriendo por la casa perseguida por dos adolescentes. Difícilmente resultaría ganadora de esa carrera.

Diana negó con la cabeza.

Suspiró y se esforzó por no pensar en lo cerca que había estado de morir. No había sucedido nada. Aquello no había sido más que una molestia, y además una molestia común y corriente, no sólo en los Cayos y en las ciudades, sino en todas partes. Un momento peliagudo y significativo de rutina en que nada había pasado. Un fiasco apenas digno de mención o de atención, pero que podría haberle costado la vida. Ellos habían oído el ruido que hacía al levantarse y se habían espantado, por fortuna, pues si se hubieran adentrado un poco más en la casa, seguramente habrían decidido matarla, además de robarle.

Imaginó al par de jóvenes. Cabello largo y grasiento. Pendientes y tatuajes. Manchas de nicotina en los dedos. «Gamberros», pensó. Se preguntó si esta palabra seguía siendo de uso común.

Diana se apartó de la puerta y se dirigió de nuevo a la mesa de la cocina. Depositó la pistola en el tablero y se llevó a la boca otro trozo dulce de melón. Los jugos azucarados le infundieron nuevo vigor. Cogió el vaso de zumo de naranja y extendió otra vez la mano hacia las pastillas que su hija le había dejado.

Entonces se detuvo.

Su mano vaciló en el aire a pocos centímetros de las píldoras.

«¿Qué sucede?», se preguntó de repente.

Una oleada de frío le recorrió el cuerpo.

Contó las pastillas. Doce.

«Son demasiadas —pensó—. Lo sé. Por lo general no son más de seis.»

Cogió los frascos, leyó la etiqueta de cada uno y contó de nuevo.

—Seis —dijo en alto—. Deberían ser seis.

Había doce en el plato.

—Susan, ¿te has equivocado?

No parecía posible. Susan era una persona muy cuidadosa, ordenada, sensata. Y le había preparado su medicación muchas veces.

Diana se acercó a un rincón de la cocina donde había un ordenador pequeño conectado a la línea telefónica. Introdujo el código de la farmacia más cercana y, unos segundos después, apareció en la pantalla la imagen del farmacéutico.

—¡Eh, buenos días, señora Clayton! ¿Cómo se encuentra hoy? —la saludó el hombre con un marcado acento.

Diana respondió a su saludo con un gesto de la cabeza.

—Bastante bien, Carlos. Sólo tengo una pregunta sobre mis medicamentos…

—Tengo sus datos aquí mismo. ¿Qué sucede?

Ella miró las pastillas.

—¿Está bien así? Dos megavitaminas, dos analgésicos, cuatro clomipraminas, cuatro renzac…

—¡No, no, no, señora Clayton! —la interrumpió Carlos—. Las vitaminas están bien, incluso lo de tomar el doble de analgésicos, pero no se acostumbre. Seguramente se quedará dormida enseguida. Pero la clomipramina y el renzac son muy fuertes. ¡Son medicinas muy potentes! Eso es demasiado. ¡Una de cada! ¡Ni una más, señora Clayton! ¡Esto es muy importante!

Una sensación fría y pegajosa se apoderó de su estómago.

—O sea que cuatro de cada una sería…

—¡Ni se le ocurra! Con cuatro de cada se pondría muy enferma.

—¿Cómo de enferma? —lo cortó ella.

El farmacéutico hizo una pausa.

—Probablemente la mataría, señora Clayton. Cuatro de golpe sería muy peligroso. Ella no respondió.

—Sobre todo si las mezcla con esos analgésicos, señora Clayton. La dejarían K.O. y entonces no se enteraría de los efectos dañinos de la clomipramina y el renzac. Menos mal que ha llamado, señora Clayton. Si alguna vez tiene alguna duda sobre estas medicinas (ya sé que es difícil mantener siempre la cuenta de todas) no dude en llamar, señora Clayton. Y si no me encuentra, no se tome nada. Tal vez el analgésico, pero nada más. Esos fármacos para el cáncer, señora Clayton, son muy fuertes.

A Diana le temblaba la mano ligeramente.

—Muchas gracias, Carlos —consiguió balbucir—. Has sido de mucha ayuda. —Pulsó unas teclas y cerró la conexión. Con delicadeza, devolvió las pastillas de más a sus frascos respectivos, intentando ahuyentar la imagen del rostro otrora familiar del hombre que había entrado en la casa, leído la nota de su hija y visto al instante la oportunidad que presentaba. Esto debía de parecerle una broma colosal. Debió de marcharse sonriendo de oreja a oreja, quizás incluso riéndose a carcajadas al salir a la calle después de disponer una dosis letal de los medicamentos que en teoría la mantenían con vida sobre la mesa del desayuno, listos para que ella se los tomara.

13
Te pillé

Jeffrey Clayton, paralizado en su asiento, sin saber muy bien de entrada qué hacer, seguía contemplando el mensaje en la pantalla del ordenador cuando el agente Martin irrumpió por la puerta, furioso y con el rostro congestionado.

—Te pillé —murmuró Clayton para sí mientras el inspector daba un portazo y acto seguido prorrumpía en improperios.

—¡Clayton, hijo de puta, le expliqué las normas! ¡Tenemos que ir juntos siempre, como culo y mierda! ¡Nada de excursioncitas sin llevarme a mí también! Maldita sea, ¿adónde ha ido? Le he estado buscando por todas partes.

El profesor no respondió de inmediato a la pregunta ni a la rabia de Martin. Dio media vuelta en su silla y clavó la vista en el inspector. Entendía los motivos de su ira. Después de todo, ¿de qué sirve una carnada si uno no la vigila más o menos constantemente, de modo que, cuando la presa surja de las profundidades en que se esconde y quede al descubierto, uno esté preparado para aprovechar la oportunidad? Su propia furia ante el hecho de que lo utilizaran de ese modo le formó un nudo en la garganta, pero tuvo la capacidad de contenerla. Supo por instinto que no le convenía desvelar que había averiguado la auténtica razón por la que se encontraba allí, en el estado número cincuenta y uno. Por otra parte, la prueba de que el plan de Martin no era una tontería estaba allí, bien a la vista, en el monitor sobre el escritorio. Por un momento pensó en ocultar el mensaje que había recibido, pero sin haber tomado una decisión consciente, alzó la mano lentamente e hizo un gesto hacia las palabras que tenía delante.

—Está aquí —dijo Jeffrey en voz baja.

—¿Qué? ¿Quién está aquí?

Jeffrey señaló. A continuación se levantó, se acercó a la pizarra y, mientras el inspector se sentaba en su silla para leer el texto en la pantalla del ordenador, borró la mitad que tenía el título: «Si el asesino es alguien a quien no conocemos.»

—No lo necesitaremos —comentó, más para sí que para Martin. Se percató de que estaba borrando lo que ya había sido borrado, como un mensaje para él, que se había negado a asimilar. Cuando se volvió, advirtió que las marcas de quemaduras en el cuello y las manos del inspector habían enrojecido y se ponían más oscuras por momentos.

—Carajo —farfulló Martin.

—¿Puede averiguar desde dónde se envió? —preguntó Jeffrey de pronto—. El mensaje llegó a través de una línea telefónica. Deberíamos poder rastrear el número del que proviene.

—Sí —respondió Martin, ansioso—. Sí, maldita sea, creo que puedo hacer eso. Es decir, debería poder. —Se encorvó sobre el teclado y comenzó a pulsar teclas—. Las autopistas electrónicas son complicadas, pero casi siempre circulan en ambas direcciones. ¿Cree usted que él lo sabe?

Jeffrey creía que era posible, pero no estaba seguro.

—No lo sé —dijo—. Seguramente algún genio de los ordenadores de catorce años del instituto local no sólo lo sabe, sino que podría hacerlo en diez segundos. Pero ¿hasta dónde llegan sus conocimientos de informática? No hay forma de saberlo. Pruebe a ver qué descubre.

Martin continuó tecleando, y vaciló por un momento.

—Ahí está —dijo de repente—. Creo que ya tenemos al maldito cabrón. —Soltó una risotada desprovista de humor—. Ha sido más fácil de lo que pensaba —aseguró el inspector. Levantó los dedos del teclado y los agitó en el aire—. Magia —afirmó.

Jeffrey se inclinó sobre su hombro y vio que el ordenador mostraba un número de teléfono bajo las palabras «origen del mensaje». El agente colocó el cursor sobre el número e introdujo otra orden. A continuación el ordenador le pidió una contraseña, que Martin escribió.

—Es para que el sistema de seguridad nos dé acceso a la información —explicó.

Mientras hablaba, el ordenador arrojó una respuesta, y Clayton vio aparecer un nombre y una dirección debajo del número de teléfono.

—Te tenemos, cabronazo —dijo de nuevo Martin con aire triunfante—. ¡Lo sabía! ¡Ahí tiene a su puto papaíto! —exclamó, enfadado.

Clayton leyó los datos:

Propietario: Gilbert D. Wray; copropietaria/esposa: Joan D. Archer; hijos residentes: Charles, 15, Henry, 12; dirección: Cottonwood Terrace, 13, Lakeside.

Se quedó mirando la dirección. Le resultaba extrañamente familiar.

Había información adicional sobre la ocupación del hombre, que era asesor empresarial, y de la madre, que figuraba simplemente como ama de casa. Constaba la fecha de su llegada al estado número cincuenta y uno, seis meses atrás, y su domicilio anterior, un hotel de Nueva Washington. Antes de eso, la familia había vivido en Nueva Orleáns. Jeffrey se lo señaló al inspector. Martin, que ya estaba cogiendo el teléfono, repuso rápidamente:

—Eso es normal. La gente vende su casa y se muda aquí, se aloja en un hotel mientras formaliza su situación migratoria y consigue una casa nueva. ¡Vamos, joder!

La persona al otro extremo de la línea debió de contestar en ese momento, porque el inspector dijo:

—Aquí Martin. Nada de preguntas. Quiero que un equipo de Operaciones Especiales se reúna conmigo en Lakeside. Ahora mismo. Prioridad máxima.

La impresora instalada junto al ordenador emitió un zumbido, y cuatro hojas de papel salieron por la rendija. El inspector las cogió, las contempló brevemente y se las pasó a Clayton. La primera imagen era una foto de carnet de un hombre de poco más de sesenta años, cuello recio, el cabello muy corto, al estilo militar, y gruesas gafas de pasta negra. La siguiente fotografía era de una mujer más o menos de la misma edad, de rostro demacrado y una nariz ligeramente desviada, como la de un boxeador. También había retratos de los dos hijos. El mayor destilaba una rabia y una hosquedad apenas disimuladas. Debajo de cada imagen constaban la estatura, el peso, las señas particulares y un historial médico moderadamente detallado, los números de la Seguridad Social y de carnet de conducir. También figuraban los números de cuentas bancarias e informes de crédito, así como los expedientes académicos de los chicos. Jeffrey cayó en la cuenta de que había información suficiente para que cualquier policía competente investigase a la persona o diese con ella, si se dictaba una orden de búsqueda.

—Salude a su padre —dijo Martin con brusquedad—. Salúdelo y luego despídase.

Mientras Jeffrey contemplaba las fotos con expresión vacía, sin dar la menor muestra de reconocer a nadie, el inspector se levantó de la silla y cruzó el despacho hacia un archivador de seguridad que estaba en un rincón. Batalló con la combinación por un momento antes de abrir un cajón, introducir la mano y sacar una metralleta Ingram negra y reluciente.

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