Hacia más de una década que Brunetti no había tenido ocasión de ir a la academia, concretamente, desde la graduación del hijo de un primo segundo. Después de ser admitido en el ejército con el grado de teniente, cortesía que solía dispensarse a los graduados de San Martino, la mayoría de los cuales eran hijos de militares, el joven había ascendido en la jerarquía, para orgullo de su padre y perplejidad del resto de la familia. Entre los Brunetti no había tradición castrense, ni tampoco entre los parientes de su madre, lo que no significa que no hubieran tenido relación con los militares. Y bien a pesar suyo, porque la generación de los padres de Brunetti no sólo había ido a la guerra sino que la había padecido en su propia tierra.
Por esta razón, desde que era niño, Brunetti había oído a sus padres y a los amigos de sus padres hablar de los militares con el mismo desdén displicente que habitualmente reservaban para el Gobierno y la Iglesia. Su antipatía hacia los militares se había acrecentado después de su matrimonio con Paola Falier, mujer de ideas izquierdistas, aunque un tanto caóticas. Paola afirmaba que la mayor gloria del ejército italiano era su historial de cobardías y retiradas y su peor vergüenza, el que, durante las dos guerras mundiales, sus líderes, militares y políticos, cerrando los ojos a esta realidad, hubieran sacrificado estúpidamente la vida de cientos de miles de hombres jóvenes, en aras de sus aberrantes ideas de grandeza y de los objetivos políticos de otras naciones.
Poco o nada de lo que Brunetti había tenido ocasión de observar durante su propio y gris servicio militar y los años transcurridos desde entonces le daba motivos para pensar que Paola estuviera equivocada. Él no recordaba haber visto pruebas fehacientes de que la clase militar, italiana o extranjera, fuera muy diferente de la Mafia: mandada por hombres y hostil a las mujeres; incapaz de actuar con honor, o siquiera con simple honradez, con las personas ajenas a sus propias filas; ávida de poder; despectiva con la sociedad civil; violenta y cobarde a la vez. Realmente, en poco se diferenciaba una organización de la otra, a no ser porque unos vestían uniformes fácilmente reconocibles y los otros se inclinaban por Armani y Brioni.
Brunetti conocía la versión popular de la historia de la academia, según la cual ésta había sido fundada en 1852 por Alessandro Loredan, uno de los primeros seguidores que Garibaldi tuvo en el Véneto y, en el momento de la Independencia, uno de sus generales, e instalada en un gran edificio de la isla de la Giudecca. Loredan, que murió sin hijos ni herederos varones, dejó en fideicomiso el edificio, además del
palazzo
de la familia y su fortuna personal, con la condición de que las rentas se destinaran a mantener la Academia Militar a la que había dado el nombre del santo patrón de su padre.
Si bien los oligarcas de Venecia quizá no fueran firmes partidarios del Risorgimento, no podían sentir sino entusiasmo por una institución que garantizaba que la fortuna Loredan se quedaría en la ciudad. A las pocas horas de la muerte de Loredan, ya se conocía la cuantía del legado y, a los pocos días, los fideicomisarios nombrados en el testamento habían elegido para administrar la academia a un oficial retirado que, casualmente, era cuñado de uno de ellos. Y así había llegado hasta hoy: una escuela regida por normas estrictamente militares, en la que los hijos de oficiales y caballeros de buena posición podían adquirir la preparación y el talante necesarios para convertirse, a su vez, en oficiales.
Las reflexiones de Brunetti se interrumpieron cuando, pasada la iglesia de Sant'Eufemia, la embarcación entró en un canal y se detuvo en un
imbarcadero.
Pucetti tomó el cabo, saltó a tierra y lo ató a un anillo de hierro de la acera. Extendió una mano a Brunetti y le ayudó a mantener la estabilidad al desembarcar.
—Es por ahí, ¿verdad? —preguntó Brunetti señalando hacia la parte posterior de la isla y la laguna que se adivinaba a lo lejos.
—No lo sé, señor —confesó Pucetti—. He de admitir que aquí sólo vengo en el barco de Redentore. No tengo ni idea de dónde está.
Normalmente, a Brunetti no le hubiera sorprendido semejante confesión de provincianismo en cualquiera de sus conciudadanos, pero Pucetti parecía una persona inteligente y sin prejuicios.
Como si advirtiera la decepción de su superior, Pucetti agregó:
—Siempre me ha parecido un país extranjero, comisario. Debe de ser por mi madre, que habla de este lugar como si no formara parte de Venecia. Estoy seguro de que, si le dieran la llave de una casa de la Giudecca, ella la devolvería.
Brunetti creyó preferible callarse que su propia madre solía expresar el mismo sentimiento y que él lo compartía sin reservas, y sólo dijo:
—Debe de estar en este canal, cerca de la salida. —Y echó a andar en aquella dirección.
Incluso a esta distancia, el comisario vio que el gran
portone
que daba acceso al patio de la academia estaba abierto: cualquiera podía entrar o salir. Dijo a Pucetti:
—Averigüe a qué hora se abrieron las puertas esta mañana y si hay registro de entradas y salidas. —Antes de que Pucetti preguntara, agregó—: Sí, y las de anoche también, aunque todavía no sepamos cuánto hace que ha muerto. Y quién tiene llaves de la puerta y a qué hora se cierra. —Pucetti no necesitaba que le dijeran qué debía preguntar, lo cual era un alivio en un cuerpo en el que la iniciativa del agente medio era equiparable a la de Alvise.
Vianello ya estaba al lado del
portone.
Saludó la llegada de su superior alzando ligeramente la barbilla y miró a Pucetti moviendo la cabeza de arriba abajo. Brunetti, con intención de aprovechar cualquier ventaja que pudiera darle el presentarse vestido de paisano y sin hacerse anunciar, dijo a Pucetti que volviera a la lancha y no se reuniera con ellos hasta diez minutos después.
En el interior, era evidente que ya había corrido la noticia de la muerte, si bien Brunetti no hubiera podido precisar en qué lo notaba. Quizá en los corrillos de muchachos que hablaban en voz baja en el patio, o quizá en que uno llevaba calcetines blancos con el uniforme, señal de la precipitación con que se había vestido. Luego, el comisario observó que ni uno solo portaba libros. Militar o no, esto era una escuela, y los estudiantes llevan libros, a no ser, desde luego, que entre ellos y el estudio se interponga algo trascendental.
Uno de los muchachos que estaban cerca del
portone
se separó de su grupo y se acercó a Brunetti y Vianello.
—¿En qué puedo ayudarles? —dijo, pero en el tono que hubiera empleado para preguntar qué buscaban allí. Era moreno, con facciones acusadas, bien parecido y casi tan alto como Vianello, a pesar de que aún debía de ser un adolescente. Sus compañeros lo habían seguido con la mirada.
Molesto por el tono del muchacho, Brunetti dijo:
—Deseo hablar con la persona que esté al mando.
—¿Y usted quién es? —preguntó el chico. Brunetti lo miró fijamente y no contestó. El muchacho no parpadeó ni retrocedió cuando Brunetti dio un pequeño paso adelante. Vestía el uniforme reglamentario: chaqueta y pantalón azul marino, camisa blanca y corbata, y ostentaba dos galones dorados en la bocamanga. Ante el silencio de Brunetti, el chico hizo oscilar el peso del cuerpo de un pie al otro y se puso las manos en las caderas. Miraba a Brunetti sin pestañear, resistiéndose a repetir la pregunta.
—¿Cómo se llama el que está al mando de esto? —preguntó Brunetti como si el otro no hubiera dicho nada. Y agregó—: No es el nombre lo que quiero, sino el grado.
—Comandante —respondió el chico, sorprendido.
—Ah, qué formidable —dijo Brunetti. No sabía si le ofendía la actitud de aquel chico porque atentaba contra su principio de que los jóvenes deben ser respetuosos con los mayores o, simplemente, le irritaba su arrogante beligerancia. Dirigiéndose a Vianello, dijo—: Inspector, tómele el nombre —y fue hacía la escalera del
palazzo.
Subió los cinco peldaños y empujó la puerta. El vestíbulo tenía suelo de maderas de colores diferentes que formaban un dibujo de enormes diamantes. El roce de muchas botas había marcado en él una senda en dirección a una puerta situada en la pared del fondo. Brunetti cruzó aquel espacio que, sorprendentemente, estaba vacío, y abrió la puerta. Un corredor conducía a la parte posterior del edificio. Sus paredes estaban cubiertas por lo que Brunetti supuso que serían banderas de regimientos. Algunas tenían bordado el León de san Marcos y otras, animales varios, a cuál más agresivo, que enseñaban los dientes, sacaban las zarpas o erizaban el pelo.
La primera puerta de la derecha tenía sólo un número encima del dintel, lo mismo que la segunda y la tercera. Cuando Brunetti pasaba por delante de esta última, salió por ella un muchacho que no tendría más de quince años. El chico miró con gesto de sorpresa a Brunetti, que movió la cabeza de arriba abajo con calma y preguntó:
—¿Dónde está el despacho del comandante?
Su tono o su actitud suscitaron un reflejo pavloviano en el chico, que se cuadró y saludó:
—Primer piso, señor. Tercera puerta a la izquierda.
Brunetti, reprimiendo el impulso de decir: «¡Descanse!», se dirigió hacía la escalera con un neutro:
—Gracias.
En el primer piso, siguiendo las indicaciones del chico, fue hasta la tercera puerta de la izquierda.
Comandante Giulio Bembo,
se leía en un rótulo situado en la pared, junto al marco.
Brunetti llamó con los nudillos, esperó la respuesta y volvió a llamar. Con intención de aprovecharse de la ausencia del comandante para echar un vistazo al despacho, hizo girar el picaporte y entró. Sería difícil decir quién fue el más sorprendido, si Brunetti o el hombre que estaba delante de una de las ventanas, con un fajo de papeles en la mano.
—Oh, disculpe —dijo Brunetti—. Un estudiante me ha dicho que subiera y que le esperase en su despacho. No creí que estuviese usted aquí. —Fue hacia la puerta y luego dio media vuelta, como sí no supiera si salir o quedarse.
El hombre estaba de cara a Brunetti y de espaldas a la ventana, por lo que, a contraluz, el comisario casi no podía apreciar su aspecto. Veía, sí, que el uniforme que vestía era diferente del de los chicos, más claro y sin raya lateral en el pantalón, y que las hileras de medallas que llevaba en el pecho medían más de un palmo de ancho.
El hombre dejó los papeles en la mesa, sin hacer ademán de acercarse a Brunetti.
—¿Y usted es…? —preguntó, y consiguió dar la impresión de que le aburría la pregunta.
—El comisario Guido Brunetti,
signore.
He sido enviado a investigar el caso de una muerte ocurrida aquí. —Eso no se ajustaba exactamente a la verdad, ya que Brunetti se había enviado a sí mismo a investigar, pero no veía por qué tenía que saberlo el comandante. Se adelantó extendiendo la mano con naturalidad, como si fuera tan obtuso que no se hubiera dado cuenta de la frialdad que emanaba del otro hombre.
Tras una pausa, calibrada para dejar claro quién mandaba allí, Bembo dio un paso adelante y extendió la mano. Su apretón era firme pero daba la impresión de que el comandante reprimía parte de su fuerza por consideración a la mano de Brunetti.
—Ah, sí —dijo Bembo—, un comisario. —Hizo una pausa, para subrayar el concepto y prosiguió—: Me sorprende que mi amigo, el
vicequestore
Patta, no me haya llamado para avisarme de su visita.
Brunetti se preguntó si la alusión a su superior que, según su costumbre, no llegaría al despacho por lo menos hasta dentro de una hora, tenía la finalidad de hacerle bajar la cerviz con humildad al tiempo que prometía a Bembo hacer cuanto estuviera en su mano para evitarle molestias durante la investigación.
—Estoy seguro de que no dejará de llamarle tan pronto como yo le presente mi informe preliminar, comandante —dijo Brunetti.
—Desde luego —dijo Bembo, dando la vuelta a la mesa para sentarse en su sillón. Agitó una mano en lo que sin duda quería ser un ademán cortés en dirección a Brunetti, que se sentó. El comisario tenía interés por averiguar lo deseoso que estaba Bembo de que se empezara la investigación. Por la forma en que el comandante ordenaba los pequeños objetos de encima de la mesa y reunía y apilaba cuidadosamente los papeles, no parecía que lo consumiera la prisa.
Brunetti callaba.
—Todo esto es muy lamentable —dijo finalmente Bembo.
Brunetti consideró que lo más apropiado sería asentir.
—Es la primera vez que tenemos un suicidio en la academia —prosiguió Bembo.
—Sí; debe de ser un trauma. ¿Cuántos años tenía ese muchacho? —preguntó Brunetti. Sacó una libretita del bolsillo de la chaqueta, buscó una página en blanco y dobló las tapas. Entonces se palpó los bolsillos y, con una tímida sonrisa, alargó el brazo hacia un lápiz que estaba en la mesa del comandante—. ¿Me permite?
Bembo no se dignó darse por enterado de la petición.
—Diecisiete, me parece —dijo.
—
¿Y
se llamaba…?
—Ernesto Moro —respondió Bembo.
El gesto de sorpresa de Brunetti al oír uno de los apellidos más conocidos de la ciudad fue totalmente involuntario.
—Sí —dijo Bembo—; el hijo de Fernando.
Antes de retirarse de la vida política, el
dottor
Fernando Moro había sido parlamentario durante varios años, uno de los pocos respecto al que todos estaban de acuerdo en reconocer que había desempeñado el cargo honorablemente. Los chismosos de Venecia decían que Moro pasaba de comisión en comisión porque su honradez era un incordio para sus compañeros: tan pronto como se mostraba insensible a las tentaciones del dinero y del poder, sus incrédulos colegas del Parlamento se servían de cualquier pretexto para trasladarlo. A menudo se citaba su trayectoria como prueba de la supervivencia de la esperanza a despecho de la experiencia, porque, cuando el presidente de una comisión lo encontraba entre sus componentes, estaba seguro de que esta vez podría inducirlo a apoyar políticas destinadas a llenar los bolsillos de unos pocos a expensas de muchos.
Pero, al parecer, en tres años ninguno consiguió corromper a Moro. Y entonces, súbitamente, dos años atrás, Moro renunció a su escaño del Parlamento y volvió al ejercicio de la medicina en su consultorio particular.
—¿Ha sido informado? —preguntó Brunetti.
—¿Quién? —Bembo parecía sorprendido por la pregunta.