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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (29 page)

Brunetti asintió a su vez, con gentileza, o eso creía él.

—Al parecer, mi cliente sabe algo acerca de la muerte del cadete Moro.

—Estoy impaciente por oírlo —dijo Brunetti con una curiosidad que matizó de
politesse.

—Mi cliente estaba… —empezó Donatini, pero Brunetti lo interrumpió levantando ligeramente una mano, con suavidad, sugiriendo una pausa.

—Si no tiene inconveniente,
avvocato,
me gustaría grabar lo que tenga que decir su cliente.

Esta vez fue el abogado el que respondió con
politesse,
que se tradujo por una leve inclinación de la cabeza.

Al alargar la mano para conectar el micrófono, Brunetti se preguntó cuántas veces habría hecho esta operación. Dio la fecha, su nombre y grado e identificó a todos los presentes.

—Mi cliente… —volvió a empezar Donatini, y de nuevo Brunetti le interrumpió levantando la mano.

—Creo,
avvocato
—dijo el comisario inclinándose para desconectar el micrófono—, que sería preferible que su cliente hablara por sí mismo. —Antes de que el abogado pudiera hacer objeciones, Brunetti prosiguió, sonriendo con naturalidad—: Eso daría más espontaneidad a sus palabras y haría más fácil para él aclarar cualquier extremo que pudiera parecer confuso. —Brunetti sonrió, felicitándose por la elegancia con que había manifestado que se reservaba el derecho a interrogar al muchacho durante su declaración.

Donatini miró al
maggior
Filippi que hasta ese momento había permanecido inmóvil y callado.

—¿Y bien,
maggiore?
—preguntó cortésmente.

El
maggiore
asintió, gesto al que su hijo respondió con lo que parecía el involuntario esbozo de un saludo.

Brunetti sonrió al muchacho y conectó de nuevo el micrófono.

—¿Su nombre, por favor? —preguntó.

—Paolo Filippi. —Hablaba más alto y más claro que la vez anterior, seguramente, en atención al micrófono.

—¿Es usted alumno de tercer año en la Academia Militar de San Martino en Venecia?

—Sí.

—¿Quiere decirme qué ocurrió en la academia la noche del tres de noviembre de este año?

—¿Se refiere a Ernesto? —preguntó el chico.

—Sí; la pregunta se refiere, concretamente, a todo lo relacionado con la muerte de Ernesto Moro, también cadete de la academia.

El muchacho guardó silencio tanto rato que al fin Brunetti preguntó:

—¿Conocía a Ernesto Moro?

—Si.

—¿Eran amigos?

El muchacho se encogió de hombros rechazando tal posibilidad, pero, antes de que Brunetti pudiera recordarle que debía responder de viva voz, Paolo dijo:

—No; no éramos amigos.

—¿Por qué razón?

La sorpresa del joven fue evidente.

—Tenía un año menos que yo. Estaba en otro curso.

—¿Existía alguna otra razón que le impidiera ser amigo de Ernesto Moro?

El muchacho reflexionó y dijo:

—No.

—¿Puede hablarme de lo sucedido aquella noche?

El chico tardaba tanto en responder que su padre se volvió ligeramente hacia él y movió la cabeza de arriba abajo.

Paolo se inclinó hacia su padre y le susurró unas palabras de las que Brunetti no pudo menos que oír: «¿es necesario?».

—Sí —dijo el
maggior
con firmeza.

El muchacho miró a Brunetti.

—Es difícil —dijo con voz desigual.

—Sólo cuéntame lo sucedido, Paolo —dijo Brunetti, pensando en su propio hijo y en las confesiones que había hecho en su vida, aunque estaba seguro de que ninguna podía compararse, por su gravedad, con lo que este muchacho podía tener que decir.

—Aquella noche… —empezó el joven, tosió nerviosamente y volvió a empezar—: Aquella noche, yo estaba con él.

Brunetti creyó preferible no decir nada, por lo que se limitó a animarle con la mirada a continuar.

El muchacho miró a la cabecera de la mesa, donde estaba Donatini, que asintió con gesto paternal.

—Yo estaba con él —repitió.

—¿Dónde?

—En las duchas —dijo el chico. Normalmente, tardaban mucho en confesar. La mayoría tenían que preparar el terreno con una serie de detalles y circunstancias, destinados a hacer que lo que finalmente había sucedido pareciera inevitable, por lo menos, a sus propios ojos—. Estábamos en las duchas —repitió.

Brunetti miró a Donatini, que apretó los labios y meneó la cabeza.

El silencio se prolongaba tanto que al fin Donatini se sintió obligado a decir:

—Cuéntaselo, Paolo.

El muchacho carraspeó, miró a Brunetti, fue a mirar a su padre, pero se contuvo y otra vez miró a Brunetti.

—Hacíamos cosas —dijo, y calló. Cuando parecía que no iba a decir más, agregó—: Cosas el uno al otro.

—Comprendo —dijo Brunetti—. Continúa, Paolo.

—Somos muchos los que hacemos eso —dijo el muchacho en una voz tan baja que Brunetti pensó que quizá el micrófono no la captara—. Ya sé que no está bien, pero con eso no perjudicamos a nadie. Y lo hacen todos. De verdad. —Brunetti no decía nada, y el muchacho agregó—: Vamos con chicas. Pero en casa. Y por eso es… es difícil… y… —aquí su voz se apagó.

Brunetti, evitando mirar al padre, dijo a Donatini:

—¿Debo deducir que los muchachos practicaban actos sexuales? —pensó que debía expresarlo con toda claridad, y confiaba en no equivocarse.

—Masturbación, sí —dijo Donatini.

Hacía décadas que Brunetti había dejado atrás la edad de aquel muchacho, pero no comprendía a qué venía tanta vergüenza. Eran muchachos en la última fase de la adolescencia, que vivían con otros muchachos. Su conducta no le parecía sorprendente; su actitud de ahora, sí.

—Continúa —dijo Brunetti, esperando que lo que oyera a continuación explicara esta incongruencia.

—Ernesto era extraño —dijo Paolo—. A él no le bastaba con… en fin, hacer eso y nada más. Él siempre quería hacer otras cosas.

Brunetti mantenía la mirada fija en el muchacho, con el propósito de hacerle hablar con su atención.

—Aquella noche, me dijo que… bueno, me dijo que había leído algo en una revista. O en un periódico. —Paolo se interrumpió, y Brunetti observó que ese detalle parecía preocuparle. Finalmente, dijo—: No sé dónde lo leería, pero dijo que quería hacerlo de esa manera. —Aquí calló.

—¿Hacer qué? —preguntó Brunetti al fin—. ¿De qué manera? —Apartó la mirada del muchacho durante un momento y vio al padre que mantenía la cabeza baja y la mirada clavada en la mesa como si deseara no hallarse en una habitación en la que su hijo tenía que confesar estas cosas a un policía.

—Me aseguró que lo que había leído decía que eso lo hacía mucho mejor, mejor que nada —prosiguió el muchacho—. Pero que para eso tenía que ponerse algo alrededor del cuello y apretárselo cuando… bueno, cuando hiciera eso. Y por eso quería que yo estuviera presente, para estar seguro de que no fallaba nada, en ese momento.

El muchacho suspiró profundamente, llenándose de aire los pulmones antes de dar el salto final.

—Le dije que aquello era una locura, pero no quiso hacerme caso. —Juntó las manos y las apoyó en la mesa—. Tenía esas cosas en el aseo. Me enseñó la cuerda. Estaba en el mismo sitio… quiero decir, donde estaba después, cuando lo encontraron. Era larga, para que él pudiera estar agachado en el suelo y luego hacer como si se cayera. Entonces le oprimiría el cuello. Por eso era tan bueno. Por la sensación de asfixia, o no sé qué. Eso dijo.

Silencio. Cada uno de los presentes en la habitación pudo escuchar, desde el otro lado de la pared, el tenue zumbido de ¿un ordenador?, ¿una grabadora? Poco importaba eso ahora.

Brunetti permanecía mudo.

El chico volvió a empezar:

—Entonces lo hizo. Quiero decir que se puso la bolsa en la cabeza, por encima de la cuerda. Y se echó a reír y trató de decir algo, pero no pude entender qué decía. Recuerdo que me señaló con el dedo y que se reía, y entonces empezó a… y al cabo de un rato se agachó y se dejó caer de lado.

El muchacho enrojeció de pronto, y Brunetti vio que se retorcía las manos. Pero siguió hablando, ya incapaz de parar hasta haberlo dicho todo.

—Dio unas patadas y empezó a mover los brazos. Y entonces se puso a gritar y a dar patadas más fuertes. Yo traté de sujetarlo, pero él de un puntapié me lanzó fuera de la ducha. Volví, para desatar la cuerda, pero no podía, porque la bolsa de plástico estaba atada por encima, y cuando por fin pude agarrar el nudo, no pude aflojarlo, porque él tiraba con mucha fuerza. Y entonces, entonces dejó de dar patadas, y cuando lo desaté ya era tarde, y creo que ya estaba muerto.

El muchacho se enjugó el sudor de la cara.

—¿Y qué hiciste entonces, Paolo? —preguntó Brunetti.

—No lo sé. Durante un minuto, me quedé allí, a su lado. Nunca había visto un muerto, pero no recuerdo qué hice. —Levantó la mirada y la bajó inmediatamente, Brunetti vio que el padre alargaba el brazo y ponía la mano izquierda sobre las de su hijo, las oprimía y la dejaba allí.

Animado por el contacto, Paolo prosiguió:

—Supongo que me entró pánico. Creí que había sido culpa mía, porque no había podido salvarlo o detenerlo. Quizá hubiera podido, pero no lo hice.

—¿Qué hiciste entonces, Paolo? —repitió Brunetti.

—No podía razonar, pero no quería que lo encontraran de aquel modo. Todos hubieran sabido lo que había pasado.

—¿Y entonces? —presionó Brunetti.

—No sé cómo se me ocurrió la idea, pero pensé que, si parecía un suicidio, bueno, sería malo pero no tanto como… lo otro.

Esta vez Brunetti no dijo nada, confiando en que el chico seguiría hablando espontáneamente.

—Así que traté de hacer que pareciera que se había ahorcado. No tuve más que tirar de la cuerda y dejarlo allí. —Brunetti miraba sus manos juntas. Los nudillos del padre estaban blancos—. Así que eso hice. Y lo dejé allí. —El chico abrió la boca y aspiró el aire como si acabara de correr varios kilómetros.

—¿Y la bolsa de plástico? —preguntó Brunetti cuando al chico se le calmó la respiración.

—Me la llevé y la tiré. No recuerdo dónde. A un cubo de basura.

—¿Y qué hiciste después?

—No recuerdo bien. Creo que volví a mi habitación.

—¿Alguien te vio?

—No lo sé.

—¿Tu compañero de cuarto?

—No recuerdo. Quizá. No sé ni cómo llegué a mí habitación.

—¿Qué es lo que recuerdas después, Paolo?

—A la mañana siguiente, vino a despertarme Zanchi y me dijo lo que había pasado. Y entonces ya era tarde para cambiar nada.

—¿Por qué me cuentas ahora eso?

El muchacho meneó la cabeza. Separó las manos y asió la de su padre con la derecha. Al fin, en voz baja, dijo:

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—De lo que ahora ocurra. De lo que pueda parecer.

—¿Y qué es?

—Que no quise ayudarle, que dejé que le ocurriera eso porque lo odiaba.

—¿Alguien creía que lo odiabas?

—Es lo que él quería —dijo Paolo, apartándose ligeramente de su padre, como si temiera ver la expresión de su cara, pero sin soltarle la mano—. Es lo que Ernesto quería que fingiera. Para que nadie sospechara lo otro.

—¿Que erais…?

—Sí; todos hacemos eso, pero generalmente es con distintos chicos. Ernesto sólo quería hacerlo conmigo. Y a mí me daba vergüenza. El chico miró a su padre. —¿Tengo que decir más, papá? El
maggior,
en lugar de responder a su hijo, miró a Brunetti. Entonces el comisario se inclinó hacia adelante, índico la hora y dijo que la declaración había terminado.

Los cinco hombres se levantaron en silencio. Donatini, que era el que estaba más cerca de la puerta, la abrió. El
maggior
rodeó con el brazo los hombros de su hijo. Brunetti acercó su silla a la mesa, hizo una seña con la cabeza a Vianello para indicarle que lo siguiera y fue hacia la puerta. Estaba a un solo paso del umbral cuando oyó un ruido a su espalda, pero era sólo que Vianello había tropezado con la silla.

Al volverse a mirar a Vianello, Brunetti vio también a padre e hijo, que estaban frente a frente. Y vio cómo Paolo, que tenía concentrada en su persona toda la atención de su padre, guiñaba un ojo con aire de maliciosa satisfacción. Y cómo, en el mismo instante, el padre descargaba con el puño derecho un afectuoso golpe de felicitación en el bíceps derecho del muchacho.

Capítulo 27

Vianello no lo había visto; él estaba de espaldas a aquel relámpago de cómplice celebración entre padre e hijo. Brunetti se volvió hacia la puerta y pasó por delante de un silencioso Donatini. En el pasillo, se paró, esperando la salida de Vianello, seguido de los dos Filippi y su abogado.

Brunetti cerró la puerta de la sala de interrogatorios, con movimientos lentos, para darse tiempo de pensar.

Donatini fue el primero en hablar.

—Comisario, usted decide lo que haya de hacerse con esta información.

Brunetti no respondió, ni se dignó darse por enterado de que el abogado hubiera dicho algo.

Entonces, ante el silencio de Brunetti, habló el
maggior
.

—Sería preferible que la familia de ese muchacho pudiera conservar el recuerdo que tiene de él —dijo en tono solemne, y Brunetti reconoció, avergonzado, que, de no haber sorprendido aquel fugaz destello de triunfo entre padre e hijo, la preocupación que demostraba este hombre por la familia de Ernesto lo hubiera conmovido. Le asaltó el deseo de descargarle un puñetazo en la boca, pero se limitó a volverse de espaldas a todos y empezó a caminar por el pasillo. El chico le gritó:

—¿Quiere que firme algo?

—Y luego, con deliberado retraso—: ¿…comisario?

Brunetti siguió andando, desentendiéndose de todos, con prisa por llegar a su despacho, como el animal que ansia volver a su guarida para sentirse a salvo de sus enemigos. Cerró la puerta, seguro de que Vianello, por mucho que lo desconcertara el comportamiento de su superior, no comparecería hasta que lo llamara.

—Jaque mate y fin de la partida —dijo en voz alta. Era tan violenta la corriente de energía desatada en su interior que no podía moverse. De nada servía apretar los puños y cerrar los ojos: aún veía la imagen de aquel guiño, de aquel golpe de aprobación. Comprendía que, aunque también Vianello lo hubiera visto, nada cambiaría, ni para ellos, ni para Moro. La historia de Filippi era verosímil y la interpretación, magistral. Le mortificaba recordar cómo lo había conmovido la turbación del muchacho, cómo había superpuesto a su entrecortado relato lo que él imaginaba sería la reacción de su hijo en las mismas circunstancias, y cómo había visto miedo y remordimiento donde sólo había vil superchería.

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