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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Komarr (33 page)

Tuomonen no discutió, ni fingió no comprender.

—Sí, mi señor.

Temporalmente sin dirección, Ekaterin farfullaba por la tangente, asociando ideas.

—Me pregunto si las cicatrices bajo su cinturón son tan interesantes como las de arriba. Supongo que no podría haber hecho que se quitara los pantalones en ese coche-burbuja. Tuve la oportunidad anoche, y ni siquiera se me ocurrió. Muti Vor. ¿Cómo lo hace…? Me pregunto cómo sería dormir con alguien que realmente te gusta…

—Basta —ordenó Tuomonen. Ella guardó silencio y parpadeó.

Justo cuando esto se volvía realmente interesante
. Miles reprimió un impulso narcisista, o quizá masoquista, para animarla a continuar en esa línea. Recordó que se había invitado a este interrogatorio para impedir que SegImp abusara de las oportunidades.

—He terminado, milord —le dijo Tuomonen en voz baja. No miró a Miles a los ojos—. ¿Hay algo más que piense que deba preguntarle, o que usted desee preguntar?

¿Podrías amarme alguna vez, Ekaterin?
Lástima, las preguntas sobre probabilidades futuras no podían responderse, ni siquiera con pentarrápida.

—No. Le pediría que anote que nada de lo que ella ha dicho bajo los efectos de la pentarrápida contradice substancialmente nada que nos hubiera dicho antes. Las dos versiones son extrañamente congruentes, comparadas con otros interrogatorios de los que he sido testigo.

—Lo mismo digo —concedió Tuomonen—. Muy bien —se acercó a la silenciosa tecnomed—. Adelante, administre el antídoto.

La mujer dio un paso al frente, ajustó el nuevo hipospray y lo presionó contra el interior del brazo de Ekaterin. El siseo del antídoto resonó en los oídos de Miles. Contó de nuevo los latidos de Ekaterin, uno, dos, tres…

Fue un horrible espectáculo vampírico, como si le hubieran sorbido la vida. Sus hombros se hundieron, todo su cuerpo se encogió con renovada tensión, y enterró la cara en sus manos. Cuando volvió a levantarla, estaba enrojecida, húmeda y tensa, pero no lloraba: simplemente estaba agotada. Volvió a cerrar los ojos. Él había pensado que lloraría.
La pentarrápida no duele, ¿eh?
Ya no estaría tan segura.

Oh, señora. ¿Podré hacer que alguna vez parezcas feliz sin drogas?

Más importante aún: ¿le perdonaría ella alguna vez el ser parte de esta prueba?

—Qué experiencia tan extraña —dijo la señora Vorsoisson. Su voz era ronca.

—Fue un interrogatorio bien dirigido —aseguró Miles, mirando alrededor—. Considerando la situación. Los he visto mucho peores.

Tuomonen le dirigió una mirada seca, y se volvió hacia Ekaterin.

—Gracias por su cooperación, señora Vorsoisson. Ha sido enormemente útil para la investigación.

—Dígale a la investigación que no hay de qué.

Miles no estaba seguro de cómo interpretar eso. Se volvió hacia Tuomonen.

—Eso será todo, ¿no?

Tuomonen vaciló, obviamente tratando de decidir si era una pregunta o una orden.

—Eso espero, milord.

Ekaterin miró a Miles.

—Lamento lo de las maletas, lord Vorkosigan. No se me ocurrió lo que podía parecer.

—No, ¿por qué tendría que habérsele ocurrido? —esperó que su voz no sonara tan hueca como parecía.

—Le sugiero y le solicito que descanse un rato, señora Vorsoisson —intervino Tuomonen—. Mi tecnomed la acompañará durante una media hora, para asegurarse de que está plenamente recuperada y no experimenta más reacciones a la droga.

—Sí, yo… eso probablemente es aconsejable, capitán.

Sintiendo las piernas como de goma, ella se levantó. La tecnomed se colocó a su lado y la acompañó hasta su dormitorio. Tuomonen apagó su grabador vid.

—Lamento esas últimas preguntas, Lord Auditor. No era mi intención insultarle, ni a usted ni a la señora Vorsoisson.

—Sí, bueno… no se preocupe por eso. ¿Qué viene ahora, desde el punto de vista de SegImp?

Tuomonen frunció el ceño, cansado.

—No estoy seguro. Quería asegurarme de efectuar este interrogatorio en persona. El coronel Gibbs lo tiene todo controlado en las oficinas de Terraformación, y el mayor D'Emorie no ha llamado para quejarse todavía de nada en la estación experimental. Lo que necesitamos ahora, a ser posible, es que nuestros agentes capturen a Soudha y sus amigos.

—No puedo estar en todas partes a la vez —dijo Miles, reluctante—. A menos que se produzca un arresto… El profesor viene de camino, y tiene la ventaja de haber dormido toda la noche. Creo que usted no. Mis instintos me dicen que es hora de descansar un rato. ¿Tengo que hacer que sea una orden?

—No —le aseguró Tuomonen—. Usted tiene su comunicador de muñeca, yo tengo el mío… Nuestros agentes tienen nuestros números y órdenes de informar si hay noticias. Me alegraré de poder ir a comer a casa, aunque sea la cena de anoche. Y de darme una ducha —se frotó la barba.

Terminó de guardar el grabador, se despidió de Miles y se fue a consultar con sus guardias, posiblemente para informarles del cambio de posición de la señora Vorsoisson, de sospechosa/testigo a mujer libre.

Miles miró el sofá, lo rechazó y se dirigió al taller de Ekaterin… la señora Vorsoisson… Ekaterin, maldición, en su mente si no en su boca. La iluminación automática reveló el puñado de plantas en sus anaqueles en los rincones. La gravi-cama había desaparecido. Oh, sí, había olvidado que la habían retirado ya. Pero el suelo parecía bastante tentador.

Un destello escarlata en la papelera llamó su atención. Al investigar, encontró los restos del bonsai dentro de una bolsa de plástico, junto con fragmentos de la maceta y tierra húmeda. Curioso, lo sacó, despejó la mesa de Ekaterin, y desenrolló el plástico… era una bolsa de cadáver botánico, supuso.

Los fragmentos le hicieron recordar el espejo solar y la nave de carga, y también un par de las autopsias más repulsivas que había revisado recientemente. Metódicamente, empezó a ponerlo todo en orden. Los tentáculos rotos a un lado, las raíces a otro, los fragmentos del tronco de la pobre planta a otro. La caída desde cinco pisos de altura había tenido el mismo efecto en la estructura central conservadora de líquido del
skellytum
que un martillo pilón aplicado a una sandía. O una granada de aguja que explotara dentro del pecho de alguien. Recogió los trozos de la maceta, e intentó unir la planta, como si fuera un rompecabezas. ¿Había algún equivalente botánico al pegamento quirúrgico, que podía unirlo todo y permitir que sanara? ¿O era demasiado tarde? El color marrón del interior de la planta sugería que la putrefacción ya estaba en camino.

Se limpió la arena húmeda de los dedos, y se dio cuenta de repente de que estaba tocando Barrayar. Este trozo de tierra había venido del Continente Sur, sacado, tal vez, del patio de alguna vieja dama Vor. Se acercó a la silla de la comuconsola, se subió en ella con dificultad, y retiró lo que resultó ser una vasija vacía de un estante superior. De nuevo en el suelo, recogió tanta tierra como pudo, y la vertió en la vasija.

Se echó atrás, las manos en las caderas, y estudió su trabajo hasta el momento. Era un triste montón.

—Abono, mi amiga barrayaresa, estás destinada a ser abono. Un entierro decente tal vez sea todo lo que puedo hacer por ti. Aunque en tu caso, quizá sea la respuesta a tus plegarias…

Un leve rumor le hizo darse cuenta de que ya no estaba solo. Volvió la cabeza y encontró a Ekaterin en la puerta. Tenía mejor color que inmediatamente después del interrogatorio, la piel no tan abotargada y arrugada, aunque seguía pareciendo muy cansada. Sus cejas mostraban su asombro.

—¿Qué está haciendo, lord Vorkosigan?

—Hum… ¿visitando a un amigo enfermo? —sonrojado, él indicó la mesa—. ¿La ha dejado la tecnomed?

—Sí, acaba de marcharse. Fue muy atenta.

Miles se aclaró la garganta.

—Me estaba preguntando si habría alguna forma de volver a componer su
skellytum
. Parecía una lástima no intentarlo, ya que tiene setenta años y todo eso.

Se retiró respetuoso mientras ella se dirigía a la mesa y le daba la vuelta a un fragmento.

—Sé que no puede coserlo como a una persona, pero no puedo dejar de pensar que tendría que hacerse algo. Me temo que no soy gran cosa como jardinero. Mis padres me dejaron intentarlo, una vez, cuando era un crío, allá en la mansión Vorkosigan. Iba a plantar flores para mi madre betana. El sargento Bothari acabó encargándose de todo el trabajo con la pala, que yo recuerde. Le hacía excavar las semillas dos veces al día para ver si habían germinado ya. Por algún motivo, mis plantas no crecieron. Después de eso, renunciamos al jardín y lo convertimos en un fuerte.

Ella sonrió, una sonrisa de verdad, no provocada por la pentarrápida.
No la hemos roto después de todo
.

—No, no se puede recomponer —dijo ella—. La única forma es empezar de nuevo. Lo que sí podría hacer es escoger los fragmentos más fuertes de la raíz… varios, para asegurarnos —sus largas manos rebuscaron en el montón—, y ponerlos en remojo en una solución de hormonas. Y cuando empiece a germinar, replantarlo.

—He guardado la tierra —señaló Miles, esperanzado.
Idiota. ¿Sabes lo idiota que pareces?

Pero ella simplemente dijo: «Gracias.» Rebuscó en sus estantes, encontró un cuenco y lo llenó de agua. Otro estante reveló una caja de polvo blanco: lo roció en el agua y lo agitó con los dedos. Sacó un cuchillo de uno de los cajones de la mesa, cortó los fragmentos de raíz más prometedores y los metió en la solución.

—Ya está. Tal vez de ahí salga algo.

Se estiró para colocar el cuenco en el estante donde Miles había tenido que rebuscar, y vació la tierra en una bolsa de plástico que selló y puso junto al cuenco. Luego volvió a tirar el resto a la basura.

—Para cuando me hubiera vuelto a acordar del pobre
skellytum
, ya habría ido a parar al reciclador orgánico y habría sido demasiado tarde. Había abandonado toda esperanza anoche, cuando pensé que tenía que marcharme con lo puesto.

—No pretendía ser una carga para usted. ¿Sería muy molesto, llevarlo a casa en una nave de salto?

—Lo meteré en un contenedor sellado. Cuando llegue a mi destino, tal vez esté listo para ser replantado —se lavó las manos y se las secó; Miles la imitó.

Maldito fuera Tuomonen de todas formas, por forzar en la conciencia de Miles un deseo que su inconsciente sabía demasiado inmaduro para dar ningún fruto.
El tiempo está desarticulado
, había dicho ella. Iba a tener que tratar con eso. ¿Cuánto tiempo?
¿Qué tal hasta después de enterrar a Tien, para empezar?
Sus intenciones eran bastante honorables, al menos algunas, pero su sentido de la oportunidad era espantoso. Se metió las manos en los bolsillos y se meció sobre sus talones.

Ekaterin se cruzó de brazos, se apoyó contra la encimera y miró al suelo.

—Deseo pedirle disculpas, lord Vorkosigan, por todo lo que pueda haber dicho bajo los efectos de la pentarrápida que no fuera adecuado.

Miles se encogió de hombros.

—Me invité porque quise. Pero me pareció que podría venirle bien alguien que la vigilara. Hizo usted lo mismo por mí, después de todo.

—Un vigilante —ella alzó la cabeza, la expresión aliviada—. No había pensado en eso.

Él abrió la mano y sonrió, esperanzado.

Ella le devolvió una breve sonrisa, pero entonces suspiró.

—Me he pasado todo el día frenética, esperando que SegImp terminara para poder ir a recoger a Nikki. Ahora pienso que me hicieron un favor. Temo esta parte. No sé qué decirle. No sé cuánto debería decirle del lío en el que estaba metido Tien. ¿Lo menos posible? ¿Toda la verdad? Ninguna de las dos cosas me parece apropiada.

—Todavía estamos en mitad de un caso confidencial —dijo miles lentamente—. No puede cargar a un niño de nueve años con secretos gubernamentales, ni ese tipo de juicios. Ni siquiera sé cuánto de todo esto acabará siendo del dominio público.

—Las cosas que no se hacen bien acaban volviéndose más difíciles —suspiró ella—. Como estoy descubriendo.

Miles le acercó la silla de la comuconsola, y le indicó que se sentara. Sacó el taburete de debajo de la mesa de trabajo. Se encaramó en él, y preguntó:

—¿Le dijo usted que iba a dejar a Tien?

—Ni siquiera eso, todavía.

—Creo que… que por hoy, sólo debería decirle que su padre sufrió un accidente con su máscara de oxígeno. Deje fuera a los komarreses. Si pide más detalles y no sabe qué hacer, envíemelo a mí, y yo me encargaré de decirle que no puede saberlo, o que no puede saberlo todavía.

La serena mirada de Ekaterin preguntaba:
¿Puedo confiar en usted?

—Tenga cuidado de no provocar más curiosidad de la que pretenda aplacar —dijo finalmente.

—Comprendo. El problema de toda la verdad es tanto una cuestión de cuándo como de qué. Pero después de que regresemos a Vorbarr Sultana, me gustaría, con su permiso, que hablara con Gr… con un íntimo amigo mío. También es Vor. Tiene la experiencia de haber pasado por algo parecido a Nikki. Su padre murió en, ah, graves circunstancias, cuando él era demasiado joven para conocer los detalles. Cuando se encontró con los feos hechos, a los veintipocos años, fue bastante traumático. Apuesto a que tendrá más tacto que todos nosotros para decírselo a Nikki y en su momento. Tiene buen juicio.

Ella asintió.

—Me parece bien. Me gustaría mucho. Gracias.

Él le devolvió una especie de semirreverencia desde su asiento. —Me alegra serle útil, señora.

De todas maneras, había querido presentarle a Gregor el hombre, su hermano adoptivo, no el Emperador Gregor, el Icono Imperial. Esto podría servir para más de un propósito.

—También tengo que hablarle a Nikki de su Distrofia de Vorzohn, y no puedo posponer eso. Conseguí una cita para él en una clínica de Solsticio para pasado mañana.

—¿No sabe que es portador de la enfermedad?

Ella negó con la cabeza.

—Tien nunca me dejó decírselo —lo observó gravemente—. Creo que estuvo usted en una situación parecida a la de Nikki, cuando fue niño. ¿Tuvo que pasar por muchos tratamientos médicos?

—Dios, sí, durante años. ¿Qué puedo decir que sea útil? No le mienta diciendo que no va a doler. No le deje solo durante períodos largos…

Ni se quede usted sola, tampoco
… Por fin había algo que podía hacer por ella.

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