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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (22 page)

—Todo. Lo que sucede es que los ojos no siempre ven lo que miran: a veces, creen ver lo que se desea.

—Pues tendrás que enseñarme a mirar, don Martín.

—El propio corazón es el único maestro, mi señor.

—Tal vez...

El rey se quedó pensativo. De repente se le vino a la cabeza la disputa con la reina y no supo si veía en ella sólo lo que deseaba ver. Quizá estuviera confundiéndose y mereciera su amor; o algo peor: mereciera ser odiada. Pero aquella indiferencia que sentía por doña Leonor desde hacía tanto tiempo no era lo más agradable. Puede que fuera el momento de hablar de ello con don Martín, que tan sensato se mostraba, pero no se atrevió. A fin de cuentas, se dijo, los afectos crecen entre las carnes del cuerpo como los huesos y la sabiduría, y si no se van gastando día a día, como se deslucen los brillos de un castillo viejo, con el paso de los años se vuelven tumores que un día explotan y consumen a quien los conserva, a veces destruyéndolo. Él había gastado todos sus afectos con la reina y ya, deslucidos del todo, se habían apagado. Mejor así: la indiferencia. Porque la muerte es cálida y las pasiones, ardientes; pero el odio es frío. Y él no quería sentir las agujas del frío aguijoneándole la vida.

—¿Se encuentra bien de salud nuestra señora doña Leonor? —don Martín interrumpió los pensamientos del rey.

—Sí, perfectamente —don Jaime se sorprendió por el momento en que el médico hizo la pregunta—. Pero ¿cómo sabes...? Justo en este momento estaba pensando en ella. ¿Eres brujo, acaso?

—No, mi señor. Dios me libre...

—Entonces ha sido la casualidad —alzó las cejas el rey, admirado de la coincidencia.

—¿Casualidad? No creo en ella, mi señor. Más bien opino que el azar no es más que una burla a la inteligencia y una jugarreta al destino... Os preguntaba por la salud de la reina porque aún no me habéis dicho la misión que me encomendáis y temía que...

—No, no, tranquilízate. No se trata de doña Leonor, sino de una novicia de la abadía. Creo que está muy enferma y el médico que la asiste, un tal don Fáñez, me parece un mentecato.

—Veremos qué se puede hacer —aceptó don Martín.

Cuando llegaron a las puertas de la sala habilitada para la curación de las benedictinas enfermas, el rey y su médico descendieron de los caballos y, sin asegurar las bridas, entraron en ella. La monja seguía tendida en el lecho, inconsciente y sudorosa, con un continuo temblor en los labios y el cuerpo inquieto, sacudido por pequeños espasmos. Don Fáñez permanecía sentado al otro lado de la sala, indiferente, como si lo único que esperara fuera la muerte de Catalina para cumplir el encargo, y al ver entrar al rey se apresuró a levantarse, de un brinco, y corrió a hacerle cinco reverencias seguidas.

—La... la enferma mejora, mi señor —tartamudeó—. Creo que la fiebre...

—Anda y compruébalo, don Martín —ordenó el rey.

—Desde luego —aceptó el médico con gesto solemne.

El médico real se acercó a la novicia, observó el interior de sus ojos levantándole los párpados, tomó su fiebre con el dorso de su mano y le abrió la boca para oler su aliento. La novicia Catalina gimió, pero sin recuperar la conciencia.

—¡Qué extraño! —comentó don Martín.

—Ha sufrido un aborto —dijo el rey—. Anoche sangraba como un gorrino en matanza y ya era presa de temblores y fiebres.

Don Martín levantó la sábana y observó la sangre que todavía empapaba el camastro. Examinó sus partes íntimas y procedió a palpar su interior.

—Haced el favor de acercar mis alforjas, don Fáñez —requirió—. En mi caballo...

—Sí..., sí... Enseguida...

Con el contenido de sus alforjas don Martín preparó un paño empapado con un ungüento y procedió a cortar la pequeña hemorragia que aún sufría la novicia. Una vez contenida, la tomó en brazos y ordenó a su colega que cambiara la sábana y adecentara la cama donde iba a depositar a la paciente. Terminada la higiene, volvió a medir la temperatura de la novicia y trató de que recobrara el sentido, haciéndola oler de un frasco que contenía un líquido verde, tal vez compuesto a base de miel de menta y láudano.

—¿Qué opinas, don Martín? —quiso saber el rey.

—En efecto —respondió el médico—, esta mujer ha padecido un aborto provocado por un brebaje que no conozco, y su aliento y el color de su lengua indican que a punto ha estado de causarle también la muerte. Es joven y fuerte, y por eso creo que sobrevivirá. Pero hay que bajarle la fiebre. Señor don Fáñez: traiga su merced agua y vendajes.

—Sí, sí...

Don Martín empapó vendas y durante varios minutos estuvo dando friegas de agua fría por todo el cuerpo de la novicia, hasta que la muchacha fue recuperando un ritmo más pausado en su respiración, fue expulsando la calentura y, al fin, recobró la conciencia.

—¿Dónde estoy? ¿Quién sois?

—Sosegaos, señora —la tranquilizó don Martín—. Soy el médico del rey, nuestro señor, y pronto recuperaréis la salud. No temáis.

La religiosa pareció serenarse y se pasó la lengua por los labios cortados y resecos.

—Agua, por favor.

—Mojad sus labios con agua —ordenó don Martín—. Pero que no beba todavía.

La joven buscó la humedad del paño mojado que le acercó don Fáñez con ansia. Después, apenas con un hilo de voz, preguntó:

—¿Y mi hijo? ¿Cómo está mi hijo?

Los médicos se miraron y guardaron silencio. Catalina, comprendiendo lo sucedido, empezó a sollozar.

—Bien —concluyó don Martín dirigiéndose a don Fáñez—. Que beba unos pequeños sorbos de agua cada cinco minutos. Y dentro de una hora ha de tomar una taza de caldo de gallina, templado. Cambiadle la venda de la entrepierna a media tarde y esta noche, a vísperas, volveré a visitarla. Cenará otra buena taza de caldo de gallina. Os ruego que permanezca bien abrigada y que tenga siempre sobre la frente un paño de agua fresca que debe renovarse tantas veces como sea preciso. Si hacéis lo que receto, señor don Fáñez, dentro de dos días esta joven empezará a mejorar. ¿Estáis de acuerdo con mi opinión?

—Por supuesto, señor.

—Bien. Nos volveremos a ver esta tarde.

Don Martín procedió a recolocar sus usos de oficio en las alforjas y se dispuso a salir. El rey salió con él entre las reverencias de don Fáñez. A las puertas de la nave, en busca de sus caballos, don Jaime preguntó su opinión.

—Me temo que, a la vista del trato dispensado, a nadie le interesa que esta joven siga con vida —reflexionó don Martín—. Sólo a vos, mi señor. No sé cuáles serán las intenciones que se albergan para las enfermas del cenobio, pero...

—En este convento..., no sé. Todo lo que sucede es muy extraño, don Martín —interrumpió el rey.

—A veces la oscuridad es la cuna donde se mecen todas las respuestas, mi señor. ¿Quién gobierna el monasterio?

—Doña Inés de Osona, su abadesa.

—¿Y consiente que sus hermanas enfermas purguen sus males en lugar tan inhóspito? —señaló hacia el interior del cobertizo—. Desengañaos, mi señor, presiento que aquí se viene a morir, no a sanarse.

—No puedo creer en ello, don Martín. Sería...

—La realidad, cuando se llega a conocer, es mucho más cruel que los presentimientos, por atrevidos que se sospechen —sentenció el médico—. Y en esta abadía, señor, os aseguro que no se vela por la buena salud de sus moradores.

Y entonces don Martín tomó con fuerza las bridas de su caballo para sacarlo de la especie de huerto situado a las afueras del cobertizo, en donde se había metido, y el animal, al arrastrar las pezuñas, removió uno de los montículos de tierra que, como frutos de siembra, cubrían sus secretos.

—¿Qué es eso? —exclamó el médico echándose hacia atrás y con los ojos espantados.

El rey vio también aquel revoltijo de lo que parecían ser pequeños maderos ennegrecidos imposibles de identificar y preguntó:

—¿A qué te refieres, don Martín?

El médico corrió a desenterrarlos con las manos y extrajo, uno a uno, lo que parecían restos de huesos de ratas, conejos o pajarillos en descomposición. Luego removió otro montículo, y otro más, y, fuera de sí, mientras pronunciaba frases de incredulidad, fue extrayendo la cosecha de aquella tierra macabra.

—¡Son niños, mi señor! ¡Restos de niños nacidos y de otros que nunca llegaron a nacer! ¡Mirad éste! ¡Y éste! ¡Y este otro también! ¡Qué espanto, mi señor don Jaime, qué espanto!

Capítulo 6

Don Jaime entró en el comedor sin el brío de costumbre, caminando despacio y con la mirada ausente. Sus mejillas habían empalidecido aún más y la boca, entreabierta, no acertó a pronunciar saludo alguno. A las claras se comprendía que algo le había producido una honda impresión y ni la reina, ni la abadesa, ni siquiera Constanza, se atrevieron a preguntar la razón de su estado. Lo siguieron con la mirada hasta que se desplomó en su asiento y todos los comensales dieron principio a la comida sin rasgar el silencio que su presencia imponía. El ruido de fuentes y platos al ser depositados sobre la mesa y el escanciado del vino en las copas fueron los únicos murmullos que se atrevieron a romper la quietud de la sala.

El rey se llevó la copa a los labios y apuró el vino de un solo trago. Le volvieron a servir y de nuevo vació la copa sin decir palabra. A la tercera copa servida, la reina doña Leonor observó a su esposo y una imperceptible sonrisa se dibujó en sus labios.

Pensaba que el rey se mostraba atemorizado al haber sido descubierto en su infidelidad y le aterraba enfrentarse al reproche público de su esposa en el interior de un convento, en un lugar sagrado. Era el momento, pensó, de pactar disimuladamente con él guardar el secreto de su lujuria a cambio de respetar la integridad de Águeda. Tendría que avenirse a lo que le propusiera porque, siendo tan devoto de la Virgen María y tan firme en la defensa de la cristiandad, nada de cuanto pudiera ofender a Dios querría hacer público. Al rey no le dolía el pecado de la lujuria, bien lo sabía, pero una cosa era pecar en el silencio de la noche y otra gritarlo a las luces del día, mancillando los mandamientos de Dios Nuestro Señor, que tan bien conocían ambos. Como el sexto, que mandaba que no harás fornicio. Y que «en este peca qui jace con muller de so vecino, o si la besó o travo d'ela desonestamente, o fizo su poder en averla...». Al igual que ambos conocían el mandato del décimo mandamiento, en el que se ordenaba «non cobdiciarás de to cristiano la muller, ni la filia, ni el servo, ni la serva, ni el buey, ni el asno, ni ren que alma aya... Et deve demandar el preste al pecador si va vender fornicaciones o las mulleres ... odir de los cantares de las caҫurias... e beven el vino puro e las carnes calentes e muytas por razón de luxuria, ed es maor pecado que si quebrantas la quaresma; del tanner: si tocó muller en las tetas o en otro lugar de vergonza...». Y por lo que se refería a Violante, ella debía también saber que «el preste deve demandar, si muller es, si tennién los cabellos o si puso algo de su faz por seder más fermosa...». Lo único de lo que era inocente don Jaime, se lamentó doña Leonor, era de la respuesta que daría su esposo si el clérigo le preguntara «si pecó con su muller velada, que muitas veces los maridos pecan con sus mulleres ... Aqui deve saber el preste quáles casos deven ir al bispe». A ello replicaría, con altivez, que era libre de ese pecado, bien lo sabía ella. Pero para lo que no tendría respuesta era si el confesor le obligaba a declarar sus pecados más graves a los ojos de Dios, que son «tanto si jáce el pecador con su hermana o con virgen, o es sodomita, que es orne que jáce contra natura». Porque Violante era virgen, seguro, y su esposo yacía con ella.

La reina sonreía con disimulo ante el semblante demudado de su esposo porque estaba convencida de que ésa, y no otra, era la razón de su estado. Por eso, sin respetar el silencio de don Jaime, se atrevió a preguntar:

—¿Carecéis de apetito, esposo mío?

El rey alzó los ojos y la miró con indiferencia, como si no comprendiera la pregunta o se la hubiera formulado en un idioma desconocido para él. Pero no se molestó en averiguar de qué le hablaba su esposa. Se limitó a decir: —Sí.

Era más fácil que responder que no, porque veía en la reina un semblante plácido y había aprendido desde muy joven que a una mujer dichosa no se le debe contradecir. El rey volvió a perder la mirada más allá del infinito.

—¿Os encontráis bien, mi señor?

—Sí.

—¿Puedo solicitar vuestra indulgencia con Águeda, la más amada de mis damas?

—Sí.

—Gracias, esposo mío. Y ahora, ¿concedéis licencia para que vuelva a mis aposentos?

—Sí.

El rey había mantenido una conversación de la que, si le hubieran preguntado, no habría recordado nada. Porque su cabeza estaba todavía en la enfermería del monasterio y sus ojos impregnados por el horror de tantos restos de niños muertos y enterrados, cadáveres que ya no eran sino osamenta y polvo, minúsculos cráneos rotos y huesillos de lo que un día fueron o pudieron llegar a ser vidas humanas. Le habían enseñado que los hombres, desde sus raíces ancestrales, han de esconder su sufrimiento en el silencio porque no pueden mostrar que son débiles, pero en aquellos momentos don Jaime no era capaz de esconder su duelo y, sin importarle lo que llegaran a pensar de él, o probablemente sin darse cuenta de que no estaba solo, se echó a llorar. No fue un llanto aparatoso, ningún gemido salió de sus labios, sino un rocío de lágrimas gruesas posadas en sus ojos entornados y desbordadas por las mejillas hasta perderse en el alboroto de sus barbas, una riada de emociones, una lluvia de incomprensión. No era capaz de entender por qué existía, tirado en las afueras de la abadía como si se tratara de un estercolero, ese gran cofre lleno de reliquias de vida humana indefensa, sin tiempo para haber llegado a ofender a nadie. Precisaba saber que las decisiones habían sido de sus madres, sin imposiciones ni amenazas, para reconciliarse con cuanto le rodeaba. Necesitaba oír que habían sido resoluciones dolorosas pero inevitables, no mandatos injustos como había deducido del dolor de la pobre novicia que yacía agonizante en el cobertizo de las enfermas y que, al saberse robada, tal vez nunca se recuperara del sufrimiento que le había producido la pérdida. Don Jaime lloraba por segunda vez en su vida: la primera fue cuando supo que su padre no había querido su nacimiento, pero aquellas lágrimas fueron de rabia tan solo, sin que ello le restara un ápice del orgullo que sentía por su familia y por su linaje. En cambio, esta vez no lloraba de rabia, sino de compasión, una sensación desconocida que le tomó de sorpresa, como se prende a un enemigo descuidado, y no encontró el modo de liberarse de las ligaduras.

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