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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (24 page)

—¿Y cómo se pone exactamente? —preguntó Gabi, entrando detrás de su hermano.

Lola se llevó la mano a la boca sorprendida, pero en los ojos le bailaba una mirada de placer al verla a ella allí también.

—¡Pensaba que todavía estabas fuera de la ciudad! —exclamó.

—Después de lo que Gloria me contó que estaba sucediendo decidí volver antes a casa —le respondió Gabi, aparentemente conmocionada cuando paseó la mirada por toda la habitación, aunque su semblante carecía de la sombría desaprobación del de Mando.

—Sí, claro, después de que Gloria os contara que yo había perdido la cabeza no tuviste otra opción que volver antes a casa. —Lola les hizo un gesto de bienvenida para que se acercaran a la mesa—. Pero no importa por qué hayáis venido, estoy contenta de que estéis aquí y hay comida de sobra para todos. Voy a por más platos y serviré uno para Gloria también. Estoy segura de que tendrá hambre. Pobrecita mía, todo el día en pie trabajando, al final termina agotada.

Mando y Gabi se intercambiaron una mirada de preocupación mientras Lola iba al armario a por los platos. Cuando regresó, Mando se hallaba observando a Terrence con desconfianza.

—Oh, no os he presentado a mi amigo —dijo Lola mientras ponía los platos sobre la mesa—. Este es Terrence. Es un músico extraordinario y, justo ahora mismo, estábamos hablando de abrir juntos un restaurante. Él entretendría a nuestros clientes con su hermosa música y mientras ellos se deleitarían con mi deliciosa comida casera.

—Y yo seré el que les dé la bienvenida a los clientes —declaró Sebastian, aunque se aseguró de mirar a su tía mientras decía aquello, pues sabía que a su tío no le divertiría lo más mínimo.

—Eso está muy bien, cariño —comentó Gabi profiriendo una risita nerviosa.

Mando recogió una de las cajas que tenía más cerca y leyó la etiqueta.

—Parece que últimamente te has tomado muy en serio lo de ir de compras, mami —comentó con indiferencia, y después se giró para dirigirse a Terrence, como si estuviera interrogando a un testigo poco colaborador en el estrado—. ¿Esto ha sido idea suya?

—¿El qué? —le respondió a su vez Terrence algo sorprendido.

—Comprar todas estas cosas nuevas… ¿Quizá eran para el restaurante?

—No, señor —repuso Terrence, levantándose de la mesa y echándose a reír—. Ni yo mismo tenía la menor idea de que la señora Lola era tan buena cocinera hasta hace unos días. Y con respecto a lo del restaurante… Bueno, solo estábamos soñando despiertos, ¿verdad, Sebastian?

Sebastian asintió, aunque se sintió un poco decepcionado al escuchar que solo era una fantasía.

—¡Por Dios santo, Mando! —exclamó Lola, arrancándole la caja de las manos—. Puede que sea buena cocinera, pero ni siquiera yo puedo crear algo de la nada. Hace años me deshice de todas mis cosas y necesitaba reabastecer mi cocina, eso es todo.

—¿Cuánto te has gastado en todo esto?

Lola cruzó los brazos sobre el pecho.

—Eso no es asunto tuyo en absoluto. Es mi dinero y puedo gastarlo como me dé la real gana.

Terrence llevó su plato al fregadero.

—Gracias por la deliciosa comida, señora Lola. Creo que me voy ya para que pueda usted disfrutar de la visita de su familia.

—¡Pero si no te has tomado el postre! —protestó Lola frunciendo el ceño.

—Guárdeme una ración —le contestó Terrence dedicándole una sonrisa a ella y un guiño a Sebastian—. Encantado de conocerles —dijo en dirección a Mando y Gabi.

Esta última lo contempló con interés. Tal y como su hermana lo había descrito, se imaginaba que Terrence iba a ser un tipo grosero y peligroso, pero, por lo que había visto, sin duda resultaba encantador. Una vez que Terrence se marchó, Gabi avanzó varios pasos tras su hermano para echarle un vistazo de cerca al pelo de su madre.

—¡Guau! ¡Te has pasado un poco! ¿No, mami? Quiero decir, que no te lo has pensado dos veces, ¿eh?

—A mi edad no puedo dedicarme a darle vueltas a las cosas —le espetó Lola—. Ahora, venid aquí y sentaos los dos antes de que se os enfríe la cena.

—No hemos venido a comer —dijo Mando—, sino a hablar contigo de algo muy importante.

—Sí, por supuesto —le contestó Lola con dulzura—. Pero ¿por qué no hablamos de eso tan importante mientras disfrutáis de un delicioso plato de arroz con pollo?

Gabi se volvió hacia su hermano en busca de orientación, y él se encogió de hombros mientras contemplaba con nostalgia la comida sobre la mesa. El arroz aún humeaba, y varios de los dorados trozos de pollo brillaban a la luz de las velas. Lola aprovechó la oportunidad para verter una cucharada de salsa por encima del plato, cosa que le daba un aspecto aún más tentador.

—Imagino que podemos hablar en la mesa igual que en cualquier otro sitio —reconoció Mando—, pero yo creo que paso del arroz con pollo. Susan y yo tenemos una cena con unos clientes más tarde.

Justo cuando se estaban sentando a la mesa, Gloria entró a toda prisa con un aspecto algo agitado, pero suspiró aliviada al ver que esta vez Mando había venido sin su esposa. Le pidió a Sebastian que esperara fuera en el porche mientras los adultos discutían algo que no tenían por qué escuchar los niños. Su madre no había vuelto a utilizar aquella frase desde que él tenía aproximadamente cinco años, y le molestó un poco, pero cogió su plato de arroz con pollo y abandonó la habitación sin decir palabra. Si quería seguir visitando a su abuela después del colegio, sabía que tenía que portarse bien.

—¿Estaba aquí el tipo ese llamado Clarence cuando habéis llegado? —Escuchó que preguntaba su madre según él salía al porche.

—Se llama Terrence —le respondió tía Gabi ligeramente a la defensiva—. Y parece muy buena persona.

Sebastian se sentó en la silla de metal con el plato apoyado en las rodillas y contempló la fila de pequeños
bungalows
que tenía ante él. Bajo la luz mortecina, sus colores pastel se desteñían para convertirse en grises, y la única cosa que le llamó la atención fue el cálido brillo amarillo que brotaba de sus ventanas, creando parches de luz aquí y allá por todo el serpenteante sendero. En instantes de tranquilidad como aquellos, Sebastian solía pensar en su padre. ¿Qué estaría haciendo y adónde iría ahora que no podía regresar a casa? ¿Cómo sería capaz de dormir en una cama que no era la suya y cómo podría soportar el dolor provocado por la soledad? Sebastian conocía aquel sentimiento mejor que la mayoría de la gente, y pensar en su padre padeciéndolo le hacía sentirse peor que si lo tuviera que sufrir él mismo.

Sin embargo, ni siquiera aquellas preocupaciones le quitaron el apetito, y se terminó hasta el último grano de su ración y lamió la salsa restante hasta que el plato quedó lo bastante limpio como para volver al armario sin pasar por el fregadero. El arroz con pollo estaba tan delicioso que se le había asentado estupendamente en el estómago. Podía notar la nutritiva calidez que le recorría todo el cuerpo. A pesar de los caóticos acontecimientos que últimamente habían puesto su vida patas arriba, había dormido más profundamente por las noches y se había levantado con más facilidad por las mañanas, y no estaba seguro, pero notaba como si también pudiera respirar mejor. En todo momento se sentía preocupado por su padre y sabía que su madre y sus tíos estaban tratando de convencer a su abuela para que dejara su casa en Bungalow Haven, pero sintió una tibia paz que le embargó de todos modos, y se acomodó en su asiento y cerró los ojos.

El sonido de la estridente voz de Gloria hizo que Sebastian se sobresaltara, y casi dejó caer el plato al suelo.

—¡No estamos aquí para discutir sobre mi matrimonio! —exclamó.

—Cálmate, nena —le respondió Lola—. No hay ninguna razón para disgustarse.

Gloria levantó la voz para llamar a su hijo:

—Sebastian, ven a recoger tus cosas y espérame fuera.

El niño entró en la casa sin hacer ruido para recoger su cartera e inmediatamente se percató de que la fuente de arroz con pollo en el centro de la mesa se hallaba casi vacía. Le hubiera gustado poder repetir.

—Escucha —dijo Gabi, en un tono tan tranquilo y razonable que, por un instante, pareció que ella y su hermana mayor se habían intercambiado los papeles—. Tendrías que habernos dicho que Dean y tú estabais teniendo problemas. Ya nunca nos cuentas nada. —Le echó una mirada a Mando—. Al menos tú nunca lo has hecho.

—A mí no me mires. Ella apenas me ha dirigido la palabra durante los diez últimos años —le contestó él mientras se hurgaba los molares con un palillo.

—No hay nada que contar —respondió Gloria.

—¿Dean te deja después de casi veinte años de matrimonio y dices que no hay nada que contar? —le espetó Gabi—. Mira, no nos tomes por tontos.

Con los brazos rígidos a ambos lados del cuerpo, Gloria se giró para volver a llamar a Sebastian y se sorprendió al ver que ya estaba allí, con la cartera en una mano y el plato limpio a lametazos en la otra.

—¿Has cogido tus cosas, como te he dicho?

Él levantó la cartera sin decir una palabra.

—Muy bien, pues ahora espérame fuera. Saldré en un momento —le dijo, pero Sebastian se quedó merodeando junto a la puerta—. Y además, Dean no me ha dejado —prosiguió Gloria—. He sido yo la que lo ha echado porque no puedo confiar en él. Y ya es que ni siquiera me resulta especialmente divertido.

—Pues eso no es justo —comentó Mando—. Puede que Dean haya cometido un error estúpido, pero tiene un extraordinario sentido del humor, por lo menos, reconócele eso.

—Estoy de acuerdo —afirmó Gabi—. Y también es un buen padre y tiene unos preciosos ojos azules, ¿no crees, mami?

—Siempre lo he pensado —respondió Lola.

Gloria se apartó de la mesa meneando la cabeza.

—No me puedo creer lo que estoy oyendo. Pillo a mi marido engañándome, o casi haciéndolo, y mis hermanos, e incluso mi propia madre, se ponen de su parte.

—Yo no me estoy poniendo de parte de nadie —apuntó Lola—. Pero creo que deberías hacer un esfuerzo por los niños, aunque no sea por otra cosa.

—No mientas, mami. El otro día me dijiste que pensabas que Dean estaba loco si se quedaba conmigo y eso es… —Golpeó con fuerza el suelo con el pie—. ¡¡¡Eso es una mierda!!!

—Hay cierto caballerete escuchando —murmuró Gabi, mirando hacia Sebastian.

Gloria se volvió hacia él sobresaltada.

—Pensé que te había dicho que me esperaras fuera —lo regañó mientras le daba unas cuantas patadas a las cajas que se interponían en su camino para llegar al otro lado de la habitación.

Sebastian colocó el plato en la silla más cercana y salió al porche a esperar.

Gabi comenzó a apilar los platos sucios mientras Mando se servía otra copa de vino. Lola fue hasta la encimera y empezó a cortar en rodajas un cremoso pastel.

—Sebastian y yo nos vamos —anunció Gloria, algo más serena, aunque todavía le temblaba la voz.

—¿No os quedáis para el postre? —preguntó Lola—. He preparado flan de coco.

—Si la conversación durante el postre se parece en algo a la de la cena, estoy segura de que me atragantaré —le espetó. Y dirigiéndose a Gabi y Mando por última vez, dijo—: Hemos venido hasta aquí a hablar con mami sobre su salud y sobre la situación actual en la que está viviendo, y vosotros habéis perdido por completo el norte. ¿Por qué no pensáis en eso mientras seguís atiborrándoos?

—Gloria tiene razón —comentó Mando, volviéndose hacia Gabi—. En realidad, no hemos hablado de ese tema, ¿verdad?

Gabi inspiró profundamente y se puso en pie para ver qué estaba haciendo su madre en la cocina.

—Si ese es para mí, es demasiado grande —le advirtió a su madre—. Yo quiero uno que sea la mitad. Dale ese a Mando.

—Estoy llenísimo —comentó él, acariciándose la barriga con cuidado. Después de todo, no había podido resistirse al arroz con pollo—. Y todavía tengo esa cena. Supongo que solo pediré una ensalada.

—¿Lo quieres para llevar? —le preguntó Lola.

—¡Qué buena idea! —le respondió él—. Y ponme también un trozo para las chicas. Siempre están pendientes de las calorías, pero estoy seguro de que harán una excepción en este caso.

Gloria sacudió la cabeza con incredulidad.

—Habéis perdido el juicio —murmuró, marchándose sin añadir ni una palabra más, balanceando los brazos enérgicamente a ambos lados del cuerpo. Sebastian se escabulló detrás de su madre, pero no la alcanzó hasta casi la mitad del serpenteante caminillo.

Lola los llamó desde la casa.

—El domingo voy a preparar mofongo. Venid a eso de las tres y decídselo a Dean. Ya sé que le gusta.

Sin embargo, Gloria ni se molestó en volverse.

En el coche, Sebastian preguntó:

—¿Qué es el mofongo?

—Abróchate el cinturón —le respondió su madre con un gesto severo.

El niño hizo lo que su madre le ordenaba.

—Mamá, ¿qué es…?

—Por favor, cállate, Sebastian —le espetó—. Me hacen falta un poco de paz y tranquilidad para escuchar mis propios pensamientos, si es que no es mucho pedir.

—Y tiempo —añadió él—, no te olvides de que también te hace falta tiempo.

Gloria exhaló un suspiro exasperado y arrancó el motor del coche.

Capítulo 16

Aquel día el partido no estaba demasiado interesante. La pelota no hacía más que salirse del campo y no habían hecho ninguna jugada bonita. A Sebastian le gustaba seguirlos especialmente cuando alguno de los jugadores más rápidos cogía el balón al otro lado del campo y zigzagueaba entre sus adversarios a una velocidad desconcertante, apartándolos de su camino si era necesario, mientras mantenía el esférico rodando suavemente con la punta del pie como si estuviera unido a él por una cadena invisible. Si las cosas se ponían realmente emocionantes, Sebastian movía nerviosamente el pie derecho como si fuera él quien estuviera jugando, pero aquel día apenas lograba mantenerse concentrado en el partido. Odiaba admitírselo incluso a sí mismo, pero la razón por la que le estaba resultando tan aburrido era porque Keith se había pasado todo el recreo sentado en el círculo de castigados. Sebastian apenas lograba verle la coronilla color zanahoria más allá del campo de fútbol, donde la señorita Ashworth le tenía vigilado. Parecía que últimamente la profesora no estaba tan entusiasmada con su «chicarrón», y Sebastian no podía evitar sentir algo de satisfacción por ello.

Apenas quedaban unos minutos de juego cuando a Keith le liberaron de su castigo e inmediatamente se unió al partido. Cuando tomó posesión de la pelota, la señorita Ashworth le hizo un gesto con la mano a Sebastian para que se acercara adonde ella se encontraba. Aquel día había estado más simpática con él y parecía que volvía a comportarse como de costumbre. Sin embargo, dejó de pedirle que se encargara de limpiar la pizarra y, en una o dos ocasiones, Sebastian la vio haciéndolo ella misma antes de clase. No solía conseguir un buen resultado.

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