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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (5 page)

—¡Nunca debes hacer tal cosa, Sebastian! —le advirtió, abriendo mucho los ojos alarmada.

—Lo sé, abuela. Lo único que digo es que si pudiera hacerlo, correría con la pelota de fútbol de un lado a otro del campo y nadie sería capaz de alcanzarme.

Satisfecha por su respuesta, Lola se sirvió más puré de patata e introdujo el tenedor en la cremosa pasta blanca de su plato.

—Cuando tu abuelo estaba vivo, nos reuníamos en torno a la mesa todas las noches. Y cuando los niños crecieron, traían a sus novios y novias, y finalmente a sus maridos y mujeres. En esa época todos se llevaban bien. Aquellos eran tiempos felices, Sebastian, muy muy felices.

Sebastian había oído hablar con frecuencia de aquellos tiempos felices. Su abuela le había contado muchas historias sobre como su madre, su tío y su tía se portaban mal en la mesa. A él, aquellas travesuras no le parecían tan graciosas, pero solo de acordarse de ellas, su abuela se reía entre dientes y, a veces, se echaba a reír hasta que le lloraban los ojos.

—Pero si hay algo que he aprendido —sentenció Lola, desapareciendo la sonrisa de sus labios— es que los adultos pueden llegar a portarse peor que los niños, y hacer que se comporten es casi imposible.

Sebastian lo comprendía perfectamente. La eterna pelea entre su madre y tía Susan había martirizado a la familia desde que él tenía uso de razón. Aquella enemistad marcaba el tono de las reuniones familiares, cuya frecuencia había ido reduciéndose hasta quedar prácticamente en nada. Sebastian no echaba de menos algo que nunca había vivido, pero sabía que su abuela extrañaba muchísimo aquellas reuniones y quería decirle algo para animarla a pensar que los tiempos felices volverían, pero no se le ocurrió nada. Finalmente, Lola desechó sin ayuda aquel sentimiento de nostalgia agridulce.

—¡Madre mía! —exclamó, dándose cuenta repentinamente de que su nieto casi no había tocado el plato—. ¡Pero si apenas has probado bocado!

Por no herir sus sentimientos, Sebastian levantó el tenedor y se forzó a sí mismo a tragar un bocado de pastel de carne y luego otro. Si iba partiéndolo en trocitos pequeños, podría tragárselo sin masticarlo y así no tendría que notar su sabor.

Lola había retirado los platos de la cena y acababa de empezar a servir la tarta de zanahoria cuando escucharon el sonido de unos pasos familiares en el porche. La puerta se abrió y entró en la casa la madre de Sebastian, una mujer alta de pelo oscuro con rasgos atractivos, casi como los de una muñeca. Inspeccionó todo con una indiferencia cargada de cansancio y se dejó caer sobre el sofá.

—¡Vaya día he tenido, mami! —comentó—. Estoy hecha polvo. —Fijó la mirada en Sebastian, y la expresión de su rostro se dulcificó—. ¿Y cómo está mi hombrecito? —preguntó, extendiendo los brazos hacia él.

Sebastian dejó caer el tenedor y se aproximó a ella con diligencia, dejándola que lo estrechara entre sus brazos. Apoyó la cabeza en el hombro de su madre e inhaló el aroma de su perfume, que se mezclaba débilmente con un ligero olor corporal. Sin embargo, Sebastian comprendía que el trabajo de su madre de agente inmobiliaria le exigía que estuviera siempre «de acá para allá» por toda la ciudad y, a veces, olía ligeramente a sudor al final del día, sobre todo si había hecho calor.

—¿Por qué no te relajas un poco, Gloria? —le propuso Lola—. ¿Te apetece un trozo de tarta?

Gloria soltó a Sebastian y le permitió volver a la mesa.

—No, gracias, mamá. Si pretendo perder peso, no puedo dedicarme a comer tarta antes de cenar.

—Oh, un trocito de tarta de zanahoria tampoco te va a hacer ningún daño —repuso Lola, pero Gloria no le estaba prestando demasiada atención a su madre.

Todavía se hallaba concentrada en su hijo, observándole con ojos preocupados. Sebastian tenía un aspecto pálido, y aquella mañana de camino al colegio no se había percatado de sus oscuras ojeras. Quizá había tenido un día difícil. Y entonces vio que su hijo pinchaba solamente un poquitín de tarta de zanahoria con el tenedor, apenas unas pocas migas. Sebastian siempre había sido muy maniático con la comida y, por mucho que ella intentara animarle, había muy pocos alimentos que le gustaran.

—¿Cómo ha ido hoy el colegio, hombrecito? —le preguntó.

Él se quitó el tenedor vacío de la boca.

—Bien —le contestó.

Gloria inclinó la cabeza hacia un lado y le dedicó una mirada maliciosa.

—¡No deberías hablar con la boca llena, Sebastian! —comentó con sarcasmo—. De hecho, no deberías meterte tanta comida en la boca, no vaya a ser que te atragantes.

Sebastian miró a Lola, que seguía paladeando su tarta de zanahoria. Para dejar clara su lealtad por ella, reunió un buen trozo de tarta con el tenedor y se lo metió entero en la boca de una sola vez. No sabía ni la mitad de malo de lo que él se imaginaba, pero a medida que lo masticaba detectó un extraño regusto a medicina y se preguntó si habrían preparado aquella tarta introduciendo vitaminas en la masa.

—¡Vamos, hombrecito! —dijo Gloria poniéndose en pie—. Tenemos que acercar a tu hermana a su entrenamiento de animadora. Esta tarde me toca a mí llevar a las chicas.

Sebastian se puso en pie inmediatamente, porque sabía que si su hermana llegaba tarde al entrenamiento les haría la vida imposible a todos durante el resto de la semana. Ser animadora se había convertido en su nueva religión, y ella era la seguidora más fiel y ferviente: a veces se dedicaba a practicar los pasos hasta muy tarde y no lo dejaba dormir a él durante horas.

—Pero Sebastian no se ha terminado su postre y le encanta la tarta de zanahoria, ¿verdad, Sebastian? —le preguntó Lola a su nieto.

—Envuélvela y nos la llevaremos —le contestó Gloria, ahorrándole a Sebastian la necesidad de tener que mentir.

A Lola le pareció una idea maravillosa, así que buscó en el armario hasta encontrar un envase del tamaño adecuado. Colocó el trozo de tarta dentro, con cuidado de no estropear el glaseado, e introdujo el recipiente en una bolsa de plástico que cerró con un nudo doble. Gloria le cogió la bolsa a su madre y le dio un besito en la mejilla.

—Buenas noches, mamá. No te olvides de cerrar la puerta con llave cuando nos vayamos.

—No me olvidaré —respondió Lola—. Dales un beso de mi parte a Jennifer y a Dean. Hace siglos que no los veo.

—Lo haré. —Gloria se volvió, y madre e hijo salieron de Bungalow Haven en dirección al aparcamiento de la parte trasera.

Cuando pasaron junto a los enormes contenedores de basura, Gloria levantó una de las pesadas tapas y arrojó la tarta de zanahoria por encima de sus cabezas. El paquete trazó un limpio arco por el aire antes de aterrizar directamente en el interior del contenedor. Produjo un sonoro sonido metálico cuando chocó con el fondo, y Sebastian se sobresaltó.

—No nos hace falta esta basura ocupando espacio en la nevera de casa —explicó Gloria.

—No estaba tan mala —masculló Sebastian.

—¡Oh, venga ya! He visto la cara que ponías mientras te la estabas comiendo.

—A la abuela Lola le gusta.

—Pues claro que le gusta, pero tu abuela es anciana y no puede comer alimentos demasiado condimentados. El centro de la tercera edad prepara la comida adecuada para tu abuela, pero no tiene por qué saberle bien a los niños pequeños. Cuando lleguemos a casa, meteré una de esas pizzas que te gustan en el microondas.

—¿La de pollo a la barbacoa? —preguntó Sebastian, animándose.

Esa era la que más le gustaba y también era la favorita de Jennifer, pero, a veces, solo quedaban de esas vegetarianas que tenían sobre todo pimientos. A Sebastian no le gustaban los pimientos.

—He reservado una para ti —le confesó Gloria mientras abría la portezuela del asiento trasero del coche.

Sebastian se encaramó al asiento y se ajustó el cinturón de seguridad. Aunque ya pesaba lo suficiente como para ir de copiloto, su madre no quería correr el riesgo de que el
airbag
se abriera por accidente y pudiera afectar negativamente a su corazón, así que siempre lo obligaba a sentarse detrás.

Mientras avanzaban, Sebastian recordó el trozo de tarta de zanahoria en el fondo del contenedor de la basura. Parpadeó para deshacerse de la humedad que se le estaba acumulando en los ojos al pensar en lo que haría su abuela si lo encontraba allí. Se imaginó la dolida expresión confusa en su rostro, la misma que se le había pintado cuando le había hablado de los problemas de la familia y de cómo los adultos podían ser más difíciles que los niños. Durante todo el camino a casa rogó porque su abuela no sacara la basura, y ni siquiera le habría importado que le salieran una o dos arrugas para garantizar que se cumpliera su plegaria.

Capítulo 3

Debido a sus problemas de corazón, Sebastian faltaba con frecuencia a clase para acudir a sus visitas al médico. Prefería que aquellas citas fueran por la tarde, porque eso significaba que no tenía que preocuparse por los desagradables encuentros con Keith después del colegio. Por desgracia, también suponía que no podría ver a su abuela. Si salían de la consulta del médico muy tarde, su madre no se molestaba en volver al trabajo y regresaban directamente a casa.

A Sebastian no le gustaba imaginarse a su abuela comiéndose a solas la comida del centro de la tercera edad, sobre todo, desde que a Terrence le había llamado la atención su superior y tenía menos tiempo para charlar con ella. E incluso, aunque pudiera quedarse más tiempo, Terrence nunca se comía la comida que repartía, por mucho que la abuela Lola le insistiera en que la probara. Por lo que Sebastian sabía, él era la única persona dispuesta a compartir aquella comida con su abuela.

De camino a la consulta del médico, Sebastian pensó en lo que le esperaba. No le disgustaban las visitas al cardiólogo porque normalmente no era necesario que le hicieran ningún análisis de sangre ni ninguna otra prueba en la que hubiera que utilizar agujas u otros instrumentos punzantes. A veces, lo único que el doctor Lim hacía era colocar la campana de su estetoscopio en el centro del pecho de Sebastian y, con los ojos semicerrados y los labios entreabiertos, escuchaba como si estuviera deleitándose con la música más exquisita que pudiera imaginarse. De vez en cuando dejaba que Sebastian escuchara también. El niño pensaba que era estupendo poder oír el sonido de su propio corazón palpitando con tanta claridad en su interior. A pesar de todas las cosas por las que había pasado, siempre se sorprendía al comprobar que el suyo era capaz de latir más o menos como cualquier otro corazón.

De todos los numerosos médicos que Sebastian había conocido a lo largo de su vida, el doctor Lim era el que más le gustaba. Era un hombre de carácter apacible y de voz suave, y no perdía el tiempo con charla innecesaria, aunque se mostraba paciente con la madre de Sebastian, que siempre tenía mucho que contarle sobre cómo le iba a su hijo y sobre lo poco que estaba creciendo. Sebastian esperaba que su madre no volviera a sacar el tema, porque la última vez que lo hizo la consecuencia fue que le hicieron varios análisis de sangre para confirmar que sus niveles de hormonas eran normales. Se inclinó hacia delante desde el asiento trasero mientras entraban en el aparcamiento para recordarle a su madre que sus niveles de hormonas estaban bien la última vez y que probablemente seguían estándolo, pero ella no le respondió.

Gloria siempre guardaba silencio antes de ver al doctor Lim, y Sebastian sabía qué era lo que su madre más temía que el médico le dijera. Solía tratar de cambiar de tema y conducir la conversación en otra dirección. Justo cuando parecía que lo había logrado y que ya tenían un pie en la puerta, el doctor Lim se aclaraba la garganta, se ajustaba las gafas y decía:

—Creo que, muy pronto, Sebastian estará lo bastante fuerte como para someterse a otra intervención quirúrgica.

Normalmente, ante aquello, Gloria murmuraba algo ininteligible y empujaba lo más rápido que podía a su hijo para que saliera de la consulta.

Mientras buscaban plaza de aparcamiento, Gloria lanzó una chocolatina al asiento trasero para Sebastian y ella se comió otra. Su madre casi había terminado la suya antes de que él consiguiera sacar del envoltorio el chocolate y, mientras lo mordisqueaba, estudió el perfil de Gloria desde el asiento trasero. La rolliza acumulación de carne bajo su barbilla cada vez era más gruesa y flácida, e incluso los dedos se le estaban empezando a poner regordetes. Recordó la fotografía de la pared en casa de su abuela, en la que su madre estaba sentada en el regazo de su padre, con su mata de pelo negro cayéndole sobre los hombros mientras reía alegre. Claramente, era muy hermosa, pero lo que avivaba la imaginación de Sebastian eran el placer y el asombro pintados en los ojos de su padre. Nunca le había visto mirar a su madre así en la vida real, ni una sola vez.

Un gesto lúgubre ensombreció el rostro del doctor Lim al estudiar el historial de su paciente.

—Sebastian no está ganando todo el peso que debería. Hace ya casi seis meses que no ha registrado ningún aumento —anunció.

—¿Está seguro? —le preguntó Gloria.

—La báscula no miente, señora Bennett.

—Trato de animarle para que coma —confesó ella mientras se sonrojaba—. De hecho, a menudo cena dos veces. La primera vez, con su abuela después del colegio y la segunda, cuando llega a casa por la noche.

El doctor Lim parpadeó con rapidez mientras asimilaba aquella información y después se volvió hacia Sebastian.

—¿Y qué pasa con el almuerzo? ¿Tomas almuerzo?

—Tengo una tarjeta para el comedor —respondió él con voz chillona.

Gloria intervino.

—Le vigilan para garantizar que se come al menos dos tercios de todo lo que le ponen en el plato, doctor. Siempre me aseguro de organizarlo así al principio de cada curso.

—¿Te comes dos tercios de todo lo que te ponen en el plato, hombrecito?

Sebastian asintió desganado mientras pensaba en lo fácil que era deshacerse de su comida o dejar que Keith se la quitara mientras las cuidadoras del comedor no miraban. Parecía que Keith siempre tenía hambre.

—¿Y qué hay del desayuno? —preguntó el doctor Lim.

—Casi siempre como cereales —respondió Sebastian, esta vez con más seguridad—. A veces me tomo un burrito en el desayuno de los que vienen congelados. No tardan más de un minuto y medio en descongelarse en el microondas.

El doctor Lim asintió con seriedad y, a continuación, se volvió hacia su madre.

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