La balada de los miserables (40 page)

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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

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Los gitanos, casi todos venidos a pie desde los asentamientos del sur, fueron confluyendo en la Castellana. Al principio, intentaron respetar un cierto orden, pero, a la altura de Cibeles, ya eran demasiados y desbordaron las aceras. Como los gitanos son así, enseguida se acomodaron a la alegría de invadir todo el paseo, silenciosos como un ejército de rencores, partiendo en dos Madrid como quien parte un queso. Los coches se tuvieron que detener y los gitanos caminaban entre ellos, sin prestarles atención, esquivándolos con indiferencia, Castellana arriba, camino de un todavía incierto norte. Los conductores, en general, levantaban las ventanillas, echaban el cierre interior y se quedaban callados y quietos, aunque después la radio dijo que hubo también serias crisis de terror e histeria. El Ministerio de Interior decidió, cuando ya la masa se acercaba a la plaza de Colón, que era hora de hacerse obedecer con violencia, pero, en cuanto los agentes intentaron intimidar a la masa con bombas de humo y pelotas de goma, fueron reducidos y desarmados. La ministra de Defensa, en el gabinete de crisis reunido en Moncloa alrededor del presidente, estuvo a punto de sugerir que se movilizara al ejército, pero se cortó a tiempo, cosa rara con lo que a ella le gusta figurar.

Aprovechó sus dudas su antecesor en el cargo para proponer el establecimiento de una barricada policial a la altura de Nuevos Ministerios, doscientos o trescientos agentes pertrechados con escudos de combate y armas incruentas, enfilados de diez en diez a la manera de los antiguos fusileros británicos.

Al Gobierno en pleno le pareció la idea, y con esa palabra lo expresó la mayoría de sus miembros, cojonuda.

El ministro de Interior dio la orden y, en menos de quince minutos, con una diligencia muy poco española, veinte hileras de diez agentes cada una, guardia civil y policía nacional, taponó el paso a la masa de incontrolados silenciosos. Muchos de los agentes pensaron, entonces, que estaban protagonizando uno de esos actos de heroicidad que se le cuentan décadas después a los nietos para engrandecer, con el asombro, sus miradas. Pero estoy seguro de que pasará el tiempo y los nietos se quedarán sin escucharlo. Pero no adelantemos acontecimientos, como dirían los antiguos y los torpes.

Ciertamente, la multitudinaria gitanada se detuvo cuando atisbó el despliegue policial treinta metros delante. Inteligentemente, se había ordenado despejar la calzada de vehículos como fuera, y se desviaron los coches por direcciones prohibidas, se aparcó sobre las aceras y se organizó parte del éxodo del tráfico madrileño hacia las carreteras de A Coruña, Burgos y la 607.

Para detener a la multitud caminante, y con una sensibilidad escénica no exenta de genio, se había ordenado a los agentes que se agacharan tras sus escudos, geométricamente dispuestos en hileras alternas de naipes, en plan guerra púnica, para dar al dispositivo de la Castellana un cierto aire de rigor táctico y estratégico diseñado para causar mucho terror. Cuando llegó a Moncloa la noticia de que la gitanada se había detenido ante la barricada uniformera, el gabinete de crisis rompió en aplausos y risas como niños en el cine cuando el héroe atiza al malo una buena hostia, lo que dice muy poco acerca de la madurez de nuestros gobiernos.

El ministro de Interior, con una vaga y autocomplaciente sonrisa apretada en los labios, se sirvió un whisky de malta sin hielo, pero no se lo bebió. En la Castellana, mientras, los gitanos que encabezaban la manifestación empezaron a cuchichear entre ellos, como si estuvieran en un velatorio, y un rumor densísimo empezó a descender Castellana abajo como una niebla sonora, hasta que creció un estruendo de medio millón de gitanos cuchicheando.

Los policías permanecieron quietos tras sus escudos. Los gitanos también se estaban quietos, aunque zumbaban su rumor. Los ciudadanos de bien, en los balcones y asomados a las ventanas, ni se movían. Las radios y las televisiones se quedaron calladas, que es su forma de estarse quietas. Los relojes se detuvieron cada uno en su hora exacta y hasta el viento se paró. Cosa de agradecer, con aquel frío. Después cesó el rumor de los gitanos, y la Castellana se fue despejando poco a poco. Los policías y guardias civiles del dispositivo se quedaron rodilla en tierra viendo cómo la masa se diluía hacia las perpendiculares, abriendo un embudo de asfalto vacío que se perdía Castellana abajo hasta donde la vista no alcanza. Como si Dios hubiera abierto de nuevo las aguas del mar Rojo al Moisés de la ley y el orden constitucionales.

Pero los dioses de hoy día no son tan eficaces como los de antaño, porque unos quince minutos después la multitud, tras ascender por calles paralelas, volvió a cerrarse a la espalda del dispositivo policial, y de nuevo colapsó, silenciosa, la Castellana, pero ahora a la altura de Cuzco y Plaza Castilla, y siguió avanzando hacia el norte. No se detuvieron hasta llegar al parque Alejandro de Río, más allá de las torres inclinadas de Kío, donde habita el diablo.

En el parque no cabían todos, pero cabían muchos. Y allí es donde empezaron a suceder las atrocidades.

Eran las doce. La hora de las brujas.

01:55

Q. ALSEDO
P. HERRÁIZ

MADRID.— Dos muertos y al menos una treintena de heridos es el balance provisional del asalto al complejo médico-farmacéutico de la firma Sanitale, situado frente al parque Alejandro del Río de la capital española.

Todavía se desconoce la razón que ha llevado a cerca de medio millón de personas de etnia gitana a congregarse hoy en Madrid y, tras una manifestación silenciosa que ha colapsado durante dos horas el paseo de la Castellana, concentrarse ante la sede de Sanitale y asaltarla.

A las doce de la noche, varios grupos organizados secuestraron tres furgones policiales y redujeron a los agentes. Tras conseguirlo, aceleraron los coches hacia las puertas blindadas del complejo y las derribaron. Después, la masa humana invadió el edificio. Los guardias de seguridad intentaron repeler el asalto, causando la muerte a dos personas cuya identidad aún se desconoce. La situación en el interior del edificio es incierta.

Fuentes de la farmacéutica han confirmado a este periódico que el presidente de la compañía, Aurelio Rius Mont, se encontraba en el interior cuando se produjo el asalto. Las fuerzas de seguridad aún no han podido acceder a él. Una multitud protege las inmediaciones, con un cordón humano imposible de superar sin provocar una masacre.

«Es imposible negociar porque no hay interlocutores. Ni siquiera sabemos por qué está sucediendo todo esto», señala el único, atípico y escueto comunicado enviado por fax a los medios por el gabinete de prensa de Moncloa.

Más de un centenar de periodistas aguardamos en las inmediaciones del parque Alejandro del Río la evolución de los acontecimientos. Permanecemos todos juntos, aunque en ningún momento hemos observado manifestación alguna de hostilidad hacia nosotros ni hacia las fuerzas del orden. Sólo la imposibilidad física de acercarnos a menos de treinta metros de las puertas de Sanitale. El silencio es absoluto. Tras los disparos escuchados durante los primeros minutos del asalto, ningún ruido llega desde el interior. El único cambio que se ha producido entre las 00:00 horas y la 1:45 ha sido el encendido de las luces de la planta sexta, y última, del inmueble. La espera es silenciosa y tensa. Lo único que se mueve en el parque son las luces cambiantes de las sirenas policiales, también mudas.

XLIV

Me han llamado espía, infiltrado, santidad, hijo de puta, hijo de la aurora. Me han llamado de tantas maneras y en tantas lenguas que es casi mejor que no me presente. Determinada gente desconfiaría de la veracidad de mi relato, y muchos otros, no menos necios, lo transcribirían en papel biblia por el solo prestigio de mi voz. Son los predicadores y los exégetas los que mancillan mi verdad con sus interpretaciones torticeras. A mí me basta con consignar hechos humanos para que se comprenda y extienda mi mensaje. Yo soy ojos, no boca. Muestro la verdad, no la adjetivo.

—¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro?

El Perdigón me miraba con dos ferocidades bajo las cejas hirsutas. No le dio tiempo a más. La multitud enloquecida nos empujó al interior del templo, del gran edificio Sanitale, y no volvió a reparar en mí. Habíamos penetrado en el enorme
hall
, blanco, amarmolado y de línea elegante, como corresponde a una catedral.

—Vamos a entrar —le gritó el Perdigón a los cinco guardias de seguridad que no sabían qué hacer con sus armas detrás de los tornos de entrada al recinto.

—Apartarse o sus comemos —amenazó el Perdigón.

Eran cinco niños. No más de veintitrés años el mayor. Mil euros al mes y poca preparación. ¿Para qué va a contratar seguridad privada competente una empresa en la que nunca va a pasar nada? Porque puedo aparecer yo.

—Que apartarse. Que sus comemos —volvió a gritar el Perdigón.

Y otras voces empezaron a repetir la consigna como un eco, al principio algo atemorizadas por el lujo del entorno, enseguida envalentonadas por la compañía de una masa que tenía sus mismos ojos cansados, su mismo olor a fuego, su misma estirpe caminera. Yo también puedo presumir de antepasados.

—Que apartarse, hostia.

—Que os comemos.

Más de dos centenares de gitanos nos agolpábamos en el
hall
del templo Sanitale. Uno de los guardias, el más joven, empezó a gritar.

—Largo de aquí. Chusma. Chusma.

—Chusma, chusma —le respondió la chusma con voz cada vez más limonera y áspera.

Otro de los guardias, el más viejo, disparó hacia los techos amarmolados, y las lámparas cayeron con sus fuegos artificiales, y las placas de pladur se desplomaron sobre las cabezas de los miserables, y un polvo blanco denso descendió sobre las peluquerías grasientas de cosmética de los gitanos, agachándolos como si se les estuviera cayendo el cielo encima. En medio de la multitud, los coches abollados de la policía, después del salvaje alunizaje que destrozó las puertas blindadas, aún ronroneaban en el centro casi exacto del enorme
hall
del complejo Sanitale.

—Ten cuidado con las puertas de la calle —me dijo una vieja loca cuando aún resonaba el eco de los disparos.

El Perdigón adelantó unos pasos hasta encararse con los guardas sin otra protección que su pecho echao palante y su cara de gitano más que chulo. Los fusiles, temblorosos, enfilaron hacia él. El Perdigón adelantó otro paso y agarró una de las tres barras giratorias que impedían el paso a los que no llevaran una tarjeta magnética en la biografía. Error. El Perdigón no la llevaba. Uno de los guardas medianos, el guarda al que más le temblaba el fusil, apretó los dientes y disparó. El Perdigón y sus pulmones, desparramados por el aire, salpicaron las mejillas y los ojos de la multitud gitana, que se quedó muda un segundo, como esperando atentamente a que se apagara el eco del disparo y a que el cuerpo del Perdigón terminara de rebotar contra el suelo.

Me encanta este tipo de situaciones. El bien es fácil de practicar individualmente, pero jamás he visto a un colectivo capaz de no hacer el mal. El mal colectivo nos sale estupendo.

La masa se adelantó, paso a paso, unos metros. Primero en silencio y después con gritos arcanos fluyendo de ojos, oídos y bocas, como si el cuerpo humano fuera una fuente inagotable, y lo es, de gritos y de voces. La masa se adelantó tanto que derribó los tornos del control de entrada, y después alzó en volandas a los guardas como peleles y los lanzó hacia el techo, retorció sus cuellos, sus brazos y sus piernas como investigando si el cuerpo humano está construido por trozos unidos con rosca. Pisoteó ojos, narices y genitales tiernos. Rompió cristales y muebles y gritó, gritó coralmente, entonando una sinfonía picuda de altos, bajos y roncos, una sinfonía donde cupieran todos los sonidos, una sinfonía que, por su belleza, habría enloquecido a Stravinski borracho. La masa pasó por encima de su propia alfombra de cadáveres y subió escaleras arriba, sin cansarse de su propio estruendo, hasta la sexta planta desde la que se ve todo Madrid. La sexta planta que protegían también, como en el bajo, media docena de casi nonatos guardas de seguridad.

—Deténganse —gritó el presidente de Sanitale, Rius Mont, encorbatado, calvo y absurdo entre los cinco uniformados armados.

Su grito no se oyó. No se oyó siquiera el grito cuando la multitud aplastó su cabeza contra las cristaleras blindadas desde las que se veía el parque de abetos pisoteado por cientos de miles de gitanos sin hoguera. Tampoco se oyó el grito de los guardas al morir entre el grito de la multitud desviviéndose.

Derribaron puertas. Mordisquearon el mobiliario; se violaron unos a otros con la mirada, con las manos, con los dientes, con las uñas, con la polla y con la voz. Y, sólo cuando derribaron las puertas blindadas de la sexta planta, las puertas del horror, las puertas detrás de las que a veces yo habito, se silenciaron y se quedaron quietos, con ese silencio de plomo gaseoso que sólo la masa es capaz de recitar.

Un silencio de urna.

Un silencio tan de quinto acto de tragedia que hubiera sido mejor, incluso, que simplemente se hubieran quedado callados, como hace la gente normal. Las masas y las actrices secundarias tienen la espantosa costumbre de enfatizar demasiado sus silencios.

La sexta planta del edifico es tan fea y funcional como las demás. Con la diferencia de que no está dividida por paneles, carece de despachos y no tiene máquinas de café plantadas en esquinas. Sus cuatro mil metros cuadrados son diáfanos, o lo eran hasta que entraron los gitanos, que en cuatro mil metros cuadrados caben una barbaridad de gitanos, sobre todo si están quietos.

La sexta planta del edificio sirve exactamente para lo que sirve, para conservar en perfectas condiciones las urnas, sin alteraciones de temperatura, humedad o luz, sin microbios volanderos pariendo huevas en los vidrios, sin enfermeras premenstruales poniendo muy mala cara. Un lugar aséptico donde la inmundicia humana no penetre. Pero no hay nada perfecto. Y allí estaba, de repente, la inmundicia humana.

Una gitana gritó un ay, y enseguida otra gitana aulló dos ayes. Afinaron las gargantas más gemidos. Los más letrados empezaron a mascullar imprecaciones y blasfemias longitudinales, de esas tan españolas que reúnen en una sola letanía a varias vírgenes y santos. Y sólo unos pocos se atrevieron a adelantar unos pasos hacia las urnas.

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