La berlina de Prim (29 page)

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Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

Patrick tenía interés en conocer la opinión al respecto de sus compañeros de palco.

Antonio lo tenía claro: España era un país muy abierto a la muerte, donde la muerte se ocultaba menos que en otras naciones europeas, y ello se apreciaba en la masiva afluencia a los cementerios que se producía cada 1 de noviembre. Pero también era un país que, por su gran exuberancia, necesitaba urgentemente, cumplida la obligada visita a los camposantos, desahogarse. Zorrilla, fino psicólogo además de insigne dramaturgo, había sabido combinar, en
Don Juan
, la seriedad religiosa con eficaces dosificaciones de humor compensatorio. Ello, y el desenlace feliz de la obra —en el sentido de que el amor de Inés salva a don Juan de la condena eterna— garantizaban su continuado éxito.

Benito estaba de acuerdo y subrayó el acierto del autor al situar la acción de la larga primera parte de la obra en una noche de carnaval —carnaval sevillano—, lo cual le permitía orquestar un divertido juego de máscaras y súbitas revelaciones de identidad, además de un contraste muy nítido con el contenido sepulcral de la segunda parte. Luces y sombras, lo espiritual y lo carnal, risas y llanto, con una versificación magistral, rápida y muchas veces irónica: la síntesis era admirable.

Patrick le preguntó a Araceli por su opinión del protagonista de la obra. Oliendo la trampa, dudó antes de contestar.

—Es un ogro. Piensa que por el hecho de ser rico, valiente, y hay que suponer bien parecido, tiene derecho a la admiración y favores de todas las mujeres. Claro, en una sociedad…

Pero ya se levantaba el telón y no pudo terminar su comentario.

Araceli estaba sentada entre Benito y Machado Álvarez, con éste a su derecha, mientras Patrick ocupaba una silla detrás de su amigo. Tal disposición de los ocupantes del palco le ofrecía a la marquesa la posibilidad de que durante la representación, al comentar algo a Antonio, pudiera dirigir hacia Boyd una mirada no percibida por su marido. Y así ocurrió cuando, en la escena de la profanación del convento, Inés, recordando la única vez que había visto a don Juan, confiaba, atolondrada, a Brígida:

Por doquiera me distraigo

con su agradable recuerdo,

y si un instante le pierdo,

en su recuerdo recaigo.

Patrick no pudo dudar de la significación del mensaje que en aquel momento, con una mirada rápida e intensa, le transmitieron los ojos oscuros de Araceli. Lo descifró con tanta seguridad de no equivocarse que, a partir de entonces, le costó trabajo seguir con la debida concentración el desarrollo de la obra.

Cuando volvieron después del descanso se produjo de repente una salva de aplausos y el público se puso de pie. Todas las miradas iban dirigidas hacia un hombre pequeño y delgado que acababa de aparecer en uno de los palcos de enfrente.

—¡Es Zorrilla! —exclamó Machado Álvarez.

Los cuatro unieron sus aplausos a los de la sala.

—Me consta que vive casi en la penuria, engañado por los editores —siguió Machado—, y dicen que amargado sobre todo porque no gana apenas nada con
Don Juan
, pese a ser la obra de teatro más popular y más representada que existe en lengua española. Incluso dicen que por ello la odia. Pero ahí le tenemos.

El poeta saludó afectuosamente al aforo y, terminados los aplausos, se levantó otra vez el telón.

A Patrick no le enganchó el resto de la acción, y notó que a sus tres compañeros de palco tampoco mucho. Las milagrosas escenas desarrolladas en el panteón, construido por don Diego Tenorio, durante los cinco años de ausencia de su hijo, para albergar a las víctimas de éste, ¿qué tenían que ver con la vida real? Nada. Eran un simple remedo de lo anterior, de Tirso de Molina, de los autos sacramentales con sus trampas y tramoyas, y sin la menor sinceridad religiosa. La representación se le hizo interminable. Poco antes de que acabara, notó que Zorrilla había desaparecido de su palco. ¿Cuándo se había ido? Quizás a él también le disgustaba ya el desenlace del drama.

Benito había dispuesto que, tratándose como se trataba de una velada romántica, la acabasen cenando en Lhardy, donde se había tomado la precaución de reservar una mesa.

Encontraron el famoso local de la Carrera de San Jerónimo atestado de
beau monde
madrileño.

Iba y venía entre las mesas, saludando a sus clientes, el corpulento y jovial Emilio Lhardy, dueño del establecimiento familiar.

Benito hizo las presentaciones.

—Me ha hablado de usted don Ricardo Muñiz —le dijo Lhardy a Patrick, estrechándole la mano—, y me ha explicado que usted trató en Londres a nuestro llorado general. Venía aquí a menudo, le gustaba comer bien, y yo le apreciaba mucho y él a mí. Lo que hicieron con él fue una barbaridad que ha hecho mucho daño a España. A mí me sigue doliendo en el alma.

Boyd retuvo el aliento. ¿A Muñiz se le habría escapado alguna indiscreción acerca de su investigación? ¿Lhardy le iba a poner en un apuro ahora con el marqués?

No lo hizo. Les preguntó qué iban a beber.

—Cariñena —dijo Araceli, resuelta.

—¿Cariñena en Lhardy, mi amor, cuando tienen la mejor bodega francesa de Madrid? —dijo Benito, atónito.

—Pues sí —contestó Araceli—. Acabamos de ver
Don Juan
, ¿no? El vino que el Tenorio le sirve a su amigo Centelles es cariñena. ¿Por qué? Porque Centelles es de Aragón y el cariñena también. Y Aragón, señores, es una tierra que a mí me gusta.

—¡Bravo! —exclamaron todos.

—¿Y si el amigo Lhardy no tiene cariñena? —preguntó Machado Álvarez.

—¡Cómo no voy a tenerlo si lo bebe el Tenorio y si además el señor Zorrilla ha sido homenajeado en esta casa! Lo tengo, por supuesto, y uno muy bueno.

Bebieron, pues, cariñena. Y el caldo maño no tardó en animar la celebración de la velada que, entre plato y plato, se prolongó hasta las dos de la madrugada, tiempo más que suficiente para que cada uno pudiera desplegar convenientemente sus opiniones sobre la representación y demás asuntos de interés mutuo. Entre éstos, la próxima excursión a Doñana.

—Benito nos va a mostrar el sitio donde cree que está Tarteso —anunció Araceli.

—Sí, tengo una teoría nueva al respecto —dijo el marqués—, que he contrastado con unos arqueólogos… y con el amigo Gago. Éste sabe mucho de Tarteso, en su gabinete tiene casi más cosas que yo. En fin, les explicaré todo cuando estemos allí.

Mientras salían de Lhardy, Araceli le pasó sigilosamente a Boyd una hoja doblada y le indicó con una mirada imperiosa que la guardara en el bolsillo. Así lo hizo y, tratando de disimular su confusión, se puso a referirle a Benito su encuentro con Pérez Galdós y la excelente impresión que le había causado la lectura de
Trafalgar
. Igual le habría podido narrar su infancia en Gibraltar… o la primera anécdota que se le ocurriera.

Se despidieron en la Puerta del Sol delante del hotel de la Paz. El marqués le dijo a Boyd que no sabía todavía cuándo regresarían a Sevilla, dependía de sus asuntos, pero probablemente el viernes siguiente. Quizás se podrían volver a ver antes. De todas maneras ya estaban casi en vísperas de la visita a Doñana.

Boyd, con el corazón en un puño, se puso a leer la nota de Araceli bajo un farol de la calle del Arenal. Rezaba: «Tengo que verte. Te espero el miércoles en la calle de San Marcos, 16, 2.ª, a las siete de la tarde. Si te pregunta la portera, es la casa de doña Rebeca Peralta, que es amiga mía. No me faltes. A.».

Capítulo 16

Aquel lunes, a las diez y media de la mañana, Patrick Boyd abandonó el coche en la plaza de la Cebada, que, desde la Revolución, llevaba el nombre de Riego en homenaje al héroe del trienio liberal ahorcado allí por Fernando VII en 1823.

Bajó a pie desde la plaza en dirección a la iglesia de San Francisco el Grande, cuya granítica mole se levantaba al fondo de la carrera del mismo nombre. Al llegar hasta allí consultó su reloj y, al comprobar que todavía le quedaban quince minutos, decidió penetrar brevemente en el interior del edificio.

Lo hizo impelido sobre todo por el deseo de ver el cuadro de Goya que, según le habían dicho en el Prado, incluía un autorretrato del pintor aragonés.

Le sorprendieron la inmensidad y la hermosura del templo, con su airosa media naranja y el brillante colorido de su decoración. No por nada se trataba del más frecuentado por la alta sociedad madrileña, y que casi hacía las veces de la catedral que le faltaba a la capital de la nación.

Un sacristán le acompañó a la capilla de San Bernardino y le señaló la figura de medio perfil, con coleto amarillo, que se encontraba a la derecha del lienzo central del recinto. Constató con satisfacción, que, si bien casi todos los demás personajes que llenaban el cuadro tenían los ojos clavados en el santo, en trance de predicar a una multitud arrobada, Goya miraba para otro lado, abstraído, como si aquello no fuera con él y estuviera pensando «¡para mí sermones, ya saben ustedes…!».

Poco después Boyd se presentó en la entrada de las prisiones militares de San Francisco, situadas, con el cuartel de infantería del mismo nombre, a dos pasos de la iglesia. Se trataba de un antiguo convento de proporciones ingentes, y al traspasar su umbral sintió frío en el alma porque, si bien el Saladero era lúgubre y apestoso, las prisiones transmitían una impresión mucho más opresiva. Encima sólo se permitían visitas muy breves, en el caso de la suya a José López media hora.

El calabozo al cual le condujo el guardia no tenía ninguna de las ventajas de la privilegiada dependencia donde le visitara Boyd un mes antes en la plaza de Santa Bárbara. De muy reducidas dimensiones, sin más luz que la que entraba por los barrotes de la puerta, ni más muebles que el abyecto catre que ocupaba uno de sus ángulos y una silla desvencijada, el miserable habitáculo —tal vez celda, tiempos atrás, de un humilde franciscano— la parecía la mismísima representación del dantesco «abandonad toda esperanza los que entráis aquí».

López tenía un aspecto lamentable y se agarró a la mano que le tendió Boyd como si el irlandés hubiera llegado con una orden de la autoridad competente para su liberación inmediata.

Patrick le preguntó por qué estaba allí. Le contestó que para participar en ruedas de presos y careos, uno de éstos con su enemigo José María Pastor, que seguía rechazando todas sus alegaciones y acusándole de vil calumniador.

Boyd le refirió rápidamente su encuentro con Paul en Hendaya y le informó de que el revolucionario negaba tajantemente haber estado en la calle del Turco la noche del asesinato.

—¡Miente como un bellaco! —exclamó el preso.

—Me dijo que no cree en absoluto que usted fuera amigo de Prim. Es más, su opinión es que usted ni le conocía. Necesito pruebas, señor López. Necesito saber con quién o quiénes puedo hablar para que me confirmen su amistad con el general. Deme algunos nombres, se lo ruego.

Creyó percibir en los ojos del preso, que miraba atentamente, un repentino amago de contrariedad.

—Yo fui uno de los agentes más activos de Prim antes y después del 68 —insistió López—. Creo que se lo dije la última vez. Pero hay nombres que no puedo revelar. Todo se llevaba muy en secreto y no quiero comprometer a nadie. Si yo le doy nombres y usted los publica…

—Le prometo que no lo haré.

—Bueno, me lo pensaré y mañana le mandaré una nota al hotel.

«Usted no me mandará nada —pensó Boyd—. Porque no tiene nada que mandarme.»

—Otra cosa muy importante —dijo en voz alta—. Yo estoy de acuerdo con usted en que José María Pastor es una figura clave de la trama. He estado repasando mis apuntes de
El Acusador
. Usted habla bastante allí de un tal Pascual García Mille, traído por Pastor desde Ceuta para tomar parte en el asesinato. Me parece un testigo muy importante. ¿Cómo se enteró usted de su participación en los hechos?

—¡Él mismo me habló de ella! —exclamó López—. ¡Me lo contó en el Saladero cuando lo detuvieron! Después se escapó, lo volvieron a pescar y lo trajeron aquí a las prisiones, donde lo volví a ver y me dijo lo mismo. Y no sólo eso, sino que me lo escribió todo con su puño y letra. Yo le pagué y luego tomé la precaución de ocultar su declaración con un amigo, porque a mí me han robado cosas, como usted sabe.

—¿Y dónde está García Mille ahora?

—Se escapó, pero lo cogieron. Está otra vez en el presidio, en Ceuta. Mató a un hombre en una riña y no creo que vuelva a escabullirse. A lo mejor acaban con él allí, ya sabe lo que dice el refrán: «Muerto el perro, se acabó la rabia».

—¿Y usted me dejaría leer su declaración? Podría ser muy importante para mi trabajo.

López reflexionó un momento. Luego dijo que sí, que no había inconveniente. Le pidió a Boyd un lápiz y una hoja de su cuaderno y, poniendo el papel contra la pared, garabateó unas palabras.

—Bueno —dijo—, aquí tiene usted el nombre y la dirección del amigo que me guarda el documento. Le digo que usted es de confianza y le pido que por favor se lo deje leer allí mismo en su casa.

Boyd se lo agradeció. Se presentaría en el domicilio de su amigo aquella misma tarde. Luego añadió:

—¿Usted cree que Pastor hablaría conmigo?

—No lo sé, pero lo dudo. Me imagino que tiene mucho miedo, aunque no lo aparenta, se las da de ser un tipo valiente, de pelo en pecho, pero en el fondo no creo que lo sea tanto. Tengo entendido que Solís está haciendo lo posible por sacarle de aquí y que le habrá recordado lo de que «por la boca muere el pez».

El guardia, que no se había alejado de la puerta, anunció que ya había terminado la visita y la abrió. Patrick le estrechó la mano a López y le prometió que regresaría pronto.

—Espero que le suelten sin demora —le dijo—. O que por lo menos le devuelvan pronto a su habitación en el Saladero.

—Le envidio su libertad, señor Boyd —dijo el preso—. Que vaya con Dios.

Al abandonar la celda la mirada de Boyd se cruzó con la del guardia, que le resultó, inesperadamente, benévola. Mientras le seguía por el pasillo tuvo la certidumbre, más que la intuición, de que el individuo había estado escuchando su conversación con López. ¿De parte de quién o quiénes? Al darle las gracias a la salida, aprovechó para escrutarle de cerca la cara. Por si acaso, quería estar seguro de no olvidarla. Luego le preguntó por su nombre.

—Francisco Ciprés, para servirle a usted —dijo el guardia.

—¡Francisco Ciprés! —exclamó Patrick. Era como si alguien le hubiera dado con una piedra en la cabeza—. ¿El Francisco Ciprés que denunció a José María Pastor?

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