La biblia de los caidos (17 page)

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Authors: Fernando Trujillo

—¿Qué noticia? ¿Fusiones empresariales? ¿Mercados bursátiles emergentes? ¡Mierda, ni siquiera sé lo que estoy diciendo!

—Tranquilízate o te dará algo. Solo quiero saber algo de la bomba.

—¿Qué bomba? —preguntó Sara.

Diego enmudeció, no se lo esperaba.

—¿No os habéis enterado? Han volado el Puente de Toledo.

—¿En serio? —preguntó Sara, perpleja.

—Menuda putada —exclamó el niño—. Yo tengo un amigo artificiero. Muy bueno, el mejor. Si le hubieran dejado a él, seguro que habría desactivado la bomba.

—¿De qué vas a conocer a un artificiero? —Sara le miró con escepticismo—. No te inventes hist...

Entonces recordó la maldición. El niño no podía mentir.

—¡Es verdad! —protestó Diego—. Le conocí hace dos años. Era un hombre–chucho.

—¿Un hombre qué?

—Un hombre–lobo, un licántropo —aclaró el niño—. Ese sí que gruñía, y le cantaba el aliento que no veas. Pero era un tipo simpático, me caía bien. Tenía un hijo de mi edad, más inmaduro que yo, naturalmente. El Gris y yo le salvamos de su licantropía.

—Tengo entendido que eso no es posible —apuntó Sara.

—Normalmente no, pero el Gris tiene el talento de asumir temporalmente el alma de otro. Supongo que podrá hacerle hueco en su interior, como él no tiene... El caso es que lo hizo y yo curé esa alma. Luego, el Gris se la devolvió como si nada, limpita y reluciente. Fue una operación acojonante.

—¿Tú puedes curar el alma de la gente?

—¡Qué va! Ni siquiera entiendo bien qué mierda es el alma, pero sé que existe, no me cabe la menor duda. La mía está maldita, ya lo sabes. A quien puedo curar es al Gris. Él adoptó el alma del licántropo. Fue una pasada. Se tatuó unas runas bien chungas, que yo no conocía. Casi la palma en el intento.

Sara se recordó a sí misma que Diego no podía mentir. Luchó contra el rechazo natural que le producía semejante historia y prestó atención. Estaba maravillada. Su conocimiento del mundo oculto era increíblemente limitado, como estaba comprobando. Algunas cosas le sonaban, pero se dio perfecta cuenta de que aunque le habían hablado antes de licántropos y vampiros, siempre había creído que eran leyendas. Y el Gris era lo que más la fascinaba. Su juego con las almas era hipnotizador. Definitivamente, las historias que circulaban de él no le hacían justicia, no describían las habilidades tan sorprendentes que poseía.

—Entonces, si librasteis al artificiero de la licantropía, todo terminó bien.

—Esas cosas nunca terminan bien del todo —recordó Diego con aire dramático—. Tardamos en dar con la solución y el artificiero despedazó a su propio hijo. Se quedó muy jodido, y de eso no pudimos curarle.

—Menuda sarta de estupideces —dijo el abogado sin dejar de pasar páginas del periódico—. Este niño debería ir al colegio en vez de ver tanta televisión. ¿Cuántos años tienes? ¿Trece? Si esa historia fue hace dos años, tendrías once. Entonces, ¿qué hacías tú por ahí persiguiendo licántropos? ¡Qué tontería!

Sara consideró hablarle de la maldición, pero lo descartó. No la creería. Lo único que conseguiría sería alimentar la sensación de que estaban hablando de fantasías infantiles. Y no le culpaba por pensar de ese modo.

—Entiendo que un delincuente como tú lo vea de ese modo —repuso el niño—. Todo lo que se salga de la normalidad y no tenga que ver con robar o estafar es ficción para ti. Pero sucedió como lo he contado. Y yo estuve involucrado porque el hijo del artificiero era amigo mío, íbamos juntos a clase. Intenté curar a su padre y fracasé. Luego llamaron al Gris. Así fue como nos conocimos.

—¿Y tú ibas a curar de licantropía al padre de tu amigo? —preguntó el abogado con el tono de quien habla con un enfermo mental.

—Cuando estés en el infierno me creerás —aseguró Diego—. Y no tengo la menor duda de que terminaremos allí los dos. Seguramente también veremos al artificiero. No creo que se libre después de haber descuartizado con sus fauces a su hijo de cinco años. Me encantará presentártelo...

—¡Ya basta de idioteces! —gruñó el abogado—. Me largo de aquí. No te soporto, niño.

Sara le vio salir de la cocina con un portazo. Diego se encogió de hombros.

—No le caigo bien. ¿Qué te pasa, Sara? Te has quedado embobada. ¡Eh! ¿Me oyes?

Sara parpadeó, emergió de sus pensamientos. Algo no terminaba de cuadrar en la historia de Diego.

—Ese chico, el hijo del artificiero, el que murió. Era tu amigo, ¿no? Ibais juntos a clase si no te he entendido mal.

—Sí —contestó el niño—. Nos sentábamos juntos. Me gustaba su hermana mayor.

—Ya veo. Pero has dicho que tenía cinco años, y eso ocurrió hace dos. Vuestras edades no cuadran. Tú debías de tener once años, no podíais ir a la misma clase.

—Eh... Bueno... Es cierto. —Diego enrojeció, se rascó el lunar de la barbilla, empezó a sudar—. Hay una explicación, claro... A veces hay excepciones... ¡Ay! ¡Joder! ¡Odio estas descargas!... Está bien, las edades sí coincidían. ¡Pero no preguntes cómo!

Sara vio claro que guardaba relación con la maldición del niño. No preguntó, consciente de que le pondría en un compromiso y su pequeño cuerpo sería sacudido por esas descargas eléctricas que le hacían bailar
break dance
cuando mentía, pero se quedó con las ganas. Si lo que había dicho era cierto, y las edades coincidían, la única explicación que se le ocurrió era...

—No lo digas —le advirtió Diego leyendo su expresión—. Puede que lo hayas entendido y puede que no, pero por tu cara veo que has llegado a una conclusión. Ya te lo dije, aún es pronto para que te lo cuente.

Sara asintió. Le supuso un esfuerzo enorme contener su curiosidad, pero le había prometido no preguntar hasta que él decidiera contárselo.

—No te preocupes —dijo ella—. Esperaré a que confíes en mí.

Diego suspiró, aliviado.

—Gracias. Es culpa mía, por haber abierto la boca y hablado de más. Me sucede a menudo. Bien, ya es hora de que trabajemos un poco. Te toca rastrear.

Le resultó gracioso oír a un niño hablar de trabajar.

—¿Qué objeto tengo que leer? —preguntó Sara.

—Pues no tengo ni idea, la verdad. Sé poco de rastreadores, pero el Gris quiere que indagues en las finanzas de Mario, que averigües los chanchullos gordos en los que anda metido. Tiene que haber algo que nos dé una pista de quién va detrás de él.

—Seguimos con la teoría de que la posesión es una venganza.

—O un ataque, es lo más probable. Siempre hay una razón. Los demonios no son estúpidos. —El niño hizo una pausa—. Bueno, a veces sí lo son, pero no es frecuente. También hay que averiguar si Mario tiene más hijos, con otras mujeres. —Sara frunció el ceño—. Verás, cuando poseen a alguien, averiguan cosas sobre su huésped, y podría ser que el demonio hubiera poseído a uno de sus hermanos bastardos.

—Pero en ese caso, ¿por qué no se ha quedado en el cuerpo del hermano?

—Tal vez murió. Estos cabrones no llevan una vida muy normal. Hacen todo tipo de locuras y montan unos líos que no veas. Puede que un centinela le matara y cambiase de cuerpo. Cuando eso pasa, si les gusta el que tenían suelen pasar a un hermano.

A Sara le sorprendía la naturalidad de Diego para hablar del asunto. Era como un médico explicando la evolución de una enfermedad y el tratamiento que iban a seguir para erradicarla.

—Está bien. Veré qué puedo averiguar.

—Hay una cosa más —dijo el niño con timidez.

Se sonrojó. Sara sintió una curiosidad inmensa por saber qué podía avergonzar a alguien tan atrevido como él. Diego sacó algo de su bolsillo y lo dejó sobre la mesa, con mucho cuidado, como si fuera una bomba. Lo desenvolvió y se lo mostró a Sara.

—¡Agh! —exclamó ella, asqueada—. ¿Para qué me das eso?

—Es de Elena, está en esos días... ya sabes.

—No pienso leer eso.

—Es necesario. Tenemos que saber con quién se acuesta. Dudo que sea con su marido.

—¿Y por qué no se iba a acostar con su marido?

Diego sonrió.

—¿Tú les has visto bien? Ella es un bombón, un cuerpazo joven, irresistible, un pedazo de...

—Lo he entendido. No sé si me gusta ver babear a un adolescente.

—Perdón —se disculpó Diego—. Y él es un viejo fósil, le saca un porrón de años. Seguro que tiene a otro en la recámara, te lo digo yo. Esa pibita es cosa fina. Yo intenté sonsacarla con sutileza, pero no lo conseguí. ¡Y encima ella se creyó que le estaba tirando los tejos! ¡Menuda creída!

—Me cuesta mucho imaginarte interrogando a alguien con sutileza —dijo Sara.

Diego lo pensó un segundo.

—A mí también —concluyó—. Acabo de intentar averiguar algo de las finanzas con el abogado pero ya ves el éxito que he tenido. Menos más que te tenemos a ti. El caso es que si Elena se acuesta con otro podría ser con un enemigo de Mario. Tendrás que averiguarlo, así que...

Empujó el paquetito hacia Sara, deslizándolo sobre la mesa.

—Aparta eso, no me sirve. Investigaré de otro modo.

—¿Seguro que no te sirve? ¡Con lo que me ha costado conseguirlo! ¡Maldición! Bueno, pues rastrea como quieras. Yo me voy a echar una siestecita, que seguro que esta noche dormimos poco con la movida del exorcismo. Date prisa, que cuando me despierte tenemos que grabar unas runas en la bañera. El Gris me ha pedido que te enseñe.

Diego agarró con cuidado la compresa de Elena, levantó la tapa y la tiró a la basura con una mueca de asco. Abandonó la cocina bostezando, estirando los brazos por encima de la cabeza.

VERSÍCULO 13

La sala del obispo estaba oculta en un ángulo muerto, secreto, entre dos muros de la iglesia de San Nicolás. Las runas protegían la puerta de las miradas ajenas. Se trataba de un sistema de máxima seguridad diseñado por los ángeles: no se puede penetrar en un lugar que ni siquiera se ve.

Solo unos ojos entrenados podían mirar hacia esa esquina y ver algo más que piedras polvorientas cubiertas de telarañas. Ojos que sabían cómo enfocar adecuadamente, que conocían las runas, que distinguían la realidad de la ilusión. Tales ojos debían haber sido entrenados previamente, y tales entrenamientos eran supervisados por centinelas expertos. En consecuencia, eran muy pocos los que podían distinguir una pesada puerta de madera, con los goznes de oro y las esquinas superiores talladas en forma de alas, donde, en apariencia, solo había un muro de piedra gris, gastada y descuidada. Los centinelas se contaban entre esos pocos privilegiados.

Miriam encontró la puerta a la primera, sin esforzarse. Su adiestramiento era perfecto en ese sentido. Su visión estaba tan acostumbrada a las runas angelicales que las leía con más naturalidad que las letras del abecedario.

Entró sin llamar. No vio a nadie. La estancia era espaciosa, rectangular, de más de cincuenta metros cuadrados. Nunca dejaba de sorprenderse de encontrarse en esa sala, cuando el otro lado de la pared que acababa de cruzar daba al exterior, a la calle. Los ángeles no le habían explicado cómo ubicaban emplazamientos enteros en localizaciones imposibles, pero lo hacían. Hasta donde ella sabía, no le habían revelado ese secreto a ningún humano.

Miriam recorrió un largo pasillo, llegó a otra puerta y la abrió.

El obispo era un hombre repugnante. Las sábanas de seda solo cubrían parcialmente su cuerpo con sobrepeso, falto de forma, y forrado de vello por todas partes. Parecía un mono con problemas de obesidad.

La cama tembló, los cojines se movieron y cayeron al suelo. Unos ojos tímidos y asustados asomaron entre la seda y los edredones. Eran jóvenes, dulces y bonitos, como suelen ser los de una muchacha menor de edad, bien parecida, con el cuerpo proporcionado y armonioso. Si los ojos hubieran sido azules y no verdes, y el pelo rubio, en vez de castaño, Miriam podía haberse contemplado a sí misma hace veinte años en el semblante de aquella niña.

—¿Quién demonios se atreve...? —rugió el obispo arrancando la sábana de un tirón para tapar su nauseabundo cuerpo.

—Yo —contestó secamente la centinela.

La niña había quedado al descubierto, completamente desnuda. Agarró una almohada y se cubrió como pudo, avergonzada. No podía tener más de doce años.

—¡Sal de aquí ahora mismo! —El obispo señaló la puerta. Gesticulaba con una mano, furioso, mientras sostenía la sábana con la otra—. No sabes con quién estás hablando, mujer.

—Con un obispo —dijo la centinela. Apoyó las manos en las caderas. Al hacerlo, retiró hacia atrás su larga chaqueta de cuero. Sus piernas quedaron a la vista, igual que el martillo que estaba atado al muslo—. Concretamente, con uno gordo y asqueroso.

El obispo apretó los labios, bufó, maldijo. Sus ojos se encogieron al contemplar el arma de Miriam.

—Una centinela —comentó con gesto condescendiente—. Ahora no tengo tiempo que desperdiciar contigo. Sal de mis aposentos y espera. Estoy ocupado.

Miriam controló la furia interna que desataron las palabras arrogantes del hombre. Los obispos estaban bajo el manto de inmunidad de los ángeles. Un centinela no podía tocar a uno, a menos que tuviese una verdadera justificación y pruebas irrefutables que respaldaran sus actos. De otro modo le recompensarían con una muerte lenta y dolorosa.

No sería la primera vez. Miriam lo había visto en dos ocasiones. Cuando se daba una situación así, el centinela en cuestión era torturado delante de todos los demás, para que nadie olvidara la lección. Así imponían los ángeles la disciplina. Y funcionaba. Lo que Miriam no entendía era por qué los obispos gozaban de tanta protección por parte de los ángeles. Al sentirse intocables, muchos de ellos se volvían corruptos, despiadados, se aprovechaban de su privilegiada situación de poder. Y a los ángeles no parecía importarles. Nunca intervenían, ni aplicaban medidas correctoras.

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