La cabeza de un hombre

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

 

El condenado a muerte duda un instante ante la puerta de su celda: ¡realmente está abierta y nadie lo vigila! Amparados en la oscuridad del patio de la cárcel, Maigret y las autoridades judiciales, cómplices de este simulacro de evasión, observan cómo el hombre escapa de la prisión. «Arriesga su carrera, comisario. Si sale mal, esto originará un escándalo», le dicen. Y Maigret, seguro de sí, aunque un poco nervioso, contesta: «¿Acaso la cabeza de un hombre no vale un escándalo?». El comisario tiene diez días para descubrir al verdadero culpable; diez días de ardua investigación, y también de sorprendentes descubrimientos que lo llevarán a sumergirse en el mundo de la bohemia de Montparnasse y de las lujosas mansiones de Saint-Cloud.

Georges Simenon

La cabeza de un hombre

Maigret, 5

ePUB v1.0

Ledo
17.04.12

Título original:
La tête d’un homme [L'homme de la tour Eiffel
], 19311

Traducción de Joaquín Jordá

© 1994, Estate of Georges Simenon

© Tusquets Editores, S.A.

ISBN: 9788472234444

Celda 11, Máxima Seguridad

Cuando, en algún lugar, una campana sonó dos veces, el preso estaba sentado en su cama y con sus dos grandes manos nudosas se abrazaba las rodillas dobladas.

Tal vez durante un minuto permaneciera inmóvil, como en suspenso, pero de repente dio un suspiro, estiró sus miembros y se irguió en la celda, enorme, desgarbado, la cabeza demasiado grande, los brazos demasiado largos y el pecho hundido.

Su rostro no expresaba nada, salvo embotamiento o, quizás, una indiferencia inhumana. Sin embargo, antes de dirigirse a la puerta, cuya mirilla estaba cerrada, alzó el puño en dirección a uno de los muros.

Al otro lado de ese muro había una celda idéntica, que pertenecía también a la zona de Máxima Seguridad de la prisión Santé.

En ella, como en otras cuatro celdas, un condenado a muerte esperaba el indulto o al solemne grupo que acudiría a despertarlo una noche sin decir palabra.

En los últimos cinco días, a cada hora, a cada minuto, aquel preso gemía, unas veces de una manera apagada y monótona, otras con gritos, lágrimas y aullidos de protesta.

El de la celda 11 no lo había visto nunca ni sabía nada de él. Como máximo, por su voz, podía adivinar que su vecino era un hombre muy joven.

En ese momento la queja sonaba cansada y mecánica, mientras en los ojos del que acababa de levantarse relampagueó una chispa de odio y sus puños, de articulaciones salientes, se crisparon.

Del corredor, de los patios, de las explanadas, de toda esa fortaleza llamada la Santé, de las calles que la rodean, de París, no llegaba ruido alguno.

¡Sólo el gemido del de la celda 10!

Y el de la 11, en un espasmo, estiró los dedos y se estremeció dos veces antes de tocar la puerta.

La celda estaba iluminada, como es preceptivo en la zona de Máxima Seguridad. Normalmente, un vigilante se halla apostado en el corredor y abre cada hora los postigos de las celdas de los cinco condenados a muerte.

Las manos del de la celda 11 acariciaron la cerradura con un gesto que el paroxismo de la angustia hacía solemne.

La puerta se abrió. La silla del vigilante estaba vacía.

Entonces el hombre comenzó a caminar muy aprisa, agachado, presa del vértigo. En su rostro, macilento, sólo los párpados de sus ojos verdosos estaban teñidos de rojo.

Por tres veces retrocedió, porque se había confundido de camino y topaba con puertas cerradas.

Al fondo de un pasillo oyó unas voces: unos vigilantes, de guardia, fumaban y hablaban en voz alta.

Al fin llegó a un patio donde el círculo luminoso de una linterna perforaba de vez en cuando la oscuridad. A cien metros de distancia, delante del portalón, un centinela pateaba en el suelo para combatir el frío.

A través de una ventana iluminada se veía a un hombre, con la pipa en la boca, inclinado sobre un escritorio cubierto de papelotes.

Al de la 11 le habría gustado releer la nota que había encontrado tres días antes pegada en el fondo de su escudilla, pero la había masticado y engullido, como el remitente le había recomendado. Y, aunque una hora antes todavía se sabía todas las palabras de memoria, ahora era incapaz de recordar con precisión algunos fragmentos.

«El 15 de octubre, a las 2 de la mañana, encontrarás abierta la puerta de tu celda y al vigilante ocupado en otro lugar. Si sigues el camino abajo trazado…»

El hombre se pasó una mano ardiente por la frente, contempló con terror los círculos de luz y estuvo a punto de gritar al oír unos pasos. Pero procedían del otro lado del muro, de la calle.

Eran personas libres las que hablaban, mientras el adoquinado resonaba bajo sus talones.

—Cuando pienso que se atreven a cobrar cincuenta francos por una butaca…

Era una mujer.

—¡Bueno! Tienen gastos —replicó una voz de hombre.

Y el preso palpó el muro, se paró porque había tropezado con una piedra, escuchó con atención, tan pálido y ridículo, con esos brazos interminables que se movían en el vacío, que en cualquier otro lugar lo hubieran tomado por un borracho.

El grupo estaba a menos de cincuenta metros del preso, oculto en un rincón, cerca de una puerta en la que se leía:

E
CONOMATO

El comisario Maigret prescindía de pegarse al muro de ladrillo oscuro. Con las manos en los bolsillos del abrigo, bien plantado sobre sus fuertes piernas y rigurosamente inmóvil, parecía una mole inanimada.

Pero a intervalos regulares se oía el chisporroteo de su pipa y se adivinaba en su mirada una ansiedad que no conseguía calmar.

En innumerables ocasiones había tenido que tocar el hombro del juez de instrucción Coméliau, que no paraba quieto.

El magistrado había llegado a la una; venía de una fiesta, en traje de etiqueta, con el fino bigote cuidadosamente recortado y la tez más sonrosada que de costumbre.

Junto a ellos, malhumorado y con el cuello del abrigo alzado, estaba Monsieur Gassier, el director de la Santé, que fingía desinteresarse de cuanto estaba ocurriendo.

Hacía bastante frío. El guardián, cerca del portalón pateaba en el suelo y al respirar despedía finas columnas de vaho.

Era imposible distinguir al preso, que evitaba las zonas iluminadas. Pero, por mucho cuidado que pusiera en no hacer ruido, se lo oía ir y venir, se le seguían de algún modo todos sus movimientos.

Pasados diez minutos el juez se acercó a Maigret y abrió la boca para hablar. Pero el comisario le pellizcó el hombro con tal fuerza que el magistrado calló, suspiró y sacó maquinalmente del bolsillo un cigarrillo que le arrebataron de las manos.

Los tres lo habían entendido. El de la celda 11 no encontraba el camino y corría el peligro de tropezar de un momento a otro con una ronda.

¡Y nada se podía hacer! No podían conducirlo hasta el lugar exacto, al pie del muro, donde lo esperaba un paquete con ropa y una cuerda de nudos colgando.

Unas veces pasaba un vehículo por la calle. Otras, había gente que hablaba, y sus voces resonaban de manera especialísima en el patio de la cárcel.

Los tres hombres sólo podían intercambiar miradas. Las del director eran ariscas, irónicas y feroces. El juez Coméliau, por su parte, sentía crecer su preocupación a la vez que su nerviosismo.

Y Maigret, gracias a su fuerza de voluntad, era el único que no se desanimaba, que tenía confianza. Pero, de haber estado a plena luz, se habría visto que su frente brillaba de sudor.

Cuando sonó la media, el hombre seguía errando, a la deriva. Pero al segundo siguiente los tres observadores se sobresaltaron por igual.

No habían oído un suspiro: lo habían adivinado. Y se adivinaba, se percibía la prisa febril del hombre que acababa de tropezar finalmente con el paquete de ropa y de descubrir la cuerda.

Los pasos del centinela seguían acompañando el paso del tiempo. El juez se atrevió a decir en voz baja:

—¿Está seguro de que…?

Maigret le lanzó tal mirada que el otro calló. Y la cuerda se movió. Se vio una mancha más clara a lo largo del muro: la cara del de la 11, que ascendía a fuerza de brazos.

¡Se hacía eterno! Duró diez, veinte veces más de lo que habían previsto. Y cuando llegó arriba, creyeron que abandonaba la partida, porque ya no se movía.

Ahora se lo veía, como una sombra chinesca, aplastado sobre el remate del muro.

¿Acaso sentía vértigo? ¿Dudaba en bajar a la calle? ¿Unos transeúntes, o unos enamorados acurrucados en un rincón, se lo impedían?

El juez Coméliau chasqueó los dedos de impaciencia. El director dijo en voz baja:

—Supongo que ya no me necesitan.

Al fin la cuerda subió y pasó al otro lado. El hombre desapareció.

—Si no tuviera tanta confianza en usted, comisario, le juro que jamás me habría dejado arrastrar a semejante aventura. ¡Tenga en cuenta que yo sigo creyendo que Heurtin es culpable! ¿Y si ahora se le escapa?

—¿Lo veré mañana? —se limitó a preguntar Maigret.

—Estaré en mi despacho a partir de las diez.

Se estrecharon la mano en silencio. El director tendió la suya de mala gana y se alejó mascullando unas palabras confusas.

Maigret permaneció unos instantes más junto al muro y se dirigió al portalón al oír que alguien se alejaba corriendo velozmente. Saludó al funcionario con un gesto, dirigió una mirada a la calle desierta y dobló la esquina de la Rue Jean Dolent.

—¿Se ha ido? —preguntó dirigiéndose a una silueta pegada a la pared.

—En dirección al Boulevard Arago. Dufour y Janvier lo siguen.

—Ya puedes irte a tu casa.

Maigret estrechó distraídamente la mano del inspector y se alejó cabizbajo; caminó pesadamente mientras encendía la pipa.

Eran las cuatro de la madrugada cuando empujó la puerta de su despacho, en el Quai des Orfevres. Suspirando, se quitó el abrigo, se bebió la mitad de un vaso de cerveza tibia que había entre los papeles y se dejó caer en su sillón.

Frente a él había una carpeta de cartulina barata, llena de documentos, en la que un funcionario de la Policía Judicial había trazado con bellos caracteres: «Caso Heurtin».

La espera duró tres horas. Una nube de humo que se deshilachaba a la menor corriente de aire envolvía la bombilla eléctrica sin pantalla. De vez en cuando Maigret se levantaba para atizar la estufa, y después volvía a sentarse, no sin quitarse sucesivamente la chaqueta del traje, el cuello postizo y finalmente el chaleco.

Tenía el teléfono al alcance de la mano y alrededor de las seis lo descolgó para asegurarse de que no habían olvidado conectarlo con la línea urbana.

La carpeta amarilla estaba abierta. Informes, recortes de prensa, atestados y fotografías se habían desparramado por la mesa, y Maigret los miraba de lejos, acercando a veces un documento, menos para leerlo que para concentrarse en algo.

Entre el desorden, destacaba un elocuente titular que ocupaba dos columnas de un diario:

JOSEPH HEURTIN, EL ASESINO DE MISTRESS HENDERSON Y DE SU DONCELLA, HA SIDO CONDENADO A MUERTE ESTA MAÑANA.

Maigret fumaba sin parar y miraba con ansiedad el teléfono, obstinadamente mudo.

A las seis y diez minutos sonó el teléfono, pero era un error.

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