La Calavera de Cristal (48 page)

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Authors: Manda Scott

En algún lugar a su derecha, una rama que se movía se detuvo en seco.

—Ha regresado a Oxford. Una vez que me mostró dónde estaba el túmulo ya no me hacía ninguna falta, y estaba preocupado por su madre. —Se dio cuenta de que podía mentir sin apuros, lo que confería cierto peso a sus palabras.

—Claro, claro —asintió con solemnidad como un rector que recibe malas noticias

—. Kit me ha contado que había sufrido un accidente.

¿Un accidente? Stella clavó la mirada en Kit; sus ojos la advirtieron en silencio, pero frenéticamente. «Confía en mí. ¡Peligro! Te lo ruego, ¡confía en mí!»

Se limitó a contestar sin más.

—En efecto, un accidente.

Ya no sabía en quién confiar. Gordon era el que tenía más cerca, casi se rozaban. El miedo que Gordon sentía por la piedra era palpable, pero aun así se había levantado al llegar Tony Bookless y se había aproximado a Stella con actitud protectora.

Kit no estaba enfadado; se sentía infeliz, atrapado en una situación que le sobrepasaba. Estaba apartado, aislado en el claro de la loma y balanceando los pies.

A pesar de las súplicas de Stella, él y Tony Bookless compartían una convicción. Ambos se movían, daban vueltas al perímetro despacio, absortos, sin destino fijo, salvo que Bookless iba acercándose por momentos a Stella y a la piedra calavera en la misma medida que Kit se alejaba de ellos.

La piedra no brindaba ninguna ayuda. En esos momentos en los que se acercaba el fin, no expresaba sino un ansia desesperada por adentrarse en el túnel de la Herrería de Weyland. La fosa sentía el mismo anhelo, como el del amante que se halla al otro lado del muro de la cárcel, observando aunque no puede abrazar.

Las marcas en espiral de la piedra de entrada se habían vuelto más sólidas. De estar lo bastante cerca, Stella podría haber recorrido sus surcos con los dedos. Su magia parecía haber mermado, pero el dibujo conservaba toda su nitidez. Como los polos de un imán, sabía perfectamente adonde ir, qué hacer y cuándo proceder; sin tan siquiera mirar su reloj, era capaz de contar los minutos que se esfumaban: seis, máximo cinco, hasta el alba.

Tony Bookless estaba a menos de diez pasos de distancia. Stella no podía saber si la mano que mantenía en el bolsillo empuñaba un arma, pero veía su cara con toda claridad en la primera luz del día. Aquellos ojos apagados, duros, se clavaban en los suyos, grises como el lánguido cielo. Allí no había señal alguna de amistad, tan solo violencia.

La voz de Davy retumbaba en su cabeza. «Sea lo que sea a quien le han vendido su alma, no vela realmente por los intereses de la humanidad, pero ellos están convencidos, incluso invocan a Dios para demostrarlo, de que lo que hacen es lo correcto». E incluso antes, cuando se conocían menos. «Tu calavera lleva consigo el corazón del mundo. ¿Qué hombre no desearía poseer algo así?»

Stella se obligaba a aguantarle la mirada en lugar de dirigirla hacia las hayas de su izquierda, donde unas ramas rozaban con otras, mecidas por la brisa de la mañana. A los pies del árbol imaginaba a Davy Law arrastrándose.

Stella alzó la calavera hasta la altura de su cabeza. A su alrededor la luz gris se tornó azul. Gordon soltó un carraspeo ofendido. Tony Bookless se detuvo de repente, sin previo aviso. Stella preguntó como por curiosidad:

—Tony, ¿qué estás haciendo?

—Intento salvarte. —Sonrió como tantas otras veces, sin suavizar la fuerza de su mirada—. Ya te lo dije, el guardián de la piedra siempre muere. Toda mi vida había creído que Úrsula iba a ser la guardiana y que podría protegerla. Pero me equivoqué, de modo que aquí estoy. Quiero ver qué puedo hacer para enmendar las cosas.

Dio otro paso hacia ella, al tiempo que señalaba el túmulo con la mano.

—Sé que crees que el destino del mundo depende de que entres en esa fosa, pero yo sigo pensando que no hay piedra que valga una vida. Le prometí a Kit que te mantendría con vida y estoy haciendo todo lo que puedo para cumplirlo.

Sonaba muy verosímil. La frágil seguridad de la mañana se cernía sobre la ficción de que realmente le creía. Stella, aunque demasiado tarde, cogió aire para contestar, para conservar viva la ficción. A su derecha, Gordon Fraser ya había perdido el control.

—Lo que intentaste hacer fue asesinar a Úrsula Walker, ¡cabrón hipócrita! No finjas que estás aquí para ayudar.

—¿Cómo dices?

La voz de Bookless era tan gélida que podría apagar el fuego de la rabia de Gordon. Era tan alto, estaba tan sereno, tan compuesto... A su lado el pequeño escocés era una furia desatada que por momentos perdía peligrosamente el control de sí mismo.

Tony Bookless no le hizo el menor caso; con una dicción perfecta dijo:

—Stella, ¿qué le ha pasado a Úrsula exactamente?

—No finjas que no lo sabes, maldito sir Anthony Bookless. Ya hace días que te he calado. Eres un asesino de sangre fría que se oculta tras un falso encanto. Eres...

—Gordon, quieto.

El pequeño escocés, una vez entraba en cólera, era imparable. Escupió al suelo. Impulsado por la rabia, dio un último salto hacia Stella para interponerse como una pared entre ella y Tony Bookless. Era su amigo, su mentor, el hombre que mostraba valor en tiempos difíciles. En silencio, Stella le dio las gracias, aunque en realidad lo que hizo fue agarrarlo del brazo y retenerlo.

—Muy amable, pero no hace falta que libres mis batallas. De esto me encargo yo

—dijo ella.

Dirigió una de sus más frías sonrisas a Tony Bookless.

—Úrsula está conectada a un respirador en la UCI del hospital Radcliffe porque inhaló humo. Pasó demasiado rato en la casa después de que Kit y yo consiguiéramos salir. El fuego la sorprendió en la cocina. El humo contenía cloro, así que la policía abrirá una investigación por intento de asesinato.

—¿Cloro?

Como actor, Bookless era impagable. Stella reparó en que las pupilas de sus ojos se ensanchaban hasta los bordes cubriendo el color. Lentamente, el color en su cara fue desapareciendo. Levantó el cuello para mirar más allá, por detrás de Stella.

—Kit, ¿por qué no me has contado esto en el coche?

Todos centraron su atención en él. Si en algún momento tenían que actuar, era entonces. Stella soltó un grito silencioso y recibió otro tanto como respuesta con las

hojas del bosque moviéndose a su espalda. De golpe, el canto de los pájaros se interrumpió.

—Stella, acércate hacia Kit, ahora.

Tony Bookless lo dijo en un tono que jamás le había oído. Su humor culto, de hombre de mundo, había desaparecido. Ya no quedaba nada del hombre que había sido destacado a Irlanda del Norte, que había asesorado en Irak, el hombre que daba órdenes, a quien se escuchaba y todos obedecían. Resultó un alivio apreciar la franqueza de ese cambio.

Había pasado el momento de los engaños. Stella no pestañeó.

—¿Por qué? ¿Para que nos mates a los dos como intentaste matar a Úrsula?

—Más bien lo contrario, para que me permitas hacer todo cuanto esté en mis manos para manteneros con vida mientras... Davy, ¡no lo hagas! ¡Te has equivocado de hombre!

Sacó la mano del bolsillo. No empuñaba un revólver, sino un manojo de llaves. Se las tiró con fuerza a Stella, que las esquivó con una rapidez inusitada en ella y salió rodando abrazada a la piedra.

Tony Bookless ocupaba todo su mundo mientras giraba, y también Gordon, que lo sitiaba, y por fin Davy Law, que salió corriendo medio agazapado desde los árboles por un lugar que ni ella (ni nadie) había visto.

Se oyó una brutal colisión de cuerpos y la fractura de un hueso, todo ello rematado por un disparo. Alguien agarró la piedra corazón. Stella se aferraba a ella y daba patadas, pero la apartaron tirándole del codo.

Davy Law estaba de pie a su lado; su aliento olía a nicotina y a cólera. Le colgaba un brazo sobre un costado. Con el otro la empujó por la espalda.

—Ya es de día, el túmulo te espera. ¡Corre!

Con su mejor acento de Aberdeen, Gordon Fraser gritó:

—¡Quieta ahí donde estás!

—¡No, Stella, tú sigue adelante!

Habría confiado a Gordon su vida, pero nunca habría podido detenerla, dijera lo que dijese. Fue el terror en la voz de Kit, por mucho que la animara a seguir adelante, lo que llegó hasta la fuerza de la piedra. Tropezó y se detuvo, a menos de un metro de la boca de la fosa, y dio media vuelta.

Kit estaba inmóvil, rígido. Lo mantenía quieto un arma que alguien apuntaba a su sien. Gordon Fraser, su amigo en este mundo sin amigos, era la persona que la sostenía.

—Apártate del túnel —le dijo cuando se dio cuenta de que lo miraba—. Deja la piedra en el suelo y nadie más saldrá herido.

—Gordon.

Stella se quedó mirándolo incrédula. Solo veía su pelo rojo por todas partes, mientras que tenía la cara pálida, de un verde amarillento. Sus ojos se alimentaban de la piedra y no era el miedo lo que los agrandaba, sino un anhelo profundo que jamás había visto antes, en él ni en nadie. Perdiendo pie preguntó:

—Pero ¿esto qué es? ¿Una broma?

Un gruñido desde la fosa hizo que volviera la mirada. Tony Bookless estaba tendido en el suelo, con un brazo cruzado sobre el cuerpo. La sangre se extendía formando una franja ancha y emborronaba la turba. Sus ojos ardían. Esperó algo que podría haber sido una disculpa.

—Primera regla de la guerra —dijo con gesto adusto—: obedece siempre al hombre que lleve el arma.

—En efecto. —Gordon hizo un gesto con el brazo libre—. Baja el arma y apártala. Ella sentía que no podía; la piedra no se lo habría permitido ni siquiera si su mente

hubiera entendido semejante requerimiento.

—Creía que habías venido para ayudar —dijo Stella, atónita.

—Hay cosas en las que no se puede ayudar. —Sonrió con maldad—. No sé qué te habrá contado Davy Law, pero así no salvarás el planeta. Esa hora ya pasó hace tiempo. Ahora impera la ley del más fuerte, como siempre ha sido.

—¿Qué quieres? —preguntó ella.

—La piedra, ¿qué si no? Ella abrió la boca.

—Pero si le tienes miedo... El día que le quitaste la capa de caliza apenas te atrevías a acercarte a ella. Querías que la destruyera con el mazo.

—No había peligro de que me hicieras caso, ¿verdad? Y si te pedía que la destruyeras, no pensarías que lo que en realidad deseaba era quedármela.

—Por el amor de Dios, Gordon, aquello no fue un farol; estabas petrificado de miedo.

Se ruborizó, se enfadó y le dolió.

—Solo necesitamos pasar un poco de tiempo juntos, ya nos iremos conociendo. — Su pulso era firme, aunque la voz no lo fuera—. Cuando haya pasado este día y haya perdido toda esperanza, las cosas serán diferentes. Entonces no será tan feroz. Tú apártate de esa entrada hasta que el sol se alce bien alto y todo el mundo será feliz.

El amanecer se les echaba encima. Los pájaros habían callado tras el disparo, pero el sol era una pincelada de luz que derretía el horizonte. Davy Law habló sin titubear:

—¿Qué te hace pensar que la piedra no será nada más que un fragmento de zafiro reluciente cuando digamos adiós al alba? Si no le permites que descanse en el túmulo le romperás el alma y, entonces, ¿qué quedará?

Gordon esbozó una rápida sonrisa cargada de odio.

—Tendré la gema más grande del mundo occidental solo para mí. Pero, además, no creo que sea así; no renunciará a su poder tan fácilmente, así que no me digas que tú en mi lugar no harías lo mismo, David Law. Ya has arrebatado antes la belleza y conoces el poder de esta piedra. Si tuvieras agallas harías exactamente lo mismo.

—Yo jamás habría empujado a nadie por un acantilado por ella. —Mientras hablaba, Davy se movía, acercándose a Stella.

Gordon se echó a reír. Parecía perfectamente cuerdo.

—Llevo buscando la piedra corazón azul de Cedric Owen desde que llegué a este college hace treinta años. He buscado en todas las cuevas de Inglaterra y en algunas de más allá. He arriesgado mi vida más veces que mujeres se han acostado contigo, muchas más. Kit O'Connor apenas había visto una cueva de verdad en su vida. ¿Qué derecho tenía él de encontrar la piedra en medio día de búsqueda? Los miembros de la patrulla de rescate son unos inútiles. Nunca habrían encontrado la piedra si hubiera caído con él por el precipicio. La habría encontrado yo después; habría sido coser y cantar. No hay otro espeleólogo en toda Europa que lo hubiera logrado. Pero por fin está en mis manos, y por una vez en la vida se hará justicia.

Desde el este, como si de un elogio se tratara, un rayo de sol se filtró entre una pequeña franja de nubes. Gordon se fijó un segundo en ellas. Asintió ligeramente con la cabeza y sacó pecho como Stella le había visto hacer en innumerables cuevas antes de los grandes descensos. Con astucia militar dijo:

—David, si mueves un músculo más, mataré a Kit y luego a ti. Si no me crees, inténtalo. Stella, deja la piedra en el suelo a la de tres o lo mato. Uno...

—No lo hagas, Stell. —Kit había recuperado el color de repente. Sin prestar atención al revólver, volvió la cabeza—. No tendrá tiempo de matarnos a los dos antes de que tú entres.

—Si quieres ponerme a prueba, adelante. Dos...

—Stella, tienes que elegir: o la piedra o yo. El viaje ha sido largo. Ya sabes qué es lo importante.

De repente, Stella lo entendió.

—Y tre...

Luchando contra el pánico, se inclinó y dejó la piedra calavera azul de Cedric Owen en el suelo, delante del túmulo. El ruido no disminuyó al incorporarse, sino que se perdió en la súbita cacofonía de las aves que aparecían para anunciar la llegada del amanecer.

La lujuria en los ojos de Gordon Fraser era algo que costaba contemplar. El grito de la piedra partió la mente de Stella. Intentó alejarla con su corazón.

—Aquí la tienes. —Dio un paso atrás—. Pero no te dará nunca lo que esperas...

¡Kit! ¡No!

Aunque cojeaba y estaba medio tullido, eligió la opción que ella acababa de descartar. Vio cómo él se movía hacia la izquierda, y oyó un disparo, más escandaloso que un trueno. Vio sangre pero no sabía si era de Gordon; luego, ambos cayeron al suelo.

Desde la dureza de la tierra, Kit le gritó:

—¡Corre, Stella!

Estaba vivo; era lo que importaba. Ella ya había agarrado la piedra de un tirón y corría como una liebre. Franqueó la losa con las inscripciones que bloqueaba la entrada al túmulo y descendió el pequeño túnel que se sumía en las tinieblas. Tal como había dicho Davy Law, la roca maciza cedió y se abrió ante ella para mostrarle el camino.

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