La canción de Troya (4 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

Mi servidor se enjugó el sudor del rostro con mano temblorosa.

—Haz un esfuerzo, Tisanes, cuéntame lo que viste.

—Heracles pareció crecerse hasta alcanzar las dimensiones de un muro, alteza. Asió su garrote y derribó con él al rey en el suelo. El príncipe Titón intentó apuñalar a Teseo y fue atravesado por la lanza que éste aún empuñaba. Telamón cogió su arco y disparó contra el príncipe Lampo y, entonces, Heracles levantó del suelo a los príncipes Clitio e Hicetaón y aplastó sus cabezas una contra otra como si fueran bayas.

—¿Y dónde estabas tú durante ese tiempo, Tisanes?

—Escondido —replicó el hombre con la cabeza inclinada.

—De todos modos eres un esclavo, no un guerrero. Prosigue.

—Los griegos parecieron entrar en razón… Heracles recogió la piel del león y dijo que no había tiempo para ir en busca de los caballos, pues tenían que marcharse inmediatamente. Teseo señaló a la princesa Hesíone y dijo que en tal caso ella tendría que convertirse en su recompensa y que podían cedérsela a Telamón, puesto que estaba tan encariñado con ella, con lo que el honor de los griegos quedaría satisfecho. Y partieron al punto por la puerta Escea.

—¿Han salido ya de nuestras playas?

—Lo he preguntado por el camino, alteza. El guardián de la puerta dice que a primera hora de la tarde apareció Heracles, pero que no vio a Teseo, a Telamón ni a la princesa Hesíone. Todos los griegos marcharon por el camino de Sigeo, donde se encontraba su barco.

—¿Y las cinco muchachas restantes?

Tisanes inclinó de nuevo la cabeza.

—No lo sé, alteza. Sólo he pensado en informarte cuanto antes.

—¡Mentira! Te has ocultado hasta el crepúsculo porque tenías miedo. Ve al encuentro del mayordomo real y dile que busque a las jóvenes y que también debe traer los cadáveres de mi padre y de mis hermanos. Cuéntale cuanto me has dicho y ordénale en mi nombre que se encargue de todo ello. Ahora puedes retirarte, Tisanes.

Lo único que Heracles quería eran dos caballos. ¡Dos caballos! ¿No existiría remedio para la avaricia, ninguna ocasión en que la prudencia aconsejara actuar con generosidad? ¡Si por lo menos Heracles hubiera aguardado! Podía haber convocado una asamblea de la corte para recabar justicia, pues todos habíamos oído la promesa hecha por mi padre, y hubiera conseguido el premio merecido.

En lugar de ello habían prevalecido la ira y la codicia. Y yo me había convertido en el rey de Troya.

Olvidé a Hécuba y me dirigí al gran salón, donde golpeé el gong que convocaba a la corte en asamblea.

Acudieron rápidamente, ansiosos por conocer el resultado del encuentro con el león y preocupados por lo tardío de la hora. No era momento oportuno para que yo me instalase en el trono, por lo que permanecí a un lado y contemplé a mis pies el pequeño mar de rostros rebosantes de curiosidad, pertenecientes a mis hermanastros, mis primos de distintos grados y la alta nobleza emparentada con nosotros por medio del matrimonio. Allí se hallaba presente mi cuñado Antenor con la mirada despierta. Le hice señas para que se aproximase y golpeé en el suelo embaldosado de rojo con mi bastón de mando.

—Señores de Troya, el león de Poseidón ha muerto a manos de Heracles el griego —anuncié.

Antenor me miró de reojo, sorprendido. Por ser dárdano carecía de amigos en Troya, pero yo lo soportaba porque era hermano de Hécuba.

—En aquel momento abandoné la cacería, pero allí quedó mi criado, quien acaba de informarme de que los tres griegos asesinaron a nuestro rey y a mis cuatro hermanos. Hace demasiado tiempo que han zarpado y es inútil perseguirlos. Con ellos se han llevado a la princesa Hesíone como rehén.

Me fue imposible proseguir ante el escándalo que se produjo. Inspiré profundamente preguntándome hasta qué punto podía serles sincero y decidí que no debía decirles nada acerca del quebrantamiento de promesa de mi padre: estaba muerto y su memoria no debía ser mancillada, empañada por tan sórdido final. Sería preferible hacerles creer que los griegos habían llevado a cabo semejante atropello en represalia a su política de prohibición de comercio a los griegos en el Ponto Euxino.

Yo era el rey. Troya y la Tróade me pertenecían. Era el guardián del Helesponto y el vigilante del Ponto Euxino.

Golpeé de nuevo en el suelo con el bastón y los ruidos se disiparon al punto. ¡Qué diferente era ser rey!

—Os prometo que hasta el día de mi muerte nunca olvidaré lo que los griegos le han hecho a Troya —les dije—. Cada año en esta fecha estaremos de luto y los sacerdotes cantarán por la ciudad los pecados de los mercenarios griegos. Y tampoco cejaré en mi búsqueda de los medios más apropiados para hacerlos arrepentirse de su acción.

—Antenor, te nombro mi canciller. Prepara una proclama pública: en adelante no se permitirá a ningún griego entrar en el Ponto Euxino por el Helesponto. El cobre puede obtenerse en otros lugares, pero el estaño procede de Escitia. ¡Y cobre y estaño forman el bronce! Ninguna nación puede sobrevivir sin bronce. En el futuro los griegos tendrán que obtenerlo a un precio exorbitante de las naciones del Asia Menor, puesto que ellas poseen el monopolio del estaño. ¡Las naciones griegas entrarán en decadencia!

Me aclamaron de un modo ensordecedor. Sólo Antenor fruncía el entrecejo con aire dubitativo. Sí, tendría que llevármelo aparte y contarle la verdad. Entretanto le tendí mi bastón y corrí hacia mi palacio. De pronto había recordado que Hécuba se encontraba a las puertas de la muerte.

Una comadrona me aguardaba en lo alto de la escalera con el rostro inundado en llanto.

—¿Ha muerto, mujer?

La vieja bruja sonrió mostrando su desdentada boca entre su aflicción.

—¡No, no! ¡Lloro por la muerte de tu querido padre, señor!… Las noticias han circulado por todas partes. La reina se halla fuera de peligro y tienes un hijo hermoso y sano.

Habían devuelto a Hécuba de la silla paritoria a su gran lecho donde yacía, pálida y agotada, con un bulto envuelto en pañales en su brazo izquierdo. Nadie le había informado de lo sucedido ni yo pensaba hacerlo hasta que estuviera más fuerte. Me incliné a besarla y acto seguido contemplé al pequeño mientras ella apartaba las ropas para mostrarme su rostro. El cuarto hijo que me había dado yacía inmóvil y tranquilo, sin retorcerse ni contraer los rasgos como suelen hacer los recién nacidos. Era sorprendentemente hermoso, de cutis terso y marfileño en lugar de rojizo y arrugado. Tenía abundantes cabellos, negros y rizados, pestañas largas y también negras, cejas finamente arqueadas y de ojos tan oscuros que no pude discernir si eran azules o castaños.

Hécuba le acarició la perfecta barbilla.

—¿Qué nombre le pondrás, mi señor?

—Paris —repuse al instante.

Mi esposa parpadeó sorprendida.

—¿Paris? ¿«Casado con la muerte»? Es un nombre siniestro, señor. ¿Por qué no Alejandro como habíamos planeado?

—Se llamará Paris —respondí dándole la espalda.

No tardaría en enterarse de que aquella criatura estaba casada con la muerte desde el día de su nacimiento.

La dejé recostada en sus cojines, estrechando con delicadeza el bulto contra sus henchidos senos.

—¡Paris, mi pequeñín! ¡Qué hermoso eres! ¡Cuántos corazones destrozarás! ¡Te amarán todas las mujeres! ¡Oh, Paris, Paris!

Capítulo Dos
(Narrado por Peleo)

C
uando mi nuevo reino de Tesalia estuvo en orden y pude confiar en aquellos que dejaba en Yolco para que cuidasen debidamente de mis asuntos, marché a la isla de Esciro. Estaba agotado, ansiaba la compañía de algún amigo y hasta el momento no tenía ninguno como el rey Licomedes de Esciro. Él podía considerarse afortunado: jamás había sido desterrado del reino paterno, ni había luchado con uñas y dientes para construirse otro reino propio, ni había emprendido guerras para defenderlo como yo. Sus antepasados habían reinado en aquella isla rocosa desde el inicio de los tiempos de los dioses y de los hombres y él había sucedido a su padre en el trono cuando éste murió en su propio lecho, rodeado de sus hijos, sus esposas y sus concubinas. Porque el padre de Licomedes seguía la Antigua Religión, al igual que él mismo, que no sometía a monogamia a los reyes de Esciro.

Fuese de la religión antigua o nueva, Licomedes podía aspirar a una muerte similar mientras que mis posibilidades no eran tan seguras. Aunque envidiaba su tranquila existencia mientras paseábamos por sus jardines, comprendí que él se había perdido muchos placeres de la vida. Su reino y su reinado le importaban mucho menos que a mí los míos; desempeñaba su labor de manera minuciosa y concienzuda y tenía a un tiempo buen corazón y era hábil gobernante, pero carecía de esa firme decisión para aferrarse a lo que le pertenecía porque nadie le había amenazado jamás con arrebatárselo.

Yo conocía sobradamente el significado de la derrota, el hambre y la desesperación. Y amaba a mi nuevo reino de Tesalia conseguido con dureza como él nunca amaría a Esciro. ¡Tesalia, mi Tesalia! ¡Yo, Peleo, era su gran soberano! Los reyes me debían fidelidad. Yo, Peleo, que no había puesto el pie en Ática hasta hacía unos años, gobernaba a los mirmidones, los hombres hormiga de Yolco.

—Piensas en Tesalia —dijo Licomedes interrumpiendo mi meditación.

—¿Cómo dejar de hacerlo?

Hizo un ademán displicente con su blanca y lánguida mano.

—No comparto tu conmovedor entusiasmo, mi querido Peleo. Mientras yo me consumo poco a poco, tú ardes con viveza y energía. Aunque me alegra que sea así. Si estuvieras en mi lugar, no te habrías detenido hasta apoderarte de todas las islas existentes entre Creta y Samotracia.

Me recosté en un nogal y suspiré.

—Sin embargo estoy muy cansado, viejo amigo. Ya no soy tan joven.

—Una verdad tan evidente que no merece mencionarse.

Me observó pensativo con sus ojos claros.

—¿Sabes que se te considera el mejor hombre de Grecia, Peleo? Incluso en Micenas han reparado en ti.

Me erguí y seguí caminando.

—No soy más ni menos que cualquier hombre.

—Niégalo si así gustas, pero seguirá siendo cierto. ¡Lo tienes todo, Peleo! Un cuerpo magnífico, una mente astuta y sutil, genio para el liderazgo y talento para inspirar amor a tu pueblo… ¡Vamos, incluso eres guapo!

—Sigue elogiándome así y tendré que hacer mi equipaje y marcharme, Licomedes.

—Tranquilízate, ya he terminado. En realidad deseo comentarte algo. Los elogios que te dirigía conducían a ello.

Lo miré con curiosidad.

—¿De qué se trata?

Se humedeció los labios y frunció el entrecejo decidido a sumergirse en aguas turbulentas sin mayor dilación.

—Tienes treinta y cinco años, Peleo. Eres uno de los cuatro grandes soberanos de Grecia y por consiguiente disfrutas de enorme poder en el país. Sin embargo, no tienes esposa ni reina. Y… puesto que te has adherido totalmente a la Nueva Religión y has escogido la monogamia, ¿cómo asegurarás la sucesión en Tesalia si no tomas esposa?

No pude contener una sonrisa.

—¡Eres un farsante, Licomedes! ¡Seguro que ya me la has escogido!

El hombre se mostró cauteloso.

—Tal vez. A menos que pienses de otro modo.

—Suelo pensar en el matrimonio. Por desdicha no se me ocurre candidata alguna.

—Conozco a una mujer que te atraería muchísimo y que sin duda sería una magnífica consorte.

—¡Adelante, hombre! Te escucho con el mayor interés.

—Y riéndote entre dientes. Pero no me interrumpiré. Se trata de la gran sacerdotisa de Poseidón en Esciro, y pese a que el dios le ha ordenado que se case, ella sigue célibe. Aunque no puedo obligar a tan alto personaje a obedecerme, por el bien de mi pueblo y de mi isla debo persuadirla para que se case.

En aquel momento lo miré sorprendido.

—¡Soy un recurso para ti, Licomedes!

—¡No, no! —exclamó con el rostro contraído—. ¡Escúchame, Peleo!

—¿Poseidón le ha ordenado que se case?

—Sí. Los oráculos dicen que, si no lo hace, el dios de los mares abrirá la tierra de Esciro y sumergirá mi isla en las profundidades de sus reinos.

—¿Oráculos, en plural? ¿De modo que has consultado a varios?

—Incluso a la pitonisa de Delfos y al robledal de Dodona. Y la respuesta es siempre la misma: Cásala o perecerás.

—¿Por qué es tan importante? —inquirí fascinado—.

—Por ser hija de Nereo, antiguo dios del mar —repuso impresionado—. Por consiguiente es de origen semidivino y comparte su devoción: por herencia de sangre pertenece a la Antigua Religión y, sin embargo, sirve a la Nueva. Conoces la mutación constante experimentada por nuestro mundo griego desde que Creta y Thera se desmoronaron. ¡Fíjate en Esciro! Nunca estuvimos tan dominados por la Madre como Creta, Thera o los reinos de la isla de Pélops (los hombres siempre han reinado allí por derecho) pero la Antigua Religión es muy fuerte. Sin embargo, Poseidón pertenece a la Nueva Religión y estamos bajo su dominio, no sólo es dios de los mares que nos rodean sino también de los temblores de tierra.

—Comprendo que a Poseidón le enoje que una mujer de la Antigua Religión sea su gran sacerdotisa —repuse lentamente—. Pero debió sancionar su designación.

—Así fue, pero ahora está irritado. ¡Ya conoces a los dioses, Peleo! ¿Cuándo son consecuentes? Pese a su previo consentimiento, en estos momentos está enojado y no desea que su altar sea atendido por una hija de Nereo.

—¡Licomedes, Licomedes! ¿Crees sinceramente esas historias de seres engendrados por los dioses? —inquirí incrédulo—. ¡Me has defraudado! El supuesto hijo de un dios suele ser un bastardo y, por lo general, por gentileza de algún pastor o de algún mozo de cuadras.

El hombre agitó los brazos como una ave asustada.

—¡Sí, lo sé! ¡Sé todo eso, Peleo, y sin embargo lo creo! Tú no la has visto, no la conoces. Yo sí. Es la criatura más singular… Si la ves, comprenderás sin duda alguna que procede del mar.

En aquel momento me sentí ofendido.

—¡No logro dar crédito a mis oídos! ¡Gracias por el cumplido! ¿Pretendes endilgar al gran rey de Tesalia una extraña y demente criatura? ¡Pues bien, no la quiero!

Me asió fuertemente del brazo con ambas manos.

—¿Me crees capaz de jugarte semejante pasada, Peleo? No me he expresado claramente… no pretendía insultarte. ¡Te lo juro! Sólo que al verte después de tantos años me pareció intuir que era la mujer adecuada para ti. No le faltan ilustres pretendientes: todos los solteros de noble cuna de Esciro se han interesado por ella, pero los ha rechazado a rajatabla. Dice que aguarda a aquel que el dios le ha prometido enviarle con una señal.

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