La caverna (18 page)

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Authors: José Saramago

Tags: #Ciencia Ficción

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Cipriano Algor soñó que estaba dentro de su nuevo horno. Se sentía feliz por haber podido convencer a la hija y al yerno de que el repentino crecimiento de la actividad de la alfarería exigía cambios radicales en los procesos de elaboración y una rápida actualización de los medios y estructuras de fabricación, comenzando por la urgente sustitución del viejo horno, remanente arcaico de una vida artesanal que ni siquiera como ruina de museo al aire libre merecería ser conservado. Dejémonos de nostalgias que sólo perjudican y atrasan, dijo Cipriano con inusitada vehemencia, el progreso avanza imparable, es necesario que nos decidamos a acompañarlo, ay de aquellos que, con miedo a posibles aflicciones futuras, se queden sentados a la vera del camino llorando un pasado que ni siquiera fue mejor que el presente. De tan redonda, perfecta y acabada que salió, la frase redujo a los reluctantes jóvenes. En todo caso, hay que reconocer que las diferencias tecnológicas entre el horno nuevo y el horno viejo no eran nada del otro mundo, lo que el primero tenía de anticuado, de moderno lo tiene ahora el segundo, la única modificación que saltaba realmente a la vista consistía en el tamaño de la obra, en su capacidad dos veces mayor, siendo también cierto, aunque no se notase tanto, que eran diferentes, e incluso algo anormales, las relaciones de proporción que la altura, el fondo y el ancho del respectivo vano interno establecían entre sí. Puesto que se trata de un sueño, no hay que extrañarse de este último punto. Extraña, sí, por muchas libertades y exageraciones que la lógica onírica autorice al soñador, es la presencia de un banco de piedra ahí dentro, un banco exactamente igual que el de las meditaciones, y del que Cipriano Algor sólo puede ver la parte de atrás del respaldo, porque, insólitamente, este banco está vuelto hacia la pared del fondo, a sólo cinco palmos de ella. Deben de haberlo puesto aquí los albañiles para descansar a la hora del almuerzo, después se olvidaron de llevárselo, pensó Cipriano Algor, pero sabía que no podía ser cierto, a los albañiles, y este dato es rigurosamente histórico, siempre les ha gustado comer al aire libre, hasta cuando tuvieran que trabajar en el desierto, con más razón en un lugar tan agradablemente campestre como éste, con las tablas de secado debajo del moral y la suave brisa del mediodía soplando. Vengas de donde vengas, irás a hacerle compañía al que está ahí fuera, dijo Cipriano Algor, el problema será sacarte de aquí, para ir en brazos pesas demasiado y si te arrastro me harías polvo el pavimento, no comprendo quién tuvo la idea de traerte dentro de un horno y colocarte de esta manera, una persona sentada quedaría con la nariz casi pegada a la pared. Para demostrarse a sí mismo que tenía razón, Cipriano Algor se deslizó suavemente entre una de las extremidades del banco y la pared lateral que le correspondía, y se sentó. Tuvo que aceptar que su nariz, finalmente, no corría el menor riesgo de desollarse en los ladrillos refractarios, y que las rodillas, aunque más avanzadas en el plano horizontal, también se encontraban a salvo de rozaduras incómodas. La mano, ésa sí, podía alcanzar la pared sin ningún esfuerzo. Ahora bien, en el preciso instante en que los dedos de Cipriano Algor iban a tocarla, una voz que llegaba de fuera dijo, No merece la pena que enciendas el horno. La inesperada orden era de Marcial, como también era suya la sombra que durante un segundo se proyectó en la pared del fondo para desaparecer en seguida. A Cipriano Algor le pareció un abuso y una absoluta falta de respeto el tratamiento usado por el yerno, Nunca le he dado semejante confianza, pensó. Hizo un movimiento para volverse y preguntarle por qué motivo no merecía la pena encender el horno y qué es eso de tratarme de tú, pero no consiguió volver la cabeza, sucede mucho en los sueños, queremos correr y descubrimos que las piernas no obedecen, por lo general son las piernas, esta vez es el cuello el que se niega a dar la vuelta. La sombra ya no estaba, a ella no podía hacerle preguntas, en la vana e irracional suposición de que una sombra tenga lengua para articular respuestas, pero los armonios suplementarios de las palabras que Marcial había proferido todavía seguían resonando entre la bóveda y el suelo, entre una pared y otra pared. Antes de que las vibraciones se extinguiesen del todo y la dispersa sustancia del silencio quebrado tuviese tiempo de reconstituirse, Cipriano Algor quiso conocer las misteriosas razones por las que no merecía la pena encender el horno, si realmente fue eso lo que la voz del yerno dijo, ahora hasta le parecía que las palabras habían sido otras, y todavía más enigmáticas, No merece la pena que se sacrifique, como si Marcial creyese que el suegro, a quien, por lo que se ve, no tuteó, hubiere decidido probar en el propio cuerpo los poderes del fuego, antes de entregarle la obra de sus manos. Está loco, murmuró para sí el alfarero, es necesario que este mi yerno esté loco de remate para imaginar tales cosas, si he entrado en el horno ha sido porque, la frase tuvo que interrumpirse, de hecho Cipriano Algor no sabía por qué estaba allí, ni es de extrañar, si tantas veces eso nos sucede cuando nos encontramos despiertos, no saber por qué hacemos o hicimos esto o aquello, qué será cuando, durmiendo, soñamos. Cipriano Algor pensó que lo mejor, lo más fácil, sería levantarse simplemente del banco de piedra, salir y preguntarle al yerno qué demonios de galimatías era aquél, pero sintió que el cuerpo le pesaba como plomo, o ni siquiera eso, que verdaderamente nunca el peso del plomo será tanto que no consiga alzarlo una fuerza mayor, lo que ocurría era que estaba atado al respaldo del banco, atado sin cuerdas ni cadenas, mas atado. Trató de volver la cabeza otra vez, pero el cuello no le obedeció, Soy como una estatua de piedra sentada en un banco de piedra mirando un muro de piedra, pensó, aunque supiese que no era rigurosamente así, el muro, por lo menos, como sus ojos de entendido en materias minerales podían comprobar, no había sido construido con piedras, sino con ladrillos refractarios. Fue en ese momento cuando la sombra de Marcial volvió a proyectarse en la pared, Le traigo la buena noticia que ansiábamos hace tanto tiempo, dijo su voz, he sido ascendido, por fin, a guarda residente, de modo que no merece la pena seguir adelante con la fabricación, se explica al Centro que cerramos la alfarería y ellos entenderán, más pronto o más tarde tendría que suceder, así que salga de ahí, la furgoneta ya está delante de la puerta para cargar los muebles, qué pena el dinero que se ha gastado en ese horno. Cipriano Algor abrió la boca para responder, pero la sombra ya se había ido, lo que el alfarero quería decir era que la diferencia entre la palabra de artesano y un mandato divino estriba en que éste necesitó que lo pusieran por escrito, e incluso así con los lamentables resultados que se conocen, y además que si tenía tanta prisa podía empezar a andar, expresión algo grosera que contradecía la solemne declaración que él mismo hizo aún no hace muchos días, al prometer a la hija y al yerno que se iría a vivir con ellos cuando Marcial fuera ascendido, una vez que la mudanza de ambos al Centro haría imposible mantener en funcionamiento la alfarería. Estaba Cipriano Algor recriminándose por haber asegurado lo que la honra nunca le permitiría cumplir, cuando una sombra nueva apareció sobre la pared del fondo. A la débil luz que consigue entrar por la estrecha puerta de un horno de este tamaño, dos sombras humanas son muy fáciles de confundir, pero el alfarero supo de quién se trataba, ni la sombra, más oscura, ni la voz, más espesa, pertenecían al yerno, Señor Cipriano Algor, vine sólo para informarle de que nuestro pedido de figuras de barro acaba de ser cancelado, dijo el jefe del departamento de compras, no sé ni quiero saber por qué se ha metido ahí, si ha sido por dárselas de héroe romántico a la espera de que una pared le revele los secretos de la vida, me parece simplemente ridículo, pero si su intención va más lejos, si su intención es inmolarse en el fuego, por ejemplo, sepa desde ya que el Centro se negará a asumir cualquier responsabilidad por la defunción, eso es lo que nos faltaba, que vengan a culparnos de los suicidios cometidos por personas incompetentes que van a la quiebra por no haber sido capaces de entender las reglas del mercado. Cipriano Algor no volvió la cabeza hacia la puerta, aunque tenía la certidumbre de que ya podría hacerlo, sabía que el sueño acabó, que nada le impediría levantarse del banco de piedra cuando quisiera, sólo una duda le perturbaba todavía, es cierto que absurda, es cierto que estúpida, sin embargo comprensible si tenemos en consideración el estado de perplejidad mental en que lo ha dejado el sueño de tenerse que ir a vivir al mismísimo Centro que acababa de despreciarle el trabajo, y esa duda, a ella vamos, no se nos ha olvidado, tiene que ver con el banco de piedra. Cipriano Algor se pregunta si se habría llevado un banco de piedra a la cama o si se despertará cubierto de rocío en el otro banco de piedra, el de las meditaciones, los sueños humanos son así, a veces eligen cosas reales y las transforman en visiones, otras veces al delirio lo ponen a jugar al escondite con la realidad, por eso es tan frecuente que nos sintamos perplejos, el sueño tirando de un lado, la realidad empujando de otro, en buena verdad la línea recta sólo existe en la geometría, y aun así no pasa de una abstracción. Cipriano Algor abrió los ojos. Estoy en la cama, pensó con alivio, y en ese instante se dio cuenta de que la memoria del sueño estaba huyendo, que sólo conseguiría retener unos cuantos fragmentos, y no supo si debería alegrarse con lo poco o entristecerse con lo excesivo, también muchas veces sucede esto después de haber soñado. Todavía era de noche, pero la primera mudanza del cielo, anunciadora de la madrugada, no tardaría en manifestarse. Cipriano Algor no volvió a dormirse. Pensó en muchas cosas, pensó que su trabajo se tornaba definitivamente inútil, que la existencia de su persona dejaba de tener justificación suficiente y medianamente aceptable, Soy un engorro para ellos, murmuró, en ese instante un retazo del sueño se le apareció con toda nitidez, como si hubiese sido recortado y pegado en una pared, era el jefe del departamento de compras que le decía, Si su intención es inmolarse en el fuego, querido señor, que le haga buen provecho, le aviso, no obstante, de que no forma parte de las extravagancias del Centro, si algunas tiene, mandar representantes y coronas de flores a los funerales de sus antiguos suministradores. Cipriano Algor vuelve a caer en el sueño por momentos, regístrese a propósito, y antes de que nos sea apuntada la aparente contradicción, que caer en el sueño por momentos no es lo mismo que haberse dormido, el alfarero no hizo más que soñar de relance con el sueño que había tenido, y si las segundas palabras del jefe del departamento de compras no salieron exactamente iguales que las primeras fue por la sencilla razón de que no es sólo en la vida despierta donde las palabras que decimos dependen del humor de la ocasión. Aquella antipática y en todo dislocada referencia a una hipotética inmolación en el fuego tuvo, sin embargo, el mérito de desviar el pensamiento de Cipriano Algor hacia las estatuillas de barro puestas a cocer en la cueva, y luego, por caminos y travesías del cerebro que nos sería imposible reconstruir y describir con suficiente precisión, hacia el súbito reconocimiento de las ventajas del muñeco hueco en comparación con el muñeco macizo, ya sea en el tiempo que se emplea, ya sea en la arcilla que se consume. Esta frecuente reluctancia que tienen las evidencias para manifestarse sin hacerse de rogar demasiado debería ser objeto de un profundo análisis por parte de los entendidos, que ciertamente andan por ahí, en las distintas, pero seguramente no opuestas, naturalezas de lo visible y de lo invisible, en el sentido de averiguar si en el interior más íntimo de lo que se ofrece a la vista existirá, como parece haber fuertes motivos de sospecha, algo químico o físico con una tendencia perversa a la negación y al oscurecimiento, un deslizarse amenazador en dirección al cero, un sueño obsesivo de vacío. Sea como fuere, Cipriano Algor está satisfecho consigo mismo. Hace pocos minutos se consideraba un engorro para la hija y el yerno, un obstáculo, un estorbo, un inútil, palabra esta que lo dice todo cuando tenemos que clasificar lo que supuestamente ya no sirve para nada, y helo aquí siendo capaz de producir una idea cuya bondad intrínseca está de antemano demostrada por el hecho de que otros la han tenido antes y puesto muchas veces en ejecución. No siempre es posible tener ideas originales, ya basta con tenerlas simplemente practicables. A Cipriano Algor le gustaría alargar el remanso de la cama, aprovechar el buen sueño de la mañana, que, tal vez porque tenemos de él una conciencia vaga, es, de todos los sueños, el más reparador, pero la excitación causada por la idea que se le había ocurrido, el recuerdo de las estatuillas bajo las cenizas sin duda todavía calientes, y también, por qué no confesarlo, aquella precipitada información anterior de que no se había vuelto a dormir, todo esto junto le hizo apartar la ropa y saltar rápidamente al suelo, tan fresco y ágil como en sus verdes años. Se vistió sin hacer ruido, salió del cuarto con las botas en la mano y, de puntillas, se dirigió a la cocina. No quería que la hija se despertara, pero se despertó, o ya estaría despierta, ocupada en pegar fragmentos de sus propios sueños o de oído atento al trabajo ciego que la vida, segundo a segundo, carpinteaba en su útero. La voz sonó nítida y clara en el silencio de la casa, Padre, adonde va tan temprano, No puedo dormir, voy a ver cómo ha salido la cochura, pero tú quédate, no te levantes. Marta respondió, Pues sí, no era nada difícil, conociéndolo, pensar que el padre deseaba estar solo durante la grave operación de retirar las cenizas y las estatuillas de la cueva, así como un niño que, bien entrada la noche, temblando de susto y de excitación, avanza a tientas por el pasillo oscuro para descubrir qué soñados juguetes y regalos le han sido puestos en el zapato. Cipriano Algor se calzó, abrió la puerta de la cocina y salió. La frondosidad compacta del moral retenía la noche firmemente, no la dejaría irse tan pronto, la primera claridad del amanecer todavía tardaría por lo menos media hora. Miró la caseta, después paseó la vista en derredor, sorprendido de no ver surgir al perro. Silbó bajito, pero Encontrado no
se manifestó. El alfarero pasó de la sorpresa perpleja a una inquietud explícita, No creo que se haya ido, no lo creo, murmuró. Podía gritar el nombre del perro, pero no lo hizo porque no quería alarmar a la hija. Andará por ahí, andará por ahí olisqueando algún bicho nocturno, dijo para tranquilizarse a sí mismo, pero la verdad es que, mientras atravesaba la explanada en dirección al horno, pensaba más en Encontrado que en las ansiadas estatuillas de barro. Se encontraba ya a pocos pasos de la cueva cuando vio salir al perro de debajo del banco de piedra, Me has dado un buen susto, bribón, por qué no vienes cuando te llamo, le reprendió, pero Encontrado no dio respuesta, estaba ocupado desperezándose, poniendo los músculos en su lugar, primero estiró con fuerza las manos hacia delante, bajando en plano inclinado la cabeza y la columna vertebral, luego ejecutó lo que se supone que es, en su entendimiento, un indispensable ejercicio de ajuste y compensación, rebajando y alargando hasta tal punto los cuartos traseros que parecía querer separarse de las patas de atrás. Todo el mundo sabe decirnos que los animales dejaron de hablar hace mucho tiempo, pero lo que nunca se podrá demostrar es que ellos no hayan seguido haciendo uso secreto del pensamiento. Véase, por ejemplo, el caso de este perro Encontrado, cómo a pesar de la escasa claridad que poco a poco comienza a bajar del cielo se le puede leer en la cara lo que está pensando, ni más ni menos A palabras necias, oídos sordos, quiere él decir en la suya que Cipriano Algor, con la larga experiencia de vida que tiene, aunque tan poco variada, no debería necesitar que le explicasen cuáles son los deberes de un perro, es harto conocido que los centinelas humanos sólo vigilan en serio si para eso les ha sido dada una orden terminante, mientras que los perros, y éste en particular, no están a la espera de que se les diga Quédate ahí mirando por la lumbre, podremos tener la certeza de que, mientras las brasas no se extingan, ellos permanecerán con los ojos abiertos. En todo caso habrá que hacer justicia al pensamiento humano, su consabida lentitud no siempre le impide llegar a las conclusiones ciertas, como dentro de la cabeza de Cipriano Algor acaba ahora mismo de suceder, se le encendió una luz de repente y gracias a ella pudo leer y en voz alta pronunciar las palabras de reconocimiento de que el perro Encontrado era justamente merecedor, Mientras yo dormía al calor de las sábanas, estabas tú aquí de centinela alerta, no importa que tu vigilancia de nada sirviera a la cochura, lo que cuenta realmente es el gesto. Cuando Cipriano Algor terminó la alabanza, Encontrado corrió a alzar la pata y aliviar la vejiga, después regresó moviendo la cola y se tumbó a poca distancia de la cueva, dispuesto para asistir a la operación de levantamiento de los muñecos. En ese momento la luz de la cocina se encendió, Marta se había levantado. El alfarero volvió la cabeza, no veía claro en su espíritu si prefería estar solo o si deseaba que la hija viniera a hacerle compañía, pero lo supo un minuto después, cuando percibió que ella había decidido dejarle el papel principal hasta el último momento. Semejante al reborde de una bóveda luminosa que llegara empujando la oscura cúpula de la noche, la frontera de la mañana se movía despacio hacia occidente. Una súbita virazón rasante arremolinó, como una tolvanera, las cenizas de la superficie de la cueva. Cipriano Algor se arrodilló, apartó a un lado las barras de hierro y, sirviéndose de la misma pequeña pala con la que había abierto la cueva, comenzó a retirar las cenizas mixturadas con pequeños trozos de carbón no consumidos. Casi imponderables, las blancas partículas se le pegaban a los dedos, algunas, levísimas, aspiradas por la respiración, se le subieron hasta la nariz y le obligaron a resoplar, tal como Encontrado hace a veces. Según la pala se iba aproximando al fondo de la cueva, las cenizas eran más calientes, pero no tanto que quemasen, estaban simplemente tibias, como piel humana, y blandas y suaves como ella. Cipriano Algor dejó a un lado la pala y hundió las dos manos en las cenizas. Tocó la fina e inconfundible aspereza de los barros cocidos. Entonces, como si estuviese ayudando a un nacimiento, sostuvo entre el pulgar, el índice y el corazón la cabeza todavía oculta de un muñeco y tiró hacia arriba. Era la enfermera. Le sacudió las cenizas del cuerpo, le sopló en la cara, parecía que estaba dándole una especie de vida, pasándole a ella el aliento de sus propios pulmones, el pulso de su propio corazón. Después, uno a uno, los restantes monigotes, el asirio de barbas, el mandarín, el bufón, el esquimal, el payaso, fueron retirados de la cueva y colocados al lado de la enfermera, más o menos limpios de cenizas, pero sin el beneficio suplementario del soplo vital. No había allí nadie que preguntara al alfarero los motivos de la diferencia de trato, determinados, a primera vista, por la diferencia de sexo, salvo si la intervención demiúrgica resultó simplemente de que la figura de la enfermera fue la primera en salir del agujero, siempre, desde que el mundo es mundo, así ha sucedido, se cansan de la creación los creadores en cuanto ella deja de ser novedad. Recordando, sin embargo, los complejos problemas de modelado con que Cipriano Algor tuvo que luchar cuando trabajaba el pecho de la enfermera, no sería demasiado temerario presumir que la razón última del soplido se encuentre, aunque de modo oscuro e impreciso, en ese su inmenso esfuerzo por llegar a lo que la propia ductilidad de la arcilla prometía a la vez que negaba. Quién sabe. Cipriano Algor volvió a llenar el agujero con la tierra que por natural derecho le pertenecía, la aplanó bien para que ningún puñado se quedara fuera, y, con tres muñecos en cada mano, se dirigió a casa. Curioso, con la cabeza levantada, Encontrado brincaba a su lado. La sombra del moral se había despedido de la noche, el cielo comenzaba a abrirse todo con el primer azul de la mañana, el sol no tardaría en despuntar en un horizonte que desde allí no se alcanzaba.

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