La caza del meteoro (20 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

Por otra parte; no se trataba de partir para los antípodas. El teatro de aquel acontecimiento astronómico se encontraba a las puertas del Canadá.

Tomó, pues, Mr. Seth Stanfort el primer tren que salía para Quebec; y ya aquí el que salía para Boston a través de las llanuras del Dominio y de la Nueva Inglaterra.

Cuarenta y ocho horas después del embarque de este caballero, el Mozik, sin perder de vista la tierra, pasó al lago de Portsmouth, y de Portland después, al alcance de los semáforos.

Tal vez los semáforos habrían podido dar nuevas noticias del bólido, por medio de señales que hubieran podido percibirse a simple vista cuando el cielo estaba despejado.

Los semáforos permanecieron mudos y el de Halifax no fue más locuaz cuando el vapor se encontró en frente de ese gran puerto de la Nueva Escocia.

Innumerables eran los enfermos, entre los cuales, a pesar de los cuidados de Jenny y de Francis, continuaban haciéndose notar Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson.

El cabo Confort fue avistado en la mañana del 7 de agosto.

La tierra groenlandesa termina un poco más hacia el Este, en el cabo Fareweü, contra el que van a estrellarse las olas del océano Atlántico septentrional; y a estrellarse con una furia bien conocida de los valientes pescadores del banco de Terranova y de la Islandia.

Por fortuna, no se trataba, en manera alguna, de remontar la costa Este de la Groenlandia.

Esta costa es inabordable; no ofreciendo ningún puerto de refugio.

No faltan, por el contrario, los abrigos en el estrecho de Davis, en el que puede encontrarse fácilmente un refugio, y la navegación se efectúa en condiciones favorables, excepto cuando soplan directamente los vientos del Sur.

La travesía, en efecto, continuó sin que los pasajeros tuviesen que sufrir demasiado.

Esta parte de la costa groenlandesa, desde el cabo Fareweü hasta la isla Disko, se halla por lo general bordeada por promontorios de rocas primitivas, de una latitud considerable, que contienen un tanto los vientos.

Hasta en el período invernal se halla este litoral menos obstruido por los hielos que las corrientes del polo traen del océano Boreal.

En estas condiciones fue como el Mozik batió con su rápida hélice las aguas de la bahía Gilbert.

Ancló durante algunas horas en Gothaab, donde el cocinero de a bordo pudo procurarse pescado fresco en gran cantidad. ¿No es del mar, en efecto, de donde los groenlandeses sacan su principal alimento?

La isla Disko, que el vapor alcanzó en las primeras horas del 9 de agosto, es la más importante de todas las del rosario cuyas cuentas corren a lo largo del litoral groenlandés.

Esta isla, de rocas basálticas, posee una capital, Godhaven, construida sobre su costa meridional, y compuesta, no de casas de piedra, sino de madera.

Francis Gordon y Seth Stanfort, en su calidad de pasajeros a quienes el meteoro no hipnotizaba, quedaron vivamente impresionados al contemplar aquel pueblo negruzco. Algunas casas, aunque poco amuebladas, no carecían de comodidades. La autoridad se halla representada por un delegado del Gobierno que reside en Upernivik, la capital.

En el puerto de esta última ciudad fue donde el Mozik vino a anclar el día 10 de agosto, hacia las seis de la tarde.

Capítulo XVII

Donde el maravilloso bólido y un pasajero del Mozik encuentran, éste a un pasajero del Oregon y aquél al globo terrestre

El término Groenlandia significa Tierra verde, pero Tierra blanca hubiera convenido más a este país cubierto de nieve. No pudo ser bautizado así más que por una agradable ironía de su padrino, un tal Eric «el Rojo», marino del siglo X, que era probablemente tan rojo como la Groenlandia verde.

Tal vez, después de todo, esperaba este escandinavo convencer a sus compatriotas para colonizar aquella verde región hiperbórea.

Los colonos no se dejaron tentar por ese nombre encantador, y actualmente, contando con los indígenas, la población groenlandesa no pasa de diez mil habitantes.

Si hay algún país que no fuese formado para recibir un bólido que valía cinco mil setecientos ochenta y ocho millares de millones, era indudablemente éste; fuerza es reconocerlo así.

Más de uno de entre la multitud de pasajeros a quienes la curiosidad llevaba a Upernivik debió de permitirse semejante reflexión: ¿no le habría sido más fácil al bólido caer algunos centenares de leguas más al Sur, en la superficie de las extensas llanuras del Dominio o de la Unión, donde tan fácil hubiera sido hallarlo...?

¡No; era una región de las más impracticables y de las más inhospitalarias la que iba a ser el teatro de aquel acontecimiento tan memorable!

A decir verdad, podían invocarse algunos precedentes. ¿No han caído ya bólidos en Groenlandia? ¿No encontró Nordenskjold en la isla Disko tres bloques de hierro, cada uno de los cuales pesaba veinticuatro toneladas, meteoritos muy probablemente, que figuran hoy en día en el Museo de Estocolmo?

Por fortuna, si J. B. K. Lowenthal no se había equivocado, el bólido debía caer sobre una región bastante abordable y en el transcurso de aquel mes de agosto, que eleva la temperatura sobre cero.

En esta época del año puede el suelo en algunos sitios justificar la calificación de tierra verde dada a ese trozo del Nuevo Continente. En los jardines brotan algunas leguminosas y algunas gramíneas, mientras que hacia el interior sólo pueden encontrarse musgos y líquenes.

Pero en cambio, tras dos o tres meses de verano, a lo sumo, vuelve el invierno con sus interminables noches, sus fuertes corrientes atmosféricas, salidas de las regiones polares.

De que el meteoro no debiese caer en el interior del Continente, no se seguía que su posesión le estuviese asegurada a Groenlandia.

Upernivik no se halla tan sólo a orillas del mar, sino que se halla rodeado de mar por todas partes. Es una isla en medio de un archipiélago de islotes diseminados a lo largo del litoral, y esta isla, que no tiene diez leguas de superficie ofrece, fuerza es convenir en ello, un blanco bastante reducido y estrecho para el proyectil aéreo.

Si no la alcanzaba con una precisión matemática, pasaría al lado del blanco y las aguas del mar de Baffin se cerrarían sobre él; y debe tenerse en cuenta que el mar es bastante profundo en estas regiones hiperbóreas, pues tiene de mil a dos mil metros.

No dejaba de preocupar vivamente esta eventualidad a Mr. Schnack, que más de una vez había confiado sus inquietudes a Seth Stanfort, con quien había trabado amistad en el curso de la travesía.

La desgracia que tanto temía Mr. Schnack, Francis Gordon y Jenny Hudelson habríanla, por el contrario, considerado como la más feliz de las soluciones. Una vez desaparecido el bólido, aquellos de quienes su felicidad dependía nada tendrían ya que reivindicar, ni aun siquiera el honor de darle su nombre. Sería éste un gran paso hacia la reconciliación definitiva y tan ardientemente deseada.

Es muy dudoso que este modo de ver de los dos jóvenes fuese compartido por los numerosos pasajeros del Mozik y de otros buques de todas naciones, anclados a la sazón ante Upernivik.

Desde el día siguiente al de la llegada, una muchedumbre, compuesta de elementos muy diversos, se extendió en torno de algunas casitas de madera, la principal de las cuales enarbolaba la bandera blanca con la cruz roja de Groenlandia. Jamás habían visto groenlandeses y groenlandesas desfilar tanta gente ante sus casas y por su país.

La llegada de semejante número de extranjeros a la isla de Upernivik provocó una gran sorpresa a los centenares de indígenas que en ella habitan, y cuando supieron la causa de tal afluencia, no disminuyó su sorpresa, sino más bien todo lo contrario. No ignoraban aquellas pobres gentes que el oro tenía su valor; pero la fortuna no sería para ellos. Si los millones caían sobre la tierra firme, no irían a llenar sus bolsillos, sino que irían a las cajas del Estado, de las que, según es costumbre, no se les vería salir jamás.

Durante las horas de espera, los intrépidos turistas daban largos paseos a través de la isla.

Cinco días habían transcurrido desde la llegada del Mozik, cuando en la mañana del 16 de agosto un último buque fue señalado cerca de Upernivik.

Era un
steamer
que se deslizaba a través de las islas e islotes del archipiélago, para venir a buscar su anclaje; en él se veía flotar la bandera con las cincuenta y una estrellas de Estados Unidos de América.

No podía dudarse de que aquel
steamer
conducía un nuevo lote de pasajeros al teatro del gran fenómeno meteorológico; retrasados que, por lo demás, no llegarían con retraso, toda vez que el globo de oro gravitaba aún en la atmósfera.

Hacia las once de la mañana, el
steamer
Oregón anclaba en medio de la flotilla. Un bote se separó en seguida de su costado y llevó a tierra a uno de los pasajeros, más apresurado, sin duda, que sus compañeros de viaje.

Inmediatamente se extendió el rumor de que el recién llegado era uno de los astrónomos del observatorio de Boston, un tal Mr. Wharf, que se dirigió en seguida a la casa del jefe del Gobierno. Avisó éste sin tardanza a Mr. Schnack, y el delegado se trasladó a la casita, en cuyo techo tremolaba la bandera nacional.

La ansiedad era inmensa. ¿Iría a marcharse el bólido a recorrer otros países celestes?

Pronto hubo de volver la tranquilidad a este respecto. El cálculo había conducido a J. B. K. Lowenthal a conclusiones exactas y única y exclusivamente para asistir a esa caída del bólido era por lo que Mr. Wharf había emprendido aquel largo viaje, a título de representante de su jefe jerárquico.

Era entonces el 16 de agosto; faltaban, por consiguiente, tres veces veinticuatro horas para que el bólido reposase sobre la tierra groenlandesa.

—A menos que no se vaya al fondo —murmuró Francis Gordon, único, por lo demás, en concebir este pensamiento y en formular esta esperanza.

Pero no podía saberse hasta pasados tres días el desenlace de aquel asunto. Tres días no es nada apenas y es a veces mucho, muy particularmente en Groenlandia, en la que no podía pretenderse que los placeres pecasen por la abundancia.

Reinaba, pues, el fastidio, y largos y contagiosos bostezos desarticulaban los maxilares de aquellos turistas desocupados.

Uno de ellos, a quienes el tiempo seguramente parecía menos largo, era Mr. Stanfort.

Globe trotter
determinado, corriendo de muy buen grado allí donde hubiera algo sensacional que ver, estaba acostumbrado a la soledad y sabía, como suele decirse, acompañarse a sí mismo.

En su provecho exclusivo fue, no obstante —porque tal es la injusticia inmanente—, como debía romperse la fastidiosa monotonía de aquellos últimos días de espera.

Paseábase Mr. Seth Stanfort por la playa para asistir al desembarque de los pasajeros del Oregón, cuando se detuvo de pronto al Ver una señora, que una de las embarcaciones depositaba sobre la arena de la playa.

Dudando Seth Stanfort del testimonio de sus sentidos, se acercó, y con un tono que revelaba sorpresa, pero no en modo alguno disgusto;

—¿Mrs. Arcadia Walker, si no me engaño? —dijo.

—¡Mr. Stanfort! —exclamó la pasajera.

—No contaba yo, Mrs. Arcadia con la dicha de volver a verla en esta remota isla.

—Ni yo tampoco, Mr. Stanfort.

—Y ¿cómo se encuentra usted, Mrs. Arcadia?

—Perfectamente, Mr. Stanfort... ¿Y usted?

—Muy bien, completamente bien.

Sin otras formalidades pusiéronse a conversar como dos antiguos conocidos que acaban de encontrarse por casualidad,

Mrs. Arcadia Walker inquirió en seguida, alzando la mano hacia el espacio:

—¿No ha caído aún?

—No, tranquilícese usted; aún no ha caído, pero no puede tardar ya mucho en caer.

—Me alegro; así podré hallarme presente a su caída —dijo Mrs. Arcadia con viva satisfacción.

—Como me hallaré yo por mi parte —respondió Mr. Seth Stanfort.

Eran decididamente dos personas distinguidas, muy distinguidas y de mundo, por no decir dos antiguos y sinceros amigos, a quienes un semejante sentimiento de curiosidad reunía sobre aquella playa de Upernivik.

¿Por qué, después de todo, había de ser de otro modo? Cierto, sí, que Mrs. Arcadia Walker no había encontrado en Mr. Seth Stanfort su ideal; pero muy bien podía suceder que este ideal no existiese, ya que ella no le había hallado en ninguna parte.

Hecha la experiencia con toda lealtad, había comprobado que el matrimonio no era de su conveniencia, como tampoco lo había sido de la de Mr. Stanfort; pero al paso que ella experimentaba mucha simpatía respecto de un hombre que había tenido la delicadeza de renunciar a ser un marido, éste conservaba de su ex mujer el recuerdo de una persona inteligente, original, que había llegado a ser absolutamente perfecta al dejar de ser su mujer.

Habíanse ellos separado sin reproches, sin recriminaciones. Mr. Seth Stanfort había ido por su lado; Mrs. Walker lo había hecho por el suyo; un acontecimiento sensacional llevábales a ambos a aquella isla groenlandesa, ¿por qué razón habían de haber afectado no conocerse?

Cambiadas las primeras frases, Mr. Seth Stanfort habíase puesto a la disposición de Arcadia Walker, quien aceptó de muy buen grado los servicios de Seth Stanfort; y ya no se volvió a hablar entre ellos de otra cosa que del fenómeno meteorológico, cuyo desenlace estaba tan próximo.

A medida que iba el tiempo transcurriendo, un enervamiento creciente seguía invadiendo a los curiosos reunidos en aquella remota playa, y más especialmente a los principales interesados, entre los cuales menester era colocar, además de los groenlandeses, a Mr. Dean Forsyth y al doctor Sydney Hudelson, toda vez que ellos continuaban atribuyéndose a sí mismos esta cualidad.

«¡Siempre que caiga efectivamente sobre la isla!», pensaban Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson.

«Y no en el mar...», pensaba el jefe del Gobierno groenlandés.

—Pero no sobre nuestras cabezas —agregaban entre dientes algunos muy miedosos.

Demasiado cerca o demasiado lejos; tales eran, en efecto, los dos únicos puntos importantes.

El 16 y el 17 de agosto transcurrieron sin que hubiese que registrar ningún incidente notable.

Por desgracia, el tiempo comenzaba a ponerse malo y la temperatura a bajar de un modo bastante sensible : tal vez aquel invierno fuese precoz. Las montañas del litoral hallábanse ya cubiertas de nieve, y cuando el viento soplaba de aquel lado, era tan duro, tan penetrante, que se hacía absolutamente preciso ponerse al abrigo de él en los salones de los buques.

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