La chica del tambor (6 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Al principio, en el prolongado silencio que siguió, Alexis no podía distinguir a Schulmann. El sol estaba alto sobre las pardas colinas y entraba directamente por la ventana. El resplandor resultante le hacía difícil a Alexis leer la expresión de su compañero. Alexis movió la cabeza y le miró otra vez. ¿Por qué esa mirada súbitamente turbia y anublada en sus ojos oscuros?, se preguntó. ¿Era realmente el sol lo que había dejado lívido el rostro de Schulmann, que aparecía agrietado y macilento como el de un muerto? Entonces, en ese día lleno de brillantes y a veces dolorosas percepciones, Alexis identificó la pasión que hasta ese momento se le había escapado, aquí en el restaurante, allá abajo en la soñolienta ciudad balnearia con sus acuartelamientos ministeriales irregularmente diseminados: al igual que a ciertos hombres se les ve enamorados, así Schulmann estaba poseído de un hondo y espantoso odio.

Schulmann partió aquella tarde. El resto de su equipo se quedó un par de días más. La fiesta de despedida, con la cual el silesio pretendía fijar las excelentes relaciones tradicionalmente existentes entre los servicios de ambos países -una velada con cerveza clara y salchichas-, fue tranquilamente saboteada por Alexis al señalar que, puesto que el gobierno de Bonn había elegido precisamente ese día para soltar funestas indirectas acerca de un posible futuro acuerdo de armamento con Arabia Saudí, era improbable que sus invitados estuvieran de humor para festejos. Aquélla fue quizá su última actuación efectiva en el cargo. Un mes más tarde, como Schulmann había pronosticado, Alexis fue relegado a Wiesbaden. Un trabajo entre bastidores, en teoría un ascenso, pero que le permitía dar menos rienda suelta a sus caprichos o individualismo. Un periódico poco amable, antaño partidario del doctor, comentó agriamente que lo que para Bonn era una pérdida significaba una victoria para los telespectadores. Su único consuelo, en un momento en que muchos de sus amigos alemanes estaban dejando de pensar en él a marchas forzadas, fue la cálida notita escrita a mano, fechada en Jerusalén, que le saludó a su llegada a su nuevo despacho el primer día de trabajo. Firmada «Suyo, Schulmann», le deseaba toda la suerte del mundo y manifestaba esperar con ilusión su próximo encuentro, fuera privado u oficial. Una irónica posdata insinuaba que tampoco a Schulmann le iban muy bien las cosas: «Como no rinda cuentas pronto, tengo la desagradable sensación de que voy a seguir sus pasos», rezaba. Alexis sonrió y arrojó la tarjeta a un cajón donde cualquiera pudiese leerla, como sin duda sucedería. Sabía perfectamente lo que Schulmann estaba haciendo y le admiraba por ello: estaba poniendo las inocentes bases para su relación futura. Un par de semanas después, cuando el doctor Alexis y su juvenil novia pasaron por el anticlímax de una ceremonia nupcial, fueron las rosas de Schulmann, de entre todos los regalos, lo que le causó mayor alegría y máxima diversión. ¡Si ni siquiera le dije que me iba a casar!, pensó.

Aquellas rosas fueron como la promesa de un nuevo amor, precisamente cuando más falta le hacía.

2

Casi ocho semanas transcurrieron antes de que el hombre a quien el doctor Alexis conoció como Schulmann regresara a Alemania. En ese momento las investigaciones y planificación del equipo de Jerusalén habían dado saltos tan extraordinarios que quienes seguían trabajando con los escombros de Bad Godesberg no habrían reconocido el caso. Si se hubiera tratado de una simple cuestión de castigar a los culpables -si el incidente de Godesberg hubiera sido un caso aislado en vez de tomar parte de una serie concertada-, Schulmann no se habría molestado en tomar cartas en el asunto, pues sus objetivos eran más ambiciosos que la mera punición y estaban íntimamente relacionados con su propia supervivencia profesional. Desde hacía meses, bajo su desasosegada premura, sus equipos habían estado buscando lo que él llamaba una ventana lo bastante ancha como para introducir a alguien por ella y así cazar al enemigo desde el interior de la casa, en lugar de vencer su resistencia desde fuera a base de tanques y fuego de artillería, que era la tendencia imperante en Jerusalén. Gracias a Godesberg, creían haber dado con esa ventana. Mientras los alemanes federales seguían divagando con pistas poco consistentes, los hombres de Schulmann en Jerusalén estaban estableciendo clandestinamente conexiones en lugares tan distanciados como Ankara y Berlín Oriental. Los viejos expertos empezaban a hablar de imagen especular, de rehacer en Europa un esquema conocido en Oriente Medio desde hacía dos años.

Schulmann no fue a Bonn sino a Munich, y ni siquiera como Schulmann. Alexis y su sucesor silesio no se enteraron de su llegada, que era lo que él pretendía. Su nombre, si acaso tenía alguno, era Kurtz, aunque lo usaba tan poco que nadie le habría tenido en cuenta que se olvidara de él de un día para otro, Kurtz, que en alemán suena demasiado corto; Kurtz el del camino más corto, decían algunos; y sus víctimas, Kurtz el de la mecha corta. Otros establecían trabajosas comparaciones con el héroe de Joseph Conrad. Mientras que la cruda verdad era que el apellido procedía de Moravia y era originalmente Kurtz, hasta que un agente de policía británico de la época del mandato, muy sabio él, le había añadido una «t», y Kurtz, que a listo no le ganaba nadie, decidió quedarse con aquella pequeña daga puntiaguda clavada en su identidad y dejarla allí como si fuera un acicate.

Llegó a Munich procedente de Tel Aviv vía Estambul, cambiando dos veces de pasaporte y tres veces de planes. Anteriormente había estado una semana en Londres, pero manteniendo particularmente un papel de extremo retiro. En todas estas escalas había estado poniendo las cosas en orden y comprobando resultados, reuniendo ayuda, convenciendo a gente, dándoles pretextos y verdades a medias, avasallando a los más reacios con su extraordinaria energía y la pura fuerza y alcance de sus planes previos, aun cuando a veces se repetía u olvidaba haber dado ya ciertas instrucciones sin importancia. Vivimos muy poco tiempo, gustaba de decir con un guiño, y estamos muertos demasiado tiempo. Eso era lo más cercano a una disculpa que solía pronunciar, y su solución personal era renunciar al sueño. En Jerusalén solían decir que Kurtz dormía tan aprisa como trabajaba. Kurtz, le explicaban a uno, era el amo y señor de la agresiva maniobra europea. Kurtz abría camino allí donde no lo había, Kurtz hacía florecer el desierto. Kurtz trapicheaba como nadie y mentía incluso en sus oraciones, pero gracias a Kurtz los judíos habían disfrutado de mejor suerte que en los últimos dos mil años.

No es que se le quisiera exactamente sin excepción; era demasiado polémico, demasiado complejo, hecho de demasiadas almas y colores. En ciertos aspectos, a decir verdad, su relación con sus superiores -y en particular con su jefe, Misha Gavron- era más la de un intruso tolerado sólo a regañadientes que la de un igual de confianza. Kurtz no tenía cargo que ejercer, aunque misteriosamente tampoco lo pretendía. La base de su poder era siempre cambiante y se tambaleaba en función de quién fuera la última persona a la que hubiera insultado en su búsqueda de la fidelidad al expediente. Kurtz no era un
sabra;
carecía del trasfondo elitista de los kibbutzim, las universidades y los regimientos selectos que, para su consternación, nutrían cada vez más la restringida aristocracia de su ramo. Era como un pez fuera del agua frente a sus polígrafos, sus ordenadores y su fe ilimitada en las estrategias de poder, en la psicología aplicada al estilo americano. Kurtz amaba la diáspora y hacía de ello su especialidad en un momento en que muchos israelíes estaban renovando con ardor y timidez su identidad de orientales. Pero era frente a las dificultades donde mejor medraba Kurtz, y él estaba habituado al rechazo. Si era preciso, sabía pelear en todos los frentes a la vez, y lo que no conseguía a las buenas lo conseguía a las malas. Por amor a Israel. Por la paz. Por la moderación. Y por ejercer tozudamente su derecho a dar un golpe de efecto y sobrevivir.

En qué fase de la cacería se le había ocurrido ese plan, probablemente no lo sabía ni el mismo Kurtz. La idea empezó muy dentro de sí, como un impulso de rebeldía a la espera de una causa, y luego brotó de él casi antes de que se diera cuenta. ¿Acaso se lo inventó al confirmarse la marca de fábrica del terrorista?, ¿o cuando estaba comiendo pasta en lo alto de Cecilian Heights, contemplando Godesberg a sus pies, y empezó a darse cuenta de que Alexis podía ser una magnífica pieza que cobrar? Antes. Mucho antes. Hay que hacerlo, había dicho a todo el mundo al salir de una sesión particularmente latosa del comité directivo de Gavron, aquella primavera. Si no cazamos al enemigo desde dentro de su propio campamento, los payasos de la Knesset y del Ministerio de Defensa son capaces de hacer trizas la civilización entera para dar con él. Algunos de sus investigadores juraban que la cosa se remontaba más atrás aún, y que doce meses antes Gavron había prohibido un plan muy similar. Qué más da. Lo cierto es que los preparativos para la operación estaban ya en marcha antes de que nadie hubiera dado realmente con la pista del chico, aun cuando Kurtz procuraba asiduamente apartar cualquier posible insinuación de esos preparativos de la aviesa mirada de Misha Gavron y falsificar sus archivos para engañarle. Gavron significa «tahúr» en polaco. Ningún otro individuo podría haber tenido aspecto más siniestro y dado gritos más desabridos.

Buscad al chico, dijo Kurtz a su equipo de Jerusalén, al partir para sus tenebrosos viajes. Son un chico y su sombra. Encontrad al chico, que la sombra vendrá después, tranquilos. Lo inculcó hasta que sus hombres juraron que le odiaban; era capaz de aplicar tanta presión como de soportarla. Telefoneaba desde cualquier parte a las horas más intempestivas tan sólo para mantener noche y día su presencia entre ellos. ¿Aún no le habéis encontrado? ¿Cómo es que ese chico anda suelto por ahí? Pero camuflando sus preguntas de manera que Gavron
el Tahúr,
por más que tuviera noticia de ellas, no pudiera comprender su significado, pues Kurtz estaba aplazando su último asalto contra Gavron para el último y más favorable momento. Canceló los permisos, abolió el Sabbath e hizo uso de sus magros ahorros en lugar de pasar prematuramente cuentas con la contabilidad oficial. Sacó a muchos reservistas de sus confortables sinecuras académicas y les ordenó volver a sus antiguos empleos, sin paga, a fin de apresurar la búsqueda. Buscad al chico. El mismo nos mostrará el camino. Un buen día, como de la nada, se sacó un nombre en clave para el chico: Yanuka, que en arameo es un término cariñoso para decir «chaval» (literalmente, un lactante crecidito). Conseguidme a Yanuka y yo les entregaré en bandeja a esos payeses todo el aparato.

Pero a Gavron ni una palabra. Esperad. Al Tahúr, nada.

En toda su querida diáspora, cuando no en Jerusalén, su repertorio de partidarios era aterrador. Sólo en Londres, pasaba sin apenas mover un dedo de venerables tratantes de arte a pretendidos magnates cinematográficos, de pequeñas patronas del East End a comerciantes de prendas de vestir, sospechosos comerciantes de coches usados o importantes compañías de la City. Se le vio asimismo repetidas veces en el teatro, una de ellas fuera de la ciudad, pero siempre para ver el mismo espectáculo. Se llevaba con él a un diplomático israelí que desempeñaba un cargo cultural, aunque no era de cultura de lo que hablaban. En Camden Town comió dos veces en un restaurante de carretera regentado por un grupo de indios goaneses; en Frognal, a poco más de tres kilómetros al noroeste, estuvo inspeccionando una apartada mansión victoriana llamada El Acre y afirmó que era perfecta para sus necesidades. Pero, sólo estoy especulando, les dijo a sus serviciales arrendadores; no habrá trato a menos que nuestro negocio nos traiga a estas tierras. Ellos aceptaron esta condición. Le aceptaban todo. Estaban orgullosos de ser llamados a filas, y servir a Israel les llenaba de gozo, aunque ello significaba mudarse durante unos meses a su casa de Marlow. ¿Acaso no tenía un apartamento en Jerusalén que utilizaban para visitar a los amigos y la familia por Pascua, tras un par de semanas de sol y mar en Eliat? ¿Y acaso no habían pensado seriamente en irse a vivir definitivamente allí, aunque esperarían a que sus hijos pasaran la edad militar y la tasa de inflación se estabilizara un poco? Por otra parte, también podían quedarse en Hampstead. O en Marlow. Entretanto harían cuanto Kurtz les pidiera y mandarían dinero sin esperar nada a cambio, y sin decir una palabra a nadie.

En las embajadas, consulados y legaciones de su variado trayecto, Kurtz se mantuvo al corriente de las luchas y acontecimientos en Israel, y de los avances de su pueblo en otras partes del globo. En los viajes en avión revisó su conocimiento de la literatura revolucionaria radical de todas las tendencias; el macilento socio, cuyo verdadero nombre era Shimen Litvak, llevaba en su maleta una selección de ese material y le urgía a leerlo en los momentos más inapropiados. En la línea dura tenía a Fanon, Guevara y Marighella; en la blanda a Debray, Sartre y Marcuse; para no hablar de otros espíritus más gentiles que básicamente escribían sobre las atrocidades de la educación en la sociedad de consumo, los horrores de la religión y las trabas que la infancia capitalista imponía fatalmente al desarrollo del individuo. Una vez de vuelta en Jerusalén y Tel Aviv, donde no eran desconocidos semejantes debates, Kurtz se mostró de lo más sigiloso, hablando con los agentes de su caso, evitando a sus rivales y metiéndose de lleno en los exhaustivos perfiles personales reunidos a partir de antiguos archivos y ahora prudente y meticulosamente puestos al día y agrandados. Un día se enteró de una casa de Disraeli Street número 11, que estaba disponible por un alquiler bajo, y para mayor intimidad ordenó a todos aquellos que trabajaban en el caso levantar silenciosamente el campamento y trasladarse allí.

–He oído que nos dejas -comentó escépticamente Misha Gavron al día siguiente, cuando ambos coincidieron en una conferencia no relacionada con el caso; Gavron
el Tahúr
se barruntaba ya alguna cosa, aun cuando no supiera por dónde iban los tiros.

Pero no había forma de sonsacar a Kurtz. De momento no. Se acogió a la autonomía de los departamentos operacionales y puso a todo una férrea sonrisa.

El número 11 era una bonita villa de construcción árabe, no muy amplia pero fresca, con un limonero en el jardín principal y alrededor de doscientos gatos, a los que los agentes femeninos sobrealimentaban absurdamente. El sitio acabó siendo inevitablemente llamado el «burdel»
[1]
y dio nueva cohesión al equipo, garantizado, mediante la proximidad mutua de los agentes ocupados en el trabajo de mesa, que no habría grietas desafortunadas entre los campos especializados, ni tampoco filtraciones. Elevó asimismo el estatus de la operación, cosa que para Kurtz era crucial.

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