S
í, también nosotros estábamos en la Arcadia, cada uno en la suya particular. Por ejemplo, la de Jean-Jacques, mi marido, consistía en pasar varios días con sus correspondientes noches (y no es metáfora) ante los tapetes de juego rodeado de bellas señoritas que alababan su osadía en las apuestas y el sutil filo de su lengua. Su anglofilia tan
á la mode
le hizo incluso copiar una nueva costumbre recién importada de Londres. Por lo visto, allí, un tal lord Sandwich acababa de inventar una forma de comer muy apropiada para los que no deseaban levantarse innecesariamente de las mesas de juego. Se trataba de un modo de emparedar carnes o viandas frías entre dos trozos de pan que resultaba bastante sabroso. Las partidas de cartas eran entonces inacabables y el invento triunfó de forma inmediata también en París, donde todos, empezando por la propia María Antonieta, eran jugadores infatigables. Todavía se recordaba, por ejemplo, cómo la soberana, con ocasión de uno de sus cumpleaños, había empezado una partida de
lansquenet
la noche del 30 de octubre, y cómo ésta continuó todo el día 31 hasta acabar a las tres de la madrugada del día de Todos los Santos, cuando el Rey, cuya paciencia con su esposa era casi infinita, irrumpió en la habitación protestando que eran todos «una pandilla de inútiles». Ignoro cuántos emparedados al estilo lord Sandwich habrían ingerido en esos tres días aquellos «inútiles» de los que hablaba el Rey, pero a juzgar por los que teníamos que preparar todas las noches en casa, apuesto a que una montaña de ellos.
Yo, por mi parte, tenía dos maneras de disfrutar de la Arcadia; una, privada; la otra, pública. La privada comenzaba cada mañana al decidir, por ejemplo, en qué parte de mi rostro pegaría un lunar. Y es que dominar los códigos de los
grains de beauté
era entonces todo un arte. Un lunar junto al ojo derecho, por ejemplo, significaba voluptuosidad; junto al izquierdo, premura; junto a la boca, «me atrevo»; junto a la nariz, «desconfío»... Se trataba, naturalmente, de deliciosos pasatiempos secretos con los que comunicarme con mis admiradores y, sobre todo, con mis dos amantes, Alexandre y Félix. Mi forma pública de vivir en la Arcadia, por su parte, consistía en pasear, ir al teatro y organizar diversas y muy concurridas meriendas campestres en Fontenay-aux-Roses del brazo un día de uno, otro día del otro y muchos días de los dos, puesto que los celos estaban considerados indignos de las clases privilegiadas y por tanto ambos se llevaban admirablemente.
No había cumplido yo los quince años y ya tenía dos amores. Nada demasiado escandaloso para la época, en realidad. Las crónicas pacatas de tiempos posteriores, queriendo sin duda hacerme un favor, dirían que tomé la resolución de ser infiel a mi marido sólo cuando Jean, en un deliberado insulto hacia mí, instaló a su última concubina en una de nuestras casas. Aseguran que aquello supuso un golpe demasiado fuerte, si no para mi condición de esposa enamorada, sí al menos para mi orgullo. No es verdad. Si nuestra unión naufragó fue por otras razones que ya explicaré más adelante. Baste decir por el momento que nuestro matrimonio no se diferenciaba demasiado de otros tantos de entonces, en los que la amalgama que los mantenía unidos era mucho más sólida que el amor y la ternura. Me refiero a la conveniencia mutua. En nuestro caso, Jean-Jacques buscaba en mí belleza que adornara sus salones y una buena dote que hiciera lo propio con sus arcas. Yo, por mi parte, buscaba independencia, y también, por qué no, la tranquilidad de una vida desahogada y respetable que me permitiera aturdirme y no pensar en cosas tristes.
Por eso debo decir también que es completamente falsa otra de las calumnias que corrieron por París en las postrimerías de aquel año de 1788, me refiero a una que llegó a publicarse en ciertas revistas vocingleras de la época a las que me vi obligada a escribir para defender mi inocencia. La «noticia» de la que hablo informaba de que nuestro primer hijo, cuyo nacimiento estaba previsto para mayo, tenía por padre a Alexandre Lameth. Nada más lejos de la verdad. En el nunca explicitado código moral de aquella época sin moral, nosotras, las mujeres casadas, nos cuidábamos muy mucho de que los hijos, o al menos el primogénito, fueran de sus padres legales.
Sin embargo, si las costumbres de la época eran tan laxas y convenientes para las mujeres de cierta clase, ¿cómo es posible –podría algún curioso lector preguntarse– que fuera yo víctima de calumnias, de los dimes y diretes en los pasquines insidiosos? Supongo que mi condición de extranjera y de
parvenue
, es decir, de advenediza según la opinión de muchos, fue una de las causas. Sin embargo, la principal era otra. Los pasquines, que por aquel entonces se dedicaban primordialmente a acusar de adúltera y lesbiana a la reina María Antonieta, necesitaban rellenar el resto de las páginas con otras calumnias y mentiras. Y esta práctica, lejos de menguar, no hizo sino acrecentarse cuando a la fiebre por la vida ajena se unió otra aún más virulenta y letal: la fiebre revolucionaria.
La fiebre revolucionaria... Para entender bien lo que habría de significar en la historia del mundo el crucial año que ahora alumbraba, el de 1789, voy a seguir los sabios consejos del señor Moratín. Como él decía siempre, para ver el rumbo que toman los acontecimientos es necesario mirar hacia atrás. Debo, sin embargo, señalar que lo que voy a contar a continuación –me refiero a los primeros síntomas del gran cambio que se avecinaba– no fue algo que llegara a inquietarme o siquiera interesarme mientras lo estaba viviendo, puesto que por aquel entonces prácticamente nada noté. Y la falta de visión no sólo fue mía. Se ha comentado muchas veces cómo, en su diario privado, el buen rey Luis escribió en la página que corresponde al 14 de julio de 1789, día de la toma de la Bastilla, una sola palabra:
rien
, o lo que es lo mismo, nada. Para disculpar en parte tan increíble ceguera hay que señalar que el Rey, en su diario, apuntaba datos relacionados, sobre todo, con sus actividades como cazador, y que
rien
se refiere a que ese día no cobró pieza alguna. Pero aun así, valga la anécdota como metáfora del modo en que muy a menudo viven las personas los hechos históricos más relevantes. Ocurre con frecuencia que sólo mucho después alcanza a verse la trascendencia de lo que en su momento se ha vivido como
rien
.
Y ahora sigamos un poco más los consejos del señor Moratín para ver cómo se estaban formando los negros nubarrones que pronto estallarían en tan singular tormenta. Miremos hacia atrás para conocer cómo se llegó al 14 de julio de 1789. Lo que voy a contar a continuación está tomado de escritos de diversos autores más inteligentes y sin duda mucho más sabios que yo.
A menudo se ha señalado que la Revolución francesa se debió no a la falta de voluntad de cambio de la monarquía, sino precisamente a la errática forma en la que se intentó llevarlo a cabo. Como la Historia gusta tanto de las ironías, por no decir de las carcajadas sarcásticas, se da el caso de que el último y más triste representante del despotismo ilustrado, Luis XVI, puede apuntarse en su haber los siguientes logros avanzadísimos para su tiempo: diez años antes de la Revolución suprimió los vestigios de la figura del siervo y varias restricciones respecto de los judíos. También abolió la tortura y mejoró las condiciones de vida en la armada y en el ejército. Para esas fechas, además, el uso que el Rey hacía de las llamadas
lettres de cachet
(prerrogativas reales por las que el Rey podía enviar a alguien a prisión sin ser juzgado) era casi nulo. No obstante, y para su desgracia, a finales de la década de los ochenta lo que Luis XVI intentaba hacer ya no contaba con las simpatías de nadie. Y es que con sus reformas lo único que logró fue enojar tanto a los inmovilistas, por intentar llevarlas a cabo, como a los partidarios del cambio, por no hacerlo como ellos deseaban. A todo este malestar habían contribuido, y no poco, otros factores importantes: una aguda crisis financiera y algunos datos nuevos en la historia de Francia. Se da el caso de que, antes de 1780, la ausencia de hambrunas y ciertos avances en la medicina y en la higiene hicieron crecer notablemente la población. Esto permitió que aumentara el número de jornaleros, pero no así la cantidad de tierra cultivable, que continuaba siendo la misma y estaba en manos de los terratenientes de siempre. El resultado es que, en 1789, los campesinos estaban mucho peor que en 1730: habían crecido en número, pero la mayoría eran jornaleros sin trabajo. La corona, por su parte, era incapaz de solucionar dichos conflictos puesto que no contaba ya con la ayuda de los nobles, ya que éstos preferían ahora apoyar al Parlamento (donde ellos hacían las leyes) antes que al Rey. Si a esto unimos la desigual y muy injusta forma de recaudar impuestos y el impacto que en la forma de pensar de la burguesía y la aristocracia francesa tuvo la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos, tenemos ya todos los ingredientes necesarios para formar un muy revolucionario pastel. Porque es importante señalar que la guerra librada por los patriotas americanos y que culminó con su independencia de Inglaterra en 1776 tuvo dos consecuencias directas sobre los acontecimientos en Francia una década más tarde. La primera, ideológica; la segunda, financiera. Francia apoyó desde el principio con todo entusiasmo y mucho dinero a los americanos. Y lo hizo no sólo porque las ansias de libertad de éstos y sus deseos de crear una nueva sociedad en un mundo nuevo contuvieran todos los ingredientes románticos que la sociedad francesa de entonces admiraba, sino, sobre todo, por una vieja e inveterada rivalidad con los ingleses. La segunda consecuencia del apoyo de Francia a la independencia de los Estados Unidos iba a ser menos romántica y desde luego mucho más cara. Dada la mala situación que atravesaba el país, financiar una guerra encubierta con Inglaterra no podía más que resultar ruinosa. Por eso, las voces airadas que se elevaban contra María Antonieta llamándola «Madame Déficit» debido a sus dispendios y excentricidades habrían estado sin duda mucho más justificadas de alzarse contra los gastos bélicos que generó dicha contienda y que fueron enormes.
Dice un refrán castellano que «a perro flaco todo son pulgas», y yo siempre he sido gran entusiasta de los refranes de mi tierra. Si a toda la situación que he descrito agregamos ahora un período de vacas flacas –o peor aún, las siete plagas de Egipto–, ya tenemos el panorama completo de lo que estaba ocurriendo el año anterior a la Revolución. Sucedió que, en julio de 1788, una gran tormenta de granizo azotó gran parte del centro de Francia. Se cuenta que las piedras de hielo eran tan monstruosas que mataban en su caída a liebres y perdices. Quedaron arrasados los viñedos de Alsacia, de Burdeos y del Loira; arruinados también los campos de Orleáns, los frutales de Calvados y los olivos y naranjos del Midi. Lo mismo ocurrió en Beaucé, cerca de París. A esto siguió una gran sequía y, a continuación, un invierno de tal severidad como no se había conocido desde 1709, cuando el vino de Burdeos llegó a helarse en la copa del buen rey Luis XIV Algo muy parecido ocurrió en 1788: se hablaba de pájaros congelados en sus ramas y de lobos hambrientos que entraban en los pueblos en busca de comida. En el campo, los ya empobrecidos campesinos se vieron obligados a hervir cortezas de los árboles para subsistir. Las publicaciones de la época hablaban de ríos congelados y de olas del mar heladas en crestas que parecían dientes del mismísimo demonio. En enero de ese mismo año, el señor Mirabeau describió la región de Provenza como visitada por el ángel de la muerte. «Todos los azotes posibles han caído sobre nosotros –decía–. Allí donde voy, veo hombres muertos de frío y de hambre».
Y aún no habían de terminar las plagas, puesto que el deshielo trajo a su vez nuevas penurias. A mediados de enero, el Loira comenzó a crecer anegando las tierras y los campos. El hambre se instaló entonces en toda Francia, puesto que la calamidad alcanzó a toda la población como en un efecto dominó. Y con la penuria vino la sospecha. Se decía que los aristócratas, y en concreto los allegados a María Antonieta, estaban acaparando trigo para especular con él a costa de los más pobres. Crecía el malestar y, aunque a principios de 1789 la enorme mayoría de los franceses veía aún a Luis XVI como el padre-rey que les ayudaría a salir de la penuria, eran cada vez más numerosas las voces que se alzaban gritando que algo había que hacer.
Y se hizo, o al menos se intentó. «A grandes males, grandes remedios», debió de decir el Rey, puesto que, en enero de ese mismo año, convocó los llamados Estados Generales. Con este nombre se denominaba antiguamente a la reunión en asamblea de los tres estados del reino: la aristocracia, el clero y el Tercer Estado o pueblo llano. Dicha asamblea no se convocaba más que en momentos de especial urgencia y no se había reunido desde 1614, cuando la minoría de edad de Luis XIII aconsejó hacerlo. Hay que decir que, ya en aquella lejana ocasión, la Asamblea demostró su mayor debilidad: la incapacidad de los tres estamentos para ponerse de acuerdo. Aun así, y a pesar de sus inconvenientes, en 1789 la situación política y económica era tan apurada que se decidió reunir a los tres estados. Lamentablemente, los sucesos revolucionarios posteriores fueron tan dramáticos que han logrado hacer olvidar la magnitud del experimento que tendría lugar en Francia desde la convocatoria de los Estados Generales hasta el mes de mayo de 1789, cuando éstos abrieron sus puertas. Durante ese tiempo, en una acción sin precedentes en Francia y también en el mundo, los representantes de los tres estamentos confeccionaron cincuenta mil
cahiers
u hojas de petición con propuestas sobre cómo y qué había que modificar para mejorar las viejas estructuras del país. Un ejercicio de voluntad popular completamente desconocido hasta entonces en la Historia.