–Con esto podemos hacer bailar a media ciudad al son que se nos antoje —dijo Efrén Castells—. Aquí no queda títere con cabeza.
Esa misma tarde se personaron los dos en el despacho de Arnau Puncella y le dijeron: Misión cumplida. Le mostraron la documentación requisada a don Alexandre Canals i Formiga y Arnau Puncella le echó un vistazo y no pudo reprimir un silbido de apreciación: Aquí no queda títere con cabeza, comentó. Al oír esta expresión, que era la misma que había usado él, Efrén Castells soltó la carcajada. Arnau Puncella hizo como que reparaba entonces en la presencia del gigante, a quien había fingido no ver. Dirigiéndose a Onofre le preguntó quién era aquel sujeto: con este gesto trataba de reafirmar su autoridad a los ojos de todos los presentes. Onofre Bouvila le respondió con suavidad que el gigante se llamaba Efrén Castells. Es mi amigo y mi brazo derecho, dijo. Fue él quien mató a Joan Sicart. Al oír esta revelación Arnau Puncella, alias Margarito, se echó a temblar, porque comprendió que algo malo estaba a punto de pasarle. Si no les importa que yo sepa este dato es porque me van a matar, pensó. Mientras pensaba esto Efrén Castells lo levantó del sillón cogiéndolo por las axilas; lo llevaba en vilo por el despacho, como si se tratara de un bebé y no de un adulto. Él agitaba las piernas en vano.
–¿A qué viene esta broma? – gritaba. Pero veía claramente que aquello no era una broma; entonces preguntó con voz atiplada, apenas audible—: ¿A dónde me lleváis?
–Adonde te mereces —le dijo Onofre Bouvila—. Tú lo maquinaste todo para causar mi ruina: querías que me mataran los hombres de Sicart, y yo devuelvo siempre favor con favor.
Abrió el balcón y el gigante de Calella arrojó a Arnau Puncella por encima de la barandilla. En aquel mismo balcón don Humbert Figa i Morera había estado meditando sobre el sentido de la vida unos días antes. Ahora la puerta de su despacho se abrió de par en par y entraron allí Onofre Bouvila y Efrén Castells. Venían a darle cuenta del éxito de la operación, le dijeron. La banda de Canals i Formiga había sido desarticulada; sus lugartenientes, Sicart y Boix, habían muerto, el propio Canals había muerto también; todos sus papeles habían sido encontrados y obraban en ese momento mismo en poder de Onofre Bouvila; las bajas sufridas en la contienda habían sido mínimas: cuatro muertos y media docena de heridos en total. A esto había que añadir la pérdida lamentable de Arnau Puncella, que acababa de sufrir un accidente inexplicable. Don Humbert Figa i Morera no supo qué hacer ni qué decir; él no había pensado que el plan urdido por Arnau Puncella pudiera dar resultados tan sangrientos. Ahora la sangre de muchos hombres le manchaba la conciencia. Acababa de oír el grito desgarrador de Arnau Puncella y comprendió que a partir de entonces las cosas iban a ser muy distintas de como habían sido antes. En fin, suspiró para sus adentros; la cosa ya no tiene remedio y habré de acostumbrarme. Por el momento se trata de salir con vida de esta entrevista, pensó. En voz alta pidió algunos datos adicionales sin importancia, más por ganar tiempo que por otra razón; Onofre se los fue dando escuetamente, aunque sabía que don Humbert no escuchaba lo que le decía. Con esta muestra de deferencia trataba de demostrar que sus intenciones no eran malas, que seguía dispuesto a continuar a las órdenes de aquél. Odón Mostaza y sus hombres admiraban y querían a don Humbert y nunca se habrían dejado arrastrar a la traición, ni siquiera por Onofre Bouvila. Éste, que lo sabía, no pensaba intentar una maniobra en aquel sentido. Por fin don humbert lo entendió así y ambos hablaron largamente. Don Humbert estaba sumido en un mar de dudas. La ciudad entera me pertenece, pero no estoy preparado para asumir de golpe tanto poder, se decía, sobre todo cuando acabo de perder a mi colaborador más fiel, cuyo cuerpo yace aún despatarrado ahí abajo, ante mis propios ojos, ¿qué voy a hacer? Onofre Bouvila salió al paso de estas dudas: él lo tenía todo pensado precisamente. Sin altivez, pero con un aplomo impropio de su edad y su jerarquía, que don Humbert tuvo que soportar por fuerza, le dijo que había que hacerse cargo de la organización del difunto, pero no integrándola en la nuestra, puntualizó. Decía
la nuestra
con desfachatez deliberada. Don Humbert le habría azotado de buena gana con un vergajo que tenía siempre a mano, pero le disuadía de hacer tal cosa el temor que le inspiraba Onofre y la presencia amenazadora de Efrén Castells en el despacho. Por otra parte, lo que le decía aquel muchacho presuntuoso estaba muy puesto en razón, pensó. Es cierto que no conviene confundir las cosas, pensó: yo soy yo y Canals, a quien Dios tenga en su gloria, era Canals. El problema estribaba ahora, muerto Arnau Puncella, en saber a quién se podía poner al frente de los asuntos de Canals. Onofre Bouvila dijo que tenía a la persona idónea para eso. Don Humbert Figa i Morera no ocultó su perplejidad. No será Odón Mostaza o ese matón que tienes aquí, le dijo. Onofre Bouvila no se ofendió. No, no, qué va, respondió, cada uno vale para lo que vale. La persona que yo digo tiene talento para estas cosas y es de una fidelidad a toda prueba, dijo. Precisamente ahora aguarda en la antesala; con su permiso, me gustaría hacerla pasar y que usted la conociera, dijo. Obtenido este permiso introdujo en el despacho al señor Braulio. La noción de haber matado a un ser humano con sus propias manos le tenía tan obsesionado que no lograba pensar a derechas; ya no conseguía como antes mantener separadas las dos facetas de su personalidad: tan pronto hablaba con el comedimiento viril del fondista que había sido como sacaba del bolsillo unas castañuelas y se arrancaba por peteneras.
–Soy persona de extremos —le dijo a don Humbert cuando hubieron sido presentados—. Cuando se me pasa la cachondez sólo pienso en el suicidio. Esta vez, por suerte, la cosa no fue grave, pero la anterior, no veas cómo me puse: perdida de sangre.
Don Humbert Figa i Morera se rascaba la nuca discretamente, sin saber qué pintaba semejante espantajo en un asunto de tanta envergadura.
Al llegar el verano nuevamente las aguas habían vuelto a su cauce: nadie se acordaba ya de los tiroteos y las batallas campales que unos meses atrás habían tenido a la ciudad en vilo. Aunque al principio torcieron el gesto, todos fueron aceptando poco a poco al señor Braulio en el lugar de Canals i Formiga; aquél obraba siempre con tacto exquisito, era muy conservador, no se extralimitaba en sus actuaciones y llevaba las cuentas con mucha exactitud. Onofre Bouvila le había prohibido que volviera a las andadas: nada de ir a hacer el mamarracho al barrio de la Carbonera, le dijo; ahora somos gente respetable; si necesita un desahogo o quiere un poco de jarana, la paga y se la trae a casa, que para eso ganamos una pasta gansa. Pero de puertas afuera, seriedad, le dijo. El señor Braulio se instaló en un piso principal de la ronda de San Pablo; en el entresuelo tenía las oficinas. Algunas noches los vecinos oían canciones provenientes del piso, rasguear de guitarras, ruidos de refriega y muebles rotos. Luego acudía a las reuniones con los prohombres de Barcelona con la frente vendada, un ojo amoratado, etcétera. Lo único que le carcomía las entrañas era pensar que su hija Delfina seguía en la cárcel. Ahora él tenía poder para hacer que la pusieran en libertad; se especializaba precisamente en conseguir este tipo de favores, ésta era la base de sus negocios, pero Onofre Bouvila también se lo había prohibido terminantemente. Aún no podemos permitirnos una cosa así, le decía; este tipo de maniobra daría que hablar, removería el pasado; ya habrá tiempo de ocuparse de Delfina más adelante, cuando estemos más afianzados. El pobre ex fondista adoraba a su hija, pero obedecía a Onofre por debilidad. En secreto le hacía llegar a la celda lotes de comida y confituras y también ropa de cama y lencería de la mejor calidad. Delfina, sin una palabra de agradecimiento le devolvía la ropa desgarrada con los dientes y sin estrenar. Con el señor Braulio trabajaba ahora Odón Mostaza en sustitución del difunto Joan Sicart. No poseía las dotes de mando ni el talento de éste pero se hacía querer de su gente. Como era hombre de enorme atractivo físico, el señor Braulio bebía los vientos por él. En el puesto que había pertenecido a Odón Mostaza, Onofre Bouvila se había puesto a sí mismo. También desempeñaba las funciones que antaño realizaba Arnau Puncella. A todos estos arreglos de Humbert Figa i Morera daba su bendición. Vivía feliz, en el mejor de los mundos: se había encontrado sin proponérselo en el pináculo de la vida secreta de Barcelona, convertido en el factótum de las trapisondas. Nunca había soñado con llegar tan lejos. Era un hombre contradictorio: una mezcla sabiamente dosificada de agudeza y memez, histrionismo calculado e inocencia genuina; acometía las empresas más arduas con tanta ignorancia e imprevisión como gallardía; en consecuencia casi todo le salía a pedir de boca; luego se arrogaba todos los méritos. Era muy confiado y todavía más vanidoso: sólo vivía para ser visto. Por más apremiantes que fueran los asuntos que tenía entre manos nunca dejaba de acudir al mediodía al paseo de Gracia hecho un figurín y montado en su famosa yegua torda. Esta jaca jerezana, por la que había pagado una fortuna, estaba enseñada: podía y solía recorrer todo el tramo del paseo que va de la calle Caspe a la calle Valencia caracoleando entre los tílburis. Esta exhibición no siempre acababa bien: la jaca era muy débil de remos; todos los días en algún momento del paseo se venía de bruces y el jinete rodaba por los suelos. Se levantaban ambos prestamente: la jaca relinchando y él sacudiendo de la levita los residuos de bosta que se le habían adherido allí; un pillete se precipitaba desde la acera entre las ruedas de los carruajes y las patas de los caballos a recoger la chistera y la fusta del suelo, se las daba a don Humbert cuando éste ya había recuperado su puesto en la silla. Él, impertérrito, gratificaba la devoción del pillete con una moneda que hacía centellear al sol del mediodía: así convertía el accidente en una ceremonia de vasallaje. La alta burguesía lo interpretaba precisamente de este modo; como carecía por completo de sentido del humor le tributaba el homenaje de sus mejores sonrisas: esto, decían todos, es ser un gran señor. Él, como era tonto, se creía que estas muestras de deferencia equivalían a la aceptación. Nada menos cierto: como la alta burguesía carecía de la heráldica compleja y rigurosa de la aristocracia, tenía que ser más rígida en la práctica; admiraba el dinero de don Humbert Figa i Morera y sobre todo su forma de gastarlo, pero lo consideraba personalmente un trepador y un advenedizo; a la hora de la verdad nunca lo tomaba nadie en consideración. A él esto le pasaba inadvertido: su vanidad, como toda vanidad auténtica, no tenía propósito, era un fin en sí: no pretendía con el lucimiento robustecer su prestigio ni menos aún seducir al público femenino, entre el que gozaba, sin él saberlo, de gran predicamento: todas las señoras casadas y no pocas doncellas en edad de merecer suspiraban al verlo pasar. Tampoco en esto se fijaba. En su vida privada las cosas no le iban mejor: su mujer, que se consideraba el colmo de la belleza, la inteligencia y la distinción, creía que todo era poco para ella y juzgaba haber hecho una mala boda al casarse con él; lo trataba a zapatazos y la servidumbre, a la vista de este ejemplo, poco menos. Él se sometía a estos vejámenes sin rechistar; nadie lo había visto jamás enojado, parecía vivir en un mundo aparte. Acostumbrado a no ser escuchado por nadie solía deambular por su casa emitiendo sonidos inarticulados, sin esperanza de obtener respuesta, por el mero placer de oír su propia voz. Otras veces le ocurría lo contrario: creía haber dicho lo que sólo había pensado. Esta quiebra total de la comunicación no le hacía mella. El trabajo absorbía sus energías; los éxitos sociales limitados satisfacían su amor propio, y su hija, a la que idolatraba, colmaba su necesidad de querer.
En esa época el veraneo era muy distinto de como hoy lo concebimos. Sólo las familias privilegiadas, a imitación de la familia real, trasladaban su residencia a un paraje elevado, de clima más seco, al empezar los calores; procuraban no alejarse mucho de Barcelona: veraneaban en Sarriá, en Pedralbes, en la Bonanova, hoy barrios de la ciudad. El resto de los ciudadanos combatía el calor con abanicos y botijos de agua fresca. Los baños de mar empezaban a popularizarse entre la gente joven, afrancesada, con el escándalo consiguiente. Como casi nadie sabía nadar el número de ahogados era proporcionalmente alto cada año. Luego los curas en sus sermones aducían esta estadística penosa como prueba de la ira de Dios. Don Humbert Figa i Morera, que había llegado tarde para adquirir residencia de verano en un barrio de solera, hubo de construir la suya en una colonia situada al norte del núcleo urbano, llamada la Budallera. Allí había comprado un terreno desigual cubierto de pinos, castaños y magnolios y había hecho edificar una casita sin pretensiones. Como suele ocurrirles a muchos abogados, en la compra del terreno no había intervenido ninguna precaución. Ahora debía dedicar tiempo, esfuerzo y dinero a resolver problemas prediales que se remontaban a varios siglos atrás. En realidad, había sido objeto de una estafa: el terreno era umbrío, muy húmedo e infestado de mosquitos; el lugar estaba desprestigiado hasta el punto de que sólo tenía por vecinos a unos ermitaños que vivían en cuevas malsanas, se alimentaban de raíces y cortezas de árbol, andaban por el monte enseñando las vergüenzas y habían perdido con los años el uso de la palabra y de la razón. Sólo a un imbécil como tú se le habría ocurrido comprarse una parcela en semejante vertedero, le decía su esposa a diario. Algunos días se lo decía varias veces: a ella le habría gustado ir a tomar los baños a Ocata o a Montgat, codearse con lo más
snob
de la burguesía joven. Pero su esposo, por una vez, había impuesto su criterio.
–Ni tú ni la nena sabéis nadar —había dicho— y se os puede llevar alguna corriente; también he oído decir que en el fondo del mar hay pulpos y lampreas que pican y destrozan a los bañistas ante los ojos horrorizados de sus familiares y amigos.
–Eso les pasará —decía ella— por bañarse desnudos. Exponiendo las carnes despiertan la voracidad de la fauna, que no distingue lo animal de lo humano si no es por la ropa —al decir esto torcía la boca con sarcasmo, como si se alegrase de la desgracia de quienes no sabían vestir como era debido. Estaba segura de que a ella, que seguía llevando miriñaque a repelo de la moda y arrastraba una cola orillada de dos metros y que iba profusamente enjoyada a todas horas, ningún animal se atrevería a hincarle el diente. Su esposo siempre acababa por darle la razón. A esta residencia de verano fue a visitarle Onofre Bouvila el verano de 1891.