–Yo no me quiero casar, mamá. Ni con esa chica, de cuyas cualidades no dudo, ni con ninguna otra. Y tampoco quiero irme a vivir a Barcelona. Yo lo que quiero es quedarme aquí con usted. Aquí, en París, somos felices, ¿verdad, mamá?
A ella le faltó valor para decirle que no, que ella no era feliz por culpa de él, de su presencia precisamente. Esto no tiene nada que ver con lo que hablábamos antes, se limitó a replicar. Ya no tienes edad de vivir pegado a las faldas de tu madre, agregó. Él tuvo entonces un atisbo de la verdad y abrió los brazos en lo que quería ser un gesto de aquiescencia.
–Si es la convivencia conmigo lo que le incomoda -dijo-, puedo irme a vivir a una mansarda de Montparnasse.
Después de mucho porfiar llegaron a un acuerdo: Nicolau Canals i Rataplán haría un viaje a Barcelona, trabaría conocimiento con Margarita Figa i Clarença y sólo entonces, con pleno conocimiento de causa, sería tomada una decisión definitiva. Quedaba en sus manos la opción de volver a París si quería. Esto por parte de ella equivalía a una claudicación, pero no se veía con fuerzas para obligarle a más. Había hecho falta esta crueldad, que ella estimaba necesaria, para que se diera cuenta de lo unida que estaba a su hijo después de todo; ansiaba librarse de él, pero ahora la inminencia de su partida la llenaba de tristeza y volvían a asaltarle los presentimientos más aciagos. Todas estas cosas, mientras tanto, habían llegado a oídos de Onofre Bouvila, que desde su reclusión voluntaria urdía una estrategia para alterar una situación que le era tan desfavorable.
Como primera providencia hizo averiguar el paradero y seguir los pasos de Osorio, el terrateniente de Luzón, y de Garnett, el agente norteamericano de aquél en las Filipinas, a quienes había conocido casualmente en la finca de la Budallera la tarde infausta en que fue a pedir la mano de Margarita Figa i Clarença. Así. supo que el norteamericano se hospedaba en una suite del hotel Colón, que en aquel entonces estaba situado en la plaza Cataluña, junto al paseo de Gracia; que hacía en el hotel todas las comidas y que sólo se aventuraba a salir en un coche cerrado de alquiler que dos veces a la semana, los martes y los jueves, iba a buscarle al hotel y lo depositaba a la puerta de un fumadero de opio situado en Vallcarca. Allí pasaba la noche. Por la mañana el mismo coche de alquiler lo recogía en el fumadero y lo devolvía al hotel. A este fumadero célebre, el último de los que existieron notoriamente en Barcelona, acudían caballeros y no pocas damas de la buena sociedad; allí acudían también modistillas y aprendizas. Aún no se sabía que el opio y sus derivados producían acostumbramiento; su consumo no estaba ni penado ni mal visto. Luego muchas de aquellas jóvenes, para poderse procurar un placer que sus escasos medios no les permitían adquirir con la periodicidad necesaria, caían en la práctica de la prostitución. Generalmente las personas que regentaban fumaderos de opio regentaban también prostíbulos clandestinos en los que era fácil encontrar menores de edad. Garnett mataba el resto del tiempo encerrado en la suite del hotel leyendo las aventuras de Sherlock Holmes, desconocidas todavía en España, pero muy populares ya en Inglaterra y en los Estados Unidos, de donde se las hacía enviar por mediación de American Express. Por su parte, Osorio y Clemente había alquilado un piso en la calle Escudellers. En esta calle, entonces de buen tono, vivía con un criado filipino por toda ayuda y un lulú de Pomerania por toda compañía. Cada mañana oía misa en San Justo y Pastor. Concurría por las tardes a una peña taurina integrada principalmente por militares retirados, como él mismo, altos funcionarios destinados en Barcelona y policías de rango superior. En esta peña se jugaba también al mus. Onofre Bouvila decidió abordar a Garnett.
Fue a verle al hotel y le expuso sus intenciones sin rodeos. Osorio está acabado, le dijo; es viejo y el clima tropical es implacable con los viejos. Si le ocurriese algo grave usted podría maniobrar de tal modo que todas las propiedades de Osorio, que actualmente figuran a su nombre, en lugar de pasar a manos de sus herederos pasaran a las mías, pongamos por caso, le dijo. El norteamericano entornó los párpados. Bebía a pequeños sorbos una mezcla de limonada, ron de caña y agua de seltz.
–Jurídicamente —dijo al fin— el asunto es más complicado de lo que parece.
–Lo sé —dijo Onofre mostrándole un pliego de papeles manuscritos—. Me he procurado copia de los contratos que ustedes suscribieron ante el abogado Figa i Morera.
–Sí, claro —dijo Garnett ojeando los contratos—, habría que contar con la cooperación de don Humbert.
–Yo me ocupo de ello —dijo Onofre.
–Y de Osorio, ¿quién se ocupa? – dijo Garnett.
–También yo —dijo Onofre.
El norteamericano dijo que prefería no seguir hablando de aquel tema. Venga a verme dentro de tres o cuatro días, dijo; tengo que recapacitar. Transcurrido el plazo fijado por Garnett, volvieron a verse. En esta ocasión el norteamericano manifestó sus escrúpulos: Si a Osorio le ocurre algo… ¿cómo dijo usted?…, algo grave, eso es; si le ocurre algo grave, ¿no es fácil que todo tienda a involucrarme a mí en esa desgracia?, dijo. Onofre Bouvila sonrió.
–Si no hubiera planteado usted esta objeción —dijo—, yo mismo habría anulado el acuerdo. Ahora veo que es usted prudente y que ha sopesado bien los detalles del caso. Le voy a contar mi plan.
Cuando hubo acabado de hablar el norteamericano se dio por satisfecho. Ahora, dijo, hablemos de porcentajes. También sobre este punto se pusieron de acuerdo.
–Por supuesto —dijo Onofre Bouvila, al despedirse—, de lo que hemos hablado aquí no queda ni quedará constancia escrita.
–He tratado otras veces con personas como usted —dijo Garnett— y sé que con la mano basta.
Los dos hombres se estrecharon la mano.
–En cuanto al silencio… —dijo Onofre.
–Sé lo que vale dijo Garnett—. No hablaré con nadie.
Entretanto Efrén Castells, por servir a Onofre Bouvila, había vuelto a ejercer a espaldas de su esposa sus dotes de conquistador; así había logrado camelar a una doncella que servía en casa de don Humbert Figa i Morera: por ella sabían todo lo que ocurría de puertas adentro, seguían de cerca el camino tortuoso que conducía a la boda de la hija con Nicolau Canals i Rataplán. Como don Humbert había predicho, la voluntad de la madre se había impuesto sobre los sentimientos de la hija. Margarita trataba de rebelarse, pero poco podía hacer contra las mañas y astucias de su madre. Ésta, en lugar de plantearle las cosas de sopetón, como había hecho su futura consuegra con su hijo, le había ido arrancando concesiones graduales. En este terreno jugaba con ventaja: ella sabía de los amores de Margarita y Onofre, pero su hija, que la creía en la ignorancia de ellos, no se atrevía a oponerlos como causa de su aversión a los planes de aquélla; temía que de hacerlo causaría a Onofre un daño considerable. de modo que a todas las insinuaciones de su madre, que mantenía el equívoco, no podía aducir ninguna razón de peso y había de dar su conformidad. Así accedió primero a que sus padres y la viuda de canals i Formiga entablaran una relación epistolar que se fue convirtiendo poco a poco en una serie de capitulaciones matrimoniales. Luego, comprometida ya por la letra, tuvo que aceptar que se celebrasen esponsales. Paso a paso iba dejando que atornillasen su destino.
–Bah, bah, no vengas ahora con remilgos —le decía su madre cuando ella hacía amago de rehusarse a cualquier cosa—; esto no nos obliga a nada y es deber de cortesía el que lo hagamos.
–Ay, mamá, lo mismo me dijo usted la vez anterior y la anterior y la anterior. Y así, sin hacer nada, como usted dice, estoy ya al borde del altar —dijo ella.
–Simplezas, nena —replicó la madre—. Cualquiera que te oyera pensaría que estamos en la Edad Media. La última palabra la tienes tú, tontina: nadie te va a obligar a que hagas lo que no quieres hacer. Pero no veo motivo alguno para responder ahora con un desplante a todas las atenciones que han tenido con nosotros esa señora encantadora y su hijo, un joven inteligente, honrado y rico.
–Y jorobado.
–Eso no lo digas hasta no haberlo visto: ya sabes lo aficionada que es la gente a exagerar los defectos ajenos. Además, piensa que la belleza física acaba por cansar. En cambio la hermosura del alma… yo qué sé…, supongo que cada día gusta más,!y no me hagas seguir hablando, que todo este trajín me tiene muy fatigada¡ —Se iba por el pasillo haciendo sonar una campanita con que llamaba al servicio, pedía una jofaina con agua y vinagre y unos paños de lino con que aliviarse la frente y las sienes—.!Entre todos acabaréis conmigo. ¡Cuánta ingratitud, Dios mío!
A esto Margarita ya no sabía qué argumentos contraponer. Luego Efrén Castells ponía a Onofre al corriente de estas trifulcas.
–Está bien dijo por fin Onofre Bouvila—, ha llegado el momento de que pasemos a la acción.
La noche del día convenido encontraron la cancela abierta: la doncella se había encargado de sobornar al portero, al jardinero y al guardabosque; los perros llevaban puesto el bozal. Efrén Castells iba cargando con una escalera de mano de cinco metros de altura; cada tres pasos tenía que detenerse a sofocar la risa con el pañuelo. ¿Se puede saber qué demonios te pasa?, preguntó Onofre Bouvila. El gigante de Calella contestó que aquella situación pintoresca le hacía rememorar viejos tiempos: cuando tú y yo andábamos robando relojes y otras cosas en los almacenes de la Exposición Universal, ¿te acuerdas?, dijo. Bah, ¿quién piensa en eso ya?, replicó Onofre: habían pasado once años de aquello y lo que estaban haciendo ahora era una payasada. Los perros, alertados por esta discusión, empezaron a ladrar. En la terraza del primer piso apareció don Humbert envuelto en una bata de seda. ¿Qué ocurre ahí?, preguntó. El portero salió de la garita y se quitó la gorra. No es nada, señor, los perros, que han debido de ver una lechuza. Cuando don Humbert se hubo retirado Onofre y Efrén Castells prosiguieron la marcha. Pues a mí me parece que fue ayer, dijo el gigante. La doncella les aguardaba junto al muro de la casa: contra el fondo de hiedra destacaban el delantal y la cofia. Señaló la ventana y se llevó las manos juntas a la mejilla: por gestos remedó la actitud del que duerme. Efrén Castells apoyó la escalera contra el muro y comprobó el equilibrio y la firmeza. Vosotros esperadme aquí, dijo Onofre; no os mováis de aquí hasta que yo baje. El gigante de Calella sujetó la escalera mientras él subía. Con los años había perdido agilidad, no quiso mirar abajo por si le sobrevenía el vértigo. ¡Diantre!, pensó, a mí también me parece que fue ayer mismo. Un golpe en la cadera le distrajo de estas reflexiones: al pasar había golpeado un travesaño con la culata del revólver. Lo sacó del bolsillo y silbó. Cuando vio que Efrén Castells levantaba la cabeza dejó caer el revólver, que el gigante atrapó al vuelo. Luego acabó de subir hasta la ventana: estaba cerrada; ni el calor ni las consideraciones higiénicas que por aquellas fechas los periódicos propagaban habían conseguido que Margarita durmiera con la ventana abierta. Tuvo que llamar repetidamente hasta que asomó su rostro embotado y perplejo. ¡Onofre!, exclamó, ¡tú! ¿qué significa esta aparición inesperada? Onofre hizo un ademán de impaciencia: Abre la ventana y déjame entrar, dijo; he de hablar contigo. Chistaron desde el suelo el gigante y la doncella: ¡Eh, los de ahí, hablad más bajo!, les conminaron: Con estas voces vais a despertar a todo quisque. Ella entreabrió un palmo la ventana y acercó el rostro a esta rendija: le caía sobre los hombros el pelo suelto; cuyo tono cobrizo contrastaba con la blancura de la piel del cuello; el calor y el sueño habían pegado unos rizos en su frente: no recordaba haberla visto nunca tan bella.
–Déjame entrar —dijo con un deje de ebriedad en la voz. Ella parpadeó con prevención. No puedo hacerlo, dijo en un susurro. Llevaban varios años sin verse, comunicándose sólo por carta; ahora frente a frente les resultaba difícil comunicarse de palabra. Onofre sintió que se le encendía la sangre como aquella tarde en que había roto el espejo con la estatuilla de alabastro—. ¿Es cierto que vas a casarte con un jorobeta? – preguntó en un tono agresivo que a ella le dio miedo: por primera vez comprendió la envergadura de lo que su madre pensaba hacer con ella. ¡Señor mío y Dios mío!, murmuró, ¿qué puedo hacer? No sé cómo evitarlo. Onofre sonrió— Eso déjalo de mi cuenta —dijo—; tú dime sólo si me quieres. Ella juntó las manos, cruzó los dedos y las levantó así sobre la cabeza, como si implorase al cielo; cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, como había hecho años antes, cuando él la había tomado en sus brazos por primera vez. ¡Oh, sí, oh, sí!, dijo con una voz ronca que parecía brotarle de lo hondo del pecho, ¡sí, mi amor, mi vida, mi hombre amado! Él soltó la escalera a la que estaba agarrado y por la estrecha rendija de la ventana entreabierta introdujo los brazos: con los dedos le desgarró el camisón, quedaron al descubierto sus hombros blancos. Estuvo a punto de perder el equilibrio a causa de esta violencia. Ella percibió este peligro y lo cogió de los brazos, tiró de él hacia sí: con la fuerza bruta de la desesperación logró hacerle pasar al vuelo por la ventana; ambos se encontraron sin saber cómo en su alcoba, abrazados; ella sintió su jadeo en los hombros desnudos y se entregó con desmayo pero sin pena. Mientras ambos consumaban aquel amor tanto tiempo refrenado hasta el amanecer, el tren en el que Nicolau Canals i Rataplán se dirigía a Barcelona llegaba a Port-Bou. Allí hicieron apearse a todos los viajeros y cambiar de tren, porque la anchura de las vías no es la misma en Francia y en España. Preguntó cuánto tiempo tardaría la maniobra en ser realizada y el otro tren en partir y le contestaron que media hora, quizá más; decidió caminar por el andén, estirar las piernas y desentumecer así el cuerpo. De París a la frontera había tenido que compartir el coche cama con un individuo que primero dijo ser comerciante y luego agente consular y que le dio la lata primero de palabra y luego con sus ronquidos. De todos modos, se dijo resignado, tampoco habría podido conciliar el sueño. Dejó atrás el edificio de la estación y desembocó en una plataforma desde la que se veía el mar Mediterráneo bañado por la luz rigurosa y sin engaño del amanecer. Pisaba Cataluña después de mucho tiempo y se sintió extraño: de Barcelona sólo guardaba con nitidez la memoria de su padre, de las tardes en que dejando sus asuntos le llevaba a dar vueltas en un tiovivo alumbrado por farolitos de papel, movido por un caballo viejo: un artificio pequeño y mugriento que a él entonces le parecía lo más bonito del mundo y ahora también; contemplando aquel amanecer limpio y preciso pensó que estaba próximo el fin de sus días, que nunca regresaría al París de la bruma y la lluvia que había llegado a querer tanto. Se estremeció primero y luego se encogió de hombros: como era propenso a la hipocondría estaba acostumbrado a estos sentimientos lúgubres y a estos súbitos ataques de tristeza, había aprendido a no darles importancia. Cuando el tren partió el sol estaba ya alto; Efrén Castells miraba hacia la ventana con nerviosismo. Pronto empezará la actividad en la casa, nos descubrirán en la situación más comprometedora del mundo, ¿y qué haremos?, iba pensando. Había pasado la noche de guardia en el jardín, junto a la doncella, y no había podido poner coto a sus impulsos. Es el perfume de los jazmines, había dicho, y la tersura de tu piel. Ahora la doncella lloraba desnuda detrás de un matorral: en su turbación no acertaba ni a ponerse de nuevo el uniforme. Este llanto no era del todo injustificado: de resultas de aquellos desvaríos quedó embarazada y perdió el empleo. Fue a buscar a Efrén Castells y le pidió ayuda; éste, temeroso de que el percance llegase a oídos de su esposa, consultó con Onofre Bouvila. Págale lo que haga falta y dile que se calle, le recomendó éste, y así lo hizo. A su debido tiempo nació un niño. Con los años este muchacho, que había heredado la estatura y fortaleza de su padre, llegó a jugar en el Club de Fútbol Barcelona, fundado precisamente el año mismo en que él fue concebido, junto a Zamora, Samitier y Alcántara. Efrén Castells trató de devolverle a Onofre la pistola que éste le había arrojado desde la escalera, pero él la rechazó. De ahora en adelante, dijo, no pienso llevar armas encima nunca más. Que las lleven otros por mí.