La ciudad de los prodigios (41 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

5

En aquella callejuela se había formado una hilera de automóviles: en los radiadores centelleaba el sol de invierno, por los guardabarros que reflejaban el cielo azul transitaba alguna nube blanca solitaria. Los automóviles avanzaban unos pocos metros y se detenían, permanecían un ratito quietos y volvían a avanzar unos metros más. Al llegar al final de la callejuela doblaban a la derecha. Entraban en otra callejuela más estrecha aún, más oscura, en la que el sol no había entrado nunca. Allí, a escasos metros de la curva se detenían finalmente ante una puerta de hierro sobre la que había un diminuto farol de gas, ahora apagado, pues era mediodía. Allí un portero de levita, sombrero de copa y botonadura dorada abría la puerta del automóvil, se quitaba el sombrero de copa cuando bajaba el ocupante de aquél, doblaba la espalda, cerraba la puerta, volvía a colocarse el sombrero de copa, se llevaba a los labios un silbato y lo hacía sonar. A esta señal el mecánico ponía en marcha el automóvil y el siguiente en la fila ocupaba su lugar ante la puerta. Así sucesivamente. Cuando el automóvil que acababa de partir llegaba al final de esta segunda callejuela, doblaba otra vez a la derecha, como había hecho anteriormente, y tomaba una nueva calleja, ésta muy corta, que desembocaba en una plaza. Allí los automóviles que ya habían pasado ante el portero, que habían depositado ante la puerta a sus ocupantes, esperaban bajo las acacias ser llamados nuevamente por el silbato. Un bodegón situado en una de las esquinas de la plaza había sacado a la acera mesas y sillas y unos parasoles a listas azules, amarillas y rojas. La brisa movía los flecos de los parasoles. Allí se servía cerveza y vino con sifón a los mecánicos y, si éstos querían, también olivas rellenas, boquerones en vinagre, patatas estofadas con pimentón, sardinas en escabeche, etcétera. A medida que se iban acumulando los automóviles en la plaza iba aumentando el número de mecánicos que hacía el aperitivo en aquel bodegón. A las doce y media la plaza estaba repleta de automóviles; ya no cabía uno más. Por suerte, habían llegado todos los que tenían que llegar y sus ocupantes, después de haberse apeado con ayuda del portero ceremonioso habían sido conducidos desde la puerta de hierro a sus asientos por unas señoritas cuyo aspecto por fuerza había de llamarles poderosamente la atención. No porque no fueran jóvenes y tal vez agraciadas. Llevaban unos vestidos rectos, que les caían de los hombros como cilindros sujetos por unos tirantes de cordoncillo, sin resaltar el busto ni la cintura; estos vestidos eran de lentejuelas blancas y acababan uno o dos centímetros por encima de la rodilla; de este modo quedaban al descubierto no sólo los brazos de las señoritas, del hombro a las uñas, sino también las piernas, unas piernas largas, musculosas y nervudas, más propias de un ciclista que de una dama digna de tal nombre. A estas extravagancias se sumaba un maquillaje abigarrado, como a chafarrinones, y una cabellera muy corta y lacia ceñida por una cinta de seda de unos dos centímetros de altura. Los caballeros se hacían cruces. ¿Ha visto usted qué espantajos?, se decían. Con estas fachas yo no sé decir si van o vienen.!Válgame Dios¡ Lo que es hoy en día ya no hay forma de saber si son hombres o mujeres. Si esto sigue así yo me hago del ramo del agua. ¿Qué quiere usted, amigo mío?, son los dictados de la moda. Pues yo sólo le digo esto: que si un día veo a mi hija con estos pingajos del primer bofetón le hago una cara nueva. Esto traerá cola, y si no, al tiempo. Mal empezamos, fue el dictamen. Ahora el marqués de Ut se lamentaba de haber avalado con su prestigio semejante espectáculo, se arrepentía de haberse dejado persuadir por la obstinación de Onofre Bouvila. Ninguno de ambos podía ser visto en aquellos momentos en el salón. Era Efrén Castells quien oficialmente había convocado a los presentes, quien daba la cara. El gigante de Calella gozaba de buena fama entre la gente bien de Barcelona: era sumamente serio en todas sus actividades, prudente en sus iniciativas y en los pagos, puntual y riguroso. Nunca se había visto mezclado en ningún escándalo, ni económico ni de ningún otro tipo. Era tenido por un padre de familia ejemplar; se le conocían devaneos, era proverbial su afición a las faldas y se murmuraban de él proezas en este campo, pero nadie atribuía estas cosas sino a la exuberancia de su naturaleza. Era rumboso sin prodigalidad, lo cual gustaba; hacía obras de beneficencia sin ostentación y se había convertido en un coleccionista de pintura sagaz y respetado por críticos, artistas y negociantes. Ahora ponía en juego este prestigio ante quienes lo sustentaban. No quisiera estar en su pellejo, murmuró el marqués. Onofre Bouvila no le contradijo: ambos espiaban lo que ocurría en el salón desde un palco, detrás de una celosía. El patio de butacas se había llenado casi por completo. Ahora muchos de los asistentes al acto advertían hallarse en la platea de un teatro, al que habían entrado por la puerta trasera, por la entrada de artistas. ¿Qué hacemos aquí?, se preguntaban. ¿Una función privada?, ¿y a mediodía?, ¿qué diablos? Dos focos convergentes iluminaron el escenario. Ante el telón corrido estaba Efrén Castells: en ese lugar preeminente y vestido de chaqué parecía más grande aún de lo que era. Un gracioso empezó a cantar
el gegant del Pi ara balla, ara balla
; fue coreado por toda la concurrencia con grandes risas. Esto va a ser una cuchufleta sin fin, masculló el marqués desde su puesto de observación; si yo estuviera en su lugar, ya me habría muerto del sofoco. Onofre Bouvila sonrió: Tiene la piel más dura de lo que te figuras, dijo. Lo recordaba pidiendo a voces el crecepelo mágico que vendía él mismo. Luego le daba una peseta por su colaboración. Ahora es lo mismo, pensaba; siempre es lo mismo. Gracias a ese vozarrón impuso silencio sin dificultad cuando vio que se habían cansado de cantar; ya no sabían cómo seguir la broma y estaban dispuestos a escucharle.

–!Queridos amigos¡ —empezó diciendo—. Permitidme que os tutee; soy un hombre sencillo, ya me conocéis: no hay uno solo entre vosotros que no pueda decir esto de mí: en sus tratos siempre antepuso la amistad al ánimo de lucro. No os he convocado para pediros dinero —ahora todos se miraban entre sí con recelo. Onofre Bouvila le guiñó el ojo al marqués: Ya te dije que sabría lidiar este toro, le dijo. Lo importante es que lo sepa matar de la primera estocada, respondió el marqués—. Tampoco quiero haceros perder vuestro tiempo valioso con palabrería hueca. No soy elocuente y siempre he preferido usar con vosotros el lenguaje llano y práctico de la sinceridad. Sólo os pido un rato de atención. Os voy a enseñar algo que no habéis visto nunca antes de hoy.!Algo que no habéis visto nunca antes de hoy¡ —repitió para sofocar los chistes que esta frase de doble sentido había suscitado en el auditorio—. Pero esto que vais a ver en breve por primera vez lo veréis luego miles y cientos y docenas de veces. – ¿En qué líos se mete?, dijo el marqués. Los números no son su fuerte, dijo Bouvila; tú déjale a su aire—. Hoy vais a tener el privilegio de esta exclusiva: ya sabéis lo que esto significa en el mundo del comercio, no hace falta que me deis las gracias. Y ya no os digo más: ahora se apagarán las luces. No tengáis miedo, que no pasa nada; que nadie se mueva de su asiento. Yo volveré a salir luego y os explicaré de qué va el asunto. Gracias por vuestra atención.

Al retirarse del escenario el telón se iba corriendo también accionado por un motor eléctrico. Cuando acabó de descorrerse se vio que la boca del escenario había sido tapada por una pantalla enorme y sin junturas visibles, hecha de un material que no parecía metal ni tela, sino una mezcla de ambas cosas, como asbesto. Luego las luces se apagaron, como había anunciado Efrén Castells, y se oyó el ronroneo de una máquina y un piano, que alguien tocaba detrás de la pantalla.

–!Maldición¡ —exclamó una voz entre el público—.!Nos van a echar una película¡

Con esta admonición sembró el pánico. Si es la del perro, me largo, gritó alguien. Las voces ahogaban el sonido del piano. En la pantalla habían empezado a distinguirse las primeras imágenes. La escena que mostraban había sido captada aparentemente en una morada de condición humilde, poco menos que una choza desvencijada a la luz contrastada de una bujía. Adosada a la pared del fondo de esta habitación había un camastro estrecho y revuelto; en el centro, una mesa y cuatro sillas; sobre la mesa, una caja de costura, ovillos, carretes, tijeras y retales. El conjunto sugería al espectador una vida de privaciones y sordidez. Esto provocó gran hilaridad en la concurrencia. Sentada a la mesa, de espaldas a los espectadores había ahora una mujer vestida de negro. Aparentemente se trataba de una mujer de mediana edad, algo entrada en carnes. Los hombros de esta mujer se agitaban, una serie de convulsiones sacudían su corpachón, la cabeza desgreñada de la mujer oscilaba; con esto quería transmitir al público sensación de sufrimiento. Alguien gritó:!Qué le den tila¡ Esta ocurrencia desencadenó una carcajada general. Dios nos ampare, musitó el marqués. Calma, dijo Onofre Bouvila secamente. En la pantalla la mujer levantaba los brazos hacia el techo de la choza, hacía amago de levantarse y volvía a derrumbarse en la silla, como si le fallasen las articulaciones o le flaquease el ánimo o se conjugasen ambos problemas a un tiempo. En la platea la risa iba en aumento; no había gesto de la mujer que no acrecentase sin causa alguna la risa de todos los presentes. Efrén Castells irrumpió en el palco celado en que se hallaban Onofre Bouvila y el marqués de Ut; aun en la oscuridad reinante se podían distinguir sus ojos desorbitados.

–!Onofre, por lo que más quieras —gimió—, di que corten ahora mismo la proyección¡

–Al que haga esto lo mando fusilar —dijo Bouvila con los dientes apretados.

–¿Pero que no ves cómo ríen los condenados? – dijo el gigante. Como a la mujer de la película, también a él los sollozos le sacudían el corpachón. Onofre se agarró a las solapas del chaqué de efrén Castells, lo zarandeaba en la medida que se lo permitían sus fuerzas dispares. ¿Desde cuándo has perdido el valor?, le espetó en la cara.!Calla y espera¡ Entonces se dieron cuenta de que las risas menguaban. Acudieron a la celosía y dirigieron una mirada ansiosa a la pantalla: ahora la mujer conturbada se había levantado por fin de la silla, se había vuelto; su cara llenaba la pantalla. El público había enmudecido en efecto: como Efrén Castells acababa de anunciar, ahora estaba viendo por primera vez lo que durante varios años el mundo entero vería a todas horas en todas partes: el rostro apenado de Honesta Labroux.

Físicamente no podía ser menos agraciada. En aquel momento en que se eclipsaba el encanto de la real moza, hiperbólica y sinuosa y empezaba la moda de la jovencita andrógina, estrecha y sincopada, ella aportaba un cuerpo rotundo, pesado y algo hombruno, unas facciones vulgares, unos gestos afectados y unas expresiones relamidas, unas carantoñas melifluas. Su atuendo era ramplón. Todo en ella era chabacano y de mal tono. Sin embargo entre 1919 y 1923, cuando se retiró del cine, raro era el día en que los periódicos no reprodujeron su fotografía, en que no se hablase de ella; todas las revistas ilustradas pregonaban reportajes (que ella nunca autorizó) y entrevistas (que no concedió a nadie) para multiplicar sus ventas. En los veinte kilogramos de correspondencia que recibía diariamente había declaraciones de amor y proposiciones matrimoniales; también súplicas desgarradoras, amenazas macabras, obscenidades revulsivas, juramentos de suicidio de no obtener el remitente tal o cual favor, maldiciones, Injurias, chantajes, etcétera. Para eludir el asedio de admiradores y psicópatas cambiaba de domicilio con frecuencia, no asistía nunca a un lugar público; en realidad, nadie que no formara parte de su medio podía vanagloriarse de haberla visto, sino en la pantalla. Corría el rumor de que la tenían encerrada, sometida a vigilancia estrechísima las veinticuatro horas del día, que sólo la dejaban salir a la calle para ir a rodar al estudio, de madrugada, maniatada y amordazada y con un saco sobre la cabeza, para que ni ella siquiera pudiera saber a ciencia cierta dónde vivía ni cuáles eran sus pasos. Es el precio de la fama, decían. Esta aura de misterio que la envolvía, el secreto que rodeaba su identidad verdadera y su pasado contribuían a hacer más verosímiles las veintidós películas de largometraje que protagonizó durante su carrera breve y fulgurante. De estas películas sólo nos han llegado retazos en muy mal estado. Al parecer, todas eran idénticas a la primera. Esto, lejos de retraer al público, le agradaba; cualquier variante era recibida inmediatamente en la sala con muestras de enojo, a veces con violencia material. Si alguna evolución hubo en su filmografía, ésta consistió en un descenso gradual a las simas de la sensiblería. Pésima actriz, boqueó, cabeceó y gesticuló del modo más deleznable mientras Marco Antonio perdía por su culpa la batalla de Accio y un áspid que parecía un calcetín se aprestaba a emponzoñar su pechuga aparatosa; mientras su amante moría de tuberculosis y unos chinos taimadísimos echaban adormidera en su copa con objeto de venderla al harén de un sultán afeminado y saltimbanqui; mientras un marido alcohólico y jugador le zurraba con el cinturón tras anunciarle que había apostado y perdido su honra en el tapete verde; mientras un gaucho le revelaba en el momento mismo de ser ahorcado que su madre era ella y no la mujer malvada por cuya causa había salido del convento. En estas películas todos los hombres eran crueles, todas las mujeres, insensibles, todos los sacerdotes, fanáticos, todos los médicos, sádicos y todos los jueces, implacables. Ella a todos perdonaba en sus agonías melosas e inacabables.

–¿Pero a quién le pueden interesar estas tonterías? – había dicho el marqués de Ut cuando les hubo leído el esquema argumental de aquel primer largometraje que luego sus estudios repitieron hasta la náusea. Se había encerrado en su despacho y allí había trabajado él solo días y noches. Lo había concebido todo: las situaciones, las escenas, los decorados, los vestuarios, no se le había pasado por alto ningún detalle. Transcurridos varios días, su mujer quiso saber que hacía, fue al despacho y encontró la puerta cerrada. Alarmada tocó la puerta: Onofre, soy yo; ¿te encuentras bien?, ¿por qué no me contestas? Como sólo le respondía el silencio había empezado a golpear la puerta con los puños, frenéticamente; ahora acudían allí los criados, alertados por la barahúnda. Viéndose rodeada por la servidumbre gritó:!Onofre, abre o haré que echen la puerta abajo¡ Ante esta amenaza se oyó su voz tranquila: Tengo un revólver en la mano y dispararé contra el primero que vuelva a importunarme, les dijo a todos. Pero, Onofre, insistió ella aun sabiendo que él bien podía cumplir lo que anunciaba, llevas dos días sin comer ni beber. Tengo todo lo que me hace falta, dijo él. Una doncella pidió permiso para hablar con la señora; éste le fue concedido y ella dijo haber llevado al despacho por orden del señor provisiones y agua para dos semanas. También dijo haber llevado algunas mudas y todos los orinales de que disponía en aquel momento el cacharrero del barrio. El señor le había dicho que no dijera nada a nadie de aquello, que no quería ser molestado por ningún concepto. Ella se mordió los labios y se limitó a decir: Debiste haberme informado antes. En la voz de la doncella había creído percibir un retintín; ahora creía leer un atisbo de desafío en sus ojos negros. No tendrá más de quince o dieciséis años, pensó, y ya me trata como si yo fuera la criada y ella la señora. Vivía convencida de que todo el mundo se burlaba de ella, a sus espaldas y en la cara también. No hay duda de que me la pega con ésta, pensó. Seguro que ella huele a ajo y a requesón y que a él esto le gusta; prefiere estos olores a los perfumes franceses y a las sales de baño que uso diariamente. Seguro que se meten en la cama y se tapan la cabeza con la sábana para embriagarse con el olor corporal que desprenden después de haber estado traqueteando como dos locomotoras. Lo harán varias veces, como la noche aquella en que entró en mi cuarto por la ventana, escalando la pared de casa de papá. Seguro que él se lo ha contado, habrá profanado el secreto de aquella primera noche contándoselo a todas las que ha tenido luego. Con esta historia se habrán reído a mi costa de lo lindo hasta la madrugada. Debería ponerla en la calle sin contemplaciones, pensó, pero no se atrevía a llevar a cabo esta idea. Ella se lo tomará como una afrenta, pensaba, comprenderá el motivo verdadero del despido y me insultará delante de los demás criados; pensará: de perdidos al río, me pondrá como un trapo, me dirá el nombre del puerco, se lo contará todo al servicio y yo seré el hazmerreír. Luego se lo dirá a él; él no me desautorizará, pero le pondrá un piso e irá todas las tardes a verla; con cualquier pretexto se quedará a pasar la noche entera con ella; luego dirá que ha tenido que quedarse en vela trabajando, como ha hecho tantas veces. Al pensar así no se daba cuenta de que esta misma cobardía era lo primero que le había hecho perder su amor. Esta misma doncella fue a decirle al cabo de dos semanas de ocurrido lo que antecede que el señor estaba saliendo de su encierro. Estaba merendando con su hija mayor y con la modista cuando entró la doncella con la noticia. Ya se había olvidado de sus celos y de la inquina y pensó al verla: Esta chica es de una gran lealtad, habrá que hacer algo para recompensarla. Con esta actitud incoherente quería mostrar a todos que no era mezquina, sino magnánima. Su hija y la modista también eran pesos pesados. Ahora los tres hipopótamos se apresuraban por los pasillos. Cuando llegaron ante la puerta del despacho él acababa de salir. En aquellos quince días no se había lavado ni peinado ni afeitado; había dormido muy pocas horas y apenas había tocado la comida. Tampoco se había cambiado de ropa. Estaba demacrado y se movía con inseguridad, como si acabara de despertar de un sueño profundo y conmovedor o volviera de un trance. Del despacho salía un hedor insoportable. Este hedor corría ahora por los pasillos como un alma en pena, asustando a las criadas.

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