La ciudad de los prodigios (50 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

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En realidad todos obraron con acierto. La furcia corrió a buscar al chófer apenas se hubo vestido y éste, temeroso de la responsabilidad en que podría incurrir si el suceso terminaba mal, fue a su vez en busca de Efrén Castells. Cuando ambos se personaron en la casa de tolerancia las pupilas y sus chulos habían conseguido ponerle mal que bien la ropa que traía; no habían conseguido en cambio hacerle beber un trago de coñac por más que habían forcejeado con el mango de una cuchara. Efrén Castells repartió gratificaciones; incluso el sereno y el vigilante, que estaban presentes, recibieron su parte; todos quedaron contentos y juraron guardar silencio. Daban las cuatro cuando lo metieron en la cama y avisaron a su esposa. Ella estuvo a la altura de las circunstancias, se comportó como una dama: aceptó secamente las explicaciones improvisadas e inverosímiles que Efrén Castells le daba torpemente y puso en movimiento a todo el servicio. De resultas de ello al cabo de unas horas la mansión era un hervidero: allí habían acudido médicos especialistas y enfermeras y también en previsión de un desenlace fatal abogados y notarios con sus pasantes y agentes de cambio y bolsa y registradores de la propiedad y funcionarios de la delegación de Hacienda, cónsules y agregados comerciales, hampones y políticos (que trataban de pasar inadvertidos), periodistas y corresponsales y muchos sacerdotes provistos de lo necesario para administrar los sacramentos del caso: la confesión, la eucaristía y la extremaunción. Esta muchedumbre vagaba ahora por el jardín y por la casa, entraba en todas las dependencias, fisgaba en los armarios, abría los cajones, revolvía los enseres, manoseaba las obras de arte y dañaba algunos objetos sin querer o queriendo; los reporteros gráficos instalaban los trípodes y las cámaras en mitad de los salones, herían los ojos de todos con los fogonazos de las lámparas de magnesio y malgastaban las placas en hacer unos retratos cuyo significado se perdía al revelarlas. Los criados se dejaban sobornar y revelaban secretos reales o imaginarios al mejor postor. No faltaban embaucadores que se hacían pasar por amigos de la familia o por colaboradores estrechos del enfermo; de estas personas los periodistas y negociantes bisoños obtenían mediante pago la información más distorsionada y confusa. De resultas de ello la bolsa bajó en casi todos los mercados. De estas cosas él no se enteraba o se enteraba vagamente: a consecuencia de la medicación recibida parecía estar suspendido en el aire: no le dolía nada ni sentía su propio cuerpo, salvo por el frío persistente en las extremidades. Si no fuera por este frío estaría mejor que nunca, pensaba. Algo de este bienestar le devolvía a una infancia anterior a sus recuerdos más antiguos. Había perdido la noción del tiempo: a pesar de su inmovilidad absoluta las horas no se le hacían largas ni le pesaba la inactividad. Las personas que entraban y salían de la habitación, los médicos que lo examinaban sin cesar, las enfermeras que le administraban medicamentos, alimento y calmantes, que le ponían inyecciones y le sacaban sangre y atendían sus necesidades que ya no controlaba y lo lavaban y perfumaban, las visitas periódicas de su esposa, que pasaba llorando junto al lecho los momentos escasos que le dejaban a solas con él, la irrupción de quienes por medio de algún artificio habían conseguido penetrar hasta su alcoba para pedirle un favor póstumo, para instarle a que pusiera su alma en paz con Dios, para preguntarle un dato esencial sobre una empresa o una operación comercial de cierta envergadura o quizá para oír de sus labios a modo de testamento la clave de su éxito le parecían figuras ficticias, personajes escapados de un grabado infantil, que ahora se movían en unos pocos planos fijos del espacio que le rodeaba con los cuales se confundían. Los murmullos y susurros y el ronroneo de voces y pasos que le llegaba a través de los tabiques, que aumentaba cuando se abría una puerta y se acallaba al cerrarse esa misma puerta también le desconcertaban: no podía establecer una distinción clara entre sonidos, olores, formas y sensaciones: unos y otras se prestaban a interpretaciones complicadas y no siempre inequívocas o coherentes. El tacto de la mano de un médico o una enfermera, el olor a quina, la blancura de una bata, un rostro inquisitivo cerca del suyo podían formar un todo cuyo sentido le costaba desentrañar. ¿Qué significa esto?, se decía, ¿qué hacen estas cosas heterogéneas a mi lado?, ¿por qué están aquí? Y su fantasía desencadenada al contacto con estos estímulos le transportaba un rato vertiginosamente por un espacio sin límites y lo depositaba luego en la orilla de algún momento perdido de su pasado, que en aquel punto revivía con una precisión tal que su visión le resultaba turbadora y dolorosa. Luego todo esto se desvanecía lentamente como el humo de los cigarrillos en el aire caldeado de un salón y sólo quedaba en su conciencia el terror que le inspiraba la certeza de la muerte. En estas ocasiones quería ofrecer lo que fuera a cambio de seguir viviendo un poco más y de cualquier modo; sabía que en aquel trance no valía ninguna transacción y esto le desesperaba. ¿Cómo es posible que no pueda hacer absolutamente nada para evitar una cosa tan horrible?, se decía. Convencido de que su vida estaba a punto de extinguirse como se extingue una luz al pulsar un interruptor y de que él iba a desaparecer en cualquier momento para siempre y sin remedio rompía a llorar con la desesperación de un recién nacido; de esto nadie se daba cuenta, porque su fisonomía permanecía inalterable, sólo expresaba serenidad y entereza.

Tampoco faltaban ocasiones en que estos vértigos, remembranzas y terrores dejaban paso a visiones irreales y placenteras. En una de estas visiones creyó encontrarse en un lugar incierto alumbrado por una claridad monótona, como de mediodía nublado. Estando allí sin saber con qué fin vio venir hacia él un individuo que ya de lejos creyó reconocer. Cuando lo tuvo más cerca celebró la circunstancia que había hecho posible este reencuentro. Padre, dijo, cuánto tiempo sin vernos. El americano sonrió: físicamente había cambiado poco desde el día aquel en que regresó de Cuba con el traje de dril, el panamá y la jaula del mono, salvo que ahora llevaba una barba larga y bien cuidada. Y esa barba, padre, ¿a qué se debe?, le preguntó. El americano se encogió de hombros. No sé, hijo, parecía querer indicar con este gesto. Luego abrió la boca, movió los labios lentamente, como si fuera a decir algo, pero se quedó así, sin proferir ningún sonido. Onofre contenía la respiración; esperaba que su padre le revelara en cualquier momento algo trascendental. Pero su padre seguía mudo; al final cerró la boca y volvió a sonreír: ahora su sonrisa estaba teñida de melancolía. Quizá sea esto en realidad estar muerto, pensó Onofre con un estremecimiento, esta inmutabilidad; cuando se está muerto ya no se va a ninguna parte verdaderamente, pensó, todo es permanecer; donde no hay cambio no hay dolor, pero tampoco alegría, si algo tiene la muerte es la ausencia completa de alegría, sólo esta ignorancia embarazosa que ahora veo escrita en el rostro de mi padre. Él está realmente muerto, eso se ve sin ningún género de dudas, siguió pensando, por eso su compañía, que al principio me pareció tan agradable ahora sólo sirve para llenarme de tristeza; todo esto indica que yo no estoy muerto, se dijo luego, o no pensaría como lo estoy haciendo. Pero tampoco debo de estar vivo, o no habría tenido esta visión. No hay duda, estoy en un estado transitorio, con un pie a cada lado de la línea divisoria, como se dice en el mundo que estoy a punto de dejar. Qué no daría yo por volver a vivir, pensaba; no pido empezar de nuevo: eso es imposible y por otra parte es seguro que volvería a vivir como he vivido. No, yo sólo pido seguir viviendo, con eso ya me conformo. Ay, si volviera a vivir lo vería todo con ojos distintos.

5

–No sé si es acertado dejar que usted la vea -dijo la monja-. Quiero decir dejar que ella lo vea a usted.

–Entonces, ¿usted sabe quién soy? – preguntó.

La monja frunció los labios; no disminuyó por esta razón la frialdad con que estudiaba a su interlocutor. En esta frialdad no había trazas de animadversión: sólo curiosidad y cautela por partes iguales.

–Todo el mundo sabe quién es usted, señor Bouvila -dijo en voz muy baja, casi con coquetería. Cada una de sus facciones revelaba una cualidad de su carácter: desprendimiento, dulzura, paciencia, fortaleza, etcétera; su cara entera era un emblema-. La pobre ha sufrido mucho -añadió cambiando de tono-. Ahora pasa la mayor parte del tiempo tranquila; sólo recae de cuando en cuando y aun eso por pocos días. En estas ocasiones vuelve a creerse una reina y una santa. Onofre Bouvila movió la cabeza en señal de asentimiento: Estoy al corriente de la situación, dijo. En realidad se había enterado hacía muy poco. Durante los meses inacabables de convalecencia, durante el período en que su vida arrancada
in extremis
de las garras de la muerte parecía sustentada precariamente por una tela de araña le habían ocultado la verdad: cualquier trastorno puede serle fatal, habían dicho los médicos. Pero no pudieron evitar que acabara enterándose indirectamente. Un día de otoño en que combatía el tedio hojeando revistas en un extremo del salón, junto al ventanal cerrado, con las piernas cubiertas por una manta de alpaca, leyó la noticia de la boda. Al principio le pasó por alto su significado: casi todo le pasaba por alto desde hacía tiempo. Una doncella retiró las revistas que había dejado caer al suelo y corrió las cortinas para que el sol de tarde que empezaba a entrar a través de los cristales no le diera en la cara. Cuando la doncella se hubo ido apoyó la mejilla en el antimacasar: estaba recién planchado y aún conservaba el olor a albahaca fresca. Así se dejó invadir por la somnolencia. Por primera vez en su vida ahora dormía muchas horas; cualquier actividad sencilla le fatigaba; por fortuna estos sueños eran siempre placenteros. Esta vez, sin embargo, se despertó sobresaltado. No sabía cuánto rato había dormido, pero a juzgar por la posición de la línea que dibujaba el sol en las losas de mármol, poco. Durante unos minutos estuvo tratando de identificar la razón de su inquietud: ¿Es algo que he leído en las revistas?, se preguntaba. Hizo sonar la campanilla que siempre tenía al lado: la doncella y la enfermera acudieron con expresión asustada. No me pasa nada, coño, les dijo irritado ante esta muestra oficiosa de solicitud; sólo quiero que me traigan las revistas que estaba leyendo hace un rato. Mientras la doncella iba en busca de las revistas la enfermera le tomó el pulso: era una mujer enjuta y avinagrada. Con estos viragos me castiga mi mujer, le decía a Efrén Castells cuando éste iba a visitarle. ¿Qué quieres?, replicaba el gigante con severidad, ¿un pimpollo y que te vuelva a dar un síncope? Miraba a todas partes para cerciorarse de que nadie les oía y agregaba: Si te hubieras visto como te vi yo cuando fui a recogerte al prostíbulo no dirías estas cosas. Bah, deje de mirar si estoy vivo o muerto y límpieme las gafas con esa gasa que le asoma por el bolsillo, rezongó retirando la mano. La enfermera y él se miraron un instante con aire de desafío. A esto he llegado, pensó: a pelearme con solteronas. Luego ordenó que descorrieran las cortinas y le dejaran en paz. Febrilmente buscó la noticia de la boda. Soy muy feliz, había declarado la estrella al corresponsal de la revista. James y yo viviremos la mayor parte del año en Escocia; allí James tenía un castillo. James era un aristócrata inglés apuesto y adinerado. Se habían conocido a bordo de un transatlántico de lujo; sí, había sido amor a primera vista, confesaron ambos luego; durante unos meses prefirieron mantener el noviazgo en secreto para eludir el acoso de la prensa; durante estos meses él le enviaba todos los días una orquídea a su habitación: esto era lo primero que ella veía al abrir los ojos. La boda tendría lugar antes del invierno en un lugar que no querían revelar; luego nos espera una larga luna de miel por países exóticos, puntualizaba. Soy muy feliz, repetía. Con tal motivo anunciaba su retirada definitiva del cine.

–¿Dónde está? – le preguntó a bocajarro aquella misma tarde a Efrén Castells. El gigante se quedó desconcertado.

–Está todo lo bien que se puede estar, créeme -le dijo-. El sitio es muy agradable; no parece un sanatorio -luego, sintiéndose acusado implícitamente por el silencio hosco de su amigo, se defendió montando en cólera-. No me mires con esta cara, Onofre, por lo que más quieras: tú habrías hecho lo mismo, ¿qué otra salida nos quedaba? Desde el principio sabías tú mejor que nadie que esta aventura tenía que acabar así, la cosa viene de antiguo -le contó cómo las cosas habían ido de mal en peor desde el traspaso de los estudios cinematográficos. Pronto comprendieron que Honesta Labroux no estaba dispuesta a acatar órdenes de nadie, salvo de él; pero él se había ido para no volver. Ahora una película que antes se rodaba en cuatro o cinco días exigía varias semanas de rodaje: los problemas se multiplicaban. Al final había intentado matar a Zuckermann. Un día en que él la había tratado con más crueldad que de ordinario ella sacó una pistola del bolso y disparó contra el director. La pistola era una antigualla, sabe Dios de dónde la habría sacado; le había estallado en la mano: de puro milagro no le voló su propia cabeza. Después de este incidente todos convinieron en que no había más remedio que encerrarla. Onofre asintió sombríamente. Desaparecida Honesta Labroux la industria cinematográfica que él había creado empezó a declinar. Probaron otras actrices, pero todas fracasaron; ahora las películas resultaban difíciles de amortizar donde antes habían rendido beneficios enormes. El público prefería sin lugar a dudas las películas que llegaban de los estados Unidos; el propio Efrén Castells hablaba con entusiasmo de Mary Pickford y de Charles Chaplin. Ya habían decidido cerrar los estudios, liquidar la sociedad y dedicarse a la importación de películas extranjeras. Deja que ellos se rompan la mollera y arriesguen el dinero, dijo Efrén Castells. Onofre Bouvila se subió la manta de alpaca hasta el pecho y se encogió de hombros: todo le daba igual.

–Venga -dijo la monja súbitamente. Había estado cavilando y esta decisión era el resultado de sus cavilaciones: de su forma de hablar se desprendía que estaba acostumbrada a tratar con personas cuya comprensión no precisaba. Siguiendo a la monja desembocó en una sala de regulares dimensiones; estaba amueblada con sencillez y parecía limpia y confortable, pero rezumaba olor a enfermedad y decadencia. Por la ventana entraba la claridad delicada de un mediodía de invierno. En la sala hacía bastante frío. Tres hombres de edad indefinida jugaban a las cartas en torno a una mesa camilla; dos de estos hombres llevaban boina y los tres llevaban bufandas arrolladas al cuello. En otra mesa adosada a la pared y cubierta de un mantel azul que colgaba hasta tocar el suelo había un nacimiento: las montañas eran de corcho; el río era de papel de estaño; la vegetación eran unas placas de musgo; las figuritas de barro no guardaban mucha proporción entre sí. Al lado de la mesa había un piano vertical cubierto por una funda de lona.

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