La conquista del aire (6 page)

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Authors: Belén Gopegui

—¿Puedo preguntarte si Guillermo también es de izquierdas?

—Al principio era una especie de apátrida que vivía cada año en un país diferente; ahora está cerca de ser un hombre tranquilo.

Manuel se quedó callado, dudando, pensó Marta, entre solidarizarse con la conciencia de bicho raro que, a su modo, él también debía padecer, o seguir preguntando. Hizo lo segundo y acertó en el tema que Marta llevaba menos preparado.

—Pero Carlos sí seguirá siendo de izquierdas, supongo. Desde luego, déjame ser cruel, se ha ganado el derecho a no vivir bien. Por lo menos, a tenor de su cuenta de resultados. ¿En qué falla su empresa?

Marta no lo sabía. Sólo sabía, dijo, que no le importaba. Conocía a Carlos hacía dieciséis años y todo ese tiempo servía para que Carlos le mereciera, le hizo gracia su propia expresión, crédito.

Manuel no dejó pasar el juego de palabras.

—Eso ya lo veo —dijo—. Tiene por lo menos un crédito gratuito de cuatro millones. La duda que habrás tenido, imagino, es hasta dónde estarías dispuesta a llegar sin preguntarle nada, a cuánto asciende su crédito en total.

—No lo he calculado —dijo Marta—. Digamos que la amistad es lo contrario de un dogma. Yo creo en Carlos precisamente porque sé que puedo hacerle todas las preguntas.

Luego confirmó los recuerdos de Manuel. Sí, Carlos había estudiado física y al acabar se había quedado con una beca en la facultad, pero después surgió un problema de plazas y terminó marchándose a una multinacional de la industria electrónica.

—Hasta que, un buen día —ironizó Manuel—, decidió convertirse en el empresario rojo.

Marta asintió sonriendo. Recordaba la fiesta de inauguración de Jard. Habían roto una botella de cerveza contra la puerta. Habían bebido vodka en vasos grandes y oído las historias que contaba Alberto, venido de Edimburgo en esos días para poder ir a la inauguración. Habían evocado tiempos pasados, mejores y peores. Lucas, el socio de Carlos, entonó espirituales negros con la voz ronca. Ainhoa tocó en la guitarra canciones melancólicas de campamento y todos la acompañaron. Habían bailado, reído y, a lo largo de la noche, le habían hecho infinitas bromas a un Carlos silencioso, sonriente, que llevaba puesta en el jersey una estrella de cinco puntas roja y negra; un Carlos que miraba hacia todos lados y parecía feliz.

Pero a Manuel no le contó nada de eso; no le contó la práctica, sólo la teoría. Le dijo que para Carlos la industria era una militancia: no una afición, ni una inversión, ni una necesidad. Era el fruto de un convencimiento partidario: la lucha por lo que debe ser se decide en relación a lo que es y, por tanto, producir lo que es forma parte de la lucha. Al decirlo, Marta no pudo evitar cierta dureza en su voz, como si para defender a Carlos, pero también, se dijo, para defenderse a sí misma y defender su confusa posición en el ministerio, necesitara poner en evidencia la imposible neutralidad profesional de Manuel Soto. Quiso luego suavizar esa dureza y le contó que Carlos tenía su propia cosmología, según la cual las dimensiones en donde transcurría la existencia no eran espacio y tiempo sino materia y tiempo. En vez de cruzar el espacio y el tiempo y poner al hombre encima, Carlos cruzaba sus huesos y sus músculos, el suelo de la calle, las paredes de Jard y los objetos producidos con el tiempo.

—Bonito —dijo Manuel—. Pero a mí me recuerda a los libreros que, muerto Franco, se dedicaron a montar librerías con el dinero de sus amigos o de sus padres, creyéndose que, como a ellos les gustaba la literatura, su librería iba a funcionar. Casi todos cerraron.

Marta se dio cuenta de que las demás mesas, excepto una, se habían quedado vacías.

—¿Qué es lo que vende, perdón, lo que fabrica Carlos? —preguntó Manuel.

—Fuentes de alimentación, equipos para que la energía eléctrica llegue a algunos aparatos a los voltajes adecuados.

—Muy sexual —dijo Manuel.

—O muy leninista.

—¿Ah, sí?, no lo había pensado. —Manuel cogió una de las tejas de almendra que les habían traído con el café.

Marta llegó a casa a las dos de la mañana. Al principio pensó que Guillermo se hacía el dormido. Pasado un rato su respiración irregular y sus ronquidos la convencieron. No le despertó. «Tú siempre fuiste del sector jacobino», le había dicho Manuel Soto la otra vez. Y ahora ¿en qué consistía pertenecer a ese sector? Marta se tapó la cabeza con la almohada. ¿En no votar? ¿O en votar a un partido que no se avergonzara de su origen marxista? ¿En que sus padres le hubieran regalado un Lada en lugar de un Honda Civic? ¿En comprar ropa en otras tiendas, o a veces en las mismas que la gente de derechas pero eligiendo modelos más discretos? ¿En conservar un rastro de mala conciencia cuando, pudiendo ir en metro, decidía coger un taxi? Ser de izquierdas, entre su gente, se había convertido en un ritual estético. Tanto ella como sus amigos mantenían buenas relaciones con la propiedad, con los pisos de sus padres que un día heredarían, con la casa que tarde o temprano iban a comprar; todos vendían a los mismos postores, a empresarios públicos o privados, su refinada fuerza de trabajo; todos se veían bien en el lugar que ocupaban. Aunque había algo aún más significativo: todos se habían situado en el presente de manera tal que no les fuese difícil imaginarse dentro de cinco años con más sueldo o más bienes, con más reconocimiento por parte de la sociedad que criticaban. Y, no obstante, todos eran de izquierdas, porque leían a ciertos autores, porque se vestían de cierta manera y porque no les sobraba el dinero, si bien sobrar era un verbo muy relativo. Y a lo mejor eran de izquierdas porque, pudiendo elegir, preferían al empresario público que al privado; pudiendo, claro, elegir. Y porque concedían a algún partido de izquierdas su voto testimonial.

Estaba siendo injusta, se dijo. Los matices también contaban; contaba ser capaz de mantener un sistema de valores diferente y procurar aplicarlo sobre todo en los lugares de trabajo. Sin embargo, aun sin quererlo, le salía el verbo «procurar», como si ser de izquierdas consistiera en saber de antemano que sólo había que «procurar», que no había que conseguirlo. Habían renunciado a la acción, habían renunciado al partido y sólo les quedaban las prioridades: a la hora de las decisiones, considerar unas prioridades en vez de otras. ¿Pero eso de qué podía valerles si al mismo tiempo no se hacía un trabajo paralelo, destinado a influir en que algo pudiera o no ser objeto de una decisión? ¿Cómo entender una militancia sin partido? ¿Y cómo militar en los partidos que anteponían a su acción la escala de prioridades del poder? También era posible meterse en algún grupo voluntario, coordinarse con otros. Aunque coordinarse hacia dónde.

Marta sacó la cabeza de debajo de la almohada, puso la almohada en su sitio y se tumbó boca arriba con los ojos abiertos. Ya se le había pasado la edad del falansterio, la edad de ilusionarse con falsas creencias, con la creencia en las voluntades contrarias, como si un ateneo o un grupo ecologista fuesen a escapar al orden vigente habida cuenta de que a sus miembros ese orden no les gustaba. «Nos ha tocado vivir un tiempo de incubación», «La tarea consiste en mantener focos de pensamiento crítico, otros vendrán con capacidad real para organizarse y combatir». Frases de ese tipo solían decir los tres, Carlos, Santiago y ella, al principio, cuando hablaban de política. Y para mantener esos focos tenían las ideas. Sin embargo, en la cena ella había malbaratado las ideas arrojándolas contra Manuel Soto, así se echan piñas a la chimenea cuando ya está encendida y no son necesarias, sólo por verlas arder. Peor aún; era ella, además, quien había buscado la cena, la situación tensa, la espada y la pared. Tiró la almohada al suelo y se tumbó boca abajo. No quería pensar más en Carlos, ni en Santiago. Ni siquiera quería abrazarse a Guillermo. Quería irse a Alemania. Seducir a Manuel Soto y luego dejarlo. Quedar con Carlos y hacerle todas las preguntas. Pero no, no quería. Nieve. Eso era lo que quería. Una ventana en la residencia de una universidad en Alemania y ver la nieve cayendo cuando es de noche.

El viernes 28 de octubre, Santiago, por primera vez en varios años, decidió no ir a su pueblo el puente del 1 de noviembre, día de Todos los Santos. Estaba quieto en el vagón de metro, diciéndose que se le habían juntado demasiadas cosas, sabiendo que era sólo una la que le enfurecía y le indignaba: le habían ofrecido dar un curso en un máster privado para economistas y debía responder el lunes; tenía problemas con Sol; se le acababa de estropear el coche. Arriba quedaba el taller y su operario impasible. Abajo él, desarbolado, sintiéndose ridículo con su elevada estatura, agarrado a la barra: ridículo y furioso. Nunca había tenido ningún problema grave con el coche, pero por la mañana, cuando volvía de la facultad, un Seat Panda blanco, un coche más pequeño aún y más lento que su viejo Fiesta, entró en la autovía obligándole a él a dar un volantazo. Había ido a parar a una especie de cuneta y se había cargado la dirección. También estaba roto el chasis. Una avería gorda. Del orden de las doscientas cincuenta mil pesetas, precisamente el año en que se había dado de baja del seguro a todo riesgo, se repitió. Su coche tenía ya ocho años, pensaba cambiarlo pronto, por eso se había dado de baja del seguro. Pero ese «pensaba» remitía a un período anterior, cuando aún no se había producido la revolución financiera, cuando aún no había aparecido la petición de Carlos. Ahora las doscientas cincuenta mil pesetas se le hacían un mundo. Para salir del vagón, Santiago se abrió paso sin miramientos. También había sido brusco en el taller.

Subió las escaleras mecánicas apartando con reprobación a quienes ocupaban el lado izquierdo de los peldaños. Y una vez en la calle no paró de insultar al estúpido conductor del Panda. Hubiera preferido mil veces haber tenido él la culpa. Desde que era pequeño, cuando hacía algo mal en el colegio, cuando no sacaba un nueve sino un ocho, o incluso un ocho y medio, se iba a un descampado próximo a la estación de tren, se sentaba donde nadie pudiese verlo, los codos en las rodillas, las manos en los oídos y, con la entonación que la abuela Joaquina ponía al decirlo, repetía sin parar: «A lo hecho, pecho». A lo hecho, pecho, y se veía más ancho de hombros, y aprendía a contener las lágrimas diciéndose que el mundo estaba en orden, que la equivocación había sido culpa suya y que sólo necesitaba corregirse para que todo volviera a funcionar. No le importaba mentir cuando la culpa era de otra persona o pura mala suerte. Prefería hacerlo, se mentía tratando de adecuar a su mentira decenas de argumentos, sintiéndose incapaz de concebir ningún otro método para tolerar las injerencias del entorno. Luego, al llegar a la facultad, había reconocido en su actitud el germen de una visión social ya descubierta, descrita y bautizada por otros: voluntarismo pequeñoburgués o la creencia en el mérito propio, en el esfuerzo individual como instrumento para corregir las injusticias de la lucha de clases. Él mismo escribió artículos analizando las manifestaciones de esa visión en varios políticos de la Segunda República española. Y leyó mucho a fin de hacerse con los elementos necesarios para construir una distancia irónica, una perspectiva intelectual que le ayudara a ser consciente de sus tensiones sociales.

Pero ahora, mientras esperaba el semáforo para cruzar, cómo deseaba echarse la culpa, encontrar un fallo en su conducción, olvidar la torpeza de aquel Panda desconocido e incontrolable. Más fuerte que las lecturas sociológicas era, se dijo, el lugar de los aprendizajes primarios, allí donde se empiezan a conjurar las arbitrariedades de un padre amigo del vino. Tanto si su padre le reñía como si se mofaba como si ni siquiera le preguntaba por las notas, Santiago sabía lo que debía hacer: marcharse, poner el pecho para que recayera sobre él toda la culpa y, la próxima vez, estudiar más aún. Recorrió el último tramo hasta su casa furioso, pero ya la furia no iba dirigida contra el loco del Panda, sino contra sí mismo, pues empezaba a decirse que sí, que la culpa era suya por haber prestado el dinero a Carlos: si no lo hubiera hecho, el golpe habría sido la ocasión adecuada para cambiar de coche y, en cualquier caso, las doscientas cincuenta mil pesetas no le habrían supuesto un trastorno. Santiago abrió el portal dispuesto a cortar por lo sano ese razonamiento. No podía ser tan ruin. Debía olvidarlo todo y concentrarse en las palabras que le diría a su madre. Resolvió poner el máster como excusa, para que su madre pudiera presumir; no debía estropear más cosas. Después de hablar con su madre llamó a Sol, pero evitó contarle lo del coche y habló como si fuera a marcharse, pues el coro de Sol actuaba en una iglesia de Segovia y Santiago tampoco quería ir allí. Tenía ganas de estar solo, aunque no encerrado en casa, se dijo. Necesitaba, tal vez, una soledad literaria; pasear solo por el Retiro, lejos del estanque; ir a la filmoteca solo; quedar con Marta y Guillermo, con Carlos y Ainhoa y aparecer solo, desparejado, único.

El sábado mantuvo su propósito y a eso de las doce se fue al Retiro solo, se subió el cuello del abrigo, dejó atrás el estanque y caminó. Pensaba en si debería aceptar o no las clases del máster privado. Siempre había criticado a los profesores que, como los médicos, repartían su clientela. Combatían por la mañana en el bando de la enseñanza pública y por la tarde comían de la mano de su oponente, servían a dos señores. Eran mercenarios de la educación condenados, en caso de conflicto, a traicionar al más débil. En su facultad las tentaciones no se producían tan a menudo como en derecho o en económicas, pero se producían. Hasta ahora él siempre había resistido. Si Marta estuviera en su lugar, no aceptaría, aunque quizá sí lo hiciera, pensó, pues últimamente, desde su entrada en el ministerio, Marta se movía con soltura en la contradicción: para poder volcarse en un proyecto digno y progresista, apoyaba otros proyectos como mínimo superfluos. «Entre el sabotaje y el colaboracionismo», decía ella. Santiago aminoró el paso. Su caso era más prosaico, más simple. Iba a aceptar el curso por dinero. Ser pobre siempre había sido una magnífica justificación. Aunque él no era pobre: estaba pobre. Cobraría quinientas mil netas por veinticuatro horas de clase. Con eso pagaría el coche y dejaría de pensar en Carlos hasta después de Navidad.

Apenas había levantado la cabeza mientras andaba. Ahora lo hizo y vio enfrente el quiosco de música. Se sentó en un banco, estiró las piernas, metió las manos en los bolsillos. Movía los zapatos de izquierda a derecha. Luego encendió un cigarrillo y se puso a calcular cuántos músicos cabrían entre cada columna del quiosco. Los domingos que había ido con Sol a oír a la banda municipal, el quiosco le había parecido mucho más grande. Se preguntó si no estaría echando de menos a Sol, aunque ya la propia pregunta le decepcionaba. Él no había dejado de querer a Sol, la imaginaba ahí, sentada a su lado en el banco, y experimentaba aún una especie de ternura al evocar sus pies con zapatos de cordones, su cuello largo, cómo la cogería por la cadera. Ternura y un apunte de deseo. Pero ninguno de esos impulsos lograba imponerse a su desilusión. Se dijo que Sol le había decepcionado en la que tal vez fuese la única obligación de los amantes: hacer que el otro se sienta mejor persona. Y levantó la mirada como alertado por una visión, un ruido: de pronto había temido estar en una estación de tren, oír el silbato, ver, en lugar de arena y hojas caídas, matorrales secos junto a los travesaños de madera. Había temido ser para siempre el chico de catorce años, y verse en la obligación de controlarlo todo, en la obligación de echarse la culpa para siempre.

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