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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (49 page)

Padre gobernaba la embarcación por el borde de las márgenes sumergidas, donde la corriente era débil. Avanzábamos despacio, pero, como decía Padre, «no hay ningún incendio ¿qué prisa tenemos? Esto no son vacaciones ¡esto es la vida misma!».

Por la noche lo amarrábamos a un árbol y comíamos y dormíamos rodeados de fumigadores para espantar a los mosquitos. Cuando se aproximaba una nube de mosquitos, millones de ellos tejían sobre nosotros una red pavorosa, emitiendo un zumbido muy agudo, como el ruido de la radio entre estaciones.

Mientras el río murmuraba a nuestros costados, lamiendo nuestros troncos, Padre decía que éramos los únicos que quedábamos en todo el mundo. Aunque pidiéramos auxilio a gritos, nadie acudiría. Cabía, desde luego, la posibilidad de que encontráramos rezagados, de que nos tropezáramos con salvajes, o incluso de que viéramos poblados enteros en terrenos altos, todavía a salvo. Pero sólo nosotros sabíamos que había ocurrido una catástrofe... el fuego seguido de los truenos de la guerra y la inundación se había extendido por toda la Tierra. ¿Cómo iba a saber nadie en Mosquitia que Norteamérica había sido arrasada? La estrecha presunción del hombre le hacía creer que la lluvia solo caía sobre él. Pero Padre sabía que afectaba a todo el globo. Paso a paso, dijo, había predicho lo que iba a acontecer. Hasta los mismos americanos habían visto lo que se les venía encima... ¡no hablaban de otra cosa! Pero mientras ellos esperaban lamentándose y cruzados de brazos, Padre había tomado medidas para evitar nuestra destrucción.

—Puede que a veces haya exagerado —dijo—. Pero sólo era para convenceros de la gravedad del asunto y poneros en movimiento. Sois gente difícil de organizar. ¡La mitad de las veces ni siquiera me creéis!

Poco importaba, decía, haberse equivocado en cosas insignificantes. Los grandes acontecimientos le habían dado la razón. Y lo que habíamos visto en el transcurso de un año era la forma más alta de la creación. Había burlado al espectro que acosaba al mundo alejándonos de una civilización frágil y transitoria. Todos los mundos tenían su fin, pero los americanos estaban seguros de que el suyo perduraría pese a sus evidentes defectos. ¡Imposible! Pero Padre nos llevaría sanos y salvos río arriba.

—Padorro —decía Jerry—. Padorro, padorro, padorro.

Padre no le oía. Estaba gritando.

—¿Cómo voy a equivocarme si voy contra la corriente?

La costa era la muerte. La corriente bajaba hacia allí. La razón evidenciaba que fluía de la vida... montañas y manantiales. Allí, entre los volcanes de Olancho, estableceríamos nuestro hogar.

Eso nos decía por la noche, en el camarote, mientras descansábamos amarrados a un árbol y las ranas croaban pesadamente en el exterior. También hablaba durante el día, pero con el motor en marcha apenas oíamos una sola palabra de lo que decía.

El río parecía hincharse en su lecho. Inundaba la jungla. Era una extensión vacía de agua. Los troncos de los árboles arrancados pasaban a nuestros costados exhibiendo sus raíces retorcidas. Llovía con menos frecuencia... un salpicón por la mañana, un chaparrón por la tarde. Pero, como decía Padre, éramos impermeables. Y ahorrábamos el agua de lluvia para bebería. El sol cata sobre el río, tiñendo de bronce la cenagosa corriente y cubriendo la jungla de hermosos resplandores. Al atravesar la bruma matinal espesaba el aire con un humo tachonado de lentejuelas de oro que danzaban entre las ramas. En algunos lugares había nubes de mariposas blancas... regatas de mariposas revoloteando a ras de agua. O mariposas azules, grandes como gorriones, moviendo sus vacilantes alas con tal recato que parecían retales de seda caídos de los árboles.

Dos o tres veces al día veíamos zambus o miskitos en cayucos que se movían velozmente río abajo. A menudo nos saludaban agitando los brazos, pero la corriente los llevaba tan deprisa que apenas los avistábamos ya estaban por debajo de nosotros al amparo de un recodo.

—Otro desahuciado —solía decir Padre al verles pasar—. Es hombre muerto. Un zombie, no un zambu. Bajando a morir.

Iban mojados, pero parecían perfectamente normales, vestidos con su costrosa ropa interior y cabalgando sobre los lomos de la corriente.

Jerry decía que cualquier día saltaba a una de aquellas piraguas y se dejaba llevar por la corriente hasta la costa. Padre se enteró, quizá por medio de una de las gemelas, y le ordenó subir a la piragua.

—¡Adentro!

Entonces la soltó y la dejó flotar río abajo. Jerry estaba demasiado aterrado para remar. Se sujetaba al asiento, agachado, la cabeza baja, gritando. Cuando Jerry casi se había perdido de vista, Madre dijo «¡Allie, haz algo!», y Padre cogió un cabo. Estaba amarrado a la piragua. Dio un tirón y Jerry cayó de bruces. Cuando Padre arrastró de vuelta la piragua, Jerry estaba temblando.

—¡Ha sido una locura! —dijo Madre.

—He demostrado lo que pretendía. Mi deseo se ha cumplido.

—¿Y si la cuerda se llega a partir?

—Entonces se habría cumplido su deseo —dijo Padre—. ¿Alguien más quiere probar? La próxima vez quizá me dé por soltaros. Por el desagüe. ¿Algún interesado?

Otro día me pescó dormitando mientras sostenía el escandallo. Me castigó metiéndome en la piragua y remolcándome («¡Espero que no se rompa el cabo! ¡Mejor que te sientes quietecito!»), mientras la pequeña canoa oscilaba y daba tumbos en la estela.

Pasamos junto a poblados inundados. Estaban desiertos... huesos de madera de chozas emergiendo del agua, chozas volcadas, otras con los techos rotos, nada más. Las chozas muertas y vacías probaban que Padre tenía razón. Decía que la gente había sido arrastrada... esos eran los tipos en calzoncillos que veíamos remando río abajo para que se los tragase el mar.

—No van a necesitarlos —decía, mientras recogía aguacates, limas, papayas y plátanos de sus árboles. En algunos de los poblados desiertos encontramos sacos de arroz y fríjoles.

—Esto no es una invasión —decía—. No es un robo. Y desde luego no es carroñear. Donde ellos van no lo necesitan.

Pero a veces los pájaros se nos adelantaban.

—¡Carroñeros!

Un día nos pareció ver un avión, pero el ruido del fueraborda era tan fuerte que no oímos los motores. Padre dijo que era un gallinazo. ¿Qué ser humano tenía el buen sentido de ir allí? Aquélla era la parte más vacía del mapa. La parte de Honduras más segura y menos conocida de todo el mundo... el único lugar despoblado.

—Pero no me alabéis a mí... alabad a la barca.

Nuestra
Victoria
era como un cerdo de madera en el agua, crujiendo y gruñendo río arriba.

—¡Es futurista!

La lluvia había regado a las hormigas y les habían crecido alas. Al caer el Sol, las termitas voladoras caían como copos sobre el techo de nuestra cabaña-barca. La jungla estaba punteada por las hormigas aladas alimentándose. Las gemelas las llamabas «piojos». El agua del río cambiaba de color cada vez que cambiaba el tiempo, y cada hora era distinta. Me gustaban su brillo bronceado, el verde diurno, los bancos de barro rojo como pasteles sumergido, los resbaladizos y móviles manojos de espinacas, la forma en que el agua discurría a través de la jungla inmóvil.

Con el crepúsculo, el aire se llenaba de un hollín de insectos, y el agua pantanosa teñía espacios oscuros bajo los árboles. Las sombras se levantaban y se estiraban. Después sobrevenía un ensuciamiento del cielo y se hacía la noche, nada a la vista, el negro tan negro que se sentía su piel en el rostro. Sin el sol ardiente que lo abrasaba de día, el olor de los árboles era como un zumbido de carne verde. El río repleto resoplaba como una piara de cerdos y los pájaros se posaban en las ramas cercanas y proferían fuertes chillidos malhumorados. A esa hora sobrante e inmóvil nos sentíamos enfermos. Amarrábamos la barca y nos sentábamos entre los fumigadores de la cabaña flotante a comer lo que habíamos podido recoger en los poblados anegados.

—Esto es el futuro —decía padre. Nos arrimaba la nariz quemada al rostro hasta que reconocíamos que estábamos cómodos, que éramos afortunados, que lo pasábamos bien.

—Así son las cosas —decía—. El error letal que todo el mundo cometió fue pensar que el futuro tenía algo que ver con la tecnología avanzada. ¡Yo mismo lo pensaba! Pero eso fue antes de tener esta experiencia. Rediez, todo iba a estar lleno de cohetes.

—Monorraíles —dije yo.

—Cápsulas espaciales —dijo Clover.

—Olorvisión —dijo Padre—. Videocassettes en lugar del colegio. Todo muy aerodinámico. La comida iba a venir en pastillas... verdes para el desayuno, azules par el almuerzo, violetas para el postre. Te las metías en la boca... toda la nutrición necesaria.

—Y trajes espaciales —dijo April.

—Eso es —dijo Padre—. Estúpidos con las orejas puntiagudas y nombres como «Grok» con cascos en la cabeza y casas cromadas. Aceras móviles, bóvedas de cristal sobre las ciudades, y nada más que hacer que jugar con computadoras y olfatear la olorvisión. «Vamos al cohete, muchachos, tenemos picnic en la luna...» ese tipo de cosas.

—Podría suceder —dijo Madre.

—Nunca. Son chorradas.

—Creo que Papá tiene razón —dijo Clover.

—La ciencia ficción hizo concebir a la gente más falsas esperanzas que dos mil años de Biblias —dijo Padre—. ¡No eran más que mentiras! El programa espacial... ¿te refieres a eso? Un desperdicio vacío y jactancioso del dinero del contribuyente. ¡No hay futuro en el espacio! Me encanta la palabra... ¡espacio! Eso precisamente estaban descubriendo... ¡espacio vacío!

—Yo también creo que Papá tiene razón —dijo April.

—El futuro es esto —dijo Padre—. Un motorcito en una barquita en un río lleno de barro. Cuando el motor reviente o se nos acabe la gasolina, remaremos. ¡Nada de hombres del espacio! Ni combustible, ni cohetes, ni bóvedas de cristal. ¡Sólo trabajo! El hombre del futuro va a ser una bestia de tiro. En la luna no hay más que baches y granos, y aquellos de nosotros que heredemos esta Tierra senil y exhausta no tendremos más que ruedas de madera, carretillas, palancas y poleas... la más simple física preuniversitaria cuya enseñanza abandonaron cuando todo el mundo enloqueció y se puso a leer ciencia ficción. No, ahora todo consiste en cultivarte lo tuyo o morir. Nada de píldoras verdes, pero abundante forraje. Trabajo duro, espaldas encorvadas... sencillo, pero no fácil. ¿Os enteráis? Nada de rayos láser, nada de electricidad, sólo poder muscular. ¡Lo que hacemos ahora! Somos la gente del futuro y utilizamos la tecnología del futuro. ¡Hemos triunfado!

Quería que nos sintiéramos, en nuestra cabaña-barca crujiente, la gente más moderna del mundo. Custodiábamos en nuestro camarote lleno de humo el secreto de la existencia. Ya no hablaba nunca de cambiar el mundo con energía geotérmica o hielo. Nos prometía suciedad y trabajo. Decía que era glorioso.

Pero pasadas las cortas noches arrancaba el fueraborda y dirigía la parte delantera de la cabaña contra la corriente, y Jerry me susurraba:

—Nos está matando.

Nos manteníamos en los bordes del río, rodeando las zonas abiertas y estudiando el flujo de la corriente antes de avanzar. Hacíamos cinco o seis millas al día y todavía nos quedaba abundante gasolina. ¿Y qué importaba que la usáramos toda? Teníamos toda la vida para llegar al nacimiento del río.

Yo pensaba que todos menos Jerry estábamos convencidos. Pero un día, mientras avanzábamos premiosamente, el fueraborda enloqueció. Empezó a fallar, su ruido se hizo más agudo, más frenético y animal, hasta convertirse en un chillido. Hubo un estallido de pájaros en los árboles. Entonces se oyó el ruido de algo que se partía y, tras fallar una o dos veces, el motor se paró. Pero su eco siguió vibrando en la jungla. La barca vaciló, se aligeró y quedó ingobernable. Se inclinó, empezó a retroceder.

La corriente nos arrastró de lado por la lengua del río mientras las hormigas caían en silencio.

—¡Ancla! —Padre saltó hacia proa—. ¡Sacad los cabos!

Nuestra ancla era muy hermosa. La habíamos encontrado en la playa, cerca de Mocobila... Una fuente frondosa de hierros curvados sobre un grueso fuste. Pero también era muy pesada. Necesitamos la ayuda de Padre para pasarla por encima de la barandilla, y para entonces nos movíamos tan rápido que no parecía agarrar. Padre saltó por la borda con un cabo y nadó hasta la orilla. Nos amarró, el ancla agarró.

Estábamos en una curva del río. La corriente tiraba de nosotros tensando el cabo y nos mantenía entre chorros de agua en medio del río. El agua se levantaba en los costados. Toda la cabaña-barca se meció cuando ayudamos a Padre a subir a bordo.

Dijo que habíamos perdido el pasador. No era gran cosa —una simple chaveta—, pero significaba que la hélice se había soltado cayendo en espiral al fondo del río.

—¿No puedes fabricar una hélice? —preguntó Madre.

—Claro que sí. Pásame el torno, los calibradores, las máquinas-herramientas, el juego de orejetas y limas. ¿Cómo? ¿Que sólo tenemos saliva y destornillador? Entonces supongo que habrá que bucear en busca de la hélice vieja.

Miramos río arriba a los cuernos de agua que surgían del río.

—No os preocupéis —dijo Padre—. Tenemos toda la vida para encontrarlo. —Sonreía, mordiéndose la barba. Se volvió hacia Jerry y dijo:

—¿Tú de qué te ríes?

—Toda la vida. Dicho así parece una locura.

—Ya veremos si es tanta locura. Vas a bucear tú.

—¿Y los caimanes? —dije yo.

—Tú no tienes miedo a los caimanes. Irás detrás de Jerry.

—No —dije Madre—. No voy a permitir que estos niños se metan ahí dentro.

—Escucha —dijo Padre—. No se trata de lo que tú quieras. Se trata de lo que
yo
quiera. Yo soy el capitán de este barco, y ésas son mis órdenes. Todo el que desobedezca va a tierra. Vuestras vidas están en mis manos. Os dejo abandonados... ¡a todos!

Sus grandes manos llenas de cicatrices aún goteaban agua del río. Su voz era un arma —nos amenazaba con abandonarnos si no saltábamos al agua—, pero lo que yo más temía era que me lanzara a tierra agarrándome con esos dedos. Su vida en aquel lugar le había dado unas manos pavorosas.

—Ponte este arnés —dijo a Jerry, dándole un cabo para que se lo atase por la cintura. Jerry, con los ojos enfermos y desafiantes, se acercó al costado de la barca quitándose las sandalias con bruscos movimientos de las piernas.

—Está en alguna parte de este recodo —dijo Padre—. Lo perdimos cerca de esos árboles. Probablemente pegó en una piedra. La corriente no puede arrastrar muy lejos un pedazo de bronce macizo. Nada primero hasta la orilla y búscala desde allí.

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