La crisis ninja y otros misterios de la economía actual (13 page)

E
L SENTIDO COMÚN.
L
A
M
EGUI

No hay que ser Einstein para haber dicho lo que he escrito en las líneas precedentes. Solo hay que discurrir un poco y, cosa muy importante y que ya he dicho, buscar lo que cada uno es, con sinceridad y como decían los que sabían, con amor a la verdad. Y con arrobas de sentido común.

Y aunque sea arriesgado en un libro como este, me gustaría hablar un poco del sentido común. Yo no sé qué es el sentido común, pero lo que sí creo saber es cuándo actúo con sentido común.

Nosotros teníamos, en San Quirico y en Barcelona, una chica de servicio de las de antes. De las de antes significa de esas que entraron a servir en casa de mis abuelos a los catorce años y murió en mi casa setenta y dos (sí, setenta y dos) años después. Por lo que me cuentan mis hijos, eso ya no es así. Un hijo mío con siete hijos ha visto pasar a diecinueve chicas de servicio en trece años. O sea, que parece que ahora es más difícil.

Se llamaba Margarita y no sé por qué razón, le internacionalizamos el nombre y le llamábamos «la Megui». La Megui era de un pueblo de Huesca. No sabía leer ni escribir. Pero tenía mucho sentido común. Daba siempre opiniones acertadas ante los problemas que se le planteaban, poniendo toda la experiencia y ninguna formación académica, porque no la tenía.

Y rizando el rizo diré que lo que tenía la Megui era una mezcla de experiencia y concepción clara de lo que está bien y lo que está mal, de acuerdo con la naturaleza de las cosas.

Y a eso, que ya sé que puede ser muy discutible, le llamo sentido común. Y eso, que a veces se perfecciona con la formación, a veces se distorsiona con la formación. Por que es independiente de ella. Así, tú puedes conocer gente con mucho sentido común, como la Megui, y gente con muchas carreras universitarias y máster por Nuevo México y nada de sentido común. Y a poco que hablas con gente te das cuenta de ese hecho.

Y aquí quiero exagerar un poco. Porque el sentido común sirve para muchas cosas: para entender situaciones y dar soluciones a problemas que tienen que ver con el hombre y sus relaciones. Desde luego, no sirve para resolver logaritmos neperianos, que nunca he sabido qué son ni para qué sirven y que no he utilizado en los setenta y cinco años que llevo en este mundo. Fijaos que no digo que no se puedan resolver logaritmos neperianos con el sentido común, pero sí, por ejemplo, darse cuenta de que un problema de empresa, como es prestar dinero a quien no lo puede devolver (por ejemplo, a un ninja), se puede resolver con mucho sentido común.

Vaya, si yo voy a la Megui y le digo: «Megui, ¿dejamos dinero a un hombre que no gana nada, que no tiene nada ni va a tener y que no tiene trabajo?». Estoy seguro de que se hubiese puesto en funcionamiento su sentido común y en treinta segundos (cuando era mayor ya no era tan rápida, hubiera necesitado cuarenta) habría contestado: «¡Anda a freír espárragos!». Y estoy seguro de que muchas decisiones supuestamente técnicas y vestidas de gran parafernalia jurídico-estratégico-financiera han sido tomadas por no sé qué criterios, pero despreciando el sentido común y el más básico sentido de los negocios.

Hace poco leí que, en la investigación que está haciendo el Congreso de los Estados Unidos de América sobre una de estas agencias de calificación de riesgos (agencias de
rating
), han utilizado la transcripción de una conversación mantenida por dos personas de las que se supone que tienen formación.

No me resisto a ponerla aquí porque es muy significativa de en qué manos han estado nuestros dineros:

Ser humano 1:
«Esta operación es ridícula».

Ser humano 2:
«Estoy de acuerdo. El modelo definitivamente no captura ni la mitad de los riesgos».

Ser humano 1:
«No deberíamos darle un
rating».

Ser humano 2:
«Le ponemos
rating
a todas las operaciones».

Ser humano 1:
«Podrían haber sido estructurada por unas vacas y tendríamos que ponerle
rating
».

Y para ver esto no hay que ser un experto. Hay que tener sentido común. No digo estos pobres hombres que al final son víctimas de la falta de sentido de común de las alturas. Bueno, de la falta de sentido común, de la ambición y de la estupidez. Que de eso va, al final, toda esta crisis.

6
L
A CRISIS.
R
ESPONSABILIDAD GLOBAL.
R
ESPONSABILIDAD INDIVIDUAL

M
I AMIGO EL BANQUERO.
L
A CRISPACIÓN

T
engo un amigo banquero. En contra de lo que la gente piensa, los banqueros también tienen amigos. La banca es otra cosa. Esa tiene pocos. El otro día me lo encontré por la calle. Había leído mi informe sobre la crisis y me dijo que si no era el más acertado, sí era el más divertido que había leído. Como consecuencia de eso, no sé si me estaba diciendo que soy un «graciosete», pero que no rasco ni una. Yo cuando me dicen estas cosas, sonrío y pienso que tienen toda la razón y que acto seguido sacarán su informe sobre la crisis, menos gracioso pero más preciso. Pero nunca ocurre.

Después, sonriendo, añadió: «Ahora, lo que tendrías que hacer es sacar otro informe diciendo lo que hay que hacer para salir de la crisis».

Me picó un poco. Y pensé tres cosas:

  • «Si fuera capaz de escribirlo, no tendrías dinero suficiente en tu banco para pagármelo».
  • «Si fuera capaz de escribirlo, te ibas a comer el informe página por página, delante de mí».
  • «Si fueras TÚ capaz de escribirlo, ya lo habrías hecho».

Ya veis que en cuanto a uno le tocan el amor propio se le ocurren tonterías. Y eso me llevó a pensar sobre algo que para mí es importante: que habría que procurar no dar a la gente motivos para picarse (sea en el amor propio o en cualquier otro sitio). Las personas vivirían mejor. Menos crispadas.

Porque cuando la gente está crispada, a menudo dice cosas de las que se arrepiente. Digo que «dice cosas» y no «piensa cosas» porque muchas veces conseguimos callarnos y otras muchas las que decimos no las hemos pensado antes. Y todo eso que decimos siempre deja una herida. Siempre. Y esas heridas a veces se curan y a veces no. Aunque se curen, toda herida deja una cicatriz. Y no digo que todas las cosas que se dicen sin pensar o pensando no se perdonen y hasta que se olviden, pero desde luego la crispación no facilita el entendimiento.

Yo creo que todos tenemos que hacer un esfuerzo para entendernos. Y que ese esfuerzo, que es bueno que hagamos desde cualquier posición de la vida, es imprescindible cuando se tienen responsabilidades de mando o dirección, y mucho más cuando esa responsabilidad es política. Porque, en contra de lo que a veces se oye, todos esos «leñazos» que se arrean los políticos no son un juego, porque son empleados nuestros y, a mí por lo menos, no me gusta que mis empleados se peleen entre ellos. Porque se despistan y no hacen bien su trabajo.

Los políticos tienen que ponerse de acuerdo en pocas cosas muy fundamentales. Y discrepar en todas aquellas que, siendo importantes, no son básicas para que el país vaya adelante. Y esas cosas en las que discrepan son las propias de sus ideologías y allí, libertad, que significa que cada uno puede pensar lo que le dé la gana, respetando la vida, el país, las familias y la propiedad. Si no respetas nada de eso, estaríamos en un régimen injusto, y ahí habitualmente uno habla y el resto obedece aterrorizado. Pero bueno, en España, hoy, a mí me parece que cosas fundamentales hay
poquicas.
Por eso, cuando les veo pelearse agriamente por asuntos que nos pueden afectar gravemente, pienso que están haciéndolo mal. Mal equivale a frivolidad irresponsable o, si os gusta más, a irresponsabilidad frívola. Y la frivolidad es algo que los que tienen responsabilidades políticas no se pueden permitir.

Por eso, la figura del perro de presa, faltón y «maleducadete», «graciosete» o no, dedicado a insultar al prójimo (sea a la oposición, sea al Gobierno, sea a los curas, sea a los del gremio de los fontaneros, sea a quien sea) me ha parecido siempre una mala idea.

Por ejemplo, ante la situación de crisis económica global, severa, profunda, cuyas causas parecen estar claras pero cuyos efectos son difícilmente medibles, se han reunido gente muy importante para sentarse y ver qué pueden hacer los grandes países del mundo. Hablaban de que iban a redefinir el modelo económico capitalista (que es mucho redefinir).

Es una tarea difícil porque el modelo capitalista se sustenta en la capacidad de iniciativa del individuo, y para rede150 finir eso habría que redefinir al individuo, y eso parece más complicado, aunque al ritmo que vamos, nunca se sabe.

Yo me conformaría con que pusiesen controles, entre férreos y muy férreos, para evitar que agencias de
rating
y banqueros sin escrúpulos no nos la volvieran a jugar otra vez. Pero no tengo mucha fe. Supongo que intentarán cambiar algunas cosas y, de paso, enterarse de cómo y a qué plazo va a afectar a la economía planetaria todo lo que ha pasado. Y saldrán con algún acuerdo, que espero que incluyan medidas que ayuden, no solo al sistema financiero, sino a las empresas, o sea, a las personas.

Pues bien, imaginemos que el día antes de la reunión el mandatario británico insulta gravemente al estadounidense, el alemán se mete con España y el indonesio falta al respeto a la mujer del mandatario francés. Y luego se sientan a resolver el sistema capitalista. No digo que no pudieran hacerlo, pero el «ambientillo» no sería el más adecuado para ponerse de acuerdo.

Pues bien, a nivel de país y en la situación actual, el Gobierno y la oposición, sean del color que sean, tienen la obligación de ponerse de acuerdo. Y si cuando se van a reunir aparece un señor insultando a una de las dos partes, cosa que ocurre con muchísima frecuencia, introduce un elemento que dificulta esa reunión, y que probablemente hará que resulte más difícil hablar.

Ante una reunión planteada por el Gobierno a la oposición sobre un tema muy grave, el portavoz del Gobierno dijo días antes de la reunión que «daba igual, porque la reunión no iba a servir de nada». En fin, a mí que me expliquen para qué ese señor tiene que abrir su bocaza de perro de presa.

Esos perros de presa pueden ser muy graciosos, como lo era aquel que llamó a Adolfo Suárez «tahúr del Mississippi con chaleco floreado». Pero, aunque tenía mucha gracia, en aquel momento era, sin más, una irresponsabilidad. Dicen que los políticos desayunan todos los días «tragándose un sapo». Me parece que eso entra dentro del sueldo. Pero ante situaciones difíciles tienen que hablar con el menor ruido previo (y posterior) posible. Sin crispación.

Porque la crispación crispa no solo a los protagonistas, sino al resto de la gente. La crispación en el matrimonio crispa a los hijos. La crispación en la empresa crispa a los trabajadores. La crispación entre políticos crispa a todo
quisqui.

Y creo haberlo dicho ya en alguna disquisición: si de vez en cuando nuestros políticos se fueran a tomar un vino con un bocadillo de jamón ibérico en el bar del pueblo de al lado de San Quirico, además de darle un susto de muerte al camarero, estoy seguro de que se pondrían más rápidamente de acuerdo. O a lo mejor no, pero se lo iban a pasar estupendamente. Y a lo mejor, incluso se hacían amiguetes.

Y entre amigos, todo es más fácil.

L
A SALIDA DE LA CRISIS.
L
OS CRITERIOS

Me encuentro con el director de la caja de ahorros de San Quirico. Está preocupado. Tiene un recado para mí, de sus jefes. Siempre que habla de los de arriba dice «mis jefes». De este modo, nunca sé si el mensaje viene del presidente de la caja, del director regional o de algún otro.

Me dice: «Mis jefes dicen que me hagas recomendaciones para salir de esta». Entiendo que «esta» es la que está cayendo y quizá, también la que va a caer, aunque deseo que no caiga mucho más.

Le contesto que lo pensaré, que no crea que tengo la receta, porque, como dice un amigo mío, «si la tuviera, aquí iba a estar». Pero que le daré vueltas y lo discutiré con gente que entiende. Le digo que no me pida urgencia, pero que le iré contestando a medida que se me ocurran cosas, si es que se me ocurren. Se va más tranquilo, tranquilidad que le desaparecería inmediatamente si supiera a quién le llamo «gente que entiende».

Monto rápidamente un desayuno con mi amigo de San Quirico. Le explico la entrevista con el director de la caja.

Suelta un par de imprecaciones gordas y dice: «O sea, que después de lo que nos han hecho, ¿ahora quieren sopitas?». Le convenzo de dedicar algún desayuno que otro a apuntar ideas en el mantel, porque con una servilleta no tendremos bastante. Quedamos en decirlas desordenadamente, pero intentando poner sentido común. No le hablo de hacer
brainstorming,
porque, respetando las opiniones en contra, siempre me ha parecido algo así como James Bond, pero, en lugar de «licencia para matar», «licencia para decir bobadas, con la cara muy seria y sin peligro de que te echen a patadas». (Definición que, como se ve, no es admisible en ningún diccionario de
management).

Mi amigo dice que para él España es como su familia. No por razones patrióticas, que quizá también, sino para dejar claro que lo que él haría en España es lo que pondría en práctica en su familia si estuviese pasándolo mal o en vísperas de pasarlo.

Me gusta el enfoque, porque si el sentido común sirve para lo pequeño, ¿por qué no ha de servir para lo grande?

Mi amigo va y me dice que lo primero es establecer los criterios de actuación.

Y que como su madre le enseñó que lo inteligente siempre es sencillo, de donde él deduce que lo complicado es propio de gente no inteligente, afirma que los criterios son dos.

Me quedo atónito. Porque si un personaje público que debe de tener unos sesenta años ha dicho que esta es la crisis más compleja que nos ha tocado vivir y mi amigo cuenta que su madre decía que los complejos solo los tienen los simplejos, a mí solo me queda callarme, escuchar respetuosamente y tomar notas en el mantel.

Me atrevo a preguntar: «¿Dos?». Y él me contesta, muy serio: «Dos. Primero: no distraerse. Segundo: ser prudente».

Mientras pienso que mi amigo está en otra guerra, continúa: «En segundo lugar, hay que tener en cuenta las cosas sobre las que podemos actuar y las demás. O sea, para que lo entiendas: podemos actuar sobre lo de nuestra familia, sobre San Quirico, sobre Barcelona, sobre España, algo sobre la Unión Europea, nada sobre Estados Unidos. O dicho de otra manera: puedo comprar en el súper de San Quirico o en el del pueblo de al lado, puedo alargar la vida de un pantalón, pero puedo hacer muy poco sobre el precio mundial de los alimentos o del petróleo. ¿Queda claro?».

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