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Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (15 page)

—Tus propios hermanos te han asesinado, mi querido Juan. No sé quién te ha hecho esto, pero seguro que Pedro Uribe algo ha tenido que ver. ¡Te juro que ese malnacido pagará este crimen!

Roto de dolor, Pierre observaba el cadáver recordando las últimas palabras de Juan. Aquel mensaje que le tenía que dar, tan importante para él, nunca lo conocería.

Levantó la mano derecha del fallecido para colocarla en su pecho y en ese momento observó que lo que parecía una mancha de sangre en la sábana, debajo de donde había quedado su mano, en realidad escondía un dibujo. Acercó el candelabro para ver con más claridad. Juan, con su dedo y usando como tinta su propia sangre, había dibujado una perfecta cruz templaría. Encima de ella había escrito la letra «C». Observó también que de la cruz, y por su parte inferior, salía una línea que continuaba el radio sudoeste de la cruz proyectándose hacia abajo y terminando en una punta de flecha.

—Juan, no sé qué quieres indicarme con este dibujo. ¡No entiendo su significado! Una «C» y una cruz octavia con una flecha... Me indicas la dirección sudoeste. Pero ¿qué debo encontrar? ¿Y desde qué punto? No logro entenderlo, amigo mío. —Pierre miraba desesperado el rostro de Juan deseando obtener alguna respuesta—. No puedo permanecer por más tiempo aquí, mi buen amigo. Muy a mi pesar debo dejarte. ¡Aquí corro peligro!

Pierre arrancó el trozo de sábana que contenía el dibujo y lo guardó en uno de sus bolsillos para no dejar ninguna pista a los monjes.

—¡Te prometo, Juan, que descubriré el significado de tu mensaje!

Se acercó nuevamente a él, acarició sus cabellos, apagó el candelabro y se encaminó hacia la ventana. Se agarró a la cuerda y una vez fuera miró por última vez el cuerpo de Juan.

—Sólo me queda pedirte que me protejas y me guíes en mi misión. ¡Adiós, Juan! ¡Descansa en paz, amigo mío!

Pierre descendió hasta el suelo y descolgó la cuerda, para no dejar pistas de su presencia esa noche. Se alejó del monasterio, corriendo en dirección a la fonda y sin entrar en ella fue hacia las caballerizas. Desató su caballo y en silencio se alejó del pueblo campo a través, en dirección sudoeste, en busca de aún no sabía qué.

La oscuridad de la noche ensombrecía los caminos que acompañaban a Pierre en su huida. A escasa distancia de Puente la Reina llegó a Eunate. Un montón de emociones y de pensamientos surcaban su mente ante la imagen estática e intemporal de su obra. No podía dejar atrás esa comarca sin antes ver, una vez más, su templo. Se aproximó con precaución, comprobando que no había ni un alma por los alrededores. Bajó del caballo y se acercó hasta sus paredes, deleitándose con su belleza.

A la vista de su claustro exterior recordó el dibujo de la sábana que Atareche le había dejado como pista, y cayó en la cuenta de que la «C» dibujada encima de la cruz indicaba la iglesia de Eunate. Recordó que el nombre de Eunate en la lengua local era «Lugar de las cien puertas». Juan había usado la «C», que en latín representaba el número cien. Le estaba indicando así el punto cardinal, el centro, desde el cual debía localizar su destino, tomando la dirección sudoeste.

Rápidamente relacionó también el significado que tenía la cruz templaría dibujada. Le señalaba también, como eje de coordenadas, el mismo Eunate. La iglesia era octogonal y si trazaba unas rectas imaginarias que uniesen el punto central con los vértices que formaban sus paredes, el resultado era una perfecta cruz templaria. La flecha, por último, tenía que indicar la dirección precisa que debía tomar, siguiendo las coordenadas que formaban la cruz. ¡Allí, en algún lugar, debía encontrar la respuesta al mensaje que no había podido oír!

—¡Bendito Juan! Al dibujar con tu sangre los signos que ahora estoy comprendiendo, sabías que sólo yo podría interpretarlos. Tú me habías enseñado a reconocer la presencia implícita de la cruz templaria en cada monumento levantado por el Temple. Cualquiera que viese la cruz pensaría que habías muerto venerando, hasta el final de tu vida, esa cruz que simboliza tu entrega como templario a Cristo.

Satisfecho por sus deducciones miró a las estrellas y se puso en marcha hacia el sudoeste, atravesando los campos que rodeaban la abandonada iglesia de Eunate. Se cubrió la cabeza con el ropón al sentir el intenso frío de aquel recién estrenado 15 de abril. Protegido por la oscuridad de la noche recorrió bastante distancia. Coincidiendo con la salida de los primeros rayos de sol llegó a la pequeña población de Lodosa. Decidió entrar en ella para almorzar algo caliente y dar descanso y comida al fatigado caballo. Ambos debían reponer fuerzas para afrontar la larga jornada que debían emprender. Encontró una hostería nada más entrar en el pueblo, y allí mismo encomendó el caballo a un mozo de cuadras mientras él entraba en su interior buscando mesa y abrigo. Localizó una, la más cercana a la lumbre, que estaba vacía.

—¿Qué deseáis almorzar, caballero? —Una gruesa camarera se había acercado hasta la mesa y con gesto antipático estudiaba a Pierre a la espera de su pedido.

—¿Cuáles son las especialidades de esta tierra, mujer? —preguntó, aspirando los aromas que flotaban por el local.

—Os recomiendo unas buenas pochas con una hogaza de pan blanco y una jarra de vino rosado bien fresco —respondió la lozana mujer.

—¡Pues tráeme todo eso, sin perder tiempo! Estoy a punto de desfallecer de hambre.

La mujer se alejó hacia la cocina y Pierre se sumió en sus propios pensamientos a la espera de la comida.

A esa misma hora, en la encomienda templaría de Puente la Reina, Pedro Uribe organizaba los funerales por el alma del comendador Juan de Atareche. A primera hora de la mañana había mandado a dos freires de su confianza a buscar a Pierre, suponiendo que lo hallarían en la fonda Armendáriz. Regresaron sin noticias de su paradero. En la fonda no sabían nada de él. Había dejado pagada la noche por anticipado y no había explicado nada más a nadie. Pedro tuvo un presentimiento. Algo le decía que Pierre había estado con Atareche antes de su muerte y que eso había provocado su precipitada huida. De no ser así, hubiese ido a visitar a su amigo, como le había pedido Atareche. No sabía cómo ni cuándo lo había hecho, pero decidió investigar en el dormitorio del difunto y comprobar si sus dudas estaban fundamentadas.

Tras un minucioso examen vio que la ventana mostraba señales de haber sido forzada. Por el suelo encontró esquirlas de madera y restos de barro seco. También descubrió que a la sábana que todavía cubría el cadáver de Juan le faltaba un trozo, que había sido deliberadamente arrancado, lo cual le pareció más que sospechoso. Era evidente que Pierre había estado esa noche con Juan, seguramente después de su interrogatorio, y posiblemente antes de que falleciera. ¿Para qué se había llevado un trozo de sábana? ¿Contendría alguna pista que indicaba cómo llegar hasta los objetos que él tanto anhelaba?

Pierre había escapado tras ver el lamentable estado en que había quedado Atareche tras su interrogatorio, y Pedro estaba convencido de que le había revelado el secreto. Pierre lo sabía todo, pensó Pedro, y eso resultaba peligroso para él, pues comprometía su ascenso dentro de la orden; y para la orden misma, que iba a tener que dar incómodas explicaciones al papa Inocencio por su manifiesta incapacidad para recuperar aquellos objetos.

Debía encontrarle. Pero no sabía por dónde empezar. Estiró la sábana que cubría el cuerpo inerte de Atareche y observó, en la bajera, una mancha de sangre que parecía una cruz templaria. Comprobó que estaba justo debajo del trozo arrancado. Se detuvo a mirar hasta el más pequeño detalle, advirtiendo que de uno de sus vértices salía una punta de flecha dirigida hacia el sudoeste.

Empezaban a cuadrarle las cosas. Juan debía de haber dibujado una pista con su sangre para ayudar a Pierre o a quien le encontrase a localizar el lugar donde estaba escondido su secreto. Pierre se la había llevado al arrancar ese trozo de sábana. Pero, afortunadamente, parte de la sangre había traspasado la sábana y había quedado marcada en la de abajo. Al menos sabía que Pierre se había dirigido en dirección sudoeste. Tenía que salir en su búsqueda sin demora. Localizaría su rastro y daría con él. Salió corriendo del dormitorio, fue al suyo y se hizo con todas sus armas. Buscó a sus dos monjes de confianza y les mandó preparar tres caballos con la máxima urgencia para abandonar el monasterio de inmediato. Justificó su partida al secretario y se dirigió hacia los establos, donde sus dos colaboradores le aguardaban con su caballo ensillado y esperando alguna explicación ante esa inesperada orden.

—Hermanos, debemos partir sin demora para buscar a Pierre de Subignac. He sabido que esta pasada noche ha entrado en el monasterio y robado un objeto enormemente valioso para la orden. ¡No podemos permitirlo! ¡Vayamos en dirección sudoeste, tras su rastro! He calculado que nos lleva media jornada de ventaja y, si no descansamos, podremos recuperar ese tiempo. Aprovecharemos sus descansos para ganar terreno. Si alguno de nosotros lo encuentra debe apresarlo para interrogarle, evitando a toda costa su muerte.

Los tres templarios salieron a galope del monasterio.

Pierre atravesó durante el día las comarcas llanas de la ribera del Ebro hasta llegar a media tarde a tierras más frías y altas.

En su soledad, sólo le acompañaban los negros recuerdos de sus últimas horas en Montségur, con aquellos, más recientes, que protagonizaba la imagen del maltratado cadáver de Juan. Se había encomendado a una misión sin destino ni objetivo, siguiendo un mensaje en clave que Juan había definido como vital para él, con la frustración de no saber qué era lo que tenía que hacer ni adónde ir. Pese a tantas dificultades, se notó más aliviado a medio día, cuando empezó a sentir el influjo y el poder de su medallón que nuevamente le dirigía.

Estaba ascendiendo por una escarpada loma que hacía peligrar el equilibrio de su cabalgadura. Abandonó sus pensamientos y se concentró en el manejo del animal hasta que alcanzaron su punto más elevado. Allí se detuvo para contemplar el paisaje que se le mostraba hacia el sur. La pequeña población de Arnedo se hallaba al comienzo de un largo valle, por donde el río Cidacos se abría paso hasta perderse en la lejanía.

Tras pasar el pueblo de Arnedo y recorrer un buen trecho bordeando el caudaloso río alcanzó la población de Arnedillo, donde decidió dar por terminada la jornada y buscar posada. Al día siguiente, tomaría camino hacia la ciudad de Soria, lo que todavía le ocuparía, al menos, dos jornadas desde allí.

Sus perseguidores hallaron el rastro de Pierre en la hostería de Lodosa. Allí supieron que Pierre había partido después de almorzar. Al localizar su pista en ese punto, Pedro Uribe dedujo que la dirección que llevaba no podía ser otra que la de Soria, cerca de la vieja Numancia de los romanos. Por tanto, una vez conocida la ruta, ya no necesitaba alcanzarle con urgencia. Tomarían camino hacia Soria y cuando lo avistasen se mantendrían a una distancia prudencial, tratando de no ser advertidos por Pierre ni actuar hasta alcanzar el destino que Atareche le hubiese señalado. Marcharon a galope todo el resto de la tarde en dirección a Carboneras, donde el Temple tenía una modesta heredad cercana a Arnedo. Allí pasarían la noche y al día siguiente seguirían persiguiendo a su odiado hereje.

Carboneras estaba enclavado en un monte, desde donde se divisaba por entero el cauce del río Cidacos. A la hacienda templaría se llegaba a través de un oscuro y espeso bosque que apenas dejaba entrever el camino que conducía hasta la pequeña edificación de piedra. En la granja vivían sólo una docena de monjes. Pedro Uribe había estado en dos ocasiones comprando piedra de una cantera cercana cuando se construía el templo de Eunate. Para Pedro aquel lugar era casi como su segunda casa, pues su administrador era primo carnal suyo. Por ello no tendrían problemas para darles cobijo y alimento durante esa noche.

Fueron acogidos con entusiasmo por toda la comunidad, poco acostumbrada a tener visitas. Apenas terminaron los saludos pasaron al pequeño refectorio, donde estaba preparada la cena. Pusieron tres platos más y compartieron las patatas cocidas con alcachofas y espárragos que esa noche tenían como colación. La regla templaría obligaba a mantener una rigurosa sobriedad en la comida, por lo que quedaban prohibidos muchos alimentos, entre ellos la carne. De todos modos se permitieron una licencia con el postre. Don carios Uribe apareció con unos deliciosos dulces de yema, que saborearon en animada conversación. Rezaron juntos las completas y se repartieron por las habitaciones. carios compartió la suya con su primo. Una vez que se habían quedado solos en la habitación, le preguntó:

—Pedro, aún no me has explicado la razón de tu presencia por estas tierras. Pero tu llegada nocturna, sin previo aviso, me hace sospechar que sin duda debes tener alguna poderosa razón.

—¡No te equivocas, querido primo! —Se acomodó en una modesta silla de tijera, cerca de un buen fuego que calentaba la habitación—. Ha muerto Juan de Atareche, ayer por la noche. —Su gesto simulaba un profundo dolor.

—¡Por Dios, no sabía nada! ¿Y cómo ha sido? —Se sentó frente a él.

—Juan enfermó hace unas semanas de unas fiebres que le afectaron a los pulmones. Le debilitaron de tal manera que ayer por la noche su corazón no pudo resistirlo más y acabó muriendo.

—Lo siento mucho, Pedro. Sé que tu superior era un hombre santo y que os unía una estrecha relación. Pero, conocedor ahora de su muerte, todavía entiendo menos el motivo de tu inesperada visita. ¿Cómo es que estás aquí y no en sus funerales?

—Pues..., por un motivo muy importante para mí y para toda nuestra orden. Me explico. Sabrás que Juan de Atareche pasó muchos años en Tierra Santa. Todos conocemos la intensa búsqueda que protagonizaron los nueve primeros templarios de cualquier resto de símbolo o documento que hubiese tenido relación con los patriarcas, los apóstoles, o sobre la vida y la pasión de Jesucristo. Nuestro fundador, Hugo de Panyes, y sus ocho primeros monjes los buscaron entre las ruinas del antiguo Templo de Salomón, cuando el rey Balduino II les cedió parte de su palacio, en la actual mezquita de al-Aqsa. Y sabes que encontraron varios objetos. Pero, muchas décadas después de la conquista de Tierra Santa, Juan encontró un par de objetos sagrados, cuya existencia nadie conocía, dentro de unas cuevas, en el desierto de Judea, en las proximidades del mar Muerto. Los ocultó a sus superiores y los trajo consigo a su vuelta a Navarra. Yo no los he podido ver nunca, pero sé que se trata de un pergamino antiquísimo y de un pequeño cofre. —La cara de su primo expresaba un profundo interés—. Supe de su existencia por una conversación que, años después, mantuve en secreto con nuestro maestre provincial. Él me ordenó que le investigase muy de cerca para comprobar si Juan conservaba esas valiosas reliquias. Eran órdenes que venían desde lo más alto, nada menos que de la misma sede del Temple, en Acre, donde parece ser que un monje muy allegado a Atareche durante su estancia en Jerusalén declaró al gran maestre, años después y cuando por una casualidad había pasado a ser uno de sus hombres de confianza, haber visto cómo éste las había escondido entre sus pertenencias justo antes de abandonar Tierra Santa. Por eso supieron que se trataba de un pequeño cofre y de un viejo papiro, aunque nadie ha podido averiguar qué es lo que guarda el uno ni el texto que contiene el otro. El papa Inocencio fue informado de la existencia de esas dos enigmáticas reliquias por nuestro gran maestre y encargó a nuestra orden su inmediata recuperación. Con estos antecedentes, como te puedes imaginar, los busqué por todos los rincones de nuestro monasterio, sin encontrar rastro de ellos. Posteriormente deduje que debía haberlos ocultado en algún lugar, aprovechando alguno de los muchos viajes que realizó durante esos años. ¡Y eso es todo lo que sé! —concluyó, agotado de su largo monólogo.

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